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domingo, 24 de febrero de 2013

DOMINICA SEGUNDA DE CUARESMA

PENSEMOS EN EL CIELO

     "Seis días después tomó Jesús a Pedro, a Santiago y a Juan, su hermano, y los llevó aparte, a un monte alto, y se transfiguró ante ellos: brilló su rostro como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. Y se les aparecieron Moisés y Elias hablando con El. Tomando Pedro la palabra dijo a Jesús:
     "—Señor, ¡ qué bien estamos aquí! Si quieres,haré aquí tres tiendas: una para Ti, una para Moisés y otra para Elias.
     "Aún estaba él hablando cuando los cubrió una nube resplandeciente, y salió de la nube una voz que decía:
     ".—Este es mi Hijo amado, en quien tengo mi complacencia; escuchadle.
     "Al oírla, los discípulos cayeron sobre su rostro, sobrecogidos de gran temor. Jesús se acercó, y, tocándolos, dijo:
     "—Levantaos, no temáis.
     "Alzando ellos los ojos, no vieron a nadie, sino sólo a Jesús. Al bajar del monte les mandó Jesús, diciendo :
     "—No deis a conocer a nadie esta visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos." (Mt., XVII, 1-9.)
* * * 

      Este pasaje del Evangelio nos recuerda la felicidad del Paraíso o cielo.
     San Pedro y sus dos compañeros vieron a Jesús glorificado como en el cielo, resplandeciente como el sol, y, en el colmo de la felicidad, deseaban estar siempre así.
¿Pensáis vosotros en el cielo, mis queridos niños? ¿Lo deseáis? ¿Hacéis lo que está de vuestra parte para ganároslo y poseerlo algún día?
     Nuestras consideraciones de hoy versarán sobre el pensamiento del cielo. Este pensamiento: 1°- nos aparta del mundo; 2° nos estimula a bien obrar.

 I.—El pensamiento del cielo nos despega del mundo

     1. Qué es el mundo y qué vemos en él.
     Es, sencillamente, un valle de lágrimas. En la tierra se padece, se llora y se muere; se dan cita las miserias, enfermedades y dolores de toda especie; se precisa trabajar, fatigarse, sudar, padecer frío y calor, hambre y sed; reinan la injusticia, la envidia, el odio, la guerra, y, por lo mismo, abundan el temor, la zozobra, el infortunio... Nadie se siente feliz y sobre todos pesa la sentencia dictada por Dios a nuestro primer padre, al que dijo:
     Por haber escuchado a tu mujer, comiendo del árbol de que te prohibí comer, diciéndote: "no comas de él", por ti será maldita la tierra; con trabajo comerás de ella todo el tiempo de tu vida; te dará espinas y abrojos, y comerás de las hierbas del campo. Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, pues de ella has sido formado; ya que polvo eres y al polvo volverás (Gén., III. 17-19).
     Así, pues, este mundo es el lugar donde todos tienen que padecer, y si alguno conoce algo de felicidad, ésta no es completa y dura muy poco.

     2. Qué es el cielo y qué hay en él.
     El cielo es nuestra verdadera patria, en la que debemos pensar. Los exilados piensan en su patria y anhelan volver a ella; la esperanza de pisar de nuevo su sagrado suelo les hace soportar las penalidades que sufren en el destierro.
     Pues bien: todos los que vivimos en el mundo somos unos pobres exilados que suspiramos por nuestra patria celestial; hacia ella corre nuestro pensamiento y así nos parecen más llevaderos, y hasta placenteros, los padecimientos que nos vemos obligados a soportar en esta vida.
     * El cielo y los mártires.— ¡Qué idea más clara tenían del cielo los mártires cristianos! Cuando se les hacía comparecer ante los tribunales y les preguntaban los magistrados quiénes eran y cuél su patria, respondían :
     Somos cristianos y nuestra patria está allá arriba, sobre los luceros, en donde mora nuestro Señor. Salvador y Dios. Jesucristo nos ha precedido para prepararnos un lugar en su reino, y sólo aspiramos a ocupar nuestro sitial por toda una eternidad bienaventurada.
     Así hablaban aquellos campeones de la fe, y marchaban alegremente a las torturas y a la muerte por la convicción que tenían de que iban derechamente a la patria celestial, por la que tanto habían suspirado.
     * San Buenaventura deseaba ardientemente la felicidad del cielo, y lo mismo quería que hiciesen los demás. Por eso repetía : "Dios, los ángeles y todos los santos del cielo nos esperan en la patria con impaciencia, y piensan con fruición en el momento de estrecharnos entre sus brazos".
     La estimación del cielo."¿Para vosotros el cielo y para mí la tierra?" —Cuando San Bernardo se disponía a abandonar la casa paterna, en unión de otros hermanos suyos, para entrar en religión, fue a despedirse del más pequeño y le dijo:
     ¡Adiós, hermanito! Sé bueno. Ahora serás dueño de toda nuestra hacienda.
—¿A dónde os vais? —le preguntó.
—Nos vamos a ganar el cielo.
El chico reflexionó unos instantes y replicó:
     — ¡Ah!, ¿sí? ¿Para vosotros el cielo y para mí la tierra? Esta partición no es justa. Yo también quiero irme a ganar el cielo.
Y se fue con sus hermanos a ser religioso.
¡Esto sí que era tener el cielo en su debida estimación!
     El deseo del cielo.San Ignacio, obispo de Antioquía, que murió martirizado el año 107, escribía en una carta dirigida a los romanos: "Anhelo estar ante las fieras que han destinado para mí. ¡Ojalá me despedacen en seguida! Yo las azuzaré para que me devoren rápidamente. Nada del mundo me importa: mi único deseo es reunirme con Jesucristo nuestro Señor."
     Al oír los rugidos de los leones y los espantosos aullidos de las panteras, decía: "Dejad que sea pasto de las fieras para ir a gozar de Dios. Yo soy trigo de Jesucristo y seré molido en los dientes de los leones para convertirme en pan del mundo: Frumentum Christi sum, dentibus bestiarum molar ut panis mundus inveniar." 

     Lo que hay en el reino de los bienaventurados es imposible describirlo. San Pablo, que fue arrebatado hasta el tercer cielo, dijo que había visto cosas que la mente humana no podía concebir : "Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni vino a la mente del hombre lo que Dios ha preparado para los que le aman" (1 Cor., II, 9). Allí se gozará de todo bien, sin mezcla de mal alguno. "Los bienaventurados —dice la Sagrada Escritura— ya no tendrán hambre, ni tendrán ya sed, ni caerá sobre ellos el sol ni ardor alguno" (Apoc., VII, 16); "y enjugará las lágrimas de sus ojos, y la muerte no existirá más, ni habrá duelo, ni gritos, ni trabajo, porque todo esto es ya pasado" (Apoc., XXI, 4).
     De forma que en la patria celestial no existe mal alguno; no se llora ni se sufre; no hay temor, duelos o quebrantos.

     3. ¿Qué bienes se disfrutan en ella?
     Cierto día preguntó a Santo Tomás de Aquino su hermana cómo era la bienaventuranza del cielo, y el gran teólogo le respondió:
     Mi querida hermana, eso no puede saberse hasta que no se gane y se obtenga. Es algo tan delicioso, que todo el humano saber es incapaz de descifrarlo.
     Más fácil sería encerrar en una cáscara de nuez toda el agua de los océanos, que figurarnos adecuadamente con la imaginación las bienaventuranzas del cielo.

     Algunos creen que las delicias del Paraíso celestial son similares a las que podrían soñarse en la tierra: ricos palacios, amenos jardines, armoniosos cánticos y melodías, clima ideal, horizonte azulado, eterna primavera. Estas son cosas materiales que no pueden compararse con las del cielo. Todo cuanto de bello y delicioso existe en el mundo, no es más que barro y lodo en comparación de los bienes del Paraíso celestial.
     En la gloria eterna verán los bienaventurados a Dios tal como es, lo amarán y poseerán para siempre jamás. La felicidad perfecta consiste en ver y poseer a Dios, y en eso consistirá precisamente la del cielo.
     Cierto es que en el cielo no todos tendrán la misma felicidad, puesto que habrá grados, y quien más merezca más gloria disfrutará, como nos lo dice San Pablo: "Cada cual recibirá su recompensa conforme a su trabajo" (1 Cor., III, 8); pero todos estarán contentos, por saber que el premio ha de ser proporcional a los merecimientos.
     ¡Qué incontenible alegría inundará nuestra alma si vamos al Paraíso para estar por siempre jamás en compañía de la Santísima Virgen, nuestra Madre amantísima, que nos hará objeto de sus caricias; de los ángeles y de los santos, gozando de la vista y posesión de Dios: Et sic semper cum Domino erimus! (1 Thess., IV, 10).
     ¿Cabe amar al mundo abundando en este pensamiento? ¿Podrán siquiera desearse las míseras cosas de la tierra pensando en la felicidad eterna?
     * San Pedro, que en la transfiguración vio por unos instantes un rayito de luz celestial, quedó tan arrobado que sentía desprecio y hasta horror por las cosas de este mundo.
     * San Ignacio y el cielo.—San Ignacio de Loyola subía de tiempo en tiempo a una elevada terraza para contemplar desde allí más a sus anchas el firmamento estrellado, imaginando la belleza y los goces del cielo. Compenetrado con este pensamiento, se le encendía el semblante, se la inundaban de lágrimas los ojos y exclamaba: "¡Qué fea y sórdida es la tierra en comparación del cielo! : Heu! quam sordet tellus dum coelum adspicio.''
     Y, sin embargo, ¡cuántos se olvidan de las alegrías celestiales y se enamoran de las miserias terrenas!.
     El deseo del barro.—El hijo de Napoleón.  Durante el imperio de Napoleón I se celebraba una gran fiesta en el palacio real de París. Estaban reunidos los grandes del imperio, vestidos con sus mejores galas, y las principales damas de la corte deslumhraban con su atavío y brillantes joyas. En una magnifica estancia, llena de objetos preciosos, entreteníase como podía el principito llamado Rey de Roma, jugando él solo sobre rica alfombra. Pero desde allí veía por la calle a unos cuantos pilletes que chapoteaban en el agua y jugaban alegremente en el barro.
     Viéndole triste y aburrido le preguntó Napoleón:
     —¿Qué te pasa, hijo mío? ¿No te alegra todo este esplendor y el saber que un día serás dueño de toda esta magnificencia?
     El chiquito extendió su bracito hacia la ventana y, señalando con el índice la calle por donde estaban los pilletes, contestó:
     Me gustaría estar jugando con aquéllos en el barro.
     Como este principito hay muchos niños que, estando destinados para reinar en el cielo, prefieren entretenerse y jugar en el lodazal de las cosas mundanas, que no pueden compararse con las magnificencias y sublimidades que pueden gozar en el cielo.
 

II.—El pensamiento del cielo nos estimula al bien.

     1. Nos inclina a bien obrar.
     ¿Quién de vosotros, amados niños, no quiere ir al cielo? Ya sé que todos lo anheláis; pero para ir a él es preciso hacer algo. Ante todo hay que soslayar el pecado, porque en el cielo no entra nada manchado. Mas no basta con eso, sino que además es necesario ganarlo con buenas obras, que son las que en definitiva dan derecho a ir a la gloria.
     Decía el profeta David: "¿Quién subirá al monte de Dios y se estará en lugar santo? El de limpias manos y puro corazón, el que no lleva su alma al fraude y no jura mentira" (Ps., XXITI, 3-4).
     El pensamiento del cielo debe movernos a ser buenos, humildes, puros, mortificados, estudiosos, obedientes. También debe inclinaros a rezar bien y con mucho fervor vuestras oraciones, a ser caritativos con los demás y a dar buen ejemplo a vuestros compañeros. Estas son las buenas obras que debéis cumplir. ¿Habrá quien no las baga sabiendo que con ellas se gana el cielo?.
     Trabajar para el cielo.—San Felipe Neri se encontró cierto día en un bosque con un campesino que hacía leña, y entre ambos se desarrolló el siguiente diálogo :
     —¿Para qué recoges leña y trabajas?
     —Para ganarme el pan.
     —¿Sólo por eso?
     —Y el de toda mi familia —replicó el hombre.
     —¿Y para ganarte el cielo no? Por dos cosas hay que trabajar en esta vida: por el pan y el cielo.
     San Felipe sí que trabajaba para el cielo; y así, cuando el Papa le ofreció el capelo cardenalicio, dijo, sonriéndose, a los representantes pontificios enviados exprofeso para notificarle la augusta decisión:
     —Digan a Su Santidad que le agradezco el honor con que quiere distinguirme; pero que dispense que no lo acepte, porque prefiero otro capelo que me está esperando...
Tiró el bonete al aire y exclamó:
     — ¡En el cielo! ¡En el cielo!
Esta era la única aspiración que tenía.

     2. Nos permite padecer con buen ánimo.
     En este mundo no hay más remedio que padecer y luchar contra los enemigos de nuestra salvación. Soportad, pues, queridos míos, las tribulaciones con resignación y paciencia, ya que ellas son las que han de permitiros merecer la corona de la gloria, pues, como dijo el Señor, sólo será coronado el que hubiese luchado legítimamente: Non coronabitur nisi qui legitime certaverit (2 Tim., II, 5).
     * San Adrián, antes de convertirse al cristianismo, se admiraba de la paciencia, mansedumbre y fortaleza de que daban muestra los mártires en las torturas. Un día preguntó a uno de ellos :
     —¿De dónde sacáis los cristianos fortaleza tan heroica?
     El mártir señaló al cielo y le contestó :
     —El valor y la fortaleza nos vienen de lo alto, en donde se premia y recompensa a los que triunfan.
     Esta respuesta decidió a Adrián a abrazar la fe de Cristo, y también murió mártir él.
     San Francisco de Asís, en medio de las penas y dolores más atroces, pensaba en el cielo y repetía: "Tan grande es el bien que espero, que todo padecer me conforta."
     Así hacían los santos. En las tribulaciones miraban al cielo e inmediatamente se consolaban.
     La alegría ante la proximidad del premioTomás Moro, gran canciller de Inglaterra (+ 1535), condenado a muerte por su fidelidad y firmeza en la religión católica, subió al patíbulo con visibles muestras de contento. Al pedirle perdón el verdugo porque iba a quitarle la cabeza en contra de su voluntad, le abrazó el canciller y le dijo:
     —Amigo mío, me vas a hacer el mayor obsequio que cabe hacer en este mundo a una persona: ¡abrirme las puertas del cielo!
 
     Estando moribundo San Martín, obispo, hallábase tendido en la cama, de supino, con los ojos puestos en el cielo. Le aconsejaron que se volviese de lado para que se le aliviaran los dolores, pero él respondió: "Dejad que mire al cielo y no a la tierra, para que mi alma vaya más derechamente hacia su Salvador."
     Conclusión.—Hijitos míos, pensad mucho en el cielo y procurad ganároslo.
     San Agustín, obispo de Hipona (+ 430), hablando cierto día a sus diocesanos, les decía:
     —¿Qué haríais vosotros si Dios os prometiera todos los bienes y alegrías del mundo por espacio de cien o mil años, a condición de perder el Paraíso?
     Los oyentes contestaron a una: ¡Piérdase todo menos el Paraíso!
     Esta es la reflexión que debéis haceros vosotros, mis queridos niños. Cuando os tiente el demonio, repetid: "Si lucho y salgo victorioso, Dios me concederá la corona de la gloria." En las aflicciones, deciros: "Si sufro por amor de Dios, me ganaré la recompensa del cielo."
     En todo, y para siempre, formulad esta resolución: "¡Debo y quiero salvarme!"

G. Montarino
MANNA PARVULORUM

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