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miércoles, 27 de marzo de 2013

EST SANE MOLESTUM

La autoridad episcopal

     La carta Est sane molestum, dirigida al arzobispo de Turín, viene a ser un como preludio, parcial al menos, de la encíclica Satis cognitum, del propio León XIII, sobre la unidad de la Iglesia. Su tema es la autoridad del episcopado en la Iglesia católica y el deber de obediencia que en este orden pesa sobre todos los fieles. La Iglesia es, en efecto, por derecho divino, una sociedad jerárquica, en la que «hay dos clases de personas: los pastores y el rebaño, esto es, los gobernantes y los fieles». Entre los gobernantes están los obispos, sucesores de los apóstoles, e investidos, en lo fundamental, de los mismos poderes de éstos. El área de la obediencia debida al episcopado no está limitada exclusivamente por las solas verdades de la fe, sino que se extiende además al gobierno, a la disciplina, a la legislación y a las sanciones penales.
     Junto al estricto valor jurídico de la carta, que viene dado por la defensa de la autoridad episcopal, aparece en este documento un alto valor ascético de carácter eminentemente práctico, sobre todo en dos advertencias que siguen conservando hoy el mismo valor que tenían cuando se formularon. Si, por un lado, «es intolerable que los católicos seglares pretendan arrogarse públicamente el derecho de juzgar y hablar de los obispos, como les parezca»; por otro, es necesario recordar que «la virtud verdadera y legítima de la obediencia no se contenta con solas palabras, sino que consiste principalmente en la disposición del alma y de la voluntad». El respeto al episcopado y la obediencia de corazón son los resortes interiores que hacen posible —ex parte fidelium— la conservación y acrecentamiento del orden jurídico exterior querido por Dios en la Iglesia.

SUMARIO

     I. Ante el peligro de daño para los hijos, es necesaria la severidad de los padres. El Papa aprueba la condenación lanzada por el arzobispo de Turín contra un escrito injurioso para el episcopado. No se puede permitir que los seglares en la Iglesia se arroguen la autoridad de los pastores.
     II. Es obligación del Romano Pontífice mantener inviolable la autoridad divina del episcopado y hacerla respetar en todas partes.
     Los obispos constituyen la Iglesia docente y rectora, por derecho divino. Y los límites de la obediencia cristiana no están circunscritos a la fe, sino que se extienden a todo lo que abarca la autoridad episcopal.
     En la Iglesia hay dos clases de personas: los que gobiernan y los que son gobernados. Los primeros deben regir, los segundos obedecer. Pero si éstos quieren mandar, se trastoca el orden establecido por Cristo. Si un prelado no se conduce como es debido, no por eso pierde su autoridad. La investigación y, en su caso, la represión pertenecen exclusivamente al Romano Pontífice.
     III. Estos puntos fundamentales son indispensables para mantener en orden el régimen eclesiástico. El Papa ha hablado sobre ellos en repetidas ocasiones. Esperanza de que con esta nueva intervención se calmen los espíritus y se confirme en todo la obediencia debida al episcopado. La verdadera obediencia no está en las palabras, sino en la voluntad.
     Orden especial a los periodistas católicos para que se sometan totalmente a lo indicado en esta carta. Bendición apostólica.

[La autoridad de los obispos debe ser respetada]

     [1] Es sin duda alguna desagradable (León XIII, epístola al arzobispo de Turín, 17 de diciembre de 1888: AL 8,385-389) mostrarse severo con aquellos a quienes uno ama como hijos, pero esto han de hacerlo de vez en cuando, aun contra su voluntad, los que deben procurar y asegurar la salvación de los demás. Esta severidad es mucho más necesaria cuando se teme justificadamente que con el tiempo se han de agravar los daños, con el consiguiente aumento de peligro para los buenos. —Estas razones, venerable hermano, te han movido hace poco a condenar, en virtud de tu autoridad, un escrito reprensible, que era injurioso para la sagrada autoridad de los obispos y que atacaba no ya a un obispo, sino a muchos, cuya manera de obrar y gobernar se discutió con un estilo desenfadado y enjuiciador, como si hubieran faltado a sus sagradas y grandes obligaciones. —Es, en efecto, intolerable que los católicos seglares pretendan arrogarse públicamente en los diarios el derecho de juzgar y hablar de cualquier persona, incluidos los obispos, como les parezca, y de sentir y obrar libremente y según el propio criterio en todo lo que no toca a la fe divina.

     [2] En esta materia no debes dudar, venerable hermano, de nuestro asentimiento y aprobación. Es parte principal de nuestro ministerio vigilar y esforzarnos para que la autoridad divina del episcopado se mantenga inviolada e incólume. Es igualmente misión nuestra ordenar y hacer que esta autoridad sea respetada en todas partes como es debido, y que los católicos no falten lo más mínimo a este deber de obediencia y reverencia a los obispos. El divino edificio que es la Iglesia se funda, como en su principal cimiento, primeramente en Pedro y sus sucesores, después en los apóstoles y en los obispos, sucesores de los apóstoles; por esto, el que oye o desprecia a los obispos obra como si oyera o despreciara al propio Cristo. Los obispos constituyen la parte más augusta de la Iglesia, esto es, la que enseña y gobierna a los hombres por derecho divino; por este motivo, todo el que los resiste, o rechaza pertinazmente sus órdenes, queda separado de la Iglesia (Mt. XVIII, 17). —Ni debe limitarse, por otra parte, la obediencia a los límites marcados por las cosas pertenecientes a la fe cristiana, sino que el área de la obediencia es mucho mayor, pues se extiende a todas las materias que comprende la autoridad episcopal. Son los obispos maestros de la fe sagrada en el pueblo cristiano, y son ellos los que presiden como rectores y guías, y de tal manera presiden que han de dar cuenta a Dios de la salvación de los hombres que les han sido confiados. Por esto San Pablo exhortaba a los cristianos diciendo: Obedeced a vuestros pastores y estadles sujetos, que ellos velan sobre vuestras almas, como quien ha de dar cuenta de ellas (Heb. XIII, 17).

     [3] Es, pues, cosa clara que en la Iglesia hay dos clases de personas, distintas y separadas por su misma naturaleza: los pastores y el rebaño, esto es, los gobernantes y los fieles. Es función de los primeros enseñar, gobernar, dirigir la disciplina, dar preceptos; es obligación de los segundos someterse, obedecer, cumplir los mandatos, honrar a sus pastores. Pero si los que están llamados a obedecer ocupan el sitio de los que son superiores, no sólo obran con temeridad injuriosa, sino que, además, en cuanto está de su parte, echan por tierra el orden providencialmente establecido por Dios, autor de la Iglesia.—Si por casualidad se encuentra en el episcopado una persona que no sabe hacer honor a su dignidad, o no cumple totalmente sus obligaciones sagradas, no por esto se sigue que pierda parte alguna de su autoridad; y mientras conserve la comunión con el Romano Pontífice, a nadie es lícito mermar la obediencia y la reverencia que son debidas a la jurisdicción de aquél. Por el contrario, no es función de los particulares investigar los hechos de los obispos, o reprenderlos, porque esto solamente pertenece a quienes les son superiores en el orden sagrado, sobre todo al Pontífice Máximo, pues a éste Cristo confió no sólo los corderos, sino también todas las ovejas. Todo lo más, en caso de una grave queja, se concede deferir todo el asunto al Romano Pontífice; pero hágase esto con moderada cautela, como aconseja el cuidado del bien común, no gritando ni amenazando, pues de esta manera se producen escándalos y divisiones, o por lo menos se aumentan los ya existentes.

[La virtud de la obediencia]

     [4] Estos puntos fundamentales, que no pueden ser impugnados sin provocar una grave confusión y desorden en el régimen eclesiástico, Nos los hemos inculcado y repetido varias veces. Testimonios elocuentes de ello son la carta a nuestro legado en Francia, publicada nuevamente por ti, y otras dirigidas al arzobispo de París, al episcopado belga, a algunos obispos de Italia y dos encíclicas dirigidas a los episcopados de Francia y España respectivamente. Aprovechamos la ocasión para recordar estos documentos y para inculcar de nuevo su doctrina, confiando que con nuestra autorizada advertencia se calme la excitación actual de los espíritus y se confirmen todos con seguridad en la fe, en la obediencia y en la justa y debida reverencia a todos los que tienen participación del poder sagrado en la Iglesia. —De estas obligaciones se apartan no sólo los que rechazan abiertamente la autoridad de los rectores eclesiásticos, sino también aquellos que la resisten acudiendo a la astucia, la tergiversación y el disimulo. La virtud verdadera y legítima de la obediencia no se contenta con palabras, sino que consiste principalmente en la disposición del alma y de la voluntad. —Y como se trata concretamente de la culpa cometida por un periódico, no queremos dejar de ordenar una vez más a los periodistas católicos que respeten como legislación sagrada, y no se aparten un punto de ella, los documentos y órdenes que más arriba indicamos. Persuádanse, además, de que si en alguna ocasión incumplen este propósito y se dejan llevar de su propio juicio, ya sea prejuzgando las determinaciones de la Sede Apostólica, ya sea hiriendo la autoridad de los obispos y arrogándose una autoridad de la que carecen, en vano pensarán que se hacen dignos de la alabanza genuina del catolicismo, o que sirven de modo debido a la causa sagrada, cuya defensa y vida tomaron. —Deseando Nos que vuelvan a la salud cuantos erraron, y que en todos los espíritus se grabe el respeto a los sagrados obispos, a ti, venerable hermano, y a todo tu clero y pueblo impartimos la bendición apostólica como prueba de nuestra paternal benevolencia y amor.
     Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 17 de diciembre de 1888, año undécimo de nuestro pontificado.
DOCTRINA PONTIFICIA
BIBLIOTECA DE AUTORES CRISTIANOS.

LA SANGRE DEL REDENTOR

Per propium sanguinem
(Hoebr. IX).

     Cristo nos redimió con su sangre.
     Murió en un cruento patíbulo para que nosotros, los pecadores, tuviésemos vida inmortal y dicha eterna.
     San Pablo hace la apología de los méritos infinitos de la Victima Divina, comparándolos a los sacrificios que el pueblo israelita ofrecía en los altares de Jehová.
     Meditemos brevemente en la sangre de Jesús.
     A).—Sangre inocente, no inoculada por el veneno del pecado; sangre Divina que, aunque corría por las venas del hombre, tenía en su oblación y en su derramamiento méritos infinitos que el Señor nos aplicó al morir.
     Sangre que corrió una vez sobre el Calvario y que continúa derramándose en la Eucaristía cuando se celebra el santo sacrificio de la Misa.
     Sangre Inmaculada que el Niño recibió de su Madre Virgen y que tiene encantos de belleza incomparable.
     Sangre de la cual brotó la Iglesia Católica al morir su Divino Fundador.
    Sangre que dió y dará a los mártires de todos los siglos valentía y heroísmo para la inmolación.
     Sangre que ha hecho santos a las almas escogidas que viven y mueren por Dios.
     Sangre fecunda que fertiliza el corazón de los buenos, les infunde heroicidad y abnegaciones admirables.
     Sangre que convierte al pecador, lo lleva hasta el redil del Pastor sacrosanto y le predica el amor divino de Jesús.
     Sangre que es pureza de las vírgenes, candor de los inocentes, sabiduría de los doctores, inspiración de los genios, fortaleza de los luchadores, consuelo de los infortunados.
     Sangre que reconcilió el cielo con la tierra, que nos trajo la santidad y que nos llevará a los alcázares de la Dicha Eterna.

     B).—Sangre    Redentora.—La Sangre de Cristo fue sangre divina por la unión hipostática de la naturaleza humana a la persona divina del Verbo.
     Sangre que era del cuerpo humano, pero que pertenecía a la Persona Divina.
     Por eso nos reconcilió con Dios.
     Por eso satisfizo a la justicia infinita.
     Por eso nos lavó, nos regeneró, nos hizo capaces de llegar a la Bienaventuranza Eterna.
     Redención significa volver a comprar. Pues eso se verificó en el orden religioso y sobrenatural con nuestras almas: fueron compradas por la sangre preciosísima de Jesucristo. (I Pet. I, 18 - I Cor. VI, 20).

     C).—Sangre    Santificadora.—La Sangre de Cristo corre por sus venas a impulsos de su corazón. Corazón y sangre viven actualmente, no sólo en el cielo, sino en la Eucaristía.
     Allí palpita la sangre adorable y santísima de Jesucristo. Pero no es sólo sangre santa, sino santificadora. Quiso Cristo hacer de su Cuerpo y de su Sangre un Sacramento, el más santo de todos. Por esto lo llamamos el Santísimo Sacramento. Al recibirlo nos aumenta la gracia, nos santífica más y más y nos perfecciona.

DE LA VIDA Y HONESTIDAD DE LOS CLÉRIGOS.

TITULO VIII.
DE LA VIDA Y HONESTIDAD DE LOS CLÉRIGOS.
Capítulo I. 
Del Clero Diocesano.

631. «Con muchísima razón, dice el Concilio de Trento (sess. 14. cap. 9 de reform.) se han dividido las diócesis y las parroquias; y a cada grey se le ha asignado su propio pastor, y a cada Iglesia inferior su párroco, para que cada cual apaciente sus propias ovejas». También a todos los demás que son sublimados a las órdenes sagradas, se les han asignado sus funciones y el lugar de su residencia, para que ni uno solo de los innumerables ministros de la Iglesia «ande vagando sin asiento fijo» fuera del cuerpo clerical (ibid. sess. 33 cap. 16). Con este fin se ha decretado que, todo el que en una diócesis se ordena, para desempeñar el ministerio sacerdotal, ya sea por el propio Obispo, ya sea por otro con su licencia, sea cual fuere el título con que recibe las sagradas órdenes, queda por lo mismo adscrito a esa diócesis. Por tanto, también este Concilio Plenario de toda la América Latina decreta, como ya lo enseñó Benedicto XIV (Epist. Ex quo dilectus, 14 Ian. 1747) que todo sacerdote que fuere ordenado para cualquiera diócesis de estas provincias, queda obligado aun en fuerza de la promesa que hace en su ordenación, a permanecer en la misma diócesis y a estar sujeto a su Prelado, mientras no le relaje canónicamente el domicilio.

Capítulo II.
De los Clérigos ó Sacerdotes de ajena Diócesis.

632. Por varias causas, suele suceder que un sacerdote, adscrito a una diócesis en virtud de su ordenación, quiera pasar a otra, ó un sacerdote regular separado canónicamente de su orden, pida ser agregado al clero secular. Para evitar toda clase de abusos en materia tan importante, téngase presentes y obsérvese fielmente las prescripciones del Decreto de la S. Congregación del Concilio: A primis Ecclesiae saeculis de 20 de Julio de 1898 Por lo que toca a los clérigos Italianos, obsérvese además lo que, para evitar abusos, decretó la misma Congregación del Concilio, el 31 de Julio de 1890, sobre su emigración a América.

633. Por la que atañe a los sacerdotes religiosos a quienes, después de haber pronunciado los votos solemnes, se permite por indulgencia Apostólica vivir en el siglo, ó que, habiendo hecho sólo votos simples, han salido de sus Congregaciones ó Institutos, si se presentan al Obispo y piden agregarse a la diócesis, debe éste guardar al pie de la letra, las condiciones prescritas en el rescripto de secularización, y tener presentes las reglas contenidas en el decreto Auctis admodum de la S. Congregación de Obispos y Regulares de 4 de Noviembre de 1892 y las declaraciones de la misma a los dubios del Obispo de Avila de 20 de Noviembre de 1895. Adviértase que aquí no se trata de los religiosos que, habiendo obtenido en debida forma la relajación de sus votos, se hallan en las mismas condiciones que los demás presbíteros del clero secular.

634. Recomendamos a todos los Obispos de estas provincias que se sirvan de las mismas fórmulas para la relajación de domicilio y adscripción a una diócesis; y aun sería más conforme a la uniformidad en la disciplina, en asunto tan grave, que fueran idénticos los formularios impresos de los certificados de ordenación.

635. Cuanto se ha dicho sobre la relajación de domicilio y adscripción de los sacerdotes en otra diócesis, no es un obstáculo a la costumbre que permite a los Obispos, en cuyas diócesis hay abundancia de clero, conceder licencia a algunos sacerdotes, para que presten sus servicios temporalmente en otras más necesitadas. La Santa Sede ha encomiado esta costumbre, como indicio de celo Apostólico (Epist. S. C. C. ad conv. Ep. Prov. Mediol. an. 1849. Coll. Lac. VI pag. 724).

Capítulo III.
De los Sacerdotes enfermos.

636. «Los presbíteros que cumplen con su oficio, sean remunerados con doble honorario, mayormente los que trabajan en predicar y enseñar» (1 Tim. V. 17). Estas palabras del Apóstol se han de aplicar principalmente a aquellos sacerdotes que, durante largos años, se consagran al cultivo de la Viña del Señor, ó a los arduos trabajos que pide su santa vocación; y con mucha más razón todavía, se han de entender de aquellos que, atañidos de grave enfermedad en medio de sus trabajos, quedan inhábiles para desempeñar entre los fieles sus funciones Apostólicas. Movidos del singular amor y veneración que nos inspiran estos hermanos enfermos, ardientemente deseamos que, del mejor modo que se pueda, se provea a su alivio y provecho, de suerte que, ni se vean afligidos por la inopia, ni por otra cualquiera angustia temporal, sino que tengan cuanto necesitan para el amparo de su vejez, y el pronto alivio de sus enfermedades.

637. Deseamos, por tanto, que en cada una de nuestras diócesis, el Obispo, previo el consejo del Cabildo ó sus consultores, determine cuanto antes el modo y los medios oportunos, para tener a la mano socorros con que proveer a la decente sustentación de esos sacerdotes. A cuyo fin, formará el Obispo una caja formada de las generosas oblaciones de los fieles, ó con limosnas de otra manera recogidas, y de que pueda disponer a su arbitrio.

638. Deseamos que, donde se pueda, se funde una piadosa hermandad clerical de sufragios mutuos por los sacerdotes difuntos, que tenga también la atribución de proveer a las necesidades temporales de los socios, conforme a las reglas que el Obispo determinare ó aprobare.

Capítulo IV.
Del hábito y la tonsura.

639. Siempre ha sido la mente de la Iglesia, y lo ha exigido el orden de la disciplina, como se deduce del Pontifical Romano, que aquellos a quienes se ha impuesto el hábito de la sagrada religión, profesen manifiestamente que han renunciado al siglo. Es cierto que el hábito no hace al monje; pero la decencia en el traje exterior, demuestra la honestidad interior. De aquí es que el Concilio de Trento manda que castigue el Obispo, y por cierto con graves penas, «a los que no llevaren el honesto hábito clerical correspondiente a su orden y dignidad, y conforme a las disposiciones y órdenes del mismo Obispo». Ahora bien, todos los Concilios celebrados después del Tridentino, han obligado a los clérigos a usar traje talar de color negro, de corte especial para ellos, y muy conveniente a su estado.

640. Mandamos, por tanto, que todos los sacerdotes y demás clérigos, aun los simplemente tonsurados, lleven traje talar; y en consecuencia, prohibimos que aun en camino, ó dentro de la casa, se muestren en público, o delante de las visitas, vestidos con hábito seglar. Ninguno, pues, se atreva ni aun con pretexto de viaje, a andar vestido con modas aseglaradas; puede, si, tolerarse! que, en los viajes a caballo, se use un traje más corto; pero su forma y color han de ser tales, que convengan a la decencia clerical é indiquen que es clérigo quien lo lleva. No obstante, seria mejor que aun a caballo se usase la sotana. Por último, en cada provincia eclesiástica ó diócesis, sea uniforme el traje clerical, excluyendo cuanto tenga resabios de vanidad, espíritu mundano y ligereza, y sin llevar indebidamente anillos, manteletes y otras insignias propias de Prelados. Para alcanzarlo eficazmente, los Obispos dictarán las reglas que juzgaren convenientes en el Señor, y teniendo en consideración la diversidad de lugares, de abusos etc. En atención a las circunstancias peculiares de nuestras comarcas, con especial permiso de la Santa Sede decretamos, que el clérigo, aun simplemente tonsurado, que haya estado suspenso de oficio y beneficio por más de tres años, pasado el trienio de la suspensión, se considere privado ipso facto del derecho de llevar el hábito talar y la tonsura, salvo que obtenga especial licencia, por escrito, del Ordinario. Todo esto se publicará del modo que a cada Obispo pareciere.

641. Todos los clérigos deben llevar la tonsura, que llamamos corona, visible y del tamaño que conviene al orden de que están revestidos. Indigno sería del regio sacerdocio, quien se avergonzara de esta veneranda insignia. Péinense sencillamente, y no dejen crecer los cabellos. Sin licencia del Obispo no pueden usar peluca; y para decir Misa con ella, se requiere licencia Apostólica: en todo caso nada debe tener ésta de vano ó pretencioso. Esta ley sobre el hábito y la tonsura clerical comprende a todos los clérigos, aun simplemente tonsurados y minoristas, quienes de otra manera quedan privados del privilegio del canon y del foro.

Capítulo V. 
De las cosas prohibidas á los Clérigos.

642. Los que han sido llamados a la herencia del Señor, no sólo deben evitar lo que es malo, sino lo que parece malo, ó da ocasión al mal, ó puede servir de escándalo a los fieles, ó impedir que el sacerdote desempeñe santa y debidamente su sagrado ministerio, como también todo lo que desdice de la gravedad de un varón serio, ó de la dignidad sacerdotal. Por lo cual, el Concilio de Trento manda con palabras muy expresivas, que se observe en lo futuro, bajo las mismas penas y aun mayores, a arbitrio del Ordinario, cuanto los Sumos Pontífices y los Concilios sabia y abundantemente decretaron acerca de la vida, honestidad, cultura y doctrina de los clérigos, y su obligación de evitar el lujo, los festines, bailes, juegos de azar y toda clase de crímenes y negocios mundanos; y ordena asimismo que, si por acaso algo se hubiera relajado la disciplina, se ponga cuanto antes en vigor por los mismos Ordinarios, no sea que la justicia divina los castigue, por haber descuidado la enmienda de sus subditos.

643. Por dos motivos lo quiere y manda la santa Madre Iglesia. Primero, porque le interesa la santidad de aquellos que son los más nobles de sus hijos; y no quiere que, mientras predican a los demás, ellos mismos incurran en la eterna reprobación. En segundo lugar; porque toma a pechos la salvación del pueblo, pues la vida de los clérigos es el espejo de los seglares, que en ellos tienen fijos los ojos. A este propósito, dice San Gregorio: «Ninguno hace más daño en la Iglesia, que quien se porta mal, perteneciendo a una categoría que exige la santidad, ó teniendo reputación de santo. Porque nadie se atreve a reprender a tal delincuente, y cunde más el mal ejemplo, cuando por la reverencia debida a su clase, se honra al pecador» (Pastor, p. 1. c. 2).

644. Asi, pues, teniendo presente la gravísima obligación de guardar el celibato y una castidad angélica, que es la joya más preciosa del orden sacerdotal, huyan con la mayor cautela de cuanto puede empañar esta celeste virtud. Absténganse del trato frecuente con mujeres, aun con aquellas que son modelos de modestia y de piedad. Aunque la castidad puede conservarse en medio de mujeres, difícil es guardar intacta la reputación. Por tanto, para no dar ni la más leve ocasión de escándalo ó de sospecha, sigan esta regla de San Buenaventura: con las mujeres, sin exceptuar las de alto rango y conocida virtud, sea breve y seria la conversación, y nunca se reciban sin testigos en la propia casa, aun con el objeto de darles saludables consejos. Cuando no puedan conseguir criados para el arreglo de la casa (y esto sería lo mejor) no tengan por ningún motivo criadas menores de cuarenta años, y éstas sean bien probadas, de buena fama, y recomendables por su piedad. De ninguna manera conserven las que ya tienen en su casa, aunque sean parientas cercanas, si empiezan a tener mala reputación. Ningún clérigo presuma dar lecciones de lectura, escritura, canto ú otros ramos, a niñas ó señoritas, por ilustres que sean, sin permiso del Obispo, y bajo las penas que éste decretare en caso de desobediencia. 

645. No se sienten a la mesa con sus sirvientas, ni entren sin necesidad a sus dormitorios, ó a los cuartos en que se entregan a los quehaceres domésticos. No salgan con ellas públicamente a paseo , a no ser que sean, y sepan todos que son, de tal edad y tan estrecho parentesco que, atendidas todas las circunstancias, no den ni el más leve motivo de sospecha. Tampoco les permitan, aunque sean parientas, hacer nada que no convenga al decoro de una casa sacerdotal, ó que perturbe el orden de los negocios eclesiásticos.

646. Eviten, especialmente los dirás, que las mujeres, aunque sean sus parientas, entren sin verdadera necesidad en los aposentos, en que se tratan los negocios pertenecientes al ministerio, ó donde se guardan los libros, apuntes y escritos que a ellos se refieren; y nunca les permitan hablar de estos asuntos delante de seglares. Se acabó la autoridad de un cura, cuando los fieles juzgan que depende de los caprichos de una mujer.

647. La templanza es compañera de la continencia y del pudor; la crápula y la embriaguez son sus enemigos jurados, lo mismo que la mesa de los clérigos, y cuando asistan a banquetes de seglares, sean cautos y parcos. Los exhortamos vehementemente a que, en cuanto sea posible, se abstengan de asistir a convites y cenas con motivo de bodas ó bautismos, sobre todo cuando se prolongan hasta avanzadas horas de la noche. Fácilmente se desprecia al clérigo que nunca rehusa asistir a banquetes, a que con frecuencia se le convida; y si falta la sobriedad, se extingue en el sacerdote todo espíritu de santidad.

648. No entren a fondas, sino en caso de necesidad ó en viaje. Cuando por necesidad lo hicieren, sea brevísima su permanencia, y pórtense con suma gravedad y modestia. Prohibimos que, fuera del caso en que su ministerio lo exija, entren en las que están en su propia parroquia ó en las limítrofes.

649. En lugares públicos, no se entreguen a ninguna clase de juego, por honesto que sea; a los juegos de azar, que ni a seglares convienen, ni siquiera asistan. Cuando alguna vez, en su casa, por legítimo solaz ó por cultivar amistades, entre sí, ó con algún seglar de buena fama, se dediquen a esos juegos en que desempeñan mayor papel el talento y la habilidad que el azar (pues los demás hasta en particular están prohibidos) guárdense de emplear en ellos un tiempo excesivo, que deberia consagrarse a más nobles funciones. No es permitido a los clérigos, aun en juegos lícitos y honestos, apostar una cantidad notable de dinero, pues lo que les sobra de los réditos de su beneficio, debe gastarse en socorrer a los pobres, o en otras obras de caridad y de piedad. «El juego, dice el Angélico Doctor, debe convenir a la persona, al tiempo y al lugar, y ha de arreglarse conforme a las demás circunstancias, de tal suerte que sea digno del tiempo, y del hombre» (2. 2. quaest. 168. art. 2).

650. A los clérigos, que por Cristo sirven de espectáculo al mundo, a los ángeles y a los hombres, de ninguna manera conviene concurrir, adonde seria de desearse que ni los seglares asistieran. Les prohibimos, por tanto, que asistan a los públicos espectáculos, fiestas y bailes; no frecuenten las tertulias en que se ven acciones indecorosas, ó se cantan canciones lúbricas ó de amores; ni asistan en teatros públicos a representaciones de cualquier género que sean. Esta prohibición declaramos expresamente que se extiende a las corridas de toros.

651. Absténgase el clérigo de la caza que se lleva a cabo con grande aparato y estrépito, y que vedan los sagrados Cánones. No reprobamos la caza lícita, y que se practica sólo por recreación, con tal que no se deje el traje clerical, ni se lleve a cabo en los días festivos ó consagrados al ayuno y la penitencia. Sobre esta materia toca al Obispos dictar las medidas que juzgaren necesarias y oportunas para eliminar los abusos, teniendo presente la doctrina de Benedicto XIV De Synodo Dioecesana, lib. II. 10. 9.

652. No puede un clérigo aceptar el cargo de curador ó de tutor, sin licencia, ni practicar la medicina sin indulto Apostólico, ni ejercer en un tribunal civil los empleos de procurador, abogado, escribano ó notario, ni desempeñar un cargo público, aunque sea gratuito y meramente honorífico, sin licencia del Obispo; ni aun uno privado, si requiere mucho tiempo y exige demasiada fatiga de alma ó de cuerpo. Los Cánones prohiben a los clérigos ejercer oficios serviles ó mecánicos, con objeto de lucrar. Absténganse también de frecuentar los mercados, lonjas y ferias; los que tal hacen, es, si no por negociar, por pasar el tiempo, y en uno ú otro caso son vituperables, porque dan grave ocasión de escándalo al pueblo, sea que dejen, sea que conserven, el hábito clerical.

653. Nada hay más criminal que la avaricia: nada más inicuo que el amor al dinero; porque el avaro es capaz de vender hasta su alma (Eccl. X. 9, 10). Nada hay que mengüe tanto la confianza del pueblo en un clérigo, como su desenfrenado apego al dinero. Por consiguiente, eviten todos hasta la más leve apariencia de avaricia. Vana es la disculpa de aquellos que alegan su solicitud para lo porvenir, cuando no saben lo que sucederá el dia de mañana. No olviden lo que se dijo al rico avariento: ¡Insensato! esta misma noche han de exigir de tí la entrega de tu alma; ¿de quién sera cuanto has almacenado? (Luc. XII. 20). Sepan que no están inmunes de la tacha de faltos de misericordia, los que anteponen sus necesidades futuras, y por consiguiente imaginarias, a las urgencias presentes de los miembros de Cristo.

654. Puesto que el Apóstol ha dicho: Ninguno que se ha alistado en la milicia de Dios, debe embarazarse con negocios del siglo (2 Tim. II, 4), prohibimos a los Clérigos que se ocupen en compras ó ventas, ó tráfico de cualquiera clase. Gravemente pecan los que se dedican al comercio, sea cual fuere, por sí ó por otros, y entran en compañía con seglares, ó contratan obras públicas a nombre propio ó ajeno; y los Obispos deben castigar a los desobedientes. Si surgiere alguna duda sobre si es licito algún contrato, consúltese la S. Congregación del Concilio, y póngase en práctica su resolución.

655. No tengan consigo ni lean libros, folletos ó periódicos cuya lectura pueda entibiar su deseo de obrar bien, sus costumbres, su caridad ó su temor de Dios; mucho menos aquellos cuyos autores están en guerra abierta con el reino de Dios y de Cristo; pues la experiencia cuotidiana enseña que hasta los mismos buenos, aunque no sean indoctos, beben en ellos poco a poco el veneno. Si la necesidad, ó la caridad, los moviere alguna vez a leer, con las debidas licencias, los libros de nuestros adversarios, se portarán de tal manera, que ni para si propios resulte peligro, ni se dé a los fieles ocasión de escándalo. Quien se subscribe a malos periódicos, ó los compra y lee públicamente, aun cuando no corra ningún peligro con su lectura (lo cual juzgamos harto difícil) comete doble pecado, de desobediencia a la Iglesia y de escándalo; y además contribuye con su dinero a la difusión del mal.

656. Absténgase el clero prudentemente de las cuestiones, tocante a asuntos meramente políticos y civiles, sobre los cuales, sin salir de los límites de la ley y la doctrina cristiana, puede haber diversas opiniones; y no se mezcle en partidos políticos, no sea que nuestra Santa Religión, que debe ser superior a todos los intereses humanos, y unir los ánimos de todos los ciudadanos con el vínculo de la caridad y benevolencia, parezca que falta a su misión, y se haga sospechoso su saludable ministerio. Absténganse, pues, los sacerdotes de tratar ó discutir estos asuntos en público, ya sea fuera del templo, ya sea, y con más razón, en el púlpito. Esto no ha de entenderse, como si el sacerdote hubiera de guardar perpetuo silencio acerca de la gravísima obligación, que tiene todo ciudadano, de trabajar siempre y en todas partes, aun en los asuntos públicos, conforme al dictamen de su conciencia, y ante Dios, por el mayor bien de la religión, de la patria y del Estado; pero una vez declarada la obligación general, no favorezca el sacerdote a un partido más que a otro, salvo que uno de ellos sea abiertamente hostil a la Religión.

657. Más que todo, recomendamos encarecidamente a los Sacerdotes la unión y concordia de voluntades, para que sea uno el espíritu de todos, así como es una la fe, y una la esperanza de nuestra vocación (Ephes. IV, 4, 5). Para obtener más eficazmante esta concordia, observen los Sacerdotes las instrucciones de los Ordinarios; y estos, conferenciando entre sí, elijan el camino que mejor les pareciere en el Señor.

Capítulo VI.
De la piedad de los Clérigos.

658. Sabiendo de ciencia cierta que los que se alistan en la malicia clerical, no sólo deben resplandecer por la modestia del traje, sino por el brillo de toda clase de virtudes, y particularmente de la piedad, los exhortamos con vehemencia, para que, atendiendo a su vocación, consagren todos los días, por lo menos, una media hora a la oración mental; purifiquen a menudo su conciencia en el sacramento de la Penitencia; no por amor al estipendio, sino por hambre del Manjar Eucarístico, celebren todos los días el Santo Sacrificio; estén inflamados con singular afecto de piedad hacia el Santísimo Sacramento, y no dejen de visitarlo y adorarlo a menudo. Teniendo siempre presente la excesiva caridad con que nos ha amado Nuestro Señor Jesucristo, procuren alimentarse con las dulzuras de su Corazón, é inflamarse de tal manera en su amor, que lleven impresa en sí mismos su imagen y semejanza. Acójanse al amparo de la Virgen Madre de Dios, que es también Madre del amor hermoso y de los Clérigos muy particularmente; nunca cesen de implorar su patrocinio, tengan de continuo su dulcísimo y poderoso nombre en el corazón y en los labios; y, con la palabra y con el ejemplo, traten empeñosamente de insinuar en los ánimos de todos, la piedad hacia la Madre de Dios.

659. Dentro de casa, como buenos soldados de Cristo, dediqúense al estudio y a la oración, y a imitación de Jesús, en todas partes procuren ser humildes en el andar, graves y rectos en la conversación, afables con el pueblo, no sedientos de vanagloria, no agitados con el aguijón de la soberbia, porque no han sido llamados a la dominación, sino al trabajo, conforme al dicho de Jesucristo: «El mayor de entre vosotros pórtese como el menor» (Luc. XXII, 26).

660. Por causa de la fragilidad tan lamentable de la humana naturaleza, y por las tentaciones de Satanás, que siempre ha buscado de preferencia a los ministios del Salvador para trillarlos como trigo, a veces sucede ¡oh dolor! que quien ha sido sublimado a la dignidad del sacerdocio lleve una vida contraria a la santidad de su estado, al provechoso ejercicio de su ministerio, a la debida obediencia y a la regularidad. Por tanto, para que, quien debiera edificar a los fieles en la Iglesia de Cristo, no se convierta en piedra de escándalo para su destrucción, se verá el Obispo en la dura necesidad, si ya ha recurrido en vano a otros medios para reducir al extraviado al buen camino, de privar al ministro descarriado de sus sagradas funciones, con la suspensión ú otras penas espirituales. Tristísima es, en verdad, la situación de tal sacerdote, sobre todo por las peculiares circunstancias de nuestras regiones, de suerte que por su miseria tanto temporal como espiritual, bien puede compararse al hijo pródigo del Evangelio. Pero no es menos cierto que Nosotros, a semejanza del padre de la parábola, recibimos con paternal amor y compasión a nuestros hijos descarriados. Siempre estamos dispuestos a recibirlo con los brazos abiertos, con tal que, arrepentidos y llenos de confianza, vuelvan a la casa paterna; y les devolveremos los derechos del hijo menor que nunca la abandonó, regocijándonos porque el que había muerto ha resucitado, y el que había perecido, se ha encontrado.

661. Aunque los sacerdotes suspensos de sus sagradas funciones, no puedan exigir del Obispo, que provea a su propia sustentación, si carecen de otros recursos, habrá que ayudarles de algún modo, con paternal afecto, para que más fácilmente vuelvan al buen camino. Para conseguirlo mejor, recomendamos que los que dén fundadas esperanzas de conversión vivan, el tiempo que determinare el Obispo, en alguna casa religiosa, ó monasterio, ó casa de ejercicios que se les señale. De qué manera hayan de conseguirse los fondos para la manutención del sacerdote suspenso, en uno ó en otro caso, juzgamos conveniente dejarlo a la resolución que tomaren los Obispos en concilio provincial ó sínodo diocesano.

662. No podemos poner punto a este negocio que tanto nos interesa, sin rogar a todas las órdenes religiosas de varones, en nuestras diócesis, con todo encarecimiento, que nos presten su poderoso auxilio en esta obra de caridad sacerdotal, para mayor gloria de Dios y honra de nuestra Madre la Iglesia.

Capitulo VII
De los ejercicios espirituales 

663. A nadie  se oculta que las virtudes necesarias a la perfección sacerdotal, están expuestas a grandes peligros, y exiguen muchos trabajos para defenderlas y conservarlas. Para soportar este trabajo y sostener las fuerzas del espíritu, no bastan siempre los ejercicios ordinarios de piedad, y hay que emplear a veces medios extraordinarios. Entre estos ocupan el primer lugar los ejercicios espirituales, que, como escribía Nuestro Santísimo Padre León XIII al Cardenal Vicario el 18 de Dicembre de 1889, «gozan de eficacia maravillosa, para alcanzar la enmienda y la perseverancia en el bien, é infundir nuevo vigor al espíritu en medio de tantos peligros, y de tantas causas de divagación como presenta el mundo». Obsequiando estas paternales admoniciones, decretamos, que perpetuamente se observe la práctica de los ejercicios espirituales, que ya existe en muchas diócesis, y que cada Obispo la promueva y reglamente según las circunstancias locales, pero siempre de modo que cada tres años, cuando no pueda ser con más frecuencia, se sujeten a ellos todos los clérigos de la diócesis, reunidos en alguna santa casa destinada al efecto, donde en medio de la oración, la frugalidad, el silencio y las obras de humildad, se renueven de corazón y de espíritu, escuchen las santas exhortaciones, purifiquen muy de veras y santamente su conciencia con la confesión sacramental, se edifiquen mutuamente, y recreados con más abundantes dones del Espíritu Santo, vuelvan a sus parroquias, a desempeñar con más fruto las funciones de su ministerio.

664. Ninguno se tenga por excusado, a no ser que se vea impedido realmente por alguna causa aprobada por el Obispo; y para que todos puedan asistir, acudan por turnos, en las épocas fijadas por el Obispo. Si por razón de enfermedad, ó por falta absoluta de sacerdote que lo substituya, no puede alguno dejar su parroquia, hágalo saber al Obispo y, si éste otra cosa no dispone, haga los ejercicios en particular para su propia santificación. Recomendamos esta misma práctica en el año ó años intermedios en que no puedan asistir a los ejercicios generales del clero. Con no menor ahinco recomendamos, que además de los ejercicios hagan cada mes un día de retiro espiritual, para renovar sus propósitos, corregir los defectos, excitar el fervor y prepararse a la muerte.

665. Estando mandado por los Sumos Pontífices, para muchas regiones, que los que van a recibir las sagradas órdenes se dispongan a ellas con un retiró espiritual, queremos que esta ley se cumpla no sólo a la letra sino con espíritu verdaderamente eclesiástico, y que se practiquen los ejercicios conforme al método ordenado por el Obispo, y bajo el régimen de algún piadoso y experimentado director.

666. Los que son nombrados párrocos, antes de encargarse de la cura de almas practiquen los ejercicios espirituales, siempre que al Obispo pareciere conveniente; para que inflamados de celo y fervor, y enriquecidos con los dones del Espíritu Santo, trabajen más empeñosamente en el cultivo de la Viña del Señor.

Capítulo VIII.
De las Conferencias Teológico-litúrgicas.

667. Para conservar el conocimiento de las ciencias sagradas, y fomentarlo y aumentarlo con la continua práctica, sirven muchísimo las conferencias sobre materias teológicas y litúrgicas, que se introdujeron en la Iglesia desde los tiempos antiguos, que San Carlos Borromeo llama escuelas y ejercicios, no sólo de los estudios sino de los deberes ecclesiásticos, y que Benedicto XIII en el Concilio Romano encareció con vehemencia, con la intención de que no sólo en Roma, donde él las fundó, sino en todo el mundo, se establecieran, como expresamente escribió Benedicto XIV.

668. Pío IX igualmente tomó empeño en recomendar que, para que los sacerdotes que deben aplicarse a las ciencias y a la lectura, y están ligados con el deber de enseñar al pueblo, no den punto al estudio de las ciencias sagradas, ni dejen entibiarse su aplicación a las mismas, se establezcan con oportuno reglamento reuniones, en que se trate de Teología moral ante todo y de Sagrados Ritos, y a las cuales deberán asistir los sacerdotes principalmente y disertar sobre dichas materias (Pius IX, Enc. Singulari quidem, 17 martii 1856).

669. Por tanto, obsequiando los deseos de la Santa Sede Apostólica, y prestándoles la debida obediencia, queremos que dichas conferencias no sólo se conserven y continúen, donde ya existen, sino que se restablezcan donde por las vicisitudes de los tiempos y otras dificultades han caido en desuso, y se funden donde no las hay.

670. A cada Obispo tocará redactar sus estatutos sobre esta materia, acomodados a las circunstancias de los diversos lugares y del clero, y proponer el método que más estimule a los sacerdotes al cultivo de los estudios, y haga más fructífero para el pueblo el resultado de sus trabajos.

671. Reúnanse todos los sacerdotes, y pórtense de tal suerte, que su santa concordia les permita ayudarse con sus mutuos pareceres, y el pueblo, al ver tanta caridad, conciba mayor estimación a la clase sacerdotal, y con mayor docilidad escuche sus exhortaciones y advertencias. Al tratar las materias, evítese toda vana ostentación de talento ó espíritu de partido; hágase todo, como enseña el Apóstol, con caridad, y busquen todos y estimen únicamente la verdad, como el bien seguro que resultará de la conferencia. Tengan presentes estas palabras de la Sagrada Escritura: Frecuenta la reunión de los ancianos prudentes, y abraza de corazón su sabiduría: a fin de poder oir todas las cosas que cuenten de Dios (Eccl. VI. 35).

672. Como puede suceder en algunos lugares de nuestras diócesis, que, por la inclemencia del tiempo, lo largo de los caminos, la escasez de sacerdotes, ú otras dificultades, algunos no puedan asistir a las conferencias; según ha inculcado varias veces la S. Congregación del Concilio, supla el Obispo esta falta, proponiéndoles cuestiones morales y litúrgicas, a que periódicamente tengan que responder por escrito, mandando fielmente las respuestas a la curia episcopal.

martes, 26 de marzo de 2013

TRATADO DE LA VIDA ESPIRITUAL (3)

CAPITULO V
Después de esta purificación, el alma se une a Dios 

     De todo lo dicho se engendrará en tu alma aquella virtud que es madre, origen y fuerte guarda de las demás virtudes: la humildad, que abre los ojos interiores para contemplar y conocer a Dios, y limpia el corazón de todo pensamiento inútil, ocioso y vano. Porque entretanto que el hombre entra consigo en cuentas de su imperfección, abatiéndose a sí mismo, reprendiéndose, abominándose, considerando su bajeza y rigurosamente descomplaciéndose, pensando de sí éstas y semejantes cosas, y teniéndose verdaderamente por tal, de tal manera anda ocupado en estos negocios, que tanto le importan, que con ellos todo otro inútil pensamiento echa de sí. Y mientras el alma que antes gustaba de ver, oír y entretenerse, da de mano a todo lo del mundo, echándolo a las espaldas y olvidándolo, empieza a volver sobre sí, y con un modo maravilloso torna en su propio conocimiento y así va acercándose a la justicia original y a la pureza de los ángeles.
     Entretanto, pues, que hace reflexión sobre sí, tiende la vista de la contemplación a mayor perfección, y edifica en sí una escala por la cual sube a contemplar los espíritus angélicos y celestiales. Con la consideración de los cuales enciende su corazón y lo aficiona a los bienes del cielo, menospreciando los temporales, mirándolos de lejos como falsos y engañosos.
     De aquí empieza a arder en su alma una perfecta caridad, que como un poderoso fuego consume toda la escoria del hombre interior. Y si así ocupa la caridad y posee toda el alma, no dejará puerta en ella ni resquicio abierto por donde entre la vanidad. Y es de ver que ya de aquí adelante todo lo que dice y hace procede de lo que dicta esta virtud, y por sus leyes se rige y gobierna. Por donde con seguridad podrá este tal predicar sin daño suyo ni ajeno y sin peligro alguno de vanagloria. Pues ello es así (como ya dije) que no puede entrar vanidad alguna estando tomada toda la posada.
     ¿Por ventura puédele quedar ya rastro de afición de algún provecho temporal, a quien todo lo restante del mundo tiene en tan poco que lo precia como a estiércol abominable? ¿Y el apetito de humanas alabanzas, podrá entrar en su corazón, considerándose vil basura delante de Dios, miserable, abominable y finalmente inclinado a toda suerte de pecado, que fácilmente, caería si Dios por su misericordia continuamente no lo tuviese de su mano poderosa y conservase en su divina gracia? ¿Cómo será posible ensoberbecerse de obra alguna buena, quien claramente ve que no puede hacerla virtuosa, si cada hora y momento el divino poder con auxilio sobrenatural no le alienta y mueve y, aun en su manera, no le fuerza y apremia a ello? ¿De qué suerte se podrá atribuir a sí propio eso bueno que hiciere, como si de sus propias fuerzas saliese, quien no una, sino infinitas veces ha experimentado tenerlas muy flacas, corto el poder y mucha imposibilidad en todo género de buenas obras, y no sólo en las heroicas y dificultosas, empero en las más pequeñas y fáciles; particularmente echando él de ver tantas veces, que no ha podido hacerlas cuando quería, y cuando (digámoslo asi) no las ha querido hacer, ni en ello imaginaba, se ha visto súbitamente mover allá en lo interior con un fervor de espíritu admirable para hacer con facilidad lo que antes (aun haciéndose muy grande fuerza) no podía?
     Y permite Dios que esta imposibilidad domine mucho tiempo en el hombre para que aprenda a humillarse y jamás se atreva a presumir de sí vanamente ni gloriarse; antes bien, atribuya al Señor todo lo bueno que en sí viere, y esto no sólo de costumbre, mas de todo corazón. Como aquel que, enseñado de la propia experiencia, claramente echa de ver que, no sólo bien obrar, pero ni aun pronunciar puede Jesús con la boca sin particular favor del Espíritu Santo, y si para ello no le diere poder el que dice de Sí: Sin mí no sois poderosos de hacer cosa alguna. Por lo cual, dando ya en la cuenta, reconozca con todas las fuerzas de su alma a Dios por poderoso, y diga: Señor, Vos sois el que obráis en nosotros todas nuestras buenas obras. Y con el real profeta David, levante la voz diciendo: No a nosotros. Señor, no a nosotros, mas a vuestro nombre se rindan las alabanzas y se dé la gloria. Ya este tal no tiene por qué temer la vanagloria, pues que ya la verdadera gloria de nuestro Señor y celo del bien de las almas ocupa del todo la suya y de sus entrañas se enseñorea y hace firme presa.
     He aquí ya en una breve suma y con breves palabras, he traído las cosas que para alcanzar la perfección de su vida al hombre son necesarias, si quiere procurar la salud de su alma con grande provecho suyo y sin peligro alguno.

     Y, a la verdad, esto solo bastaría al hombre de buen juicio y que ha alcanzado alguna luz en la vida espiritual y en ella está algún tanto ejercitado. Porque de la doctrina que he traído se puede servir como de principios ciertos de la vida perfecta, y sacar de ellos otros muchos santos ejercicios de obras más perfectas. Porque guardando perfectamente estas tres cosas, es a saber, la pobreza voluntaria, el silencio y el ejercicio interior del entendimiento, juzgará con facilidad cómo se ha de haber en otros cualesquier actos exteriores. Empero porque no pueden entender todos fácilmente lo que hasta aquí se ha tratado con brevedad, por haberse dicho sumariamente, de aquí adelante en los capítulos que se siguieren me alargaré algo más acerca de los particulares actos de cada una de las virtudes.

CAPITULO VI 
Más fácilmente y más presto se alcanza la perfección 
por un fiel maestro, que por sí propio

     Es mucho de notar que el siervo de Dios, si tuviese un maestro que le instruyese o enseñase, por el consejo y orden del cual se rigiese y cuya obediencia, así en cosas grandes como pequeñas, con rigor siguiese, con mayor facilidad y en más breve tiempo podría llegar a la perfección, que si él propio se quisiese aprovechar a sí, aunque para esto tenga el mejor y más agudo entendimiento y los mejores y más espirituales libros, adonde leyendo, eche de ver de molde pintada la fábrica maravillosa y edificio hermoso de todas las virtudes. Y más digo, que Cristo, sin el cual no somos poderosos de hacer cosa alguna buena, jamás en tal caso concederá su gracia y favor al que tiene quien le pueda instruir y guiar y lo menosprecia o hace poco caso de aprovecharse de tal guía, creyendo que harto suficientemente puede valerse a sí, y por sí solo puede rastrear y hallar lo que para su salvación le conviene.
     A la verdad, el camino de la obediencia es camino real y trillado, el cual lleva a los hombres con grande seguridad a las cumbres de la escalera de la perfección, en la cual está apoyado el Señor. Este camino siguieron todos aquellos santos padres del yermo; y todos los que en breve tiempo alcanzaron grande perfección, por esta senda caminaron. Si ya Dios por Sí mismo no enseñó a algunos, por particular privilegio y favor de su gracia, faltando exteriormente quien les enseñase, después de haberlo buscado. Porque entonces la piedad divina por si misma suple la falta de maestro exterior, en los que con humilde corazón y deseosos de aprovechar, a su Majestad divina se llegan.
     Pero, miserables de nosotros, que habernos llegado a un tiempo tal, que apenas se halla nadie que enseñe a los demás la vida perfecta, antes bien, si un alma se quiere dar a Dios y emprender su servicio, hallará infinitos que de tal buen propósito la aparten, y casi ninguno que la anime y aliente.
     Así, conviene mucho que el tal acuda de todo corazón a Dios y humildemente le pida su favor con continuas oraciones y mucha instancia, y se ponga todo en sus manos, resignándose en ellas, para que con aquellas entrañas benignísimas le recoja como a huérfano y sin padre, que no dejará de hacerlo Aquel que nadie quiere que perezca, antes entrañablemente desea se salven todos y vengan en conocimiento de la verdad. Así que contigo hablo que, con mucho fervor de espiritu y muy de corazón, deseas hallar a Dios y aventajarte en la perfección, para después poder aprovechar a las almas de tus prójimos. A ti encamino mis palabras, que con corazón sencillo y no fingido te llegas a Dios y quieres penetrar lo íntimo y secreto de las virtudes. Y, finalmente, por el camino de la humildad deseas llegar a la gloria de la Majestad.


CAPITULO VII
De la observancia regular y guarda de la obediencia

     Echados ya los firmes fundamentos de pobreza y silencio en el edificio espiritual, se debe el siervo de Dios preparar primeramente para guardar en todo y por todo cuanto pudiere el camino de la obediencia. Es a saber, en lo que toca a su regla, constituciones, rúbricas, así del ordinario como de otros libros, y en todo lugar y tiempo, tanto dentro de su convento como fuera de él, en el refectorio, dormitorio y coro; en las inclinaciones y postraciones, levantándose y estando de pie. Asimismo, debe saber muy por menudo y guardar todas las ordenaciones de nuestros padres cuanto le fuere posible, considerandosiempre aquellas palabras de Cristo, que dice: Quien a vosotros oye, a mí me oye; y quien a vosotros tiene en poco, a mí me menosprecia.
     Después de lo cual, trabaje en tener totalmente sujeto su cuerpo al servicio de Cristo Jesús. De tal suerte que todos sus movimientos y acciones corporales anden acompañadas con toda honestidad de costumbres y sean conformes a la disciplina regular. Porque de otra manera jamás podrás apartar tu alma de las cosas ilícitas y desordenadas, si primero no te desvelas en sujetar tu cuerpo al yugo de la disciplina, apartándolo no sólo de cualquier obra no debida, empero de todo movimiento descompuesto y liviano.

LA EUCARISTÍA

    "Mientras comían, Jesús tomó 
el pan, lo bendijo, lo partió y,
 dándoselo a los discípulos, dijo:
Tomad y comed, éste es mi cuerpo. 
Y tomando una copa y dando gracias,
se la dio diciendo: 
Bebed todos de ella, 
que ésta es mi sangre..."
Mat. XXVI, 26-28 

     ¡Horas solemnes estas de la noche del Jueves Santo! ¡Horas llenas de Pasión y Eucaristía! Porque la Redención en su desenlace supremo y último, empezó en el Cenáculo y se consumió en el Calvario; y por eso si el Cenáculo es ininteligible sin el Calvario, el Calvario carece de sentido sin el prólogo del Cenáculo. Y... ¡todo el Cenáculo es Eucaristía! Eucaristía y Cruz son eternamente inseparables. La mesa de la última cena y el teso pelado del Gólgota, son los puntos de apoyo de la locura divina de la redención del hombre...; ¡la Eucaristía participa de la locura de la Cruz!
     La Eucaristía condensa toda la pasión de Cristo, está empapada de Pasión; y a su vez, por la Eucaristía se extiende la Pasión por el mundo. Porque, eso es Eucaristía: crucifixión permanente de Cristo sobre millones de Calvarios sobre el ara de millones de altares. Por eso el Cristianismo es ante todo y sobre todo cima eterna de Calvario y mesa inagotable de Cenáculo.
     ¡Horas solemnes y misteriosas, sangrientas y redentoras, éstas de la noche del Jueves Santo! ¡Horas de incomprensibles contrastes de divinas contradicciones; horas de cegadora luz y horas de impenetrable noche!
     Los Evangelistas y San Pablo narran lo sucedido, a la vez conmovidos y desconcertados por los contrastes; precisamente en la noche en que iba a ser traicionado, cogió el pan y, dando gracias, dijo: tomad y comed; éste es mi cuerpo que por vosotros va a ser traicionado y entregado...; bebed, ésta es mi sangre que por vosotros va a ser derramada.
     La noche de la traición suprema es la noche de la suprema entrega; la noche aquella, insondablemente oscura con aquella misteriosa oscuridad que tanto impresionó a San Juan, fue la noche en la que Judas comulgó a Satanás y los demás Apóstoles comulgaron a Cristo. San Juan nos dice estremecido: después del bocado, en el mismo instante, entró en él, en Judas, Satanás. (XIII, 27). Discuten los exegetas si Judas comulgó a Cristo eucarísticamente la noche del Jueves Santo. Lo que no puede discutirse es que de una manera realísima y misteriosa comulgó a Satanás. ¡Dos comuniones, dos destinos, dos misterios! ¡Satanás como contrapunto fúnebre de la blancura eucarística!
     En estas horas luminosas y tristes, apartemos unos momentos la mirada de la siniestra oscuridad de Judas, y centrémonos en los fulgores de la Eucaristía, el misterio reciente y novísimo del cristianismo.
     El hecho fué muy sencillo; en la narración evangélica palpita la sencillez de lo divino: la misma sencillez con que se dijo: ¡hágase la luz! ¡brote la vida! Es la divina sencillez de Dios, que es la pura verdad, y ¡la verdad es sencilla, diáfana, transparente!.
     Cristo cogió en sus manos el pan, y dijo sencillamente, pero con poder omnipotente: éste es mi cuerpo. Después tomó en sus manos una copa, y dijo con la misma sencilla omnipotencia: ésta es mi sangre. Y... ¡nada más! Era la efectividad realizadora de la palabra divina: aquello era su carne; aquello era su sangre.
     Fué la misma palabra omnipotente que creó la luz; la misma palabra poderosa y viviente que hizo brotar la vida del caos; la misma palabra que creó al hombre racional y libre; la misma palabra creadora que arrancó al universo de los senos de la nada. No os perdáis en estas horas íntimas y dolorosas en los cómos y en los porqués; no tropecéis en la dialéctica estéril de querer averiguar los misterios de Dios; son éstas horas de amor, de entrega, de Pasión.
     Cristianos; el Dios que de una cepa reseca y retorcida hace brotar el racimo maravilloso de uvas de oro, y de ellas el vino como oro fundido; el Dios que de un grano de trigo, podrido entre el estiércol, saca la espiga de cien gramos de oro, y de ellos la harina inmaculada del pan con que nos alimentamos; el Dios que de un árbol pequeño y retorcido, hace brotar la pera rebosante de jugo y de dulzura; ese mismo Dios, con ese mismo poder se encierra sustancialmente y para siempre en un pedazo de pan y en un poco de vino... No nos queda más que el asombro ante lo divino, lo incomprensible para la pobre razón humana, apoyada en un cerebro de pobre barro; no nos queda más que el asombro ante lo divino, lo incomprensible para la pobre razón humana, apoyada en un cerebro de pobre barro; no nos queda más que inclinar nuestra pobre frente de lodo, hincar nuestras rodillas, y exclamar como los mejores genios que cruzaron por la tierra: ¡Yo creo! ¡Yo adoro! 
     El Hijo del Hombre se iba, pero también... se quedaba; con verdaderas ansias había esperado celebrar aquella cena de despedida con sus íntimos, la última cena, porque ya no volvería a repetirse. Pero sus íntimos iban a comerle a El y a beberle a El... ¡perpetuamente! Su cuerpo iba a ser triturado y en la cruz derramaría hasta la última gota de su sangre; pero sus íntimos habíamos de encontrar cuerpo y sangre, todo él y toda ella, sobre el ara de nuestros altares.
     San Pablo nos dice que en la cima del Calvario no hay más que locura, la Cruz. Mas esa locura empezó en la mesa del Cenáculo. La locura de la Redención se plasma en madera; la de la Cruz y la de la mesa en que cenó Cristo.
     Cuando se ama, cuando verdaderamente se ama, se camina hacia la locura; cuando verdaderamente se ama, se rompen los moldes y los esquemas de lo normal, porque el amor siempre es sublime, y en lo normal no hay esquemas para lo sublime. En el amor hay que recurrir a la locura para hallar las expresiones más exactas y precisas; locura de amor es la expresión suprema de un amor sublime. Y cuando la madre se extasía ante el hijo que nació prodigiosamente de ella, llevándole carne, sangre y vida; la madre va cayendo progresivamente en esa locura misteriosa y divina, y ya no le basta ahogar en ternuras irrefrenables al hijo, ya no le basta sellarlo con amor a fuerza de besos; llega un momento que me atrevo a llamar de locura eucarística, cuando en el éxtasis de la maternidad exaltada a la locura, aquella madre exclama: ¡hijo mío, te comería!
     ¡He ahí la palabra misteriosa: el comerse como señal de amor! ¡Como señal única de la fusión total y vital!
     Cristo en la noche eucarística del Jueves Santo, cedió a una profunda realidad humana por una redentora necesidad divina: no podía comernos, pero quiso que le comiéramos a El.
     La vida de la Iglesia iba a ser su vida, y su vida iba a ser la vida del cristiano; una vida no literaria o metafórica, sino una vida real, ardiente, palpitante. El grito de San Pablo: ¡no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí! deja de ser la expresión de un exaltado fervor religioso, para convertirse en la expresión suprema y única del misterio más vital y entrañable del cristianismo.
     No se trata solamente, Cristianos, de la vida de la gracia. Cristo como Dios, nos la podía dar sin necesidad del misterio eucarístico, y de hecho nos la da en otros sacramentos.
     Se trata de la vida misma de Cristo, como Dios y como Hombre, una vida hirviente y real, algo así como la vida que transmite la madre al hijo, cuando ambas vidas se compenetran y son misteriosamente una en el seno materno. Si Cristo nos absorve en Sí, y nosotros comemos materialmente a Cristo, sin equívocos de ninguna clase, nosotros nos llenamos de Cristo vivo, física y vitalmente.
     Los Santos Padres han expresado esta asombrosa verdad en audacísimas expresiones que nuestra debilidad mental y espiritual casi no tolera. Baste recordar la gallarda frase de Tertuliano: por la Eucaristía, los cristianos estamos ¡Christo saginati! que literalmente quiere decir: cebados con Cristo. Ya sé que nuestra delicadeza, nuestra debilidad cristiana y mental, se resiste a la dura expresión del africano Tertuliano; pero la verdad es esa: caro Corpore et Sanguine Christi vescitur ut anima Deo saginetur! El cristiano tiene que nutrirse de Cristo. No se trata de una frase de violento relieve; se trata de una realidad vital del cristianismo. La nutrición eucarística será la señal de nuestra robustez, de nuestra salud, de nuestra vitalidad cristianas; sólo por la Eucaristía, y no por otras cosas de farándula y comparsa. La Eucaristía es la medida de nuestra densidad vital cristiana; sólo la Eucaristía.

     Cristo se nos dió, pero corriendo infinitos riesgos y peligros; si se nos da en la noche que precede a su muerte, lo hace amándonos con locura, pero a la vez previendo todas las frialdades e insensateces del pobre ser humano, por muy cristiano que sea.
     Allí mismo, en la noche del Jueves Santo, cuando El, el Cristo Redentor, iniciaba la epopeya de amor más conmovedora y grandiosa del cielo y de la tierra; cuando El, Cristo, se había arrojado a los pies de sus Apóstoles para lavarlos; uno de los suyos lo traiciona, otros no acaban de comprenderle, dentro de unas horas todos le abandonarían.
     Cristo se nos entregaba en el pan y en el vino eucarísticos, pero sabía muy bien de los sagrarios pobres y abandonados; sabía muy bien de los cristianos fríos y apáticos; sabía muy bien de los sacrilegios, de las violaciones, de las indignidades que en el decurso de los siglos habían de cometerse contra el Sacramento. Cristo sabía mucho de las comuniones-farsa, de las comuniones-compromiso, de las comuniones-rutina, de las comuniones-ceremonia, de las comuniones-comparsa, de las comuniones-egoísmo...
     Sabía perfectamente Cristo, al quedarse con nosotros como secreto vital de nuestra vida real y auténticamente cristiana, que perpetuaba mientras existiera el mundo, su estado de víctima, el estado doloroso redentor del Cenáculo y del Calvario: sabia y veia claramente que se condenaba al abandono, a la soledad, a las horas de angustia de Getsemaní, el huerto del dolor que enlaza indisolublemente la mesa del Cenáculo y la Cruz del Calvario. Sabía Cristo que se condenaba para siempre al insulto, al ultraje y a la blasfemia; y a lo que es más horroroso aún para el amor; a ser ignorado, desconocido, incomprendido.
     Y... ¡se queda! ¡como pan y vino, para que le... comamos! ¡como vida, como vigor, como energía de nuestra realidad vital de cristianos! ¡como razón de ser de nuestro cristianismo, que es ante todo y sobre todo, vida, sólo vida, vida ardiente, creadora, palpitante!
     Y... ¡se queda! No como un recuerdo lejano y desvanecido, aunque sea el recuerdo de nuestros seres más entrañablemente queridos. Cristo se queda como palpitación de nuestro corazón, como aliento de nuestra alma, como sacudida de nuestro pulso, como dinamismo pleno de nuestras ansias de vivir; y... ¡se queda! pero realmente, físicamente, presencialmente, personalmente. No es un recuerdo, no es un símbolo, no es un emisario: es El mismo.
     A veces pienso, Cristianos, si nuestro frío, protocolario, rutinario, estéril e inoperante cristianismo, obedece a la poca fe, a la falta de verdadera fe en el misterio asombroso del Jueves Santo; a veces pienso en los "cristianos herejes" que comulgan, pero comulgan como si comiesen el inútil "pan bendito" de cualquier santo; comulgan, pero comulgan un símbolo, un signo externo por rutina puramente formalística, por fuerza ritual de la tradición y de la costumbre; a veces pienso en los cristianos inconscientes y cristianamente anémicos que repugnan recibir el Sacramento del vigor y la energía vitales; a veces pienso en los cristianos ahitos de manjares gruesos y podridos que se acercan temerariamente a las delicadezas de la mesa eucarística, sin paladar espiritual para degustar a Cristo; también pienso muchas veces en los cristianos "abusones", en los que coleccionan y clasifican comuniones y más comuniones como si coleccionaran sellos, pero que no tienen capacidad espiritual para digerir sobrenaturalmente a Cristo.
     Y... ¡Cristo puede ser indigesto! No os escandalicéis. San Pablo se preocupó de esta indigestión terrible al ver que en vez de comulgar a Cristo podíamos tragarnos nuestra sentencia.
     Cristo puede ser indigesto, cuando no se le recibe con las disposiciones indispensables, cuando no se le recibe con la conciencia y discreción espirituales que el Sacramento exige. Hemos de comulgar, ha de comulgar el cristiano diiudicans Corpus Domini, y compulsando su propia conciencia: probet autem seipsum homo. Ni tragar, ni engullir, sino comulgar, el comer amoroso y creador de energía y vida; de lo contrario tragaremos y beberemos, dice San Pablo, nuestro propio juicio: iudicíum sibi manducat et bibit!
     Pero también es verdad que Cristo tenía presentes en aquellas horas solemnísimas y transcendentales para la historia del mundo, a millones de almas enamoradas; a millones de cristianos que habían de comprender el misterio de los altares; a muchos héroes y heroínas, ocultos y silenciosos, que habían de pasar sus vidas quemándose en un amor de correspondencia a los pies de un sagrario. Tenía presentes en la noche augustísima y tristísima del Jueves Santo, los ríos de blancura, de pureza, de transparencia luminosa, que iban a cruzar el mundo en todas las direcciones, y que habían de nacer en la tersura inmaculada de Cristo Eucaristía.
     Y, sobre todo, tenía presente a su Iglesia, la que estaba ya naciendo en los ardores del Cenáculo y los dolores redentores del Calvario.
     Suprimid la Eucaristía y se disolverá la glesia en el mundo, agotada y sin vida; sin la Eucaristía no podría subsistir la Iglesia, y con la Eucaristía es indestructible. La permanencia de la Eucaristía, es la garantía divina de la pervivencia de la Iglesia: ¡Yo estaré con vosotros hasta el fin!
     Nutridos en la abundancia de Cristo, Deo saginati! no nos damos cuenta de que los cristianos seríamos un rebaño de idólatras, hambrientos de pan como perros, famen patientur ut canes!, con el corazón calcinado y yermo: aruit cor meum quia oblitus sum comedere panen meum! La Iglesia por la Eucaristía es hogar y vida, es amor y es familia, es mesa y es alegría; sin la Eucaristía sería la Iglesia, en el mejor de los casos, un mausoleo sepulcral y frío, una de esas magníficas catedrales sin sagrario y sin Cristo, convertidas en museos, en almacenes o, simplemente, en ruinas.
     Cristianos; Cristo a dos pasos de la muerte instituye el Sacramento de la vida; a dos pasos del sepulcro instituye el Sacramento de la resurrección; a dos pasos de la traición odiosa instituye el Sacramento de la entrega por amor. La sombra siniestra de la Cruz se aplasta sobre la mesa de la cena; el Calvario se perfila fúnebre y sangriento; la muerte ronda exigente e implacable. Pero Cristo, con el pan misterioso y vital de la Eucaristía, reta a la misma muerte: ¡quién me come no morirá jamás!
     Es verdad; Cristo admitió el reto en Cafarnaún: ¡Nuestros padres comieron el maná en el desierto! ¡Haz tú algo parecido!
     Cristo, repito, acepta el reto: Yo no os doy el maná, sino que me doy a mí mismo como pan vivo; el que me come, come la vida, y no morirá jamás; patres vestri mortui sunt! Vuestros padres murieron, porque el maná no era pan de vida.
     ¡La vida! El Padre viviente envió al Hijo al mundo: misin me viven Pater; el Hijo vive la vida del Padre: Ego vivo propter Patrem; el que comulga vive la vida del Hijo: qui manducat me vivet propter me!... ¡Una cadena de vida inmortal! ¡Cristo hizo su carne fuente inextinguible de vida: carnem suam vivificam fecit!
     Cristianos; quien no sienta el mareo del ciclón de vida divina en torno; quien no sienta el escalofrío de lo asombrosamente misterioso en el alma, es que carece de la emoción básica del cristianismo; verá el cristianismo como fórmula, como rutina, como tradición, como costumbre; pero jamás comprenderá el cristianismo como llamarada de vida como huracán de amor.
     Cristianos; estamos en horas de sinceridad; nada más impropio en las horas en que empieza la tragedia del Calvario, que la farsa y el disimulo.
     Preguntémonos con descarnada crudeza: ¿tenemos hambre de Cristo vivo? ¿de su carne? ¿de su sangre?
     ¿Tenemos sinceridad y energías sobrenaturales para gritarle a Cristo y decirle: fame pereo?
     Reconozcamos que muchos, muchos cristianos no sienten el hambre divina de Cristo; ese pan misterioso y ese cáliz de oro no les dice absolutamente nada. Si la Iglesia somos los cristianos ¿porqué nos extrañamos del retroceso de la glesia en muchos frentes? Cristianos anémicos, desnutridos, sin energía, sin ilusiones cristianas, retroceden, buscan ídolos y diosecillos extraños, se adormecen con las drogas del mito, de las sombras, de la nada. Quizá se contentan con un cristianismo a base de organizaciones y economatos.
     Reconozcamos también, que muchos, muchos cristianos, no se nutren de Cristo; simplemente lo comen, lo degluten, lo tragan.
     No; no me fijo ahora en las comuniones indignas, porque no me agrada pensar en estos momentos en un Judas presente en la primera comunión de los Apóstoles; prefiero admitir que ya se había ido antes de coger Jesús en sus manos divinas el pan y el vino.
     Me fijo en muchos que comulgan bien, pero... equivocadamente, desviados, quizás devocioneramente, de los fines específicos de la Eucaristía.
     ¿Comulgamos por necesidad vital? ¿Comulgamos a Cristo por los imperativos y auténticas exigencias de nuestra fisiología espiritual y sobrenatural? ¿Comulgamos por las exigencias dogmáticas de la teología sacramental eucarística? ¿comulgamos por necesidad de nuestra vida de cristianos?
     O ¿comulgamos como condición para conseguir... otra cosa? La realidad eucarística y sacramentaría no puede reducirse a una simple condición, no puede medirse como un simple medio protocolario; la reduciríamos a la categoría de una vela que ponemos a una imagen, o al nivel de los "responsorios" de cualquier santo milagrero. No son éstos los momentos más oportunos para hacer la crítica de muchas cosas que se están haciendo por los cristianos y que esterilizan gravemente, en parte, nuestro cristianismo; son los momentos de pensar íntimamente en nuestra verdadera actitud ante el Sacramento de lu última Cena.
 * * *
     Momentos antes de su muerte, Cristo se encierra transustancialmente en el Pan de la vida, Pan de resurrección : ¡quien me come no morirá!
     Es la doctrina consoladora de nuestra fe: la Eucaristía sella con la inmortalidad nuestra misma carne; nuestros mismos cuerpos quedan transformados con la raíz de la inmortalidad en la esperanza de la resurrección: spem resurrectionis habentia! ¿Cómo ha de morir para siempre un cuerpo en el que se ha inoculado el germen de una vida divina e inmortal: quomodo morietur si cibus vita est? exclama San Ambrosio.
     No entendemos que la Eucaristía sea la causa física de la resurrección de los cuerpos. Jesús en cuanto Dios, es verdaderamente la causa física de la resurrección, en cuanto hombre es solamente la causa moral; pero teológicamente la Eucaristía encierra una modalidad propia y específica, un argumento especial y único, en el hecho de la resurrección. El cristiano, por serlo, tiene un título especial y nuevo para la resurrección.
     Pero no es sólo esto. La Eucaristía es fuerza, es vigor, es energía; es la fuerza de la libertad, de esta libertad nuestra tan carcomida, tan débil, tan miserable; de esta libertad nuestra tan débil por naturaleza y tan reducida y limitada por el pecado. La razón secretísima de tantos heroísmos invencibles, de tantos martirios cruentos e incruentos, de tantas colosales santidades, la encontraremos en la Eucaristía, manjar de fuertes: los mártires y las vírgenes salían decididos a morir, después de haber comulgado secretamente a Cristo en los fosos y las mazmorras del Coliseo.
     Somos débiles, cada vez más débiles, más pobres, más ridículos... ¡lo que no quita que seamos cada vez más fanfarrones! Hacemos teorías de nuestras debilidades para encubrir un poco nuestra vergüenza; pero, en realidad somos el "sonajero del demonio", hace de nosotros lo que quiere...; ¡carecemos de voluntad!
     La Eucaristía, instituida por Cristo a dos pasos del patíbulo, es la fuerza de Dios, es el Pan de la libertad; la Eucaristía es la fuerza de Cristo en cruz, es la continuación de la Pasión, es la fuente vigorosa en la que bebieron todos los héroes y heroínas que cruzarán por la tierra.
     Necesitamos la Eucaristía; quizás no necesitemos otras muchas cosas intrancendentes con las que vamos arrastrando un cristianismo enteco y ridículo que nos pone en vergüenza; pero la Eucaristía la necesitamos absolutamente, como medicina de nuestra libertad y como medicina del mundo: mundi modela!; es el alimento físico-sobrenatural, fuente de santidad, la única obra digna del ser humano.
     No consideréis la Eucaristía como una "devoción", ni la comunión como una "obligación de cofradía":
     En la noche del Jueves Santo, en la primera comunión de los Apóstoles y del universo entero, quedaba sembrada la Iglesia; la mesa de la Cena fue el primer altar cristiano; la institución del Sacramento la primera misa.

     Hoc facite in meam commemorationem! Jesús iba a dar inmediatamente el paso al paroxismo del dolor en Getsemaní; pero inmediatamente antes se abandona al paroxismo del amor en el Cenáculo. Estamos los cristianos tan acostumbrados a lo sublime, que ya no nos impresiona.
     Si aquellos doce hombres que se sentaron con Cristo a la mesa le hubiesen ellos solos comulgado, hubiese sido asombroso, inconcebible, pero... nada más. Hubiesen sido los doce privilegiados humanos que se comieron a Dios, pero todo hubiese quedado reducido a un abrumador recuerdo, a una sublime admiración, quizás a una santa y desesperanzada envidia. No hubiese pasado de ahí.
     Mas la realidad es completamente distinta; la realidad es que los doce hombres que comulgaron a Cristo, es verdad que fueron los primeros, pero no fueron los únicos. Pero para eso, puesto que Cristo en cuanto hombre se iba, era necesario un nuevo prodigio, un prodigio sublime: el prodigio no solo de transustancializarse en el pan y en el vino, sino de personalizarse en sus poderes, en las personas de sus Apóstoles.
     ¡He ahí el nuevo misterio de la noche del Jueves Santo! Cristo, al pronunciar aquellas palabras: ¡haced esto en mi memoria! ordenó a los primeros sacerdotes, consagró a los primeros obispos de la ley nueva, multiplicándose a Sí mismo por todos los rincones del mundo, por todos los momentos de la historia, no sólo como Sacramento, sino como Sacerdote. Cristo al ordenar en la noche del Jueves Santo a los primeros sacerdotes, quedaba presencialmente presente en medio de la humanidad: la presencia permanente del Hijo de Dios en sus sacerdotes, por los que enseña, por los que juzga, por los que perdona, por los que consagra.
     Cristo como Eucaristía no podía realizar estas divinas operaciones; por eso el sacerdocio es el complemento de la Eucaristía, y la Eucaristía la razón primordial del sacerdocio.
     Cristo queda en sus sacerdotes que tiene el poder asombroso de convertir el pan y el vino en Cristo, de crear a Cristo, de sembrar realmente a Cristo por el mundo. Ya en la historia, Cristo escapará de sus perseguidores a través de las manos de sus sacerdotes, manos inmortales e insuprimibles.
     El sacerdocio fué el regalo exquisito y supremo del Dios redentor en el momento de ir a morir. Y con el sacerdocio, la seguridad del triunfo de la Iglesia, la perpetuidad y la realidad del Reino de Dios en el mundo; la perennidad de Cristo entre nosotros hasta el fin de los tiempos. En la economía actual de la gracia, sin el sacerdocio no habría Eucaristía, sin sacerdocio no habría Iglesia, sin sacerdocio los méritos de la Redención quedarían valdíos e inaplicables. No confundamos en el sacerdote al hombre con sus miserias, sus limitaciones y sus pecados, con el sacerdote mismo con los desconcertantes e incomprensibles poderes que le dió Cristo. El sacerdote más perverso bautiza, y crea un cristiano; absuelve, y crea un justo; pronuncia las palabras sacramentales sobre el pan y el vino, y Cristo-Dios bajará del cielo, sin excepción posible, a encerrarse en las especies sacramentales.
     Cristo no nos dió sólo el sacerdocio, sino que El mismo se quedó para siempre en las manos y en poder de los sacerdotes. Es cierto que Cristo corre un riesgo; pero es un riesgo necesario para la vida íntima y sustancial de la Iglesia.
     Quizá la abundancia de misterios es esta noche del Jueves Santo, quizá el sentimiento profundo de ver al Hijo de Dios acercarse al patíbulo y a la muerte; hace que nos pase desapercibido el misterio profundísimo de la creación del sacerdocio. Quizá el resplandor de la primera comunión de los Apóstoles, en realidad su primera misa concelebrada con Cristo, no nos deja ver la trascendencia y profundidad de la primera ordenación sacerdotal.
     Y... no puede ser así, si queremos meditar con verdad profunda los misterios del Viernes Santo, en la cima del Calvario. Eucaristía y sacerdocio están en el centro vital de la Pasión Redentora de Cristo; sin sacerdocio y sin Eucaristía, la Pasión de Cristo y su mismo Evangelio, no hubiesen pasado de ser una bella y emotiva página de la literatura universal; serían el brillante recuerdo de una acción sublime de un hombre que se decía Dios, y que había muerto ilusionado de salvar con su muerte a los demás hombres. Una página bellísima de la literatura, pero sin fuerza mayor, y sobre todo, sin vida. Páginas parecidas van jalonando la historia humana, pero ya no tienen vigor para nosotros: la muerte de algunos filósofos, el gesto de algunos héroes... Simplemente fósiles literarios y estéticos, sólo conocidos por algunos curiosos, que ya no se conmueven por el contenido humano que tales páginas encierran, sino que admiran la forma bella en que están escritas.
     Mas con el sacerdocio, todo cambia. El Evangelio y la Pasión ya no son ni un puro recuerdo, ni una bella y patética página de la literatura y de la historia.
     Por el sacerdocio la Pasión Redentora de Cristo y su Evangelio son vida, son realidad palpitante, son la actualidad de un Dios hecho carne y hecho sangre en la realidad de una Redención permanente y continua. Gracias al Sacerdocio no es la Iglesia una realidad momificada sin movilidad, sin capacidad creadora y engendradora; por el sacerdocio la Iglesia es la maternidad perpetua y fecundísima en perpetuo trance de creación y vida. Al instituir el sacerdocio Cristo se perpetuaba a sí mismo en la tierra, perpetuaba la Eucaristía, el Calvario, la Redención, la Iglesia.
     Hoc facite in meam commemorationem! Ya no es el iris de paz deslumbrante en el cielo, concedido a Noé como señal de reconciliación de Dios con el mundo; es Dios mismo quien se cuida en la tierra como señal de amistad eterna. Mientras una Hostia inmaculada se levante temblorosa en las manos humildes del último sacerdote; mientras en el más pobre y escondido de los altares se sacrifique el Cuerpo y la Sangre de Cristo; mientras en el rincón más escondido de la iglesia más pobre, una mano sacerdotal se apoye perdonando sobre la fuente de un ser humano; Dios ama al mundo, Dios está en el mundo, el mundo sentirá en torno a sí el frescor divino de la presencia real del Cristo-Dios, que si la noche del primer Jueves Santo se despidió para irse, fué con la garantía absoluta de a la vez quedarse; mientras exista un sacerdote, la Iglesia será una realidad viviente en el mundo como Dios mismo, y tan indestructible como Dios mismo.
     Cristo, que dentro de pocos momentos va a entrar en los espasmos del asco a morir por los hombres, se compadece de ellos, ve que padecen hambres esenciales y caninas: famen patientur ut canes!, ve el ahogarse de la humanidad en un puro alarido de hambre: fame pereo!, y... ¡se compadece! misereor! Y les da pan y vino, sacerdocio e Iglesia, redención y gracia, para socorrer a esa humanidad hambrienta, que padece hambre y sed de verdad, hambre y sed de perdón, hambre y sed de justicia, hambre y sed de paz, de amor, de felicidad.
     No bastaban los sacrificios de animales, no calmaban el hambre insaciable de ese quid divinum que devora a todos los hombres; las filosofías más elevadas y los puritanismos naturalistas más exquisitos, dejaban al alma vacía y sedienta, pues no pasaban de la frialdad congeladora de la mente; la fuerza, los ejércitos, la belleza, los imperios dejaban intacto lo sustancial del hombre... Había que hallar algo que calmase esa hambre infinita, pero algo nuevo, algo inaudito, ya que todo se había ensayado en vano, ese algo infinitamente nuevo había de ser Dios mismo, endiosando a la humanidad, humanamente perdida. Y... ¡Dios se nos dió, y... para siempre! Deo saginati! repitamos audazmente con Tertuliano.
     Si por la Encarnación Cristo quedó integrado en la historia humana dándole contenido y finalidad visibles, haciéndose Dios en persona ciudadano del mundo; por la Eucaristía y el sacerdocio continúa esa integración, pero dándole al mundo y a la historia, un dinamismo divino. Por el sacerdocio y la Eucaristía Cristo queda solidarizado con el hombre. Dios se hace socio de la humanidad, y queda realmente comprometido con la historia hasta obtener la victoria final; es una tarea divina que no se suspendió con la Ascensión sino que continúa en el mundo hasta el fin de los tiempos: ¡Yo me quedo con vosotros hasta el fin de los siglos!
     Cristo es todo El redención, y al encarnarse y limitarse al tiempo y al espacio, se convertía en redención por presencia divina. Cristo en su vida y en su Eucaristía se inscribe en la historia humana, se empadrona entre los hombres, y los hombres y la historia humana quedan indefectiblemente polarizados en Cristo. En la Eucaristía y en el sacerdocio. Cristo hace permanente acto de presencia en el mundo.
     El hombre sepultado en Cristo y a la vez nutriéndose de Cristo, reproduciendo al vivo el misterio de la Redención, pone en marcha a toda la humanidad hacia la actualización total de Cristo en el mundo, que será necesariamente la realización suprema en el mundo del Cuerpo Místico, de la Iglesia total, en cuyo centro, como factor dinámico, está el Cristo vivo en la tierra, el Cristo eucarístico, el Cristo revelado Eucaristía en la noche luminosa y triste del Jueves Santo.
     No podemos reducir a Cristo en la Eucaristía a las dimensiones de un sagrario, al rito piadoso de unos cofrades, a las emotivas escenas de las primeras comuniones. Su verdadero ámbito es la historia humana, la Iglesia con sus derechos universales sobre la humanidad, que ha de girar inevitablemente en torno a Cristo, centrada en Cristo, viviendo en Cristo, nutriéndose de Cristo.
     Cristo, el Cristo que está a dos pasos de la muerte, nació en un tiempo concreto, en una cultura concreta, en una civilización concreta; pero Cristo no se agotó, no podía agotarse en esa civilización en ese tiempo y en esa cultura. Las trascendió unlversalizándose como Hijo del Hombre: ¡predicadme a todos los pueblos! Y así ha de encarnarse en cada centuria, en cada pueblo, en cada civilización, en cada cultura, por medio de sus cristianos, por medio de sus sacerdotes; pero además ha de reencarnarse El mismo, realmente, vitalmente, dinámicamente en la Eucaristía eterna.
     No puedo menos de dolerme en esta noche de sinceridades dolorosas, de que se haya reducido la inmensidad eucarística, el Sacramento-fuerza del cristianismo y la teología sacramentaria-eucarística, a cosa de devotos y devotas, a protocolos estatutarios de asociaciones a... ¡nada! cuando la Eucaristía es el Sacramento sustancial de la Iglesia en el mundo y en la historia.
     Por la Eucaristía Cristo no puede ser considerado como una figura del pasado; eso sería reducir a Cristo a la nada, a un simple recuerdo.
     No; Cristo no está en la historia como una semilla sembrada hace mucho tiempo. No. Cristo está insistentemente presente; Cristo está viviendo entre nosotros y en nuestro momento histórico; Cristo está resucitado y en su condición corporal, como verdaderamente hombre, en cuerpo y alma, en medio de nuestra sociedad y nuestro mundo, viviendo nuestro momento histórico, participando de nuestra coyuntura histórica... ¡por la Eucaristía! La Cabeza del Cuerpo Místico ha entrado ya victoriosamente en el cielo; pero arrastra vitalmente tras sí a todos los miembros que componen la realidad de la humanidad hasta el día que alcancemos la perfecta virilidad, aquella madurez que es proporcionada al desarrollo completo de Cristo en nosotros. (Eph. IV, 13).
     ¡Horas solemnes estas de la noche del Jueves Santo! ¡Horas en las que el testimonio de Cristo se desvela en abismos de profundidad insospechada, y en las que comienza la catarata sangrienta de riquezas infinitas para el hombre por la muerte del Hijo de Dios!
     ¡Horas de intimidad profunda, de meditación en los misterios insondables de la Redención, de la Eucaristía y del Sacerdocio; horas de asombro y de agradecimiento infinitos, horas conmovedoras del comienzo de la Pasión!
     Noche oscurísima como dice Juan, el apóstol querido, en la que junto a la blancura del pan eucarístico estalla el fulgor siniestro de la traición de Judas, la decisión de Pedro de defender a su Maestro, la bondad de Cristo en ocultar al traidor, y... tantas cosas y tantos misterios y tantos abismos: abismos de Dios y abismos del hombre...
     ¡Jamás agotaremos la riqueza divina de los misterios de la noche del Jueves Santo!
SERMONES DE SEMANA SANTA