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sábado, 30 de noviembre de 2013

DONATISTAS



      Antiguos cismáticos de África, llamados así por Donato, jefe de su partido.
     Este cisma que afligió por largo tiempo a la Iglesia, empezó el año 311, con motivo de la elección de Ceciliano para suceder a Mensurio en la cátedra episcopal de Cartago. Por legítima que fuese esta elección, una liga poderosa, formada por una mujer llamada Lucila, por Botro y Celerio, que también habían sido pretendientes al obispado de Cartago, la puso en duda, y se opuso otra a favor de Mayorino, pretextando que la ordenación de Ceciliano había sido nula, habiendo sido hecha, decían sus competidores, por Félix, obispo de Aptonge, que acusaban de traidor, es decir, de haber entregado a los paganos los libros y vasos sagrados durante la persecución. Los obispos de África se dividieron en pro y en contra: los que estaban por Mayorino tenían a su cabeza un tal Donato, obispo de Casas Negras por lo que fueron llamados donatistas.
     Entretanto, habiendo sido elevada la cuestión al emperador, remitió el juicio a tres obispos de las Galias, a saber: Materno, de Colonia; Reticio, de Autun; y Marin, de Arles, juntamente con el papa Milciades. Estos, en un concilio celebrado en Roma, compuesto de quince obispos de Italia, y al cual comparecieron Ceciliano y Donato, cada uno con diez obispos de su partido, decidieron a favor de Ceciliano: esto ocurrió en 313; pero volviendo a suscitarse la cuestión, fueron condenados de nuevo por el concilio de Arles en 314, y por último por un edicto de Constantino del mes de noviembre de 316.
     Los donatistas, que tenían en África hasta trescientas sillas episcopales, viendo que todas las demás iglesias se adherían a la comunión de Ceciliano, se precipitaron abiertamente en el cisma, y para colorarlo asentaron errores. Sostuvieron: que la verdadera Iglesia había perecido en todas partes, exceptuando en el partido que tenían en África, considerando todas las demás iglesias como prostituidas en la ceguedad; el bautismo y los demás sacramentos conferidos fuera de la Iglesia, es decir, fuera de su secta, eran nulos; por consiguiente rebautizaban a todos aquellos que saliendo de la Iglesia católica entraban en su partido. Nada omitieron para extender su secta: engaños, insinuaciones, escritos copiosos, violencias manifiestas, crueldades, persecuciones contra los católicos, todo se puso en práctica, y por último se reprimió por la severidad de los edictos de Constantino, Constancio. Teodosio y Honorio.
     Por lo demás, este cisma era formidable para la Iglesia por el gran número de obispos que le sostenían, y acaso hubiera subsistido por mucho tiempo, si no se hubiesen dividido desde luego ellos mismos en muchas ramificaciones pequeñas, conocidas con el nombre de claudianistas, rogatistas, urbanistas: y por último por el gran cisma que se originó entre ellos con motivo de la doble elección de Prisciano y Maximiano por su obispo, hacia el año 392 ó 393, lo que hizo denominar a unos priscianistas y a los demás maximianistas. San Agustín y Optato de Milevi los combatieron con ventaja, no obstante subsistieron todavía en África hasta la conquista de los vándalos, y también se encuentran algunos restos en la Historia eclesiástica de los siglos VI y VII.
     Estos sectarios han sido también llamados petilianos, en razón a uno de sus jefes llamado de esta suerte, que era obispo de Cirthe en África.
     En sus escritos contra los donatistas es en donde principalmente San Agustín estableció los verdaderos principios sobre la unidad, extensión y perpetuidad de la Iglesia. Hace ver: que es falso que los pecadores no sean miembros de la Iglesia. Jesucristo la compara a la red que se echa al mar, que coge peces, de los cuales unos son buenos y otros malos; a un campo en el que la cizaña se encuentra entre el grano bueno, a una era en que la paja esta mezclada con el trigo, y dice que la separación se hará en la consumación de los siglos. Los sacramentos que instituyó para purificar los pecadores suponen que estos no están excluidos de la Iglesia. Era un error suponer que la Iglesia católica ó universal estuviese concentrada en un puñado de donatistas y en una parte de África, al paso que había perecido en el resto del universo. San Agustín les pregunta, quién ha podido arrebatar á Jesucristo las ovejas rescatadas con su sangre. No era menos absurdo el pensar que los sacramentos eran nulos, porque eran administrados por sacerdotes y obispos prevaricadores. La virtud del sacramento no depende de las disposiciones interiores del que le administra. Jesucristo mismo es el que bautiza y absuelve por el órgano de un ministro pecador y vicioso a veces. San Agustín sostiene que la unidad de la Iglesia consiste en la profesión de una misma fe, en la participación de los mismos sacramentos, en la sumisión á los pastores legítimos; que jamás hay una razón plausible para romper esta unidad con un cisma.
     Estos principios, establecidos por San Agustín, son los mismos para todos los siglos, y aplicables a todas las sectas diferentes que se han separado de la Iglesia.
     Algunos autores han acusado a los donatistas de haber adoptado los errores de los arrianos, porque Donato, su jefe, había sido adicto a ellos; pero san Agustín, en su epístola 185 al conde Bonifacio, los disculpa de esta acusación. No obstante conviene en que algunos de ellos, para conciliarse la gracia de los godos, que eran arrianos, les decían que tenían las mismas opiniones que ellos sobre la Trinidad: pero en esto mismo se confesaban culpables de hipocresía por la autoridad de sus antepasados. Los donatistas se conocen todavía en la Historia eclesiástica con los nombres de circonceliones, montenses, campitae, rupitae, de los cuales el primero se les dio a causa de sus latrocinios, y los otros tres porque tenían en Roma sus reuniones en una caverna, bajo las rocas, ó al aire libre.
     Con motivo de los donatistas, se ha vituperado a San Agustín el haber cambiado de principios y conducta respecto de los herejes. No quiso que se emplease la violencia contra los maniqueos, y hasta encontró bueno al principio que se tratara a los donatistas con dulzura, después fue de la opinión de los que imploraban contra ellos el brazo secular.
     Pero es falso que San Agustín cambiara de principios; siempre enseñó que no era preciso emplear la violencia para con los herejes, cuando estos eran pacíficos y no alteraban el orden público; pero cuando toman las armas y ejercen el pillaje, cometen asesinatos y crímenes de toda especie, como hacían los donatistas por sus circonceliones, San Agustín creyó, como todo el mundo, que era preciso reprimirlos, tratarles como enemigos y animales feroces.
     Bayle, Basnage, Le Clerc, Barbeyrac, Mosheim y otros muchos protestantes han hecho los mayores esfuerzos para hacer odiosa la conducta de los obispos de África respecto de los donatistas, y las leyes de los emperadores que los condenaban a penas aflictivas. Le Clerc, principalmente sus Notas sobre las obras de San Agustín, pág. 492 y sig., ha tratado de refutar las razones por las cuales este Padre justificó una y un a otras: nos parece importante examinar si lo consiguió; esto es tanto mas necesario, cuanto que muchos de nuestros controversistas han comparado la manera con que los donatistas fueron tratados en África, con la conducta que observó en Francia respecto de los protestantes.
     Sobre la carta 89 de San Agustín, ad Festum, n. 2, Le Clerc dice que los donatistas eran castigados, no como malhechores, sino como herejes cismáticos; que se atacaba no a sus crímenes, sino a sus errores; pretende probarlo con una ley de Teodosio del año 392, que condenaba a todo hereje cualquiera a multas y confiscaciones, y a los esclavos a ser azotados y desterrados.
     Pero oculta muchos hechos incontestables.
     1° No hubo ninguna ley penal dada contra los donatistas antes de que hubiesen ejercido violencia contra los católicos: esto les había sucedido ya en tiempo de Constantino, por consiguiente, antes del año 337, cerca de sesenta años antes de la ley de Teodosio; continuaron bajo el reinado de Constante y Graciano; se vieron obligados a enviar contra ellos soldados el año 348.
     2° Sus crímenes son conocidos y averiguados: robaron, incendiaron y despojaron las iglesias; atacaron a los obispos y sacerdotes hasta en el altar; los maltrataron, los hirieron, mataron ó dejaron por muertos; llevaron la crueldad hasta llenarles los ojos de cal viva y vinagre. Antes de la llegada de san Agustín a Hipona, su obispo Faustino impidió a los panaderos el cocer pan para los católicos; Crispino, otro obispo donatista, había rebautizado por fuerza a ochenta personas cerca de Hipona, etc. He aquí los hechos que San Agustín les vitupera en sus cartas y en sus libros, en particular en su carta 88 a Januario, primado donatista de Numidia, y se lo recordó en las diferentes conferencias que tuvo con ellos. No vemos réplica ni denegación por su parte.
     3° Las quejas dirigidas a los emperadores por los obispos católicos siempre tuvieron por objeto las violencias de los donatistas y los furores de sus circonceliones, y no su cisma ni sus errores; esto se encuentra probado por los mismos monumentos: algunos obispos fueron a manifestar al emperador Honorio las cicatrices de las heridas que habían recibido de estos furiosos; luego las leyes penales dadas contra los donatistas tenían por objeto castigar sus crímenes y no sus errores.

     En segundo lugar, Le Clerc dice que el interés de los obispos de África en atraer los donatistas era menos el efecto de un verdadero celo por la salvación de sus almas, que el de la ambición que tenían estos obispos por aumentar su propio rebaño, dominar sobre él con mas imperio, y poseer mas riquezas y crédito. Fuera de la injusticia que hay en atribuir motivos viciosos a obispos que no podían tenerlos más que laudables, esta acusación maligna se halla también refutada por los hechos.
     1° Estos obispos no habían descuidado ni las instrucciones, ni las oraciones, ni las conferencias amistosas para atraer los donatistas por medio de la persuasión. En 397, San Agustín tuvo una con Fortunio, obispo donatista, pero pacífico, de Tubursic; las tuvo además con algunos otros el año 400. Como estas conferencias producían siempre conversiones, los donatistas pertinaces no querían prestarse a ellas; fue preciso una orden expresa de Honorio para hacerles venir a la conferencia de Cartago en 411, y fueron confundidos en ella.
     2° Antes de esta conferencia, los obispos católicos consintieron en dejar sus puestos, si sus adversarios se justificaban; no hicieron estos lo mismo: es fácil conocer por esto, de qué parte había más desinterés.
     3° En un concilio de Hipona del año 393, en otro de Cartago en 397 , en el de toda el África el año 401, en otro del año 407, en la conferencia de Cartago en 411, se decidió constantemente que los obispos donatistas que volviesen a la Iglesia católica, serian conservados en su dignidad y continuarían gobernando su rebaño, y esto se llevó a efecto; en esta conferencia de Cartago se hallaron muchos obispos que habían sido donatistas, y algunos sacerdotes fueron elevados al episcopado por haber conducido al pueblo a la unidad. ¿En dónde están, pues, las pruebas de ambición por parte de los obispos católicos?
     4° Muchos, y en particular San Agustín, intercedieron más de una vez con los emperadores y magistrados para perdonar a los donatistas las multas en que habían incurrido, y para impedir que ninguno fuese castigado de muerte por sus crímenes. ¿Podía ir más lejos la caridad más pura?
     5° El año 313 y 314, desde el origen de su cisma, los donatistas pidieron por jueces a obispos de las Galias, Constantino se los concedió, y fueron condenados por estos prelados. Este emperador quiso también que su causa fuese examinada en un concilio de Roma y en otro de Arles; fueron allí igualmente condenados. ¿Podían quejarse de falta de caridad y complacencia para con ellos? Los obispos italianos y los de las Galias que los condenaban, no tenían seguramente ningún interés en ello.
     Concíbese que Le Clerc, argumentando constantemente sobre dos suposiciones falsas y calumniosas, no opuso más que sofismas a las razones de san Agustín.
     Con efecto, en la carta 95 a Vicente, obispo donatista de la facción de Rogato, que se quejaba del rigor que se ejercía contra su partido, le hace ver san Agustín que es permitido reprimir a un frenético y maniatarle: el dejarle obrar, seria hacerle un mal servicio. Le Clerc le responde, que esta compasión no vale nada. Los frenéticos, dice, son evidentemente tales y perturban la sociedad; pero en una disputa de religión, cuando dos partidos igualmente virtuosos están sujetos también a las mismas leyes civiles, ninguno de los dos tiene derecho para juzgar al otro y mirarle como frenético. Si San Agustín hubiese vivido más tiempo, hubiera visto a los vándalos arríanos tratar a la vez a los católicos como frenéticos, y echarles en cara sus violencias. Como el vituperaba a los donatistas los furores de sus circonceliones. Nada es más miserable que un argumento del cual puedan servirse dos partidos opuestos cuando tienen el poder.
     Nosotros respondemos: que el frenesí de los circonceliones está probado por sus delitos, y Le Clerc no se ha atrevido a negarlo: la mayor parte de los donatistas, lejos de desaprobarlos, los honraban como mártires, cuando eran muertos ó llevados al suplicio. ¿Con qué cara se atreva Le Clerc a suponer que los dos partidos eran igualmente virtuosos, y sujetos también a las mismas leyes civiles? Pudieron alguna vez los arríanos vituperar a los católicos los furores, el pillaje y los crímenes probados de los circonceliones? Los arríanos fueron los que los imitaron en parte, cuando se vieron apoyados por los emperadores Constancio y Valente. Cuando un sedicioso, un malhechor frenético haya llevado la imprudencia hasta vituperar el mismo crimen a sus acusadores y jueces, se deducirá del raciocinio de Le Clerc que se ha perdido el derecho de castigarlo.
     En este mismo pasaje. Dice San Agustín que muchos circonceliones, hechos católicos, lloran y detestan su vida pasada, y bendicen la especie de violencia que se ejerció con ellos para convertirlos. ¿Quién creerá, dice Le Clerc, que unos malhechores hayan cambiado de repente su creencia en fuerza de las razones a que nunca quisieron dar oídos, y no por el temor de las penas? Es evidente que su lenguaje no era sincero, que solo le afectaban para agradar al partido más poderoso. Pero los perseguidores africanos se pagaban poco de convertir a los donatistas, con tal que pudiesen subyugarlos. Los arrianos hubieran podido alabarse también de haber convertido a los católicos, cuando por temor a los suplicios hicieron abjurar a muchos la fe de Nicea. En estas ocasiones los hipócritas y los hombres mas viles son los mejor tratados, al paso que las almas honradas y animosas llevan sobre sí todo el peso de la persecución.
     Respuesta. Así, según el juicio de Le Clerc, todo hereje ó cismático convertido es un alma vil, ó un hipócrita; las únicas almas honradas y animosas son las que persisten en la pertinacia y rehúsan toda instrucción. Mas en fin, es constante por la historia que las cartas, los libros y las conferencias de San Agustín hicieron volver a la Iglesia, no solo a una multitud de donatistas, sino también á muchos de sus obispos; que toda la ciudad de Hipona fue de este número; que antes de su muerte este santo doctor tuvo el consuelo de ver al mayor número de estos cismáticos reunidos a los católicos. Todas estas gentes eran viles é hipócritas. No habían, pues, sido convertidos por el temor de las penas, sino por la fuerza y evidencia de las razones.
     Ibid., núm. 3. Si se limitasen a atemorizar a los donatistas sin instruirles, dice San Agustín, seria una tiranía injusta; si se les instruyera sin imponerles, se obstinarían en sus preocupaciones. Pero, replica Le Clerc, los motivos de temor hacen la doctrina sospechosa; esto hace creer que si no fuese sostenida por la fuerza, caería por sí misma, y no podría persuadir a nadie sin el auxilio de las leyes. San Agustín mismo hubiera hecho a los arríanos esta observación, si hubiese sido testigo de lo que hicieron en África después de su muerte.
     Respuesta. Ya hemos hecho notar que los arríanos no emplearon la instrucción, sino solo la violencia y los suplicios, para convertir a los católicos; asi la comparación que hace el censor de San Agustín es absolutamente falsa. Para atraer a los donatistas, se trataba menos de discutir la doctrina que de ilustrar el hecho que había dado lugar al cisma. Este fue el único objeto de la conferencia de Cartago, en 411, y desde que se puso en evidencia este hecho, los donatistas conocieron la injusticia de su proceder. La circunstancias de las leyes penales no hacia, pues, nada para la verdad ni para la falsedad de la doctrina.
     Núm. 4. San Agustín hace observar a Vicente que no siempre se sirve Dios de los beneficios, sino de castigos, para atraernos a él. Le Clerc se opone también a esta comparación. Dios, dice, tiene sobre nosotros derechos que los hombres no gozan respecto de sus semejantes; se halla exento de errores y de pasiones; los hombres están sujetos a unos y a otras; la pretendida caridad de estos es, pues, siempre muy sospechosa.
     Respuesta. Según esta reflexión, ningún hombre puede tener derecho para castigar ni corregir a su semejante, porque debe siempre temer el ser guiado por la pasión, ó engañado por el error. Más Dios mismo es el que ha dado a los jefes de la sociedad el derecho de castigar a los malhechores, y quien les manda usar de él: por lo tanto es permitido a los que padecen persecuciones de parte de los sediciosos el implorar la protección y apoyo de los ministros de la justicia.
     Núm. 5. El santo doctor cita el ejemplo del padre de familia, que manda a sus servidores obligar a los convidados a entrar en la sala del festín; y el de san Pablo a quien Jesucristo violentó hasta cierto punto para convertirle. Obligar, responde Le Clerc, en este pasaje del Evangelio y en otras partes, significa solo invitar, inducir por medios de ruegos é instancias, y no forzar con violencia: la conversión de San Pablo fue un milagro que nada tiene de común con la persecución ejercida contra los donatistas. Si los vándalos hechos perseguidores hubiesen querido prevalerse de estos ejemplos, San Agustín les hubiera acusado blasfemos.
     Respuesta. Convenimos en la significación de la palabra obligar, empleada en el Evangelio; pero si los servidores del padre de familia hubiesen sufrido una resistencia brutal y malos tratamientos por parte de los convidados, ¿les hubiese estado prohibido el pedir la protección de las leyes y el castigo de los culpables? Este era el caso en que se encontraban los obispos de África. San Agustín no cesa de exhortar a los fieles a que pidan a Dios gracia para los donatistas, el mismo milagro que obró en San Pablo: hizo más, interceder con los generales del príncipe para que los donatistas criminales no fuesen condenados a muerte. ¿Se encontraban los Vándalos en el mismo caso?
     Núm. 6. San Agustín dice que hablando con propiedad los donatistas son los que persiguen a la Iglesia, y no la Iglesia la que persigue a los donatistas: aplica con este motivo lo que dice San Pablo, que Israel según la carne persigue a los que son israelitas según el espíritu. Le Clerc dice que es una irrisión llamar persecución la resistencia que los donatistas oponían al clero de África, al paso que ellos eran ellos despojados, desterrados, maltratados y condenados a muerte. No se puede dudar de este hecho, dice, porque en su carta centésima a Donato, procónsul del África, pide San Agustín que no se haga esto. Pero si los arrianos hechos señores hubieran argumentado de la misma suerte, ¿que hubiera dicho? Empieza por suponer lo que estaba en cuestión, que los católicos y no los donatistas eran la verdadera Iglesia: es como si dijera: Cuando yo soy el mas fuerte, a mí me toca juzgar una causa; pero si mis adversarios lo llegasen a ser a su vez, no debería serles permitido esto.
     Respuesta. Mas bien es el mismo Le Clerc quien lo pone en ridículo, llamando resistencia al clero de África, el pillaje, los asesinatos, los incendios de los circonceliones; ¿se atreverá a negar estos crímenes?. Por lo tanto él es quien insulta a San Agustín acusándole de insultos hechos a los donatistas. Este Padre no pide a Donato que estos criminales sean condenados a muerte, sino que no lo sean. Dice que no se les debe castigar con la muerte, sino reprimirlos; que es necesario perdonar lo pasado, con tal que se corrijan para el porvenir, por temor de que padeciendo por sus delitos no se alaben de sufrir por motivo de religión, etc. Es, pues, una malicia refinada por parte de Le Clerc el suponer siempre que las leyes de los emperadores pronunciaban la pena de muerte contra los donatistas en general a causa de sus errores, mientras que esta pena se imponía solo a los incendiarios y asesinos. San Agustín probó mil veces que el partido de los donatistas no era la verdadera Iglesia; no suponía, pues, que estaba en cuestión, y no tenia que temer un argumento semejante por parte de los vándalos arríanos.
     N°7. Bajo el nuevo Testamento, continúa el santo doctor, en el tiempo que era preciso manifestar más caridad, y en el que Jesucristo no quería que se sacara la espada para defenderle, Dios, sin ofender su misericordia, entregó no obstante a su propio Hijo al suplicio de la cruz. Fue preciso, pues, considerar más bien la intención que la conducta exterior para distinguir los enemigos de los verdaderos amigos. Mas es un absurdo, replica nuestro adversario, el comparar la conducta del clero de África, que excitaba a un magistrado contra los donatistas, con la misericordia que Dios ejerció para con los hombres, entregando por ellos a su Hijo a la muerte. Era preciso ser muy imprudente para tratar de persuadir a los donatistas que el clero de África atormentaba por caridad. Dios no tenia nada que ganar en la salvación de los hombres; pero los obispos de África tenían tanto mas realce, autoridad y riquezas, cuanto mas numeroso era su rebaño: tal era sin duda alguna la verdadera causa de la persecución.
     Respuesta. Las calumnias repetidas diez veces siempre son calumnias. Los obispos de África, lejos de animar a los magistrados contra los donatistas, intercedían por ellos. Con efecto, San Agustín en su carta a Donato no pide gracia en su propio nombre, sino a nombre de todos sus compañeros, y atestigua que pensaban como él. Hemos citado las pruebas irrecusables de su desinterés y caridad. Le Clerc supone maliciosamente que los obispos eran los que habían solicitado la pena de muerte contra los donatistas; es una falsedad: expusieron a los emperadores los excesos de estos furiosos, dieron las pruebas y pidieron que se les reprimiera; pero no dictaron las leyes, ni determinaron las penas. Ahora bien; nosotros decimos que su conducta era una verdadera misericordia, no solo respecto de los católicos, a quienes era preciso poner a cubierto de los atentados de sus enemigos, sino aun respecto de los donatistas en general, porque no podían ser apartados del crimen sino por temor. La inacción y connivencia en semejante caso hubiesen sido una verdadera crueldad. Jamás los obispos de África fueron tan insensatos que se imaginasen seria para ellos una gran ventaja el reunir los cismáticos a su rebaño, a menos de una conversión y mudanza sinceras; las imaginaciones de Le Clerc son, pues, falsas y absurdas.
     N° 8. Si bastase, dice san Agustín, padecer persecuciones para ser digno de alabanza, cuando Jesucristo dijo: Bienaventurados los que padecen persecución, no hubiera añadido, por la justicia. Pero, según Le Clerc, los donatistas creían padecer persecución por la justicia; esta disposición es laudable aun en los que se engañan: es pues una tiranía criminal obligarlos; a obrar contra su conciencia.
     Respuesta. Nosotros decimos que los obispos de África jamás trataron de obligar a los cismáticos a obrar contra su conciencia, sino reducirlos a que se dejasen instruir para corregir su falsa conciencia, y esto es lo que aconteció cuando hubo las conferencias con este motivo. El error de conciencia no excusa de pecado sino cuando es invencible: ahora bien el error no podía ser invencible respecto de crímenes tan evidentes como los de los donatistas; no lo era, cuando fue vencido.
     Los profetas, continúa san Agustín, fueron condenados a muerte por los impíos, pero ellos también sufrieron algunos la pena de muerte; los judíos azotaron a Jesucristo, y él mismo se sirvió del látigo para castigar a muchos; los apóstoles fueron entregados al brazo secular, pero también ellos entregaron a los pecadores al poder de Satanás. Le Clerc se opone también en falso a estas comparaciones. Los profetas, dice, no castigaron con la muerte a los impíos sino por crímenes evidentemente contrarios a la ley de Moisés; pero no estaba tan claro que los errores de los donatistas fuesen crímenes; por otra parte, lo que se hizo en tiempo de los profetas no debe imitarse en la época del Evangelio; Jesucristo reprendió a sus discípulos, porque querían que cayese fuego del cielo sobre los samaritanos. (Luc. IX, 55). Se sirvió del látigo contra los animales que estaban a la entrada del templo, mas bien que contra los hombres. Entregar a Satanás los pecadores es un poder milagroso; san Agustín lo hubiera hecho, sin duda, si hubiese podido; pero estaba obligado a limitarse a entregar a los donatistas a los verdugos, lo que es mu y diferente.
     Respuesta. Por la tercera vez repetimos que los donatistas no fueron entregados a los verdugos por sus errores, sino porque eran turbulentos, sediciosos, ladrones, incendiarios y asesinos; estos crímenes eran tan evidentes como los de los impíos castigados por los profetas. Los apóstoles mismos imitaron esta conducta, porque San Pedro hirió de muerte a Ananías y Safira por una mentira, (Act. V) y San Pablo castigó con la ceguera al mágico Elymás, (XIII, 11). El Evangelio dice terminantemente que Jesucristo se sirvió del látigo contra los vendedores y cambiantes que profanaban el templo, y no contra los animales. (Joan., II, 15). Es falso que entregar el pecador a Satanás por la excomunión sea un poder milagroso; San Agustín tenía este poder en calidad de obispo; pero lejos de entregar los donatistas a los verdugos, intercedía por ellos. Nada conmueve más que las expresiones de su celo respecto a estos sublevados; era preciso ser tan criminal como ellos para mirar este lenguaje como una hipocresía.
     N° 9. Este santo doctor dice que si en los escritos del nuevo Testamento no se ven leyes dirigidas contra los enemigos de la Iglesia, es porque entonces los soberanos no eran cristianos. Le Clerc dice que no es esta la verdadera razón, sino porque el reino de Jesucristo no es de este mundo. Este divino Salvador y sus apóstoles hubiesen podido, si lo hubieran querido, suscitar por milagro legiones para defenderlos.
     Respuesta. ¿Quién lo duda? Pero no quitaron a los soberanos hechos cristianos el derecho y poder de castigar a los malhechores, cuando estos se cubren con la máscara de la religión y de la conciencia. San Pablo manda rogar a Dios por los soberanos, a fin de que llevemos una vida pacífica y tranquila en la piedad y en la castidad, (I Tim., II, 2) luego esperaba que algún día protegerían los soberanos a los fieles. Él mismo, para sustraerse de un tribunal injusto, apela al César. (Act. XXV, 11). No es pues un crimen implorar la protección del brazo secular. El soberano, dice, es el ministro de Dios para ejercer la venganza contra el que hace mal. (Rom., XIII, 4). Ahora bien; los donatistas hacían mal; Le Clerc conviene en ello; luego los emperadores hacían bien en castigarlos; luego los obispos que lo pedían estaban en su derecho.
     Este calumniador de los obispos de África hubiera podido recordar que el protestantismo no debió su establecimiento mas que a la autoridad, y muchas veces a la violencia de los soberanos: muchos protestantes célebres lo han confesado; olvidaban entonces que el reino de Jesucristo no es de este mundo; lo olvidaban todavía mas cuando tomaban las armas contra su soberano, y querían hacerse independientes de todo poder humano. Pero Le Clerc conocía la semejanza perfecta que hay entre la conducta de los donatistas y la de los hugonotes: para justificar a estos, era preciso, contra toda justicia, tomar la defensa de los primeros.
     N° 41. El donatista Vicente hizo presente que los rogatistas, a cuyo partido pertenecía, no hacían ninguna violencia; San Agustín le responde, que era mas bien por impotencia que por buena voluntad. Le Clerc, ofendido con esta respuesta, dice que es deshonrosa y contraria a la caridad cristiana, que no es permitido investigar las intenciones secretas de los hombres.
     Respuesta. ¿Qué otra cosa ha hecho él, atribuyendo el celo de los obispos de África al interés, a la ambición, al deseo de dominar sobre un rebaño mas numeroso? Así es como la pasión le ciega. Sabido es que los rogatistas formaban un partido muy débil que no obstante se ensañaron contra los maximianistas, otra facción que les era opuesta, y San Agustín se lo echa en cara muchas veces; su carácter, llevado a la violencia, estaba pues bastante probado, sin que hubiese necesidad de investigar sus intenciones.
     N° 17. El santo doctor confiesa que en otro tiempo su opinión había sido no oponer a los donatistas sino razones é instrucciones, por temor de hacer católicos hipócritas; pero que sus compañeros le habían hecho mudar de opinión por los ejemplos que le citaron, en particular de la ciudad de Hipona, que el temor de las leyes imperiales había hecho absolutamente volver a entrar en el seno de la Iglesia. Es muy malo, replica LeClerc, cambiar de esta suerte de opinión según las circunstancias, y considerar más bien lo que es útil que lo que es justo. Si los emperadores hubiesen favorecido a los donatistas, San Agustín les habría opuesto lo que los primeros fieles decían a los perseguidores paganos.
     Respuesta. He aquí a San Agustín culpable, porque no fue pertinaz: consideró lo que era justo más todavía que lo útil, puesto que constantemente sostuvo a los donatistas que habían merecido, y aun más, los rigores que se empleaban contra ellos. Si los emperadores hubiesen favorecido a estos sectarios y dejado a los católicos, estos habrían tenido derecho de decir como los primeros fieles: «Nosotros somos pacíficos, obedientes y sumisos a las leyes, no violentamos a nadie, no pedimos mas que la libertad para servir a Dios, y no ser obligados por medio de los suplicios a rendir un culto a los ídolos.» ¿Los donatistas han estado alguna vez en el caso de emplear este lenguaje?
     N° 18. Por más que San Agustín sostenga la sinceridad de la conversión de un gran número de donatistas, Le Clerc se obstina en decir que estas exterioridades de conversión no eran sinceras. Así obran siempre, dice, las almas viles que tratan de halagar el partido más poderoso, y que están prontas a hacerlo todo para conservar en paz su estado y fortuna. ¿Cómo San Agustín, que creía que la conversión del corazón no puede venir sino de una gracia interior, pudo imaginar que esta gracia nada podía obrar sino por medio de las multas, del destierro y de los suplicios? ¿No es esto jugar con la pretendida fuerza de la gracia? Si se me responde que sin estos medios los donatistas no querían dar oídos a las instrucciones de los católicos, yo preguntaría a mi vez: si estos sectarios no leían el nuevo Testamento, y si la gracia divina no iba mas bien aneja a la palabra de Dios que las palabras y escritos de los obispos de África. De todo esto deduzco yo, continúa Le Clerc, que la pasión tuvo mas parte en este asunto que el verdadero celo.
     Respuesta. Según este bello raciocinio, toda conversión es sospechosa, y debe ser reputada falsa, desde que, para obrarla, Dios se ha querido servir de una enfermedad, de un revés de fortuna, etc. ¿Dios no es dueño de dar su gracia a quien le place? Si cuando Le Clerc escribía libros para convencer a los incrédulos, un razonador le hubiese dicho: La gracia divina esta mas bien aneja a la lectura del nuevo Testamento que a la de vuestras obras, haríais mejor en estaros quietos; ¿qué habría respondido? Los donatistas no creían, así como nosotros, el dogma sagrado de los protestantes, de que el conocimiento de toda verdad va unido a la lectura del nuevo Testamento: recordaban que, según San Pablo, la fe viene del oído y no de la lectura, y que este Apóstol ordena a los obispos predicar, cosa bien inútil, si bastara el Nuevo Testamento. La mayor parte de los africanos no sabían leer, y no vemos que el Evangelio fuese traducido en algún tiempo en lengua judaica. El principal fundamento del cisma de los donatistas era un error de hecho, una acusación falsa intentada contra Ceciliano, obispo de Cartago, y contra Félix de Aptonge, que le había consagrado: ¿podía ilustrar este hecho leyendo el nuevo Testamento? Lo fue en las conferencias celebradas entre los donatistas y los católicos, y desde este momento los hombres sensatos que se encontraban en el primer bando comprendieron que todas sus pretensiones eran insostenibles.
     En su carta centésima, escribió San Agustín a Donato, procónsul de África: «Nosotros deseamos que se les corrija, y no que se les castigue a muerte: que se los sujete a la policía, y no se los haga padecer suplicios que tienen merecidos.» Con este motivo Le Clerc cita la ley de Honorio del año 408, en la cual se dice: «Si emprenden alguna cosa que sea contraria al partido católico, queremos que sean condenados al suplicio que hayan merecido» Si este emperador, dice Le Clerc, no hubiera mandado castigar mas que a los sediciosos, sin inquietar a los que vivían pacíficos en su error, no hubiese habido por qué vituperarle; pero todo lo embrolla confundiendo a los errantes con los malhechores, y San Agustín hizo lo mismo. Por otra parte, las leyes de Teodosio y de sus hijos eran demasiado crueles, porque ordenaban la confiscación de bienes de todos aquellos que fuesen convencidos de haber rebautizado, y declaraban incapaces de testar a todos los que hubiesen contribuido a este atentado. Los donatistas se encontraban tan atormentados por la ejecución de estas leyes, que muchos prefirieron morir a vivir en la miseria. Se comprende que los obispos deseaban reunir a su rebaño a los donatistas ricos, mas bien que verlos enterrar después que sus bienes pasaban al fisco: he aquí el motivo de su intercesión caritativa.
     Respuesta. El mismo Le Clerc es quien lo embrolla todo, a fin de calumniar mejor; ni Honorio ni san Agustín hicieron lo mismo.
     1° Es claro que hablando de los que hubieren emprendido alguna cosa contra el partido católico, entiende Honorio los sediciosos, y no los pacíficos; no se puede citar ninguna ley que mande castigar a estos últimos.
     2° San Agustín en su carta, después de haber hablado de las malvadas empresas de los enemigos de la Iglesia, dice: «Os suplicamos que cuando juzguéis las causas de la Iglesia, aunque veáis que ha sido atacada y afligida con injusticias atroces, olvidad que tenéis el poder de condenar a muerte.» No se trataba más que de juzgar malhechores.
    3° La ley de Teodorico, que confiscaba los bienes de los que habían rebautizado ó contribuido a este atentado, no podía corresponder más que a los obispos, sacerdotes y clérigos que asistían; porque los obispos y sacerdotes son los que bautizan. La ejecución de esta ley no podía, pues, contribuir en nada a hacer miserable al pueblo y al común de los donatistas.  
    4° Los que se hacían matar, se precipitaban ó perecían en los suplicios, eran delincuentes que creían morir mártires, y no particulares pacíficos, despojados de sus bienes. Lo repetimos otra vez, jamás se probará que alguno de estos últimos fuese condenado a ninguna pena.
     En la carta 105 escrita a los donatistas, números 3 y 4, San Agustín habla de muchos sacerdotes convertidos y de un obispo que estos furiosos hubieran matado, si estas victimas no se les hubiesen escapado por una especie de milagro. Le Clerc dice que estos asesinos merecían ser castigados, pero que no debían ser tratados de la misma suerte los demás por opiniones; que se perdonaba todo a los que volvían a entrar en la Iglesia católica, y que había una ley que lo mandaba así.
     Respuesta. ¿Esta indulgencia es también una prueba de crueldad? En toda su carta, dice San Agustín a los donatistas que son castigados por sus crímenes, por sus atentados, por sus excesos y no por sus opiniones; pero Le Clerc, tan pertinaz como ellos, no quería tampoco ni ver ni oír nada. Se perdonaba todo a los convertidos, porque había una seguridad en que no incurrirían en los mismos desórdenes.
     Ibid., n° 6. Vitupera San Agustín a los donatistas haber publicado falsamente un rescripto del emperador que les favorecía. Si esto era mentira, dice Le Clerc, no se les debía imputar a estos desgraciados; pero es cierto que en aquel tiempo hubo una ley que prohibía obligar a nadie a abrazar el cristianismo a su pesar. (Cita la Vida de San Agustín, lib. 6, c. 7 §2).
     Respuesta. Por mas que diga este abogado de los donatistas y era una mentira formal por su parte: la ley de que habla no fue dada hasta el año 410, y la carta de San Agustín es del año anterior. Por otra parte, obligar a alguno a abrazar el cristianismo a su pesar y obligar a los cismáticos a no vejar a los católicos, no es lo mismo: los donatistas podían sacar alguna ventaja de esta ley. Así, cuando Honorio supo que abusaban de ella, la revocó en el mismo año. Vida de San Agustín (ibíd).
     Para poder vituperar a San Agustín, Bayle y Barbeyrac sostienen que las violencias de que acusa a los donatistas son exageradas; que no son conocidas sino por sus escritos y por los de Optato de Milevi, tan preocupado como él contra los donatistas.
     Respuesta. San Agustín hubiese hablado del furor de los donatistas, al escribir al emperador  y a los magistrados con el designio de agriar y obtener leyes severas, pudiera sospecharse de exageración; pero es en las cartas a sus amigos, en las que no tenia ningún interés en desfigurar los hechos; es en su obra contra Cresconio en la que vitupera los excesos de la propia secta de este; es en la conferencia que tuvo en Cartago con los obispos donatistas; en los sermones que predicó a los católicos para exhortarlos a la paciencia y a la caridad respecto de estos furiosos; por último, en las cartas que escribió a los generales del emperador, para suplicarlos que no derramasen la sangre de los circonceliones, aunque estos malvados merecían el último suplicio. Exagerar sus crímenes en estas circunstancias, hubiera sido un medio de obtener lo que pedía.
     También a Barbeyrac le ha parecido bien sostener que esta moderación de San Agustín no era más que fingida; que en el fondo aprobaba la pena de muerte impuesta a los donatistas, porque no vitupera las leyes que prohibían los sacrificios de los paganos bajo pena de la vida (Tratado de la moral de los PP c. 16, § 33 y 34). Quiere mejor suponer que San Agustín era un impostor y un insensato, que confesar que los donatistas y sus circonceliones eran frenéticos. Pero por lo menos hay un hecho que no negará, y es que San Agustín obtuvo de los obispos de África, a pesar de la severidad de los antiguos cánones, que cuando los obispos donatistas se reunieron a la Iglesia católica conservaron sus sillas, y no perdieron ninguna de sus prerrogativas. No es este el modo de portarse un malvado que trata de disfrazar su odio contra los herejes.
     Barbeyrac objeta que las leyes de los emperadores dadas contra los donatistas no hacen ninguna mención de los crímenes que San Agustín les echa en cara. Esto no es de admirar: las leyes de los emperadores no son narraciones históricas; las que conciernen a los donatistas comprenden también otras sectas, tales como los maniqueos, los encratitas, etc. No era ocasión de exponer las quejas que el gobierno podía tener contra estas sectas diferentes.
     Aun cuando no hubiese pruebas positivas del pillaje y violencias ejercidas en África por los donatistas, estaríamos bastante autorizados para creer a San Agustín, por el ejemplo de lo que han hecho los protestantes para establecerse cuando se hicieron señores: la historia es demasiado reciente para que hayamos podido olvidarla.
     Bingham, que ha obrado de mejor fe que Barbeyrac, refiere en compendio las diferentes leyes dadas por los emperadores contra las diversas sectas heréticas; observa que no fueron ejecutadas en todo su rigor; que muchas veces los obispos católicos u otras personas intercedieron y obtuvieron gracia para los culpables. (Orig. Ecclés. lib. 1G, c. 6; § G, tom. 7, p. 288).
     En el Diccionario de las herejías del abate Pluquet se encontrará una historia del cisma de los donatistas, por la cual se podrá juzgar si la manera con que fueron tratados era injusta, y si era posible obrar de otra suerte con respecto a ellos.
     Se nos debe perdonar la larga y enojosa discusión en que hemos entrado; un teólogo católico no puede ver a uno de los más respetable PP. la Iglesia tan indignamente tratado por los protestantes, por razones tan frívolas. Pero como conocen la conformidad perfecta que hay entre la conducta de sus padres y la de los donatistas, y que nuestros controversitas se lo han echado en cara mas de una vez, tienen un interés capital en destruir las razones que San Agustín opuso a estos antiguos cismáticos. Por otra parte los de su comunión, que, como Le Clerc, tienden al socinianismo, han adoptado las opiniones de los pelagianos, y no pueden digerir la victoria completa que obtuvo San Agustín sobre estos enemigos de la gracia. Bayle, en su Comentario filosófico, había ya opuesto a San Agustín los mismos sofismas que Le Clerc, pero con más decoro y moderación en los términos. Como los incrédulos quieren también renovarlos, nos ha parecido conveniente no dejarlos sin respuesta.

miércoles, 27 de noviembre de 2013

Del bautismo «in útero».

Artículo VI 
Del bautismo «in útero».
     33. Posibilidad de administrarlos. 34. La obligación de administrarlo. 35. La rotura de las membranas. 36. Motivos de urgencia. 37. Modo de administrar el bautismo.

33. Posibilidad de administrarlo.
     Aumenta la dificultad de administración y decrece la seguridad de la validez del bautismo en los casos de tener que conferirlo en el útero. Es cuestión agitada desde los tiempos de San Agustín (siglo v). Afirmaban los pelagianos que el bautismo administrado a la madre aprovechaba al niño encerrado en su seno. Combatiendo este error, San Agustín niega también la posibilidad de administrarlo físicamente al niño que no ha salido todavía del seno de la madre. De este mismo parecer fueron San Isidoro de Sevilla, San Alberto Magno, Santo Tomás de Aquino y otros, siguiendo a San Agustín (Cangiamila, ob. cit., lib. III, caps. VI y VII. santo Tomás: Summa Theologica. pág. 3, ti. 68, art. 11. Benedicto XIV: De Synodo diaec., lib. VII, cap. V). Pero todos parecen referirse al niño que está en el útero cerrado por completo, caso en el que Juliano y otros herejes afirmaban que el feto podía ser válidamente bautizado mediante la ablución de la madre; pero no al niño que puede ser tocado por el agua usando algún instrumento. No se conocía entonces instrumento adecuado para hacer llegar el agua al niño o feto que aún no presentase al exterior miembro alguno (San Alfonso María de Ligorio, ob. cit., lib. IV, trat. II, núm. 107). De esta misma opinión fué Gabriel Biel, célebre teólogo del siglo XV (Cangiamila, ob. cit., lib. III, cap. VII), pero admitiendo que «si, como algunos creen, el niño aún encerrado en el útero de la madre, aunque a ella unido, puede ser tocado por el agua en su cuerpo, o recibirla por aspersión con la debida intención y forma, sería verdaderamente bautizado». Vemos, pues, que ya en el siglo XV había quienes afirmaban la posibilidad de la aplicación física del agua bautismal a un niño en el seno de su madre; pero aún no era comúnmente admitida esa posibilidad. En el terreno de la hipótesis se expresa el Padre Suárez, según refiere Cangiamila, y aun en el siglo XVII, que ya eran conocidos y usados por médicos y matronas los procedimientos de administrar el bautismo in útero, algunos teólogos hablan como si estos procedimientos no existieran (Cangiamila, ob. y loc. cit. Entre otros, cita al célebre Raynaldo). Haciéndose cargo de los adelantos de la ciencia y armonizándolos con la doctrina teológica, el sacerdote Cangiamila, con su famosa obra Embriología Sagrada, estableció un hito al que es preciso referirse en esta importante materia.

34. Obligación de administrarlo.
     Defendió con brío este autor la validez del bautismo in útero, y son muchos los que han seguido su opinión, que es la más sólida y comúnmente admitida. En efecto: el infante, desde la concepción, es un ser humano, capaz de recibir la gracia (Cangiamila, ob. y loc. cit. Antonelli, ob. cit., vol. II, núms. 379 y sigs.). El que haya quien niegue la validez no es obstáculo para la licitud de la administración del Sacramento. El nuevo Código de Derecho Canónico (canon 746, 1), sin dirimir la cuestión de la validez, admite la colación del bautismo in útero, diciendo: «Nadie sea bautizado en el útero de la madre mientras haya una probable esperanza de que pueda salir vivo a la luz.» De donde se deduce que, si no queda esa esperanza, o sea, si hay certeza moral de que el niño morirá antes de salir a luz, cesa la prohibición de bautizarle en el útero (Massana, ob. cit., págs. 385 IV, y 388); por tanto, se puede bautizarle, y si se puede, se debe, tratándose de un Sacramento necesario para la salvación del alma, como tantas veces hemos dicho. No otro era el sentido del Ritual Romano (San Alfonso, ob. cit., lib. IV, trat. II, núm. 107. P. Regatillo: Casos da Derecho canónico, II, núm. 16). Esta posibilidad la admite el párrafo 5 del canon 746, que dice: «Si el feto fuere bautizado dentro del útero, después de nacido se le debe volver a bautizar debajo de condición.»

35. La rotura de las membranas.
     Pero es preciso que el agua llegue al cuerpo del niño.
     Para ello, cuando no se han roto las membranas por sí mismas, es necesario romperlas. Pues es claro que si el bautismo se ha conferido sobre la membrana externa, o la caduca, es ciertamente inválido, por no ser parte del feto, sino de la madre; las dos interiores, o sea el amnios y el corión, pueden considerarse como parte del cuerpo del infante, puesto que proceden del mismo óvulo (
Capellmann-Bergmann ob. cit., pág. 226. Antonelli, ob. cit., vol. II, número 383. Doctor Surbel: La moral en sus relaciones con la Medicina y con la higiene pág. 297, traducción española. Barcelona, 1937). Pero esta rotura de las membranas ofrece dificultad desde el punto de vista moral. Si a través de dichas membranas puede ser tocado el feto con el agua por medio de algún instrumento de tal modo que no salga el líquido amniótico, ninguna dificultad existe. Pero la rotura con la efusión del expresado líquido parece una procuración de aborto, que no es lícita (Sagrada Congregación del Santo Oficio, 24 de julio de 1895. Cfr. Código de Deontología Médica, apéndice XV). Ningún inconveniente existe en romperlas, considerada la cuestión del bautismo «sólo de los que llegan al término ordinario del nacimiento», que es como la estudian Cangiamila y los antiguos. En el parto ordinario, pues, el romper las dichas membranas es un servicio que se debe prestar al niño y a la madre cuando el parto no puede verificarse sin peligro para la vida de uno u otra, o de ambos. Tampoco vemos dificultad alguna si el parto es prematuro, espontáneo o procurado (del séptimo al noveno mes), porque milita la misma razón. Si se trata de aborto, aunque sólo sea iniciado, el romper las membranas no es provocación de aborto, porque ya le suponemos iniciado al menos. Más bien puede estimarse como una ayuda a la naturaleza, que expulsa, por virtud de sus leyes, al feto del útero materno.
     Si el aborto se presenta antes del quinto mes desde la concepción, «apenas existe razón alguna que nos cerciore de que el infante vive; a más de que nunca habrá necesidad urgente de administrar el bautismo en un periodo tan prematuro en que no pueda introducirse por el orificio del útero ni aun el dedo con la jeringa. Por otra parte, esta anticipada destrucción de las secundinas y la consiguiente prematura efusión del líquido, dificultan en gran manera el mismo parto, aumentan el peligro del infante y quizá ponen también a la madre en inminente riesgo de perder la vida» (
Doctores Capellmann-Bergmann, ob. cit., pág. 227. Antonelli, ob. cit., numero 385. Ambos coinciden en afirmar que si antes del quinto mes puede constar con certeza que el feto aun vive, pero que su vida está acabándose, se puede proceder a la rotura de las membranas, aunque se acelere algo la muerte del feto, mirando a la salvación de su alma. De esta opinión es Merkelbach: Summa theologicae moralis, III, número 154 (edición de 1947), pues existe en el caso una acción de doble efecto: uno bueno y otro malo; esto es, mediante la perforación, igualmente se sigue el efecto bueno, el bautizar, y el efecto malo, que es la salida del líquido amniótico). Cree el P. Génicot (Institutiones theologicae moralis, vol II, núm. 143) que no deben romperse las membranas antes del sexto mes completo, siendo, como será, dudoso si el bautismo se ha conferido o no sobre alguna parte del infante y cuál sea ésta; mucho más pudiendo ser administrado con alguna probabilidad después de muerta la madre.
     Ahora bien: fuera de los casos estudiados -parto ordinario, parto prematuro y aborto-, cuando el útero está completamente cerrado, ¿es licito abrirlo y destruir las secundinas para bautizar al feto aún no maduro, si se teme que no podrá nacer con vida? En términos generales, contestamos en sentido negativo. Sería una provocación directa del aborto, que es intrínsecamente mala y que nunca es lícita ni aun para un bien tan grande como la salvación de un alma, según la resolución arriba anotada de la Sagrada Congregación del Santo Oficio de 24 de julio de 1895. En efecto, como dice el P. Ferreres (
Theologiae moralis, vol. II, núm. 344, edición 14), extraer el feto que está en el útero de su madre viva con las envolturas naturales, es sacarlo del lugar donde únicamente puede vivir, y equivale a matarle. No veríamos este inconveniente si las condiciones del útero fueran de tal anormalidad que necesariamente habrían de causar la muerte del feto; verbigracia: si la placenta se separa completamente. Menor inconveniente tendríamos en hacer esto si el feto ha llegado al sexto mes, pues en tal caso extremo, como en el anterior, el sacarle del útero no hace peor su condición, sino acaso le conduce al único refugio que podría salvarle: los recursos de la ciencia (Doctor Massana: Cuestionario médico teológico, pág. 336. Antonelli, obra citada, vol. II, núms. 75 y 106. P. Vermeersch : Periódica de re morali, pág. 250. Roma, diciembre de 1934).

36. Los motivos de urgencia.
     El juez de los casos en que es urgente el conferir el bautismo uterino, por razón de las dificultades que estorban el nacimiento del feto vivo, es el médico. Los más frecuentes, según Antonelli, son:
     1.° Si la dificultad de parto es tan grande que no puede salir pronto a luz y hay grave peligro de que perezca por asfixia en un parto lento.
     2.° Si, al tiempo del parto, sobrevienen graves hemorragias que determinan un grave peligro para la vida de la madre.
     3.° Si se produce la rotura de la vagina o del útero en el acto del parto, con peligro para la misma madre.
     4.° Si la placenta se separa prematuramente, o sobrevienen convulsiones (eclampsia), con grave peligro también para la vida de la madre y del feto (
El P. Vermeersch, en la revista de la Universidad Gregoriana de Roma Periódica de re morali, canónica, litúrgica (diciembre de 1934, pág. 250), dice que, si la separación de la placenta no es completa, no se puede lícitamente extraer el feto, porque en el utero tiene éste alguna probabilidad de vivir. Pero, si es completa, «la muerte del feto es cierta e inminente, y la condición del mismo no es peor, ya esté en el cuerpo de la madre, ya fuera; con la ventaja, empero, de que fuera del útero puede ser conferido e1 bautismo con más facilidad». En consecuencia, dice que se puede extraer el feto. Aun en el primer caso admite la buena fe de los médicos, y que acaso convenga no perturbarla en los casos particulares.
     En cuanto a la eclampsia, nos remitimos a lo que exponemos en el texto en el número precedente.
     La doctrina que exponemos en el texto la vemos toda ella confirmada por la autoridad del P. E. F. Racatillo, S. J., en Jus sacramentarium, vol. I, núm. 44 1945
).

     5.° Si por las diferentes presentaciones del feto se teme algún peligro grave.
     6.° Si por la hidrocefalia del feto o la gran estrechez de la pelvis materna se teme la muerte del feto en el tiempo del parto.
     7.° Si existe el temor de que los vómitos incoercibles o las abundantes hemorragias traerán consigo como consecuencia el aborto, o se juzga que conviene provocar el aborto prematuro (
Esto de los vómitos incoercibles y de las hemorragias lo admitimos con estas dos condiciones: a) Que el aborto se haya presentado, b) Que la muerte del feto sea inminente, antes de que salga a luz según más hemos expuesto. can. 746, 1).
     8.° Si para extraer el feto es necesaria la operación cesárea o el parto prematuro, cuando, por las especiales circunstancias, se hace necesario prolongar demasiado la operación, o cuando, en la inminencia del parto, se puede conferir el bautismo en la cabeza del infante. Pero si, a juicio del médico, consta que la operación cesárea se hará con rapidez sin que el feto corra peligro que le impida salir vivo, no se debe conferir el bautismo uterino.
     9.° Si, muerta la mujer embarazada, hay que hacer la operación cesárea, y juzga el médico que el niño no puede salir con vida, se debe proceder al bautismo uterino antes de la operación.
     10. En los embarazos ectópicos o extrauterinos, débese bautizar el infante a toda prisa, pues muere en seguida.
     No comprendemos cómo Antonelli trae este caso de bautismo in útero, cuando, como dice Cangiamila (lib. III, cap. V, pág. 208), en estas concepciones «no hay camino para bautizar al niño, ni para librar a la madre, sino por medio de la operación cesarea». (Cfr. nuestro Código de Deontología Médica, art. 120)
     37. Modo de administrar el bautismo.
     Aunque fácilmente se comprende, no estará de más advertir que este bautismo debe conferirlo el médico o la comadrona. No el sacerdote, ya por exigencias del decoro sacerdotal, ya para no dañar a la madre ni al feto. En cuanto al modo de conseguir que el agua llegue al feto, se suele emplear una jeringa o una sonda. Cangiamila, en sus tantas veces citada obra, habla de una jeringa con tres agujeros en su extremidad y la punta corva. Debe preferirse, según él. la que es recta toda, «sólo que como el niño puede estar a un lado del útero, la jeringa corva será más útil para dirigir el agua a la cabeza del niño». Si no hay ese instrumento, se puede bautizar cogiendo un poco de agua en el hueco de la palma de la mano, o con una esponja empapada en agua, exprimiéndola sobre el cuerpo del niño; igualmente se puede usar de una cuchara Estos procedimientos valen sobre todo cuando el niño ha presentado alguno de sus miembros fuera del conducto pelvis-perineal. Claro es, como ya hemos expuesto, que, si aún el feto estuviera envuelto en sus membranas, hay que romperlas, para que el agua llegue, si ello es posible, a la cabeza del infante, al menos a alguno de sus miembros.
     Sólo en un caso se debe administrar el bautismo en forma absoluta, sin condición, y es cuando el infante presente fuera la cabeza (can 746, § 2), en cuyo caso no se debe repetir el bautismo cuando salga a luz. En los demás casos se debe administrar sub conditione, tanto si se administra dentro del útero, como en el conducto pelvi-perineal en los otros miembros que no sean la cabeza. Por tanto, se debe emplear esta forma: «Si eres capaz, yo te bautizo», etc. También en estos mismos casos, el bautismo hay que repetirlo, cuando salga a luz, bajo esta condición: «Si no estas bautizado, yo te bautizo», etc. Porque no es cierto que el bautismo haya sido válido, tanto por la duda teórica como por la que la práctica ofrece sobre si ha sido administrado en la cabeza.
     Canon 746, 3 y 5 del Código de Derecho Canónico. Antonelli, ob. cit., número 384. P. Ferreres: Derecho sacramental y penal, núm. 53. Para prevenir el peligro de infección por parte de la madre en los casos mencionados, es lícito emplear agua mezclada con hidrargirio biclorato corrosivo, en la proporción de 1 por 1.000 de agua. Si no existiera ese peligro, no sería lícito. Así lo resolvió la Sagrada Congregación del Santo Oficio, 21 de agosto de 1901 (P. Capello: De Sacramentis, vol. I, núm. 164). No se ve inconveniente en que el elemento esterilizador fuera otro, con tal que !a proporción sea, poco más o menos, la dicha, para que el agna no pierda su condición de natural. (Cfr. doctor H. Bon, ob. cit., pág. 636.) Este autor recuerda lo ya dicho acerca de la no necesidad del consentimiento de los padres, si el peligro es inminente.
Dr. Luis Alonso Muñoyerro
MORAL MÉDICA EN LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA