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martes, 19 de marzo de 2013

No Riñas

     Tenía mucha razón el salmista cuando cantaba: «¡Qué bueno y qué hermoso es que los hermanos habiten unidos!»
     Una familia bien engranada en que los hermanos tienen las voluntades acordadas, es algo deleitoso y agradable; pero cuando los hermanos riñen y no saben transigir, condescender y sacrificarse unos por otros, el hogar se convierte en un infierno.
     La familia nació en el Paraíso; el pecado la arrojó de él y la tiñó con sangre fratricida.
     Es una historia vieja que se repite a todas horas. Un hogar en el que crecen dos hermanos destinados a completarse y apoyar mutuamente su felicidad. Entre los dos surge muy pronto la discordia, y el mayor, Caín, mata al menor, Abel.
     ¿Por qué? El pequeño era mejor que el primogénito; éste, en vez de admirarle y estimarle por ello, dió cabida en su corazón a la envidia; y tan mezquina y rastrera pasión le cegó y arrastró al crimen.
     ¡Cuánto Caín hay por el mundo! Hermanos envidiosos que ven con malos ojos cuanto sus hermanos hacen y consideran como desventura propia los éxitos de aquéllos.
     ¡Desgraciados! ¡Cómo se amargan la vida! Procediendo de la misma carne y sangre, herederos de común contextura física y moral, debían mirarse unos a otros como algo suyo propio. La misma palabra latina frater, hermano, lo está indicando: frater, fere alter, «casi otro»; es decir: «casi otro yo».
     Las alegrías de los unos deberían alegrar a los otros y sus ventajas beneficiarles. Se multiplicarían las satisfacciones, aumentarían las fuentes de bienestar, y, al apoyarse mutuamente, se sentirían más fuertes.
     Sin embargo, parece que a muchas chicas sus hermanos sólo les sirven para rabiar y reñir.
     Según el dicho vulgar, son como el perro y el gato. Si uno dice blanco, la otra dice negro; si a su hermano le gusta la pintura, ella declara la guerra a los pinceles; si se entusiasma aquél con el fútbol, ella no desaprovecha cuantas ocasiones se le presentan para ridiculizar a la afición deportiva. ¿Es él juguetón y amigo de bromas? Pues ella no le tolera una guasa ni transige con la menor pullita.
     Y ¿con su otra hermana? A todas horas están discutiendo. Y ¡por qué motivos! Todas las tragedias entre hermanas tienen su origen en las pequeñeces más insignificantes. Porque le ha usado el perfume, o le movió de su armario aquella cajita, o porque la otra tiene ganas de reír...
     Sí, yo he visto reñir a dos hermanas y pegarse, porque a la una le pareció que la otra estaba demasiado sonriente.
     —Te ríes de mí, no te lo tolero...
     —No me río...
     —Sí te ríes...
     —Pues no me da la gana estar seria.
     —Eres...
     Aquí un insulto, otro y otro...
     Las palabras iracundas fueron in crescendo.
     Sonó el primer cachete, replicado por otro...
     Eran dos hermanas de apellido distinguido, educadas en un internado de categoría; pero parecían dos verduleras. Caín y Abel.
     No; no puede decirse que fuesen Caín y Abel. De estos dos hermanos, uno, Abel, fué inocente.
     ¿Qué culpa tenía él de que su hermano viese con malos ojos su virtud? ¿No era ésta obligación suya?
     ¡Qué lástima dan esas hermanas, constituidas en Caín, que no saben encontrar en la bondad de sus hermanos sino incentivo de envidias e intrigas!
     Es su hermano más estudioso o su hermana más cariñosa, o más formal, o más sensata, o más sacrificada, y, naturalmente, arrastran la predilección paterna. Ella no lo sabe aguantar; se revuelve en su interior y se amarga; poco a poco su carácter se va avinagrando, y ahí la tenéis poniendo siempre, en las relaciones fraternales, su gotita —a veces chorro entero— de acidez.
     La conducta a seguir debe ser la contraría. ¿Tu hermano o hermana se capta las preferencias paternas con el estudio, cariño, etc.? Pues copia aquel proceder y obtendrás las mismas ventajas.
     —No me diga. Para mis padres no somos iguales todos los hijos. Papá acaba de regalar a mi hermano una bicicleta. A mí nunca me regala nada.
     La que así me hablaba había cerrado el curso con tres suspensos, mientras su hermano había aprobado la reválida del bachillerato con muy buena puntuación.
     ¿No hubiera sido mejor que «avinagrarse», apretar los codos, estudiar de firme y obtener un sobresaliente de conjunto?
     Acaso el motivo de la envidia sean las mejores cualidades con que Dios ha dotado a uno de los hermanos. Es de más talento, o de mayor brillantez, o tiene don de gentes, o mayor belleza, o simpatía, o gusto estético, o mejores aptitudes para la casa...
     Y allí, en el interior de su alma, comienza un gusanillo a roer: inquieta, conturba, produce sensación de disgusto, que pasa a ser antipatía, y se coloca a dos pasos del odio. Es la maldita envidia.
     Se trata de una historia muy conocida. José, el hijo de Jacob; cuenta diecisiete años espléndidos. La Naturaleza se ha mostrado pródiga con él, y unos sueños misteriosos abren ante sus ojos un porvenir deslumbrador. Su padre le idolatra y lo regala.
     La envidia germina entre sus hermanos. Le llaman el soñador, y sus sueños les indignan.
     Aquel día, cuando apacentaban los rebaños, le vieron venir de lejos, y en sus pechos la envidia levantó fuerte tempestad. ¿No sueña con grandezas y ser mayor que ellos? Pues lo mejor es matarle, y así terminan de una vez los sueños y el soñador.
     Rubén, uno de ellos, no es tan malvado como los otros. Acaso de por sí no se hubiese dejado llevar de tan baja pasión; pero la envidia es contagiosa, y, como no se adopten precauciones y no se reaccione súbitamente contra sus primeras mordeduras, infecta con su virus maléfico.
     No era la infección de Rubén tan aguda como la de los otros, y aún dejaba llegar a su cerebro algún rayito de luz. Por eso disuadió a sus hermanos del crimen que proyectaban, y, pensando urdir una trampa para salvar al inocente, les convenció que lo arrojasen desnudo a un pozo agotado.
     Lo realizaron, y como poco después pasasen por el lugar unos mercaderes egipcios, se lo vendieron por veinte monedas de plata.
     Es la historia sintética del proceder de no pocas chicas, que no han llegado a pensar en matar ni en vender a quien envidian; pero sí observan una conducta indigna, de rastrerías, de insidias, de acusaciones ante los padres, de separación ante los otros hermanos, de boicoteaje ante la sociedad.
     Esta envidia suele ser más frecuente respecto a otra hermana. Pasada la infancia, los éxitos del hermano, en general, no se llevan mal; los que molestan son los de la hermana. Gustaría eclipsarla, anularla, hundirla en el pozo del olvido.
     ¡Qué placer experimenta cuando la oye criticar, o la ve hacer mal papel, o la contempla humillada! En cambio, cuando la alaban, no puede menos; una congoja malsana amarga su corazón.
     En este caso, entre cristianos, sólo puede admitirse una conducta: vencer con la caridad a la envidia, y, sujetando fuertemente el corazón, volcarlo con cariño sobre la que es objeto de tales inquietudes. No revolver los motivos de celo; ver la mano de Dios, que distribuye sus dones misericordiosamente, en conformidad con nuestras conveniencias en orden al fin supremo.
     La felicidad no está ni en la belleza, ni en la simpatía ni en el talento, ni en ninguna otra cualidad natural, sino en conformarse cada uno con su suerte, y amoldándose a ella, procurar servir a Dios.
     Esaú y Jacob eran dos hermanos. Esaú, como primogénito, tenía ciertos derechos sobre Jacob, a quien, a pesar de ello, envidiaba, porque era mejor dotado y su madre le apreciaba más, sin tener en cuenta que él era el predilecto de su padre.
     La envidia de Esaú se manifestó en multitud de ocasiones. Aquel día, al regresar de caza, vió a su hermano con un plato exquisito, guisado por él mismo.
     En seguida experimentó el zarandeo de la envidia. «Jacob tiene un guiso exquisito y yo no.» «Eres primogénito.» Pero no tengo ese guiso tan rico...» No pudo más y se lo pidió; y aquél se lo cedió a cambio de los derechos de primogenitura.
     Esaú pasó por todo, que al envidioso siempre le parece mejor lo ajeno que lo propio. Se apoderó del guiso, se lo comió y se quedó tan satisfecho.
     Mas no; no se quedó satisfecho, porque entonces se dió cuenta de que legalmente su hermano era primogénito y él no. Comenzó entonces a envidiar la primogenitura.
     Es el proceder del envidioso. Tiene una buena cualidad y no la estima; pero cuando la ve en otro, la envidia.
     No seas jamás envidiosa. Si tu hermana es más bella, o tiene más partido, o vale más, tú tendrás otras cualidades, con las que podrás ser dichosa si sabes explotarlas. No envidies lo que te falta, aprecia lo que tienes, y Dios te bendecirá.
     Si el gusano de la envidia comienza a roerte, reacciona inmediatamente, procura ser más cariñosa con tu hermana y ayúdale precisamente en aquello que te quiere molestar. En cuanto luches las primeras batallas y en ellas te venzas, sentirás satisfacción y facilidad para elevarte a alturas adonde tan baja baba no pueda llegar.
     Acostúmbrate a ceder con facilidad con tus hermanos y te evitarás muchos disgustos y muchos motivos de envidia.
     Se enteró Abrahán de que entre sus pastores y los de su sobrino Lot había contiendas, porque unos y otros querían los mejores pastos, y se apresuró a cortar de raíz todo motivo de discordia.
     «No haya contiendas —le dijo— entre los dos ni entre nuestros pastores, pues somos hermanos. Elige los pastos que te plazcan, y yo me retiraré con mis rebaños a otros distintos.»
     Esta es la conducta que corresponde entre hermanos: ceder en bien del otro. Cuanto más generosa seas, mayor satisfacción interior tendrás y tu alma vivirá más en paz.
Emilio Enciso Viana
LA MUCHACHA EN EL HOGAR

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