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miércoles, 27 de febrero de 2013

La Confesión

    Es una ley de la Iglesia que es preciso confesarse a lo menos una vez al año; es pues un deber para ti, hijo mío, si quieres ser cristiano fiel, confesarte cada año a lo menos una vez.
    A lo menos una vez debes reunir recuerdos culpables que se han acumulado en tu alma; humillarte con el arrepentimiento a los pies del ministro de Dios; purificar en la Sangre de Cristo tu corazón manchado, y renovar tu vida interior a fin de hacer un nuevo esfuerzo y recomenzar una existencia nueva, más alta y más pura.
     Pero un año, no lo olvides, es el límite extremo, es el plazo más largo acordado por la Iglesia, y la Iglesia con la razón misma, nos induce a pensar que es bueno confesarse con más frecuencia.
     El hombre que no sumerge su cuerpo en el agua purificadora más que una sola vez en cada primavera, ¿estará habitualmente limpio?
     Y el que no va más que una vez al año al baño saludable de la Penitencia, ¿será habitualmente puro?
     Hijo mío, el viajero que va diariamente por largos caminos pronto verá sus vestidos cubiertos de polvo y sus pies llenos de lodo; asi también, la viajera de los senderos del mundo, el alma, no puede dejar de mancharse también, y mucho.
     Los justos mismos ofenden a Dios con frecuencia; tú, joven rebosante de vida y devorado por las pasiones, ¿serás más fuerte y más sabio?
     No, no tienes ningún pretexto que invocar; mi ya larga experiencia me lo dice: para perseverar en el bien, no hay más que remojarse y lavarse a menudo en el baño sagrado de la Penitencia.
     Unos se arraigan en la virtud, como el árbol plantado al borde de los ríos; otros se asemejan a las hojas secas que al primer soplo se las lleva el viento.
     Si me crees esto, te confesarás cada quince días o siquiera cada mes. Si oyes mi consejo, me atrevo a decirte: ¡yo respondo de tu alma delante de Dios!

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