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jueves, 7 de febrero de 2013

"TRA LE SOLLECITUDINI"

Motu proprio  de  San Pío X
 
     Entre los cuidados propios del oficio pastoral, no solamente de esta Cátedra, que por inescrutable disposición de la Providencía, aunque indigno, ocupamos, sino también de toda iglesia particular, sin duda uno de los principales es el de mantener y procurar el decoro de la casa del Señor, donde se celebran los augustos misterios de la religión y se junta el pueblo cristiano a recibir la gracia de los sacramentos, asistir al santo sacrificio del altar, adorar al augustísimo sacramento del Cuerpo del Señor y unirse a la común oración de la Iglesia en los públicos y solemnes oficios de la liturgia. 
      Nada, por consiguiente, debe ocurrir en el templo que turbe, ni siquiera disminuya, la piedad y la devoción de los fieles; nada que dé fundado motivo de disgusto o escándalo; nada, sobre todo, que directamente ofenda el decoro y la santidad de los sagrados ritos y, por este motivo, sea indigno de la casa de oración y la majestad divina.
     Ahora no vamos a hablar uno por uno de los abusos que pueden ocurrir en esta materia; nuestra atención se fija hoy solamente en uno de los más generales, de los más diflciles de desarraigar, en uno que tal vez debe deplorarse aun allí donde todas las demás cosas son dignas de la mayor alabanza por la belleza y suntuosidad del templo, por la asistencia de gran número de eclesiásticos, por la piedad y gravedad de los ministros celebrantes: tal es el abuso en todo lo concerniente al canto y la música sagrada. 
     Y en verdad, sea por la naturaleza de este arte, de suyo fluctuante y variable, o por la sucesiva alteración del gusto y las costumbres en el transcurso del tiempo, o por la influencia que ejerce el arte profano y teatral en el sagrado, o por el placer que directamente produce la música y que no siempre puede contenerse fácilmente dentro de los justos límites, o, en último término, por los muchos prejuicios que en esta materia insensiblemente penetran y luego tenazmente arraigan hasta en el ánimo de personas autorizadas y pías; el hecho es que se observa una tendencia pertinaz a apartarla de la recta norma, señalada por el fin con que el arte fue admitido al servicio del culto y expresada con bastante claridad en los cánones eclesiásticos, los decretos de los concilios generales y provinciales y las repetidas resoluciones de las Sagradas Congregaciones romanas y de los sumos pontífices, nuestros predecesores. 
     Con verdadera satisfacción del alma nos es grato reconocer el mucho bien que en esta materia se ha conseguido durante los últimos decenios en nuestra ilustre ciudad de Roma y en multitud de iglesias de nuestra patria; pero de modo particular en algunas naciones, donde hombres egregios, llenos de celo por el culto divino, con la aprobación de la Santa Sede y la dirección de los obispos, se unieron en florecientes sociedades y restablecieron plenamente el honor del arte sagrado en casi todas sus iglesias y capillas. Pero aún dista mucho este bien de ser general, y si consultamos nuestra personal experiencia y oímos las muchísimas quejas que de todas partes se nos han dirigido en el poco tiempo pasado desde que plugo al Señor elevar nuestra humilde persona a la suma dignidad del apostolado romano, creemos que nuestro primer deber es levantar la voz sin más dilaciones en reprobación y condenación de cuanto en las solemnidades del culto y los oficios sagrados resulte disconforme con la recta norma indicada. 
     Siendo, en verdad, nuestro vivísimo deseo que el verdadero espíritu cristiano vuelva a florecer en todo y que en todos los fieles se mantenga, lo primero es proveer a la santidad y dignidad del templo, donde los fieles se juntan precisamente para adquirir ese espíritu en su primer e insustituible manantial, que es la participación activa en los sacrosantos misterios y en la pública y solemne oración de la Iglesia. 
     Y en vano será esperar que para tal fin descienda copiosa sobre nosotros la bendición del cielo, si nuestro obsequio al Altísimo no asciende en olor de suavidad; antes bien, pone en la mano del Señor el látigo con que el Salvador del mundo arrojó del templo a sus indignos profanadores. 
     Con este motivo, y para que de hoy en adelante nadie alegue la excusa de no conocer claramente su obligación y quitar toda duda en la interpretación de algunas cosas que están mandadas, estimamos conveniente señalar con brevedad los principios que regulan la música sagrada en las solemnidades del culto y condensar al mismo tiempo, como en un cuadro, las principales prescripciones de la Iglesia contra los abusos más comunes que se cometen en esta materia. Por lo que de motu proprio y ciencia cierta publicamos esta nuestra Instrucción, a la cual, como si fuese Código jurídico de la música sagrada, queremos con toda plenitud de nuestra Autoridad Apostólica se reconozca fuerza de ley, imponiendo a todos por estas letras de nuestra mano la más escrupulosa obediencia. 
 
INSTRUCCIÓN ACERCA DE LA MÚSICA SAGRADA 
 
I. PRINCIPIOS GENERALES 
     Como parte integrante de la liturgia solemne, la música sagrada tiende a su mismo fin, el cual consiste en la gloria de Dios y la santificación y edificación de los fieles. La música contribuye a aumentar el decoro y esplendor de las solemnidades religiosas, y así como su oficio principal consiste en revestir de adecuadas melodías el texto litúrgico que se propone a la consideración de los fieles, de igual manera su propio fin consiste en añadir más eficacia al texto mismo, para que por tal medio se excite más la devoción de los fieles y se preparen mejor a recibir los frutos de la gracia, propios de la celebración de los sagrados misterios. 
     Por consiguiente, la música sagrada debe tener en grado eminente las cualidades propias de la liturgia, conviene a saber: la santidad y la bondad de las formas, de donde nace espontáneo otro carácter suyo: la universalidad. 
     Debe ser santa y, por lo tanto, excluir todo lo profano, y no sólo en sí misma, sino en el modo con que la interpreten los mismos cantantes. 
     Debe tener arte verdadero, porque no es posible de otro modo que tenga sobre el ánimo de quien la oye aquella virtud que se propone la Iglesia al admitir en su liturgia el arte de los sonidos. 
     Mas a la vez debe ser universal, en el sentido de que, aun concediéndose a toda nación que admita en sus composiciones religiosas aquellas formas particulares que constituyen el carácter específico de su propia música, éste debe estar de tal modo subordinado a los caracteres generales de la música sagrada, que ningún fiel procedente de otra nación experimente al oírla una impresión que no sea buena. 
 
II. GÉNEROS DE MÚSICA SAGRADA 
     Hállanse en grado sumo estas cualidades en el canto gregoriano, que es, por consiguiente, el canto propio de la Iglesia romana, el único que la Iglesia heredó de los antiguos Padres, el que ha custodiado celosamente durante el curso de los siglos en sus códices litúrgicos, el que en algunas partes de la liturgia prescribe exclusivamente, el que estudios recentísimos han restablecido felizmente en su pureza e integridad. 
     Por estos motivos, el canto gregoriano fue tenido siempre como acabado modelo de música religiosa, pudiendo formularse con toda razón esta ley general: una composición religiosa será más sagrada y litúrgica cuanto más se acerque en aire, inspiración y sabor a la melodía gregoriana, y será tanto menos digna del templo cuanto diste más de este modelo soberano. Así pues, el antiguo canto gregoriano tradicional deberá restablecerse ampliamente en las solemnidades del culto; teniéndose por bien sabido que ninguna función religiosa perderá nada de su solemnidad aunque no se cante en ella otra música que la gregoriana. 
     Procúrese, especialmente, que el pueblo vuelva a adquirir la costumbre de usar del canto gregoriano, para que los fieles tomen de nuevo parte más activa en el oficio litúrgico, como solían antiguamente. 
     Las supradichas cualidades se hallan también en sumo grado en la polifonía clásica, especialmente en la de la escuela romana, que en el siglo XVI llegó a la meta de la perfección con las obras de Pedro Luis de Palestrina, y que luego continuó produciendo composiciones de excelente bondad musical y litúrgica. 
     La polifonía clásica se acerca bastante al canto gregoriano, supremo modelo de toda música sagrada, y por esta razón mereció ser admitida, junto con aquel canto, en las funciones más solemnes de la Iglesia, como son las que se celebran en la capilla pontificia. 
     Por consiguiente, también esta música deberá restablecerse copiosamente en las solemnidades religiosas, especialmente en las basílicas más insignes, en las iglesias catedrales y en las de los seminarios e institutos eclesiásticos, donde no suelen faltar los medios necesarios. 
     La Iglesia ha reconocido y fomentado en todo tiempo los progresos de las artes, admitiendo en el servicio del culto cuanto en el curso de los siglos el genio ha sabido hallar de bueno y bello, salva siempre la ley litúrgica; por consiguiente, la música más moderna se admite en la Iglesia, puesto que cuenta con composiciones de tal bondad, seriedad y gravedad, que de ningún modo son indignas de las solemnidades religiosas. 
     Sin embargo, como la música moderna es principalmente profana, deberá cuidarse con mayor esmero que las composiciones musicales de estilo moderno que se admitan en las iglesias no contengan cosa ninguna profana ni ofrezcan reminiscencias de motivos teatrales, y no estén compuestas tampoco en su forma externa imitando la factura de las composiciones profanas. 
     Entre los varios géneros de la música moderna, el que aparece menos adecuado a las funciones del culto es el teatral, que durante el pasado siglo estuvo muy en boga, singularmente en Italia. 
     Por su misma naturaleza, este género ofrece la máxima oposición al canto gregoriano y a la polifonía clásica, y por ende, a las condiciones más importantes de toda buena música sagrada, además de que la estructura, el ritmo y el llamado convencionalismo de este género no se acomodan sino malísimamente a las exigencias de la verdadera música litúrgica. 
 
III. TEXTO LITÚRGICO 
     La lengua propia de la Iglesia romana es la latina, por lo cual está prohibido que en las solemnidades litúrgicas se cante cosa alguna en lengua vulgar, y mucho más que se canten en lengua vulgar las partes variables o comunes de la misa o el oficio. 
     Estando determinados para cada función litúrgica los textos que han de ponerse en música y el orden en que se deben cantar, no es lícito alterar este orden, ni cambiar los textos prescriptos por otros de elección privada, ni omitirlos enteramente o en parte, como las rúbricas no consienten que se suplan con el órgano ciertos versículos, sino que éstos han de recitarse sencillamente en el coro. Pero es permitido, conforme a la costumbre de la Iglesia romana, cantar un motete al Santísimo Sacramento después del Benedictus de la misa solemne, como se permite que, luego de cantar el ofertorio propio de la misa, pueda cantarse en el tiempo que queda hasta el prefacio un breve motete con palabras aprobadas por la Iglesia. 
     El texto litúrgico ha de cantarse como está en los libros, sin alteraciones o posposiciones de palabras, sin repeticiones indebidas, sin separar sílabas, y siempre con tal claridad que puedan entenderlo los fieles. 
 
IV. FORMA EXTERNA DE LAS COMPOSICIONES SAGRADAS 
     Cada una de las partes de la misa y el oficio deben conservar musicalmente el concepto y la forma que la tradición eclesiástica les ha dado y se conservan bien expresadas en el canto gregoriano; diversa es, por consiguiente, la manera de componerse un introito, un gradual, una antífona, un salmo, un himno, un Gloria in excelsis, etc. 
     En este particular obsérvense las normas siguientes: 
     A) El Kyrie, Gloria, Credo, etc., de la misa deben conservar la unidad de composición que corresponde a su texto. No es, por tanto, lícito componerlos en piezas separadas, de manera que cada una de ellas forme una composición musical completa, y tal que pueda separarse de las restantes y reemplazarse con otra. 
     B) En el oficio de vísperas deben seguirse ordinariamente las disposiciones del Caeremoniale episcoporum, que prescribe el canto gregoriano para la salmodia y permite la música figurada en los versos del Gloria Patri y en el himno. 
     Sin embargo, será lícito en las mayores solemnidades alternar, con el canto gregoriano del coro, el llamado de contrapunto, o con versos de parecida manera convenientemente compuestos. 
     También podrá permitirse alguna vez que cada uno de los salmos se ponga enteramente en música, siempre que en su composición se conserve la forma propia de la salmodia; esto es, siempre que parezca que los cantores salmodian entre sí, ya con motivos musicales nuevos, ya con motivos sacados del canto gregoriano, o imitados de éste. 
     Pero quedan para siempre excluidos y prohibidos los salmos llamados de concierto. 
     C) En los himnos de la Iglesia consérvese la forma tradicional de los mismos. No es, por consiguiente, lícito componer, por ejemplo, el Tantum ergo de manera que la primera estrofa tenga la forma de romanza, cavatina o adagio, y el Genitori de allegro. 
     D) Las antífonas de vísperas deben ser cantadas ordinariamente con la melodía gregoriana que les es propia; mas si en algún caso particular se cantasen con música, no deberán tener, de ningún modo, ni la forma de melodía de concierto, ni la amplitud de un motete o de una cantata. 
 
V. CANTORES 
     Excepto las melodías propias del celebrante y los ministros, las cuales han de cantarse siempre con música gregoriana, sin ningún acompañamiento de órgano, todo lo demás del canto litúrgico es propio del coro de levitas; de manera que los cantores de iglesia, aun cuando sean seglares, hacen propiamente el oficio de coro eclesiástico. 
     Por consiguiente, la música que ejecuten debe, cuando menos en su máxima parte, conservar el carácter de música de coro. 
     Con esto no se entiende excluir absolutamente los solos; mas éstos no deben predominar de tal suerte que absorban la mayor parte del texto litúrgico, sino que deben tener el carácter de una sencilla frase melódica y estar íntimamente ligado el resto de la composición coral. 
     Del mismo principio se deduce que los cantores desempeñan en la Iglesia un oficio litúrgico; por lo cual las mujeres, que son incapaces de desempeñar tal oficio, no pueden ser admitidas a formar parte del coro o la capilla musical. Y si se quieren tener voces agudas de tiples y contraltos, deberán ser de niños, según uso antiquísimo de la Iglesia. 
     Por último, no se admitan en las capillas de música sino hombres de conocida piedad y probidad de vida, que con su modesta y religiosa actitud durante las solemnidades litúrgicas se muestren dignos del santo oficio que desempeñan. Será, además, conveniente que, mientras cantan en la iglesia, los músicos vistan hábito talar y sobrepelliz, y que, si el coro se halla muy a la vista del público, se le pongan celosías. 
 
VI. ÓRGANO E INSTRUMENTOS 
     Si bien la música de la Iglesia es exclusivamente vocal, esto no obstante, también se permite la música con acompañamiento de órgano. En algún caso particular, en los términos debidos y con los debidos miramientos, podrán asimismo admitirse otros instrumentos; pero no sin licencia especial del Ordinario, según prescripción del Caeremoniale episcoporum. 
     Como el canto debe dominar siempre, el órgano y los demás instrumentos deben sostenerlo sencillamente, y no oprimirlo. 
     No está permitido anteponer al canto largos preludios o interrumpirlo con piezas de intermedio. 
     En el acompañamiento del canto, en los preludios, intermedios y demás pasajes parecidos, el órgano debe tocarse según la índole del mismo instrumento, y debe participar de todas las cualidades de la música sagrada recordadas precedentemente. 
     Está prohibido en las iglesias el uso del piano, como asimismo de todos los instrumentos fragorosos o ligeros, como el tambor, el chinesco, los platillos y otros semejantes. 
     Está rigurosamente prohibido que las llamadas bandas de música toquen en las iglesias, y sólo en algún caso especial, supuesto el consentimiento del Ordinario, será permitido admitir un número juiciosamente escogido, corto y proporcionado al ambiente, de instrumentos de aire, que vayan a ejecutar composiciones o acompañar al canto, con música escrita en estilo grave, conveniente y en todo parecida a la del órgano. 
     En las procesiones que salgan de la iglesia, el Ordinario podrá permitir que asistan las bandas de música, con tal de que no ejecuten composiciones profanas. Sería de apetecer que en tales ocasiones las dichas músicas se limitasen a acompañar algún himno religioso, escrito en latín o en lengua vulgar, cantado por los cantores y las piadosas cofradías que asistan a la procesión. 
 
VII. EXTENSIÓN DE LA MÚSICA RELIGIOSA 
     No es lícito que por razón del canto o la música se haga esperar al sacerdote en el altar más tiempo del que exige la liturgia. Según las prescripciones de la Iglesia, el Sanctus de la misa debe terminarse de cantar antes de la elevación, a pesar de lo cual, en este punto, hasta el celebrante suele tener que estar pendiente de la música. Conforme a la tradición gregoriana, el Gloria y eI Credo deben ser relativamente breves. 
     En general, ha de condenarse como abuso gravísimo que, en las funciones religiosas, la liturgia quede en lugar secundario y como al servicio de la música, cuando la música forma parte de la liturgia y no es sino su humilde sierva. 
 
VIII. MEDIOS PRINCIPALES 
     Para el puntual cumplimiento de cuanto aquí queda dispuesto, nombren los obispos, si no las han nombrado ya, comisiones especiales de personas verdaderamente competentes en cosas de música sagrada, a las cuales, en la manera que juzguen más oportuna, se encomiende el encargo de vigilar cuanto se refiere a la música que se ejecuta en las iglesias. No cuiden sólo de que la música sea buena de suyo, sino de que responda a las condiciones de los cantores y sea buena la ejecución. 
     En los seminarios de clérigos y en los institutos eclesiásticos se ha de cultivar con amor y diligencia, conforme a las disposiciones del Tridentino, el ya alabado canto gregoriano tradicional, y en esta materia sean los superiores generosos de estímulos y encomios con sus jóvenes súbditos. Asimismo, promuévase con el clero, donde sea posible, la fundación de una Schola cantorum para la ejecución de la polifonía sagrada y de la buena música litúrgica. 
     En las lecciones de liturgia, moral y derecho canónico que se explican a los estudiantes de teología, no dejen de tocarse aquellos puntos que más especialmente se refieren a los principios fundamentales y las reglas de la música sagrada, y procúrese completar la doctrina con instrucciones especiales acerca de la estética del arte religioso, para que los clérigos no salgan del seminario ayunos de estas nociones, tan necesarias a la plena cultura eclesiástica. 
     Póngase cuidado en restablecer, por lo menos en las iglesias principales, las antiguas Scholae cantorum, como se ha hecho ya con excelente fruto en buen número de localidades. No será difícil al clero verdaderamente celoso establecer tales Scholae hasta en las iglesias de menor importancia y de aldea; antes bien, eso le proporcionará el medio de reunir en torno suyo a niños y adultos, con ventaja para sí y edificación del pueblo. 
     Procúrese sostener y promover del mejor modo donde ya existan las escuelas superiores de música sagrada, y concúrrase a fundarlas donde aún no existan, porque es muy importante que la Iglesia misma provea a la instrucción de sus maestros, organistas y cantores, conforme a los verdaderos principios del arte sagrado. 
 
IX. CONCLUSIÓN 
     Por último, se recomienda a los maestros de capilla, cantores, eclesiásticos, superiores de seminarios, de institutos eclesiásticos y de comunidades religiosas, a los párrocos y rectores de iglesias, a los canónigos de colegiatas y catedrales, y sobre todo a los Ordinarios diocesanos, que favorezcan con todo celo estas prudentes reformas, desde hace mucho deseadas y por todos unánimemente pedidas, para que no caiga en desprecio la misma autoridad de la Iglesia, que repetidamente las ha propuesto y ahora de nuevo las inculca. 
     Dado en nuestro Palacio apostólico del Vaticano en la fiesta de la virgen y mártir Santa Cecilia, 22 de noviembre de 1903, primero de nuestro pontificado. 
Pío X

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