"Mientras comían, Jesús tomó
el pan, lo bendijo, lo partió y,
dándoselo a los discípulos, dijo:
Tomad y comed, éste es mi cuerpo.
Y tomando una copa y dando gracias,
se la dio diciendo:
Bebed todos de ella,
que ésta es mi sangre..."
Mat. XXVI, 26-28
¡Horas solemnes estas de la noche del Jueves Santo! ¡Horas llenas de Pasión y Eucaristía! Porque la Redención en su desenlace supremo y último, empezó en el Cenáculo y se consumió en el Calvario; y por eso si el Cenáculo es ininteligible sin el Calvario, el Calvario carece de sentido sin el prólogo del Cenáculo. Y... ¡todo el Cenáculo es Eucaristía! Eucaristía y Cruz son eternamente inseparables. La mesa de la última cena y el teso pelado del Gólgota, son los puntos de apoyo de la locura divina de la redención del hombre...; ¡la Eucaristía participa de la locura de la Cruz!
La Eucaristía condensa toda la pasión de Cristo, está empapada de Pasión; y a su vez, por la Eucaristía se extiende la Pasión por el mundo. Porque, eso es Eucaristía: crucifixión permanente de Cristo sobre millones de Calvarios sobre el ara de millones de altares. Por eso el Cristianismo es ante todo y sobre todo cima eterna de Calvario y mesa inagotable de Cenáculo.
¡Horas solemnes y misteriosas, sangrientas y redentoras, éstas de la noche del Jueves Santo! ¡Horas de incomprensibles contrastes de divinas contradicciones; horas de cegadora luz y horas de impenetrable noche!
Los Evangelistas y San Pablo narran lo sucedido, a la vez conmovidos y desconcertados por los contrastes; precisamente en la noche en que iba a ser traicionado, cogió el pan y, dando gracias, dijo: tomad y comed; éste es mi cuerpo que por vosotros va a ser traicionado y entregado...; bebed, ésta es mi sangre que por vosotros va a ser derramada.
La noche de la traición suprema es la noche de la suprema entrega; la noche aquella, insondablemente oscura con aquella misteriosa oscuridad que tanto impresionó a San Juan, fue la noche en la que Judas comulgó a Satanás y los demás Apóstoles comulgaron a Cristo. San Juan nos dice estremecido: después del bocado, en el mismo instante, entró en él, en Judas, Satanás. (XIII, 27). Discuten los exegetas si Judas comulgó a Cristo eucarísticamente la noche del Jueves Santo. Lo que no puede discutirse es que de una manera realísima y misteriosa comulgó a Satanás. ¡Dos comuniones, dos destinos, dos misterios! ¡Satanás como contrapunto fúnebre de la blancura eucarística!
En estas horas luminosas y tristes, apartemos unos momentos la mirada de la siniestra oscuridad de Judas, y centrémonos en los fulgores de la Eucaristía, el misterio reciente y novísimo del cristianismo.
El hecho fué muy sencillo; en la narración evangélica palpita la sencillez de lo divino: la misma sencillez con que se dijo: ¡hágase la luz! ¡brote la vida! Es la divina sencillez de Dios, que es la pura verdad, y ¡la verdad es sencilla, diáfana, transparente!.
Cristo cogió en sus manos el pan, y dijo sencillamente, pero con poder omnipotente: éste es mi cuerpo. Después tomó en sus manos una copa, y dijo con la misma sencilla omnipotencia: ésta es mi sangre. Y... ¡nada más! Era la efectividad realizadora de la palabra divina: aquello era su carne; aquello era su sangre.
Fué la misma palabra omnipotente que creó la luz; la misma palabra poderosa y viviente que hizo brotar la vida del caos; la misma palabra que creó al hombre racional y libre; la misma palabra creadora que arrancó al universo de los senos de la nada. No os perdáis en estas horas íntimas y dolorosas en los cómos y en los porqués; no tropecéis en la dialéctica estéril de querer averiguar los misterios de Dios; son éstas horas de amor, de entrega, de Pasión.
Cristianos; el Dios que de una cepa reseca y retorcida hace brotar el racimo maravilloso de uvas de oro, y de ellas el vino como oro fundido; el Dios que de un grano de trigo, podrido entre el estiércol, saca la espiga de cien gramos de oro, y de ellos la harina inmaculada del pan con que nos alimentamos; el Dios que de un árbol pequeño y retorcido, hace brotar la pera rebosante de jugo y de dulzura; ese mismo Dios, con ese mismo poder se encierra sustancialmente y para siempre en un pedazo de pan y en un poco de vino... No nos queda más que el asombro ante lo divino, lo incomprensible para la pobre razón humana, apoyada en un cerebro de pobre barro; no nos queda más que el asombro ante lo divino, lo incomprensible para la pobre razón humana, apoyada en un cerebro de pobre barro; no nos queda más que inclinar nuestra pobre frente de lodo, hincar nuestras rodillas, y exclamar como los mejores genios que cruzaron por la tierra: ¡Yo creo! ¡Yo adoro!
El Hijo del Hombre se iba, pero también... se quedaba; con verdaderas ansias había esperado celebrar aquella cena de despedida con sus íntimos, la última cena, porque ya no volvería a repetirse. Pero sus íntimos iban a comerle a El y a beberle a El... ¡perpetuamente! Su cuerpo iba a ser triturado y en la cruz derramaría hasta la última gota de su sangre; pero sus íntimos habíamos de encontrar cuerpo y sangre, todo él y toda ella, sobre el ara de nuestros altares.
San Pablo nos dice que en la cima del Calvario no hay más que locura, la Cruz. Mas esa locura empezó en la mesa del Cenáculo. La locura de la Redención se plasma en madera; la de la Cruz y la de la mesa en que cenó Cristo.
Cuando se ama, cuando verdaderamente se ama, se camina hacia la locura; cuando verdaderamente se ama, se rompen los moldes y los esquemas de lo normal, porque el amor siempre es sublime, y en lo normal no hay esquemas para lo sublime. En el amor hay que recurrir a la locura para hallar las expresiones más exactas y precisas; locura de amor es la expresión suprema de un amor sublime. Y cuando la madre se extasía ante el hijo que nació prodigiosamente de ella, llevándole carne, sangre y vida; la madre va cayendo progresivamente en esa locura misteriosa y divina, y ya no le basta ahogar en ternuras irrefrenables al hijo, ya no le basta sellarlo con amor a fuerza de besos; llega un momento que me atrevo a llamar de locura eucarística, cuando en el éxtasis de la maternidad exaltada a la locura, aquella madre exclama: ¡hijo mío, te comería!
¡He ahí la palabra misteriosa: el comerse como señal de amor! ¡Como señal única de la fusión total y vital!
Cristo en la noche eucarística del Jueves Santo, cedió a una profunda realidad humana por una redentora necesidad divina: no podía comernos, pero quiso que le comiéramos a El.
La vida de la Iglesia iba a ser su vida, y su vida iba a ser la vida del cristiano; una vida no literaria o metafórica, sino una vida real, ardiente, palpitante. El grito de San Pablo: ¡no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí! deja de ser la expresión de un exaltado fervor religioso, para convertirse en la expresión suprema y única del misterio más vital y entrañable del cristianismo.
No se trata solamente, Cristianos, de la vida de la gracia. Cristo como Dios, nos la podía dar sin necesidad del misterio eucarístico, y de hecho nos la da en otros sacramentos.
Se trata de la vida misma de Cristo, como Dios y como Hombre, una vida hirviente y real, algo así como la vida que transmite la madre al hijo, cuando ambas vidas se compenetran y son misteriosamente una en el seno materno. Si Cristo nos absorve en Sí, y nosotros comemos materialmente a Cristo, sin equívocos de ninguna clase, nosotros nos llenamos de Cristo vivo, física y vitalmente.
Los Santos Padres han expresado esta asombrosa verdad en audacísimas expresiones que nuestra debilidad mental y espiritual casi no tolera. Baste recordar la gallarda frase de Tertuliano: por la Eucaristía, los cristianos estamos ¡Christo saginati! que literalmente quiere decir: cebados con Cristo. Ya sé que nuestra delicadeza, nuestra debilidad cristiana y mental, se resiste a la dura expresión del africano Tertuliano; pero la verdad es esa: caro Corpore et Sanguine Christi vescitur ut anima Deo saginetur! El cristiano tiene que nutrirse de Cristo. No se trata de una frase de violento relieve; se trata de una realidad vital del cristianismo. La nutrición eucarística será la señal de nuestra robustez, de nuestra salud, de nuestra vitalidad cristianas; sólo por la Eucaristía, y no por otras cosas de farándula y comparsa. La Eucaristía es la medida de nuestra densidad vital cristiana; sólo la Eucaristía.
Cristo se nos dió, pero corriendo infinitos riesgos y peligros; si se nos da en la noche que precede a su muerte, lo hace amándonos con locura, pero a la vez previendo todas las frialdades e insensateces del pobre ser humano, por muy cristiano que sea.
Allí mismo, en la noche del Jueves Santo, cuando El, el Cristo Redentor, iniciaba la epopeya de amor más conmovedora y grandiosa del cielo y de la tierra; cuando El, Cristo, se había arrojado a los pies de sus Apóstoles para lavarlos; uno de los suyos lo traiciona, otros no acaban de comprenderle, dentro de unas horas todos le abandonarían.
Cristo se nos entregaba en el pan y en el vino eucarísticos, pero sabía muy bien de los sagrarios pobres y abandonados; sabía muy bien de los cristianos fríos y apáticos; sabía muy bien de los sacrilegios, de las violaciones, de las indignidades que en el decurso de los siglos habían de cometerse contra el Sacramento. Cristo sabía mucho de las comuniones-farsa, de las comuniones-compromiso, de las comuniones-rutina, de las comuniones-ceremonia, de las comuniones-comparsa, de las comuniones-egoísmo...
Sabía perfectamente Cristo, al quedarse con nosotros como secreto vital de nuestra vida real y auténticamente cristiana, que perpetuaba mientras existiera el mundo, su estado de víctima, el estado doloroso redentor del Cenáculo y del Calvario: sabia y veia claramente que se condenaba al abandono, a la soledad, a las horas de angustia de Getsemaní, el huerto del dolor que enlaza indisolublemente la mesa del Cenáculo y la Cruz del Calvario. Sabía Cristo que se condenaba para siempre al insulto, al ultraje y a la blasfemia; y a lo que es más horroroso aún para el amor; a ser ignorado, desconocido, incomprendido.
Y... ¡se queda! ¡como pan y vino, para que le... comamos! ¡como vida, como vigor, como energía de nuestra realidad vital de cristianos! ¡como razón de ser de nuestro cristianismo, que es ante todo y sobre todo, vida, sólo vida, vida ardiente, creadora, palpitante!
Y... ¡se queda! No como un recuerdo lejano y desvanecido, aunque sea el recuerdo de nuestros seres más entrañablemente queridos. Cristo se queda como palpitación de nuestro corazón, como aliento de nuestra alma, como sacudida de nuestro pulso, como dinamismo pleno de nuestras ansias de vivir; y... ¡se queda! pero realmente, físicamente, presencialmente, personalmente. No es un recuerdo, no es un símbolo, no es un emisario: es El mismo.
A veces pienso, Cristianos, si nuestro frío, protocolario, rutinario, estéril e inoperante cristianismo, obedece a la poca fe, a la falta de verdadera fe en el misterio asombroso del Jueves Santo; a veces pienso en los "cristianos herejes" que comulgan, pero comulgan como si comiesen el inútil "pan bendito" de cualquier santo; comulgan, pero comulgan un símbolo, un signo externo por rutina puramente formalística, por fuerza ritual de la tradición y de la costumbre; a veces pienso en los cristianos inconscientes y cristianamente anémicos que repugnan recibir el Sacramento del vigor y la energía vitales; a veces pienso en los cristianos ahitos de manjares gruesos y podridos que se acercan temerariamente a las delicadezas de la mesa eucarística, sin paladar espiritual para degustar a Cristo; también pienso muchas veces en los cristianos "abusones", en los que coleccionan y clasifican comuniones y más comuniones como si coleccionaran sellos, pero que no tienen capacidad espiritual para digerir sobrenaturalmente a Cristo.
Y... ¡Cristo puede ser indigesto! No os escandalicéis. San Pablo se preocupó de esta indigestión terrible al ver que en vez de comulgar a Cristo podíamos tragarnos nuestra sentencia.
Cristo puede ser indigesto, cuando no se le recibe con las disposiciones indispensables, cuando no se le recibe con la conciencia y discreción espirituales que el Sacramento exige. Hemos de comulgar, ha de comulgar el cristiano diiudicans Corpus Domini, y compulsando su propia conciencia: probet autem seipsum homo. Ni tragar, ni engullir, sino comulgar, el comer amoroso y creador de energía y vida; de lo contrario tragaremos y beberemos, dice San Pablo, nuestro propio juicio: iudicíum sibi manducat et bibit!
Pero también es verdad que Cristo tenía presentes en aquellas horas solemnísimas y transcendentales para la historia del mundo, a millones de almas enamoradas; a millones de cristianos que habían de comprender el misterio de los altares; a muchos héroes y heroínas, ocultos y silenciosos, que habían de pasar sus vidas quemándose en un amor de correspondencia a los pies de un sagrario. Tenía presentes en la noche augustísima y tristísima del Jueves Santo, los ríos de blancura, de pureza, de transparencia luminosa, que iban a cruzar el mundo en todas las direcciones, y que habían de nacer en la tersura inmaculada de Cristo Eucaristía.
Y, sobre todo, tenía presente a su Iglesia, la que estaba ya naciendo en los ardores del Cenáculo y los dolores redentores del Calvario.
Suprimid la Eucaristía y se disolverá la glesia en el mundo, agotada y sin vida; sin la Eucaristía no podría subsistir la Iglesia, y con la Eucaristía es indestructible. La permanencia de la Eucaristía, es la garantía divina de la pervivencia de la Iglesia: ¡Yo estaré con vosotros hasta el fin!
Nutridos en la abundancia de Cristo, Deo saginati! no nos damos cuenta de que los cristianos seríamos un rebaño de idólatras, hambrientos de pan como perros, famen patientur ut canes!, con el corazón calcinado y yermo: aruit cor meum quia oblitus sum comedere panen meum! La Iglesia por la Eucaristía es hogar y vida, es amor y es familia, es mesa y es alegría; sin la Eucaristía sería la Iglesia, en el mejor de los casos, un mausoleo sepulcral y frío, una de esas magníficas catedrales sin sagrario y sin Cristo, convertidas en museos, en almacenes o, simplemente, en ruinas.
Cristianos; Cristo a dos pasos de la muerte instituye el Sacramento de la vida; a dos pasos del sepulcro instituye el Sacramento de la resurrección; a dos pasos de la traición odiosa instituye el Sacramento de la entrega por amor. La sombra siniestra de la Cruz se aplasta sobre la mesa de la cena; el Calvario se perfila fúnebre y sangriento; la muerte ronda exigente e implacable. Pero Cristo, con el pan misterioso y vital de la Eucaristía, reta a la misma muerte: ¡quién me come no morirá jamás!
Es verdad; Cristo admitió el reto en Cafarnaún: ¡Nuestros padres comieron el maná en el desierto! ¡Haz tú algo parecido!
Cristo, repito, acepta el reto: Yo no os doy el maná, sino que me doy a mí mismo como pan vivo; el que me come, come la vida, y no morirá jamás; patres vestri mortui sunt! Vuestros padres murieron, porque el maná no era pan de vida.
¡La vida! El Padre viviente envió al Hijo al mundo: misin me viven Pater; el Hijo vive la vida del Padre: Ego vivo propter Patrem; el que comulga vive la vida del Hijo: qui manducat me vivet propter me!... ¡Una cadena de vida inmortal! ¡Cristo hizo su carne fuente inextinguible de vida: carnem suam vivificam fecit!
Cristianos; quien no sienta el mareo del ciclón de vida divina en torno; quien no sienta el escalofrío de lo asombrosamente misterioso en el alma, es que carece de la emoción básica del cristianismo; verá el cristianismo como fórmula, como rutina, como tradición, como costumbre; pero jamás comprenderá el cristianismo como llamarada de vida como huracán de amor.
Cristianos; estamos en horas de sinceridad; nada más impropio en las horas en que empieza la tragedia del Calvario, que la farsa y el disimulo.
Preguntémonos con descarnada crudeza: ¿tenemos hambre de Cristo vivo? ¿de su carne? ¿de su sangre?
¿Tenemos sinceridad y energías sobrenaturales para gritarle a Cristo y decirle: fame pereo?
Reconozcamos que muchos, muchos cristianos no sienten el hambre divina de Cristo; ese pan misterioso y ese cáliz de oro no les dice absolutamente nada. Si la Iglesia somos los cristianos ¿porqué nos extrañamos del retroceso de la glesia en muchos frentes? Cristianos anémicos, desnutridos, sin energía, sin ilusiones cristianas, retroceden, buscan ídolos y diosecillos extraños, se adormecen con las drogas del mito, de las sombras, de la nada. Quizá se contentan con un cristianismo a base de organizaciones y economatos.
Reconozcamos también, que muchos, muchos cristianos, no se nutren de Cristo; simplemente lo comen, lo degluten, lo tragan.
No; no me fijo ahora en las comuniones indignas, porque no me agrada pensar en estos momentos en un Judas presente en la primera comunión de los Apóstoles; prefiero admitir que ya se había ido antes de coger Jesús en sus manos divinas el pan y el vino.
Me fijo en muchos que comulgan bien, pero... equivocadamente, desviados, quizás devocioneramente, de los fines específicos de la Eucaristía.
¿Comulgamos por necesidad vital? ¿Comulgamos a Cristo por los imperativos y auténticas exigencias de nuestra fisiología espiritual y sobrenatural? ¿Comulgamos por las exigencias dogmáticas de la teología sacramental eucarística? ¿comulgamos por necesidad de nuestra vida de cristianos?
O ¿comulgamos como condición para conseguir... otra cosa? La realidad eucarística y sacramentaría no puede reducirse a una simple condición, no puede medirse como un simple medio protocolario; la reduciríamos a la categoría de una vela que ponemos a una imagen, o al nivel de los "responsorios" de cualquier santo milagrero. No son éstos los momentos más oportunos para hacer la crítica de muchas cosas que se están haciendo por los cristianos y que esterilizan gravemente, en parte, nuestro cristianismo; son los momentos de pensar íntimamente en nuestra verdadera actitud ante el Sacramento de lu última Cena.
* * *
Momentos antes de su muerte, Cristo se encierra transustancialmente en el Pan de la vida, Pan de resurrección : ¡quien me come no morirá!
Es la doctrina consoladora de nuestra fe: la Eucaristía sella con la inmortalidad nuestra misma carne; nuestros mismos cuerpos quedan transformados con la raíz de la inmortalidad en la esperanza de la resurrección: spem resurrectionis habentia! ¿Cómo ha de morir para siempre un cuerpo en el que se ha inoculado el germen de una vida divina e inmortal: quomodo morietur si cibus vita est? exclama San Ambrosio.
No entendemos que la Eucaristía sea la causa física de la resurrección de los cuerpos. Jesús en cuanto Dios, es verdaderamente la causa física de la resurrección, en cuanto hombre es solamente la causa moral; pero teológicamente la Eucaristía encierra una modalidad propia y específica, un argumento especial y único, en el hecho de la resurrección. El cristiano, por serlo, tiene un título especial y nuevo para la resurrección.
Pero no es sólo esto. La Eucaristía es fuerza, es vigor, es energía; es la fuerza de la libertad, de esta libertad nuestra tan carcomida, tan débil, tan miserable; de esta libertad nuestra tan débil por naturaleza y tan reducida y limitada por el pecado. La razón secretísima de tantos heroísmos invencibles, de tantos martirios cruentos e incruentos, de tantas colosales santidades, la encontraremos en la Eucaristía, manjar de fuertes: los mártires y las vírgenes salían decididos a morir, después de haber comulgado secretamente a Cristo en los fosos y las mazmorras del Coliseo.
Somos débiles, cada vez más débiles, más pobres, más ridículos... ¡lo que no quita que seamos cada vez más fanfarrones! Hacemos teorías de nuestras debilidades para encubrir un poco nuestra vergüenza; pero, en realidad somos el "sonajero del demonio", hace de nosotros lo que quiere...; ¡carecemos de voluntad!
La Eucaristía, instituida por Cristo a dos pasos del patíbulo, es la fuerza de Dios, es el Pan de la libertad; la Eucaristía es la fuerza de Cristo en cruz, es la continuación de la Pasión, es la fuente vigorosa en la que bebieron todos los héroes y heroínas que cruzarán por la tierra.
Necesitamos la Eucaristía; quizás no necesitemos otras muchas cosas intrancendentes con las que vamos arrastrando un cristianismo enteco y ridículo que nos pone en vergüenza; pero la Eucaristía la necesitamos absolutamente, como medicina de nuestra libertad y como medicina del mundo: mundi modela!; es el alimento físico-sobrenatural, fuente de santidad, la única obra digna del ser humano.
No consideréis la Eucaristía como una "devoción", ni la comunión como una "obligación de cofradía":
En la noche del Jueves Santo, en la primera comunión de los Apóstoles y del universo entero, quedaba sembrada la Iglesia; la mesa de la Cena fue el primer altar cristiano; la institución del Sacramento la primera misa.
Hoc facite in meam commemorationem! Jesús iba a dar inmediatamente el paso al paroxismo del dolor en Getsemaní; pero inmediatamente antes se abandona al paroxismo del amor en el Cenáculo. Estamos los cristianos tan acostumbrados a lo sublime, que ya no nos impresiona.
Si aquellos doce hombres que se sentaron con Cristo a la mesa le hubiesen ellos solos comulgado, hubiese sido asombroso, inconcebible, pero... nada más. Hubiesen sido los doce privilegiados humanos que se comieron a Dios, pero todo hubiese quedado reducido a un abrumador recuerdo, a una sublime admiración, quizás a una santa y desesperanzada envidia. No hubiese pasado de ahí.
Mas la realidad es completamente distinta; la realidad es que los doce hombres que comulgaron a Cristo, es verdad que fueron los primeros, pero no fueron los únicos. Pero para eso, puesto que Cristo en cuanto hombre se iba, era necesario un nuevo prodigio, un prodigio sublime: el prodigio no solo de transustancializarse en el pan y en el vino, sino de personalizarse en sus poderes, en las personas de sus Apóstoles.
¡He ahí el nuevo misterio de la noche del Jueves Santo! Cristo, al pronunciar aquellas palabras: ¡haced esto en mi memoria! ordenó a los primeros sacerdotes, consagró a los primeros obispos de la ley nueva, multiplicándose a Sí mismo por todos los rincones del mundo, por todos los momentos de la historia, no sólo como Sacramento, sino como Sacerdote. Cristo al ordenar en la noche del Jueves Santo a los primeros sacerdotes, quedaba presencialmente presente en medio de la humanidad: la presencia permanente del Hijo de Dios en sus sacerdotes, por los que enseña, por los que juzga, por los que perdona, por los que consagra.
Cristo como Eucaristía no podía realizar estas divinas operaciones; por eso el sacerdocio es el complemento de la Eucaristía, y la Eucaristía la razón primordial del sacerdocio.
Cristo queda en sus sacerdotes que tiene el poder asombroso de convertir el pan y el vino en Cristo, de crear a Cristo, de sembrar realmente a Cristo por el mundo. Ya en la historia, Cristo escapará de sus perseguidores a través de las manos de sus sacerdotes, manos inmortales e insuprimibles.
El sacerdocio fué el regalo exquisito y supremo del Dios redentor en el momento de ir a morir. Y con el sacerdocio, la seguridad del triunfo de la Iglesia, la perpetuidad y la realidad del Reino de Dios en el mundo; la perennidad de Cristo entre nosotros hasta el fin de los tiempos. En la economía actual de la gracia, sin el sacerdocio no habría Eucaristía, sin sacerdocio no habría Iglesia, sin sacerdocio los méritos de la Redención quedarían valdíos e inaplicables. No confundamos en el sacerdote al hombre con sus miserias, sus limitaciones y sus pecados, con el sacerdote mismo con los desconcertantes e incomprensibles poderes que le dió Cristo. El sacerdote más perverso bautiza, y crea un cristiano; absuelve, y crea un justo; pronuncia las palabras sacramentales sobre el pan y el vino, y Cristo-Dios bajará del cielo, sin excepción posible, a encerrarse en las especies sacramentales.
Cristo no nos dió sólo el sacerdocio, sino que El mismo se quedó para siempre en las manos y en poder de los sacerdotes. Es cierto que Cristo corre un riesgo; pero es un riesgo necesario para la vida íntima y sustancial de la Iglesia.
Quizá la abundancia de misterios es esta noche del Jueves Santo, quizá el sentimiento profundo de ver al Hijo de Dios acercarse al patíbulo y a la muerte; hace que nos pase desapercibido el misterio profundísimo de la creación del sacerdocio. Quizá el resplandor de la primera comunión de los Apóstoles, en realidad su primera misa concelebrada con Cristo, no nos deja ver la trascendencia y profundidad de la primera ordenación sacerdotal.
Y... no puede ser así, si queremos meditar con verdad profunda los misterios del Viernes Santo, en la cima del Calvario. Eucaristía y sacerdocio están en el centro vital de la Pasión Redentora de Cristo; sin sacerdocio y sin Eucaristía, la Pasión de Cristo y su mismo Evangelio, no hubiesen pasado de ser una bella y emotiva página de la literatura universal; serían el brillante recuerdo de una acción sublime de un hombre que se decía Dios, y que había muerto ilusionado de salvar con su muerte a los demás hombres. Una página bellísima de la literatura, pero sin fuerza mayor, y sobre todo, sin vida. Páginas parecidas van jalonando la historia humana, pero ya no tienen vigor para nosotros: la muerte de algunos filósofos, el gesto de algunos héroes... Simplemente fósiles literarios y estéticos, sólo conocidos por algunos curiosos, que ya no se conmueven por el contenido humano que tales páginas encierran, sino que admiran la forma bella en que están escritas.
Mas con el sacerdocio, todo cambia. El Evangelio y la Pasión ya no son ni un puro recuerdo, ni una bella y patética página de la literatura y de la historia.
Por el sacerdocio la Pasión Redentora de Cristo y su Evangelio son vida, son realidad palpitante, son la actualidad de un Dios hecho carne y hecho sangre en la realidad de una Redención permanente y continua. Gracias al Sacerdocio no es la Iglesia una realidad momificada sin movilidad, sin capacidad creadora y engendradora; por el sacerdocio la Iglesia es la maternidad perpetua y fecundísima en perpetuo trance de creación y vida. Al instituir el sacerdocio Cristo se perpetuaba a sí mismo en la tierra, perpetuaba la Eucaristía, el Calvario, la Redención, la Iglesia.
Hoc facite in meam commemorationem! Ya no es el iris de paz deslumbrante en el cielo, concedido a Noé como señal de reconciliación de Dios con el mundo; es Dios mismo quien se cuida en la tierra como señal de amistad eterna. Mientras una Hostia inmaculada se levante temblorosa en las manos humildes del último sacerdote; mientras en el más pobre y escondido de los altares se sacrifique el Cuerpo y la Sangre de Cristo; mientras en el rincón más escondido de la iglesia más pobre, una mano sacerdotal se apoye perdonando sobre la fuente de un ser humano; Dios ama al mundo, Dios está en el mundo, el mundo sentirá en torno a sí el frescor divino de la presencia real del Cristo-Dios, que si la noche del primer Jueves Santo se despidió para irse, fué con la garantía absoluta de a la vez quedarse; mientras exista un sacerdote, la Iglesia será una realidad viviente en el mundo como Dios mismo, y tan indestructible como Dios mismo.
Cristo, que dentro de pocos momentos va a entrar en los espasmos del asco a morir por los hombres, se compadece de ellos, ve que padecen hambres esenciales y caninas: famen patientur ut canes!, ve el ahogarse de la humanidad en un puro alarido de hambre: fame pereo!, y... ¡se compadece! misereor! Y les da pan y vino, sacerdocio e Iglesia, redención y gracia, para socorrer a esa humanidad hambrienta, que padece hambre y sed de verdad, hambre y sed de perdón, hambre y sed de justicia, hambre y sed de paz, de amor, de felicidad.
No bastaban los sacrificios de animales, no calmaban el hambre insaciable de ese quid divinum que devora a todos los hombres; las filosofías más elevadas y los puritanismos naturalistas más exquisitos, dejaban al alma vacía y sedienta, pues no pasaban de la frialdad congeladora de la mente; la fuerza, los ejércitos, la belleza, los imperios dejaban intacto lo sustancial del hombre... Había que hallar algo que calmase esa hambre infinita, pero algo nuevo, algo inaudito, ya que todo se había ensayado en vano, ese algo infinitamente nuevo había de ser Dios mismo, endiosando a la humanidad, humanamente perdida. Y... ¡Dios se nos dió, y... para siempre! Deo saginati! repitamos audazmente con Tertuliano.
Si por la Encarnación Cristo quedó integrado en la historia humana dándole contenido y finalidad visibles, haciéndose Dios en persona ciudadano del mundo; por la Eucaristía y el sacerdocio continúa esa integración, pero dándole al mundo y a la historia, un dinamismo divino. Por el sacerdocio y la Eucaristía Cristo queda solidarizado con el hombre. Dios se hace socio de la humanidad, y queda realmente comprometido con la historia hasta obtener la victoria final; es una tarea divina que no se suspendió con la Ascensión sino que continúa en el mundo hasta el fin de los tiempos: ¡Yo me quedo con vosotros hasta el fin de los siglos!
Cristo es todo El redención, y al encarnarse y limitarse al tiempo y al espacio, se convertía en redención por presencia divina. Cristo en su vida y en su Eucaristía se inscribe en la historia humana, se empadrona entre los hombres, y los hombres y la historia humana quedan indefectiblemente polarizados en Cristo. En la Eucaristía y en el sacerdocio. Cristo hace permanente acto de presencia en el mundo.
El hombre sepultado en Cristo y a la vez nutriéndose de Cristo, reproduciendo al vivo el misterio de la Redención, pone en marcha a toda la humanidad hacia la actualización total de Cristo en el mundo, que será necesariamente la realización suprema en el mundo del Cuerpo Místico, de la Iglesia total, en cuyo centro, como factor dinámico, está el Cristo vivo en la tierra, el Cristo eucarístico, el Cristo revelado Eucaristía en la noche luminosa y triste del Jueves Santo.
No podemos reducir a Cristo en la Eucaristía a las dimensiones de un sagrario, al rito piadoso de unos cofrades, a las emotivas escenas de las primeras comuniones. Su verdadero ámbito es la historia humana, la Iglesia con sus derechos universales sobre la humanidad, que ha de girar inevitablemente en torno a Cristo, centrada en Cristo, viviendo en Cristo, nutriéndose de Cristo.
Cristo, el Cristo que está a dos pasos de la muerte, nació en un tiempo concreto, en una cultura concreta, en una civilización concreta; pero Cristo no se agotó, no podía agotarse en esa civilización en ese tiempo y en esa cultura. Las trascendió unlversalizándose como Hijo del Hombre: ¡predicadme a todos los pueblos! Y así ha de encarnarse en cada centuria, en cada pueblo, en cada civilización, en cada cultura, por medio de sus cristianos, por medio de sus sacerdotes; pero además ha de reencarnarse El mismo, realmente, vitalmente, dinámicamente en la Eucaristía eterna.
No puedo menos de dolerme en esta noche de sinceridades dolorosas, de que se haya reducido la inmensidad eucarística, el Sacramento-fuerza del cristianismo y la teología sacramentaria-eucarística, a cosa de devotos y devotas, a protocolos estatutarios de asociaciones a... ¡nada! cuando la Eucaristía es el Sacramento sustancial de la Iglesia en el mundo y en la historia.
Por la Eucaristía Cristo no puede ser considerado como una figura del pasado; eso sería reducir a Cristo a la nada, a un simple recuerdo.
No; Cristo no está en la historia como una semilla sembrada hace mucho tiempo. No. Cristo está insistentemente presente; Cristo está viviendo entre nosotros y en nuestro momento histórico; Cristo está resucitado y en su condición corporal, como verdaderamente hombre, en cuerpo y alma, en medio de nuestra sociedad y nuestro mundo, viviendo nuestro momento histórico, participando de nuestra coyuntura histórica... ¡por la Eucaristía! La Cabeza del Cuerpo Místico ha entrado ya victoriosamente en el cielo; pero arrastra vitalmente tras sí a todos los miembros que componen la realidad de la humanidad hasta el día que alcancemos la perfecta virilidad, aquella madurez que es proporcionada al desarrollo completo de Cristo en nosotros. (Eph. IV, 13).
¡Horas solemnes estas de la noche del Jueves Santo! ¡Horas en las que el testimonio de Cristo se desvela en abismos de profundidad insospechada, y en las que comienza la catarata sangrienta de riquezas infinitas para el hombre por la muerte del Hijo de Dios!
¡Horas de intimidad profunda, de meditación en los misterios insondables de la Redención, de la Eucaristía y del Sacerdocio; horas de asombro y de agradecimiento infinitos, horas conmovedoras del comienzo de la Pasión!
Noche oscurísima como dice Juan, el apóstol querido, en la que junto a la blancura del pan eucarístico estalla el fulgor siniestro de la traición de Judas, la decisión de Pedro de defender a su Maestro, la bondad de Cristo en ocultar al traidor, y... tantas cosas y tantos misterios y tantos abismos: abismos de Dios y abismos del hombre...
¡Jamás agotaremos la riqueza divina de los misterios de la noche del Jueves Santo!
SERMONES DE SEMANA SANTA