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domingo, 30 de enero de 2011

La Iglesia católica es «santa». Eso no quita que haya católicos malos.

¿Qué quiere decir que la Iglesia es santa? ¿No son santas también las otras Iglesias? ¿No vemos en otras sectas y religiones almas devotas?
Santidad implica cercanía a Dios, que es el autor y fuente de toda santidad. Por eso, la Biblia llama santos a ciertos lugares que han sido especialmente bendecidos por Dios (Exod 3, 5; Mat 4, 5); llama santas a ciertas cosas que han sido especialmente consagradas al culto divino (Exod 29, 29; Hebr 9, 2), y asimismo llama santas a las personas que están íntimamente unidas con Dios por la caridad (Tob 2, 12; Rom 1, 7). La Iglesia católica es santa porque su divino Fundador, Jesucristo, es Dios, fuente infinita de toda santidad. Sólo El pudo preguntar sin miedo a sus enemigos: «¿Quién de vosotros me puede argüir de pecado?» (Juan 8, 46). Los fundadores de las demás Iglesias, llámense Lutero, Calvino, Zwinglio, Welsley, y los fundadores de otras religiones, como Buda y Mahoma, no fueron más que hombres, y, por cierto, hombres en quienes la virtud y el heroísmo brillaron por su ausencia.
La Iglesia católica es santa porque es la Esposa de Jesucristo (Efes 5, 23-32) y su cuerpo místico (I Cor 12, 27; Efes 1, 22). «Nosotros somos miembros de su cuerpo, de su carne y de sus huesos.» Los católicos son «el pueblo escogido» y un «pueblo santo», porque son sarmientos de la verdadera Vid, Jesucristo (Juan 15, 5). Aunque los que están fuera de la Iglesia, por ignorancia invencible, participan de su vida divina, si sinceramente desean pertenecer a la verdadera Iglesia; sin embargo, sus Iglesias son «sarmientos secos separados de la Vid» (Juan 15, 1-6). La Iglesia católica es santa, no porque no haya pecadores en su seno (Mat 13, 24-30; 47-48), sino porque aspira a producir santidad. «Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella para santificarla..., para que sea santa sin mancha ni arruga» (Efes 5, 25-27). Ella nos dice a todos lo que dijo Jesucristo: «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mat 5. 48). Siempre ha predicado con infalibilidad todo el Evangelio, lo mismo los mandamientos que los consejos: «Si quieres entrar en la vida eterna, guarda los mandamientos» (Mat 19, 17). «No todos son capaces de entender esto, sino aquellos a quienes se les ha concedido entenderlo... El que sea capaz de entenderlo, que lo entienda» (Mat 19, 11-12), «Si quieres ser perfecto, anda y vende todo lo que tienes, dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo; ven y sigúeme» (Mat 19, 21). La Iglesia católica pone en manos de sus hijos los sacramentos, medios para obtener la gracia, instituidos por Jesucristo. Gracias a ellos se nos aplican los méritos que Jesucristo nos ganó en la cruz con su pasión y muerte. Las virtudes, pues, de los católicos serán tanto más excelsas cuanto mayor sea su fidelidad en aceptar esta doctrina salvadora, cuanto mejor observen sus preceptos y mandamientos, cuanto más fieles sean en oír misa y en recibir con frecuencia los sacramentos. Los pecadores, los católicos malos—que, por desgracia, no faltan—son malos precisamente porque desobedecen las leyes de la Iglesia y descuidan o menosprecian los sacramentos. Nadie nos eche en cara a los católicos que también entre nosotros se encuentran hombres desalmados; la Iglesia es la primera en amonestar a sus hijos extraviados. Si éstos se obstinan en seguir por la senda del mal, la Iglesia los considera como étnicos y publícanos, que rehusan ajustar su vida con la doctrina salvadora que se les predica.
Pero afortunadamente, abundan los que se aprovechan de la doctrina de la Iglesia. Esta es santa en sus santos. En los Hechos de los apóstoles y en las epístolas de San Pablo, los «cristianos» son llamados «santos», prueba evidente de que todo cristiano debe aspirar a la santidad (Hech 11, 16; Rom 8, 27). Pero la Iglesia hoy entiende por santos algo más que cristianos. Sólo aquellos hombres y mujeres que practican las virtudes cristianas en grado heroico y son propuestos para ser canonizados y venerados por el resto de los fieles. La santidad es a la bondad ordinaria lo que el genio es al talento, o lo que la bravura y heroísmo de un capitán que se lanza a lo que parece imposible es al valor ordinario del soldado raso. Los primeros santos venerados por la Iglesia fueron los mártires de los primeros siglos, que sufrieron toda clase de tormentos por la fe. Ellos fueron los verdaderos armadores de Jesucristo, que dijo: «La mayor prueba de que uno ama a su amigo es dar la vida por él» (Juan 15, 13). Todo el que esté en estado de gracia es amigo de Dios; pero al santo se le exige ese amor en grado heroico. Este amor es sinónimo de santidad, la cual—en frase de Santo Tomás—dirige y ordena a Dios los actos de todas las virtudes. ¿Quién podrá contar los santos que han florecido en el jardín de la Iglesia desde San Esteban, el primer mártir, hasta San Juan Bosco? Pasan de sesenta los volúmenes, por demás corpulentos, que vienen publicando los bolandistas. Ahí pueden verse críticamente analizadas las vidas y martirios de tantos hijos ilustres de la Iglesia. Unos murieron por Cristo, como San Pedro, San Pablo, San Policarpo, Santa Inés y Santa Cecilia; otros ganaron, naciones enteras para Cristo, como los santos Patricio, Bonifacio, Anscario, Metodio y Francisco Javier. No han faltado fundadores ilustres de Ordenes religiosas en las que se practican por regla los preceptos evangélicos, como los santos Benito, Bernardo, Francisco, Domingo, Ignacio de Loyola, y santas no menos ilustres, como Santa Magdalena Barat y Santa Teresa de Jesús. Unos lo dejaron todo para dedicarse al cuidado de los enfermos, como San Camilo; o al de los pobres, como San Vicente de Paúl; o al rescate de prisioneros y cautivos, como San Juan de Mata; mientras que otros se han distinguido por su valiente defensa de la fe católica, como los Santos Atanasio, Agustín, Jerónimo, Ambrosio, Tomás de Aquino y Pedro Canisio. Ha habido consejeros de Papas, como Santa Catalina de Sena; guerreros valentísimos, como Santa Juana de Arco, y almas unidas íntimamente con Dios, que nos han revelado sus secretos, como Santa Teresa de Avila y San Juan de la Cruz.
La Iglesia católica es santa, porque, como su divino Fundador, obra milagros sin cuenta en confirmación de la veracidad de su doctrina, y los seguirá obrando hasta la consumación de los siglos. Se lo dejó Jesús en, testamento: «Y en los que crean en Mí se obrarán estas señales: arrojarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas desconocidas..., impondrán sus manos sobre los enfermos y los sanarán...» (Marc 16, 18). Lourdes, por ejemplo, es una confirmación de lo que decimos. Y nótese que hay allí establecido un tribunal de pruebas, integrado por médicos, que saben bien distinguir entre cura milagrosa y cura por sugestión.
Hablando de la santidad de la Iglesia, dice San Cipriano: «La Esposa de Jesucristo no puede cometer adulterio; es casta y no tiene mancha. No posee más que una casa, y guarda la santidad de un recinto. Nos educa en la ley de Dios y cría hijos para el cielo. El que se aparte de ella, sepa que se arrima a una adúltera, y que las promesas de la Iglesia ya no tendrán que ver con él. No espere ese tal que Cristo le premie; es extranjero, reprobo, enemigo. El que no tenga a la Iglesia por Madre, tampoco tendrá a Dios por Padre (De la unidad de la Iglesia, 5). No hay que negar que no faltan almas piadosas fuera de la Iglesia católica. Yo he bautizado luteranos que habían cumplido fielmente los mandamientos durante muchos años, así como episcopalianos que se confesaban y recibían la comunión en sus iglesias, creyendo de buena fe que recibían realmente esos sacramentos. La buena vida que llevaban no la recibían, ciertamente, de su cisma o herejía, sino de la gracia de Dios, «que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tim 2, 4). Hablando con ellos descubrí que habían, estado creyendo y practicando no pocas doctrinas católicas. Estaban «fuera» por ignorancia, como San Pablo antes de su conversión. Una vez convertidos, cayeron en la cuenta de que la Iglesia católica es la única que, con razón, puede gloriarse de ser santa.
Al negar Lutero el libre albedrío y la eficacia de las buenas obras, arrancó de raíz el árbol de la santidad; y al sustituir el sentimiento por la razón, sembró la semilla de la anarquía e indiferentismo en materias religiosas. La doctrina de Calvino sobre la predestinación, que hace a Dios autor del mal, destruye toda santidad. Lutero cegó los cauces por los que nos viene la santidad cuando condenó la misa como «abominación» y falsificó a su capricho la doctrina sobre los sacramentos. Hoy sus descendientes niegan a la Biblia todo carácter sobrenatural y sostienen que nuestros sacramentos son reminiscencia de los cultos paganos, y los mandamientos, leyes privadas de una tribu semítica ignorante. La descomposición en que se encuentran las Iglesias protestantes tiene origen en la rebelión de Lutero contra el Papa; y la avaricia y egoísmo que afligen al mundo financiero se deben al individualismo protestante. En vano se buscaría fuera de la Iglesia católica la santidad heroica que en ella brilla tan esplendente. Léanse si no, para confirmación de esto, las vidas de algunos de nuestros santos. Un oficial de ejército inglés que leyó varias se convirtió, y me decía después que le bauticé: «La Iglesia católica es madre de héroes. El dedo de Dios está aquí.»

Si la Iglesia católica es santa, ¿por qué hay en ella adúlteros, borrachos y políticos sin concienciad ¿No convendría insistir en que aquellos de mejor fama y posición más elevada serán mejor recibidos en la Iglesia? ¿Por qué hay tanta gente pobre e ignorante en la Iglesia católica?
Por la sencilla razón de que la Iglesia es el reino universal de Dios, que le confió la predicación del Evangelio a todos los hombres, pecadores y santos, ricos y pobres, letrados e ignorantes, sin distinción de personas. «Ya no hay judío, ni griego, esclavo o libre, hombre o mujer, porque todos sois uno en Jesus» (Gal 3, 28). La Iglesia católica no es Iglesia de solos los escogidos, como falsamente creyeron Wikley y Calvino, ni es una organización integrada por miembros ricos y nobles. Los pecadores encuentran en ella una madre que los recibe amorosamente en sus brazos siempre que den señales de arrepentimiento y enmienda; pero si se obstinan en seguir pecando, y sus pecadores son de notoriedad escandalosa, entonces la Iglesia los excomulga; ni más ni menos que lo que hace el Estado con los convictos de crímenes. A los borrachos, adúlteros y políticos sin conciencia que pertenecen a la Iglesia católica, aunque sean millonarios o desciendan de la más rancia nobleza no se les da la sagrada comunión sino después de haber confesado con dolor y arrepentimiento sus pecados. La Iglesia en esto es muy democrática, y nos mide a todos con el mismo rasero.
Nótese que Jesucristo vino a salvar a los pecadores. «Le llamarás Jesús, porque El salvará al pueblo de sus pecados», dijo el ángel Gabriel a la Santísima Virgen (Mat 1, 21). Y el mismo Jesucristo dijo de Sí: «No he venido a atraer a los justos, sino a los pecadores»; «El Hijo del Hombre vino a salvar lo que se había perdido» (Mat 9, 13; 18, 11). Sus enemigos le acusaban de conversar con pecadores y publícanos; y una de las señales por la que se le había de reconocer como Mesías era ésta: «Los pobres son evangelizados» (Mat 11, 5). En la Iglesia tiene que haber siempre justos y pecadores. Jesucristo lo previo; por eso comparó su Iglesia a un sembrado donde crecen, juntos el trigo y la cizaña; a una red de pescador, en la que caen peces de todas las clases; a vírgenes necias y prudentes, etcétera (Mat 13, 24-30; 47; 25, 1). También San Pablo nos habla de «una gran casa, en cuya vajilla se ven vasos de oro, plata, madera y barro» (2 Tim 2, 20). Y si alguno no se reputa a sí mismo por pecador, oiga a San Juan: «Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos y mentimos» (I Juan 1, 8). Hablando una vez con un pastor protestante, me dijo que estaba a punto de renunciar a su cargo por la oposición que le hicieron los feligreses ricos cuando intentó atraer a su Iglesia unas familias pobres desatendidas. La Iglesia católica nos dice siempre lo que nos dijo Jesucristo, hablando de caridad: «Lo que hiciereis con uno de mis hermanos pobres, conmigo lo hacéis» (Mat 25, 41). Los pecadores durarán en la Iglesia hasta el Juicio final, en que tendrá lugar la separación definitiva. Allí serán separados los cabritos de las ovejas (Mat 25, 32).

¿Se puede negar que muchas cabezas de la Iglesia católica—Papas, obispos y sacerdotes—han sido hombres malvados ? Y cómo tal Iglesia puede ser santa?
La Iglesia, como tal, es y será siempre santa, aunque algunos de sus hijos sean malos y perversos. Ahí están su doctrina y su Evangelio. Si algunos o muchos se apartan de esas normas de vida eterna y viven en pecado, ¿qué culpa tiene la Iglesia? ¿Quién va a llamar malo a un manzano porque debajo de él se encuentren podridas unas cuantas manzanas caídas? No son las caídas, sino las que cuelgan en las ramas, las que me dicen a mí si el árbol es bueno o malo. Los clérigos y autoridades eclesiásticas que vivan en pecado y den escándalo, tendrán que dar a Dios cuenta estrechísima, conforme a aquella sentencia del Salvador: «A quien mucho se le da, mucha cuenta se le pedirá» (Luc 12, 16). De los doscientos sesenta y dos Papas que ha habido, setenta y seis están canonizados, y sólo tres desempeñaron indignamente su oficio: Juan XII (995-964), Benedicto XI (1O24-1032) y Alejandro VI (1492-1503). Nótese que en el Colegio Apostólico hubo un apóstata entre doce. Ni ha habido dinastía en el mundo con una serie tan ilustre de reyes como la que ha regido los destinos de la Iglesia por espacio de diecinueve siglos. En cuanto a los obispos y sacerdotes, admitimos que no han faltado casos lamentables; pero de ordinario, o se arrepienten antes de morir, o apostatan cuando arrecia la persecución, o se pasan a la herejía o al cisma. Desde luego, se echa de ver la malicia refinada de que están poseídos los que son ciegos para ver las virtudes del clero católico en general, y aguzan sus ojos de lince para descubrir el menor desliz de un caso particular. El historiador Maitland, que no es católico, dice que «la Historia da testimonio de que los monjes y clérigos han sido siempre mejores que la masa del pueblo». Lo mismo tuvo que confesar el impío Voltaire.

¿No tuvo razón Harnack cuando dijo que los jesuítas, con su casuística y su probabilismo, estaban minando la moral de los Evangelios? ¿No demostró Pascal en sus Provinciales que la moral de la Iglesia católica era baja y laxa?
No, señor; el Evangelio no padece ningún detrimento con la doctrina que sostienen nuestros moralistas. La Iglesia ha enseñado siempre los diez mandamientos y las virtudes cristianas tal y como se han venido enseñando desde el principio, y jamás la conciencia católica ha quedado a merced de opiniones peregrinas o subversivas. Nótese que hay dos planos en la vida espiritual. Unos van por el camino de la perfección, y para ésos se escriben libros de ascética y mística. Otros van por los diez mandamientos, cayendo y levantándose, y para la dirección de estas almas se escriben tratados de Moral que determinan lo que es de estricta obligación. Por casuística se entienden la aplicación en un caso particular de los principios generales de la ética católica. No es invención de los jesuítas, pues ha existido siempre en la Iglesia. Los jesuítas la sistematizaron, o, por lo menos, han contribuido mucho a sistematizarla. San Pablo, por ejemplo, fue casuista. En sus epístolas resolvió no pocas cuestiones morales, como el que se cubriesen las mujeres en la iglesia, lo que se había de hacer con la carne sacrificada a los ídolos, la prohibición del divorcio, el derecho a separarse, etcétera. También los Padres de la Iglesia, los Papas, los obispos y los Concilios de la Iglesia han discutido muchas cuestiones morales. En cuanto a la controversia entre Pascal y los jesuítas, ya no hay duda de que Pascal se equivocó y llevó la peor parte. La doctrina sobre el probabilismo no puede ser más clara y convincente. Supongamos, por ejemplo, que yo dudo seriamente si existe o no una ley que me obliga a esto o aquello en un caso particular. Supongamos que me consta que, de hecho, existe tal ley; pero no acabo de ver si mi caso presente está comprendido en ella. Estudio, pienso, lo consulto, pero no salgo de la duda; tengo en mi favor razones poderosas y testimonios de personas graves que me dicen que la ley no me obliga en este caso. Entonces tengo lo que se llama opinión probable de que esa ley en este caso particular no me obliga. ¿Qué se puede objetar contra este procedimiento?
Las diecinueve Cartas de Pascal escritas a un provincial son, a no dudarlo, una pieza literaria; pero al mismo tiempo nos revelan la pobreza de conocimientos teológicos de su autor y el cúmulo de prejuicios de que estaba poseído. De los muchos miles de casos que han discutido los jesuítas en sus tratados de Moral, escoge Pascal ciento treinta y dos, entre los que hallamos repetidos cuarenta y tres. He aquí el juicio que da el polígrafo inglés Belloc sobre esos casos elegidos por Pascal: «Tres casos están alterados, diecisiete son sencillamente frivolos, siete no son más que protestas contra decisiones de sentido común, con las que todo el mundo está hoy de acuerdo; dos están puestos con tal destreza, que se les hace decir lo que no dicen en el original; once son puro juego de palabras, suprimiendo en ellos algún hecho de importancia en el curso de la disputa, con el fin de engañar al lector, y treinta y cinco tratan de asuntos católicos que no interesan a los que no lo son. Quedan, pues, catorce que merecen alguna mayor consideración. De éstos, ocho fueron condenados por Roma; de los restantes, tres han sufrido tales cambios y alteraciones, que realmente merecen ser condenados. Sólo tres casos, uno sobre simonía, otro sobre el proceder de los jueces que forman el tribunal para llenar una vacante, y el tercero sobre usura, son, ciertamente, dudosos. Así, se desvanece y pierde sus filos esta arma tan manejada por los que odian a los jesuítas. Esta conclusión—termina Belloc—es amarga e inesperada, pero exacta.»

BIBLIOGRAFÍA.
Aguilar, Historia eclesiástica general.
A. Ceciaga, La vida misional en la era de los mártires.
Bougardt, Jesucristo y la Iglesia.
Peradalta, Dimes y diretes contra Cristo y su Iglesia.
P. de Urbel, Año cristiano.

De las cosas que el San Vicente Ferrer hizo por Cataluña

Antes que saquemos a nuestro Santo de España y le llevemos a Francia, donde acabó sus días, será bien que pongamos aqui recogidas las más principales y memorables cosas que hizo por toda Cataluña. De Barcelona ya hemos dicho hartas cosas arriba, y así sólo nos queda por decir que en la plaza del Blat había una mujer endemoniada, a la cual libró el Santo de aquella tan dura servidumbre, mandando al demonio que se fuese al infierno.
En Vich (ciudad y obispado de Cataluña) habia grandísimos bandos, y como el Santo era figurado por aquel caballo del cual se escribe a los treinta y nueve capítulos de Job que daba brincos y saltos con grande osadía y que de propósito iba a encontrarse con los armados, fuese allá y en un sermón se encendió tanto reprimiendo el pecado de la ira, que los bandoleros se inflamaron en amor y caridad de hermanos, y sin más esperar, delante de todo el auditorio hicieron paz. Y dice el proceso que aunque en todas partes procuró San Vicente de apaciguar los hombres que andaban enemistados, particularmente lo hizo en Cataluña.
A la que se iba de Vich a Barcelona, llegó a un mesón que estaba en el desierto, y, según se cree, es el que hoy se llama hostal de la Grua, y traía en su compañía de dos a tres mil personas, y no hallando más de quince panes y un poco vino, mandó el Santo a los despenseros que traía que repartiesen los quince panes entre la gente como mejor pudiesen, y que pusiesen el vino en un vaso de madera, que en estas tierras se llama portadora, para que cada uno tomase a su placer cuanto le pareciese, que así lo solían hacer en los mesones los que iban en compañía del Santo. Acudió entonces nuestro Señor con su grande misericordia, y de tal manera multiplicó el pan, que toda la gente comió cuanto había menester y bebió del vino ni más ni menos. Donde también se vio otro milagro, que el vino, que era antes poco menos que vinagre, se volvió muy suave. El huésped, viendo tan grande maravilla, rogó al Santo, puestas las rodillas en el suelo, no se fuese de allí sin bendecirle su casa. Lo cual él hizo de muy buena gana. Al otro día, queriendo el mesonero ir de su venta a la ciudad a mercar pan y vino, halló el arca llena de pan y la tinaja que casi le sobresalía de muy buen vino.
Tanto, y aun mucho más de notar, fue lo que le aconteció en Villa-Longa, de la mesma Cataluña, cuando llegando allá con los grandes calores de agosto en compañía de más de mil personas, un señor muy principal del pueblo, llamado San Just, sacó colación para él y los que con él iban; y como era costumbre, también puso el vino en una portadora, que dicen en Cataluña; y la gente, así como iba caminando, tomaba vino y bebía... Después de pasados todos no faltó nada del vino en el vaso. Fue el hombre corriendo tras el Santo para contarle lo que pasaba, hasta el lugar de San Martín, donde le alcanzó. Él le respondió que diese de aquel vino a todos los que le pidiesen de él. Y un obispo atestigua con juramento que él pasó por allí diez años después y aún no se había menguado, con ser verdad que daba de él a todo género de enfermos que le pedían, porque experimentaban que con aquello sanaban de sus dolencias. Este milagro entiendo que aconteció en el año de 1415, cuando iba a la junta o congregación de Perpiñán. Y lo que algunos sospechan que fue en el de 1405, téngolo por falso, porque en aquel año estaba San Vicente en Genova, con el papa Benedicto, el cual estuvo allí desde 16 de mayo hasta el 8 de octubre, como se puede ver en el libro 10 de los Anales de Zurita, a los 79 capítulos. Aunque él no trata nada de esto de Villa-Longa, porque no es cosa tocante a sus Anales.
Semejante cosa fue la que Dios hizo por la compañía del Santo en el monasterio de Scala Dei. Predicó San Vicente en la plaza que está en la puerta del monasterio, y acabado el sermón dijo que diesen de comer a la gente que venía con él, la cual era mucha. Sacó un religioso del monasterio dos canastas o espuertas llenas de pan, y un buen vaso de vino. Y después que todos hubieron comido, recogiendo las sobras del pan se volvió tan llenas las espuertas como las sacó, y lo mismo le acaeció del vino. Esto me enviaron escrito los padres de Scala Dei, y juntamente con la vida del padre D. Fort, varón santísimo, del cual adelante haremos mención otra vez, venían las cosas que se siguen, aunque ellas no tocan a la vida del Santo, sino a su muerte. Algunos años después de la muerte de San Vicente vivía en Scala Dei el padre Fort sobredicho, el cual era valenciano y natural de Albocácer. Este padre, como se puede ver en su vida y revelaciones, era devotísimo de la Orden de Santo Domingo, y un día, volviendo de la iglesia a su celda, vio tres frailes dominicos y luego fue al religioso que tenía cargo de semejantes cosas, diciéndole que recibiese bien a aquellos padres y les diese buen recaudo. Dicho esto prosiguió su camino hacia la celda, y pasando por cerca de ellos con gran silencio (porque era esto en el claustro), ellos le estorbaron el paso, y asi hubo de ponerse por medio, inclinando la cabeza; pero uno de los tres alargó el brazo y le detuvo, diciendo: ¿A dónde vais, padre? El padre Fort respondió brevemente, por no hablar más en el claustro: A la celda. Díjole el dominico mesmo: Vos, padre, habéis procurado en este mundo que fuésemos bien recibidos; pero nosotros tendremos gran cuenta con vos el día del juicio y también os haremos todo el bien que podremos. Porque si lo queréis saber, yo soy fray Tomás de Aquino, y este que va a mi lado es fray Pedro Mártir, y este otro es fray Vicente Ferrer. Luego se le desaparecieron. Y al padre Fort le saltaron las lágrimas de los ojos, de la mucha alegría y regocijo que le causó una visita tan deleitable como esta. Y gozóse extrañamente viendo que los santos del cielo recibían a su cuenta lo que el hacía por los pobres religiosos de la Orden de los mesmos santos. En el mismo convento tienen en grande veneración un pedazo de la capa de San Vicente y una disciplina con la cual se azotaba.
En Montblanc un desdichado hombre perdió el oído y también el seso a tiempos, y con su furia mató a algunos hombres, por lo cual fue echado de la tierra y hacía vida en los desiertos como bestia. Cuando vino el tiempo en que la misericordia de Dios quiso remediarle, soñó que volvía a Montblanc y que un fraile predicador le sanaba. Con esta imaginación vino a Montblanc y halló a San Vicente predicando, y cabe él muchos enfermos, y juntándose con ellos contó al Santo su trabajo, y díjolo con tanto sentimiento y lágrimas, que al mismo Santo hizo llorar, así como lloró el Redentor viendo llorar a la Magdalena. Apartóse el bienaventurado padre de la gente y recogióse un rato con Dios y, a lo que parece, como otro Moisés se estuvo debatiendo (a nuestro modo de hablar) con la justicia de Dios. En fin, cuando alcanzó del mesmo Dios lo que quiso, volvió al hombre, y haciéndole la señal de la cruz en la frente y orejas, le metió los dedos en ellas y le dijo: No dudes, hijo, que Dios te dará perfecta salud. Mas, antes que de aquí te vayas, confiesa tus pecados al sacerdote y toma de buena voluntad la penitencia que te diere; porque te hago saber que tus pecados te trajeron a tan triste estado como has pasado, y aun la justicia de Dios no se acababa de satisfacer con eso, sino que te habia de castigar con los eternos tormentos del infierno. No quiso el hombre confesarse con otro que con el mesmo padre, y él le cargó penitencia de ocho meses, en los cuales siempre le siguió como penitente. Otrosí en el mismo pueblo le trajeron un hombre lisiado y tullido, y quince años había que no se podía menear. Rogáronle sus padres del mozo que le sanase, y volviéndose a una imagen de nuestra Señora que allí estaba hizo oración por él; y con el favor de la Reina del cielo, por cuyas manos nos hace Dios tantas mercedes, hizo una cruz sobre el enfermo, y con grande espanto de todos se levantó y luego se fue de allí por sus pies. Allí mesmo estaba enfermo en la cama Antonio Pío, hijo de un albañil, por razón de una caída grande que había dado, entendiendo en la obra de una iglesia de nuestra Señora. Y estaba tan quebrantado y en tanto trabajo, que aun no se pudo hacer llevar a donde el Santo estaba. Rogóle, pues, por otra persona que le viniese a visitar, lo cual el Santo hizo de muy buena gana, porque gustaba mucho de visitar enfermos. Cuando Antonio vio al Santo dentro de su cámara, creciéndole las esperanzas y deseo de salud, tomóse a llorar diciendo: ¡Padre, vos sanáis a muchos, apiadaos de mí! ¡Siervo de Dios, no me desamparéis a mi solo! Usad del poder que Dios os ha concedido, que vos a nadie soléis negar vuestros favores. Vista su grande fe, mandó el Santo que todos se saliesen del aposento, y puesto de rodillas oró brevemente; después santiguó al mozo, y díjole: Mañana estarás sano e irás a la iglesia. Pero por nuestra Señora, en cuyo templo y fábrica tú trabajabas cuando caíste, te guardó que no murieses, yo te aconsejo que vuelvas al mesmo trabajo, y ni tú ni tu padre toméis por razón de él cosa ninguna.
En Cervera de Cataluña, dice Flaminio que le apareció Santo Domingo una noche, lo cual (según él y Ranzano escriben) pasó de esta manera: Durmiendo San Vicente en su pobre cama, entró por la celdilla con tan grande luz que se despertó. Y aunque al principio no le conoció, pero después entendió que era su padre Santo Domingo, el cual le dijo quién era, y añadió estas palabras: Dios me envía para que digas algunas cosas con las cuales quedes consolado y tomes nuevos alientos para predicar. Y luego hizo como que quería reposar con él en las mesmas tablas o cama donde San Vicente estaba, el cual se espantó tanto de ver que un hombre glorioso ya y ciudadano del cielo se tratase con él tan llanamente, que derribándose a los pies de Santo Domingo, le dijo: ¡Oh padre mío benditísimo, y de dónde me viene a mí que vos queráis reposar conmigo!. No permitió el santo patriarca Domingo que fray Vicente le besase los pies ni se humillase tanto como quería, y para más animarle le dijo: Hijo mío fray Vicente, persevera hasta la muerte en el estado y camino que has tomado, porque verdaderamente delante del acatamiento de Dios valen mucho tus obras. Y, para más consuelo tuyo, te hago saber que eres digno de reposar en el cielo conmigo, porque me pareces extrañamente, no sólo en traer el hábito que yo traje el tiempo que era mortal, como tú lo eres ahora, mas en otras muchas cosas. Eres doctor y predicador de la doctrina evangélica enviado por Jesucristo, como yo lo fui. Eres virgen y limpio, ni más ni menos que yo. Y, finalmente, como un hijo que de todo punto es semejante a su padre, ansí me pareces en todas mis buenas costumbres y obras; sólo en una cosa te hago gran ventaja: que yo fui tronco y raiz de aquella Orden, y tú solamente eres una flor o rama de ella. Persevera, pues, hijo mío muy amado, en la vida que traes, que acabada tu peregrinación subas a vivir conmigo entre los celestiales ciudadanos para siempre. Padre, dijo San Vicente, muchas gracias os hago por esta visita para mi tan dichosa; pero ruégoos todo lo prsible, pues tratáis allá en la bienaventuranza con nuestro Dios y Señor, que me dé la perseverancia que vos me aconsejáis. Como en estas y otras dulces pláticas pasasen gran parte de la noche, despertáronse los compañeros del Santo que estaban en otra pieza junto a aquella, y acechando por los resquicios de unas tablas, vieron que hablaba con San Vicente un padre muy venerable, de cuyo rostro salía tan grande luz que todo el aposento estaba muy resplandeciente. Disimularon ellos por entonces, mas venido el día le rogaron de parte de Dios y de todos sus santos les contase lo que había pasado con el otro Santo. No pudo San Vicente, forzado por la reverencia del nombre de Dios, dejarlo de contar a sus discípulos, aunque quisiera callarlo pero rogóles que lo tuvieran secreto. Uno de los discíplos que fueron tan dichosos que merecieron hallarse presentes a esta historia, fue fray Pedro Muva, compañero muy amado del Santo. Ofrecíasele ahora ocasión de tratar la gran semejanza que hubo entre San Vicente y el padre Santo Domingo; pero cualquiera que hubiere leído lo que Flaminio dice en los tres libros que, con estilo muy elegante y pulido, escribió de nuestro padre Santo Domingo, y los ocho que del mesmo Santo escribió Teodorico, verá muy grande verdad lo que decimos.
En la ciudad de Tortosa. deseando la gente oír su sermón, se estuvo parado en el pulpito un gran rato sin decir palabra ninguna, de lo cual se levantó una como murmuración en el auditorio. Entonces dijo el Santo: Hermanos, no os maravilléis si no digo nada, porque es menester aguardar la gracia de nuestro Señor. Dicho esto vinieron algunos judíos de la ciudad y les predicó de manera que se convirtieron a la fe católica; con lo cual se entendió luego que la gracia que el Santo aguardaba era un movimiento eficaz del Espíritu Santo que trajese a los judíos allí y después les alumbrase sus entendimientos. Este milagro dicen algunos italianos que aconteció en un lugar de Cataluña que ellos llamaban Laiocha; pero la verdad es que aconteció en Tortosa, como lo dice el proceso, y así lo dice también Flaminio. Roberto dice que en Cartusa, ciudad de Cataluña, pero es yerro del impresor, que pone Cartusia por Dartusia, que quiere decir Tortosa, y mejor dijera Dertosa. Y de aquí entienda el lector que cuando nosotros escribimos que algún milagro aconteció en alguna parte, si hallare que otro autor extranjero dice que en otra, ha de pensar que de propósito nos apartamos de él, aunque para evitar prolijidad no demos siempre razón de ello.
Predicando en la mesma ciudad dijo a algunos de los que allí estaban: Hermanos, de ese cabo de rio se ha encendido gran fuego en los pajares; id a matarle por vida vuestra. Fueron muchos corriendo, unos para remediar que no pasase el fuego adelante con gran pérdida de los pobres labradores, otros quizá por ver si el Santo decia verdad. Y llegando cerca de los pajares, ni vieron fuego, ni humo, que no les causó pequeña admiración. Mas andando por allí vieron un hombre envuelto con una mujercilla deshonestamente, y dieron en la cuenta que aquel debía de ser el fuego ardiente de que San Vicente había hablado. Y no habló, cierto, sin fundamento, porque de la lujuria dice Job que es un fuego abrasador.
Cuando se partió de Tortosa y pasó la puente de Ebro para venir hacia el reino de Valencia fue tanta la gente que venía tras él que la puente, como está armada sobre unas barcas, se comenzó a hundir y daba tan grandes crujidos que realmente entendieron todos que se iban a anegar, porque ya las barcas se henchían de agua. Con el miedo dio la gente grandes voces, rogando a Dios los valiese en tan evidente peligro. Volvió el Santo la cabeza e hizo de presto la señal de la cruz hacia el puente. Con lo cual en un momento se salió el agua de las barcas, y las tablas y vigas sobre las cuales la gente andaba se reforzaron de manera que todos quedaron alabando a Dios por la merced que les había hecho.

Fray Justiniano Antist O.P.
VIDA DE SAN VICENTE FERRER
B.A.C.

DOMINICA CUARTA DESPUÉS DE LA EPIFANÍA

LAS PRUEBAS DE LA VIDA Y LA CONFIANZA EN DIOS
"Cuando hubo subido Jesús a una barca, le siguieron sus discípulos. Se produjo en el mar una agitación grande, tal que las olas cubrían la embarcación; pero El, entretanto, dormía, y, acercándose, le despertaron, diciéndole:
"—¡Señor, sálvanos, que perecemos!
"El les dijo:
"—¿Por qué teméis, hombres de poca fe?
"Entonces se levantó, increpó a los vientos y al mar, y sobrevino una gran calma. Los hombres se maravillaban y decían:
"—¿Quién es Este, que hasta los vientos y el mar le obede-cen?"(Mt., VIII, 23-28).
* * *
La barca acometida por los vientos y zarandeada por las olas, de que nos habla el Evangelio de este domingo, es figura de la vida humana. Nuestra vida se ve agitada con frecuencia por tempestades que ponen en peligro tanto el cuerpo como el alma. Estas tempestades son las penas, las enfermedades, las debilidades, las tentaciones, las pasiones. ¿Debemos desesperarnos ante tales borrascas? Hay quienes se desalientan, tiemblan o lloran en las desgracias que les sobrevienen, y hacen mal. Tenemos que considerar: 1.°, que las penas y aflicciones de la vida son generales, alcanzan a todos los mortales, sean de la condición que fueren, y no exclusivas de unos cuantos; por lo que no resulta difícil resignarse; 2.°, que nos las envía Dios para nuestro bien; 3.°, que siempre debemos confiar en el Señor.

I.- Todos tienen tribulaciones.
1. Hay algunos, sobre todo entre los jóvenes, que por no tener experiencia se figuran que su vida va a estar exenta de sufrimientos y contrariedades. Todo les sonríe, todo es bello para ellos y creen que podrán seguir así, no conociendo más que años felices, hasta el momento de morir. Pero esas ilusiones se desvanecerán pronto de por sí y se convencerán de que este mundo es un verdadero valle de lágrimas y en él no cabe dicha completa. "La vida del hombre —nos ha dicho Jobes corta y está llena de miserias." Aunque se disfrute por algún tiempo de relativa dicha, en seguida vienen los sufrimientos y desengaños, cumpliéndose en todos lo que tan bellamente cantó un poeta:
En el árbol de mi vida las ilusiones cantaron. Tiró el dolor una piedra; ¡ay de mí!, ¡todas volaron!
* El erizo de castaña.—Una tarde de jueves salieron unos chicos de paseo con su maestro. Pasaron por un castañar y cogieron del suelo algunas castañas caídas de los árboles. El maestro aprovechó la oportunidad para dar a sus alumnos una lección moral, y les dijo:
—Ya veis cómo todas las castañas están envueltas en sus correspondientes erizos y que no se pueden gustar sin sufrir antes sus pinchazos. Lo mismo ocurre en la vida, que es una sucesión de penas y alegrías; más de las primeras que de las segundas. Lo que importa —lo mismo que hacemos con las castañas— es quitar el erizo pinchoso con el menor daño posible.

2. Hay algunos que pasan por contrariedades y desventuras y se creen que sólo son ellos los desdichados. Se comparan con otros, y dicen:
—Fulano es dichoso y yo no. Mengano es rico, nada en la abundancia y yo no puedo ser más pobre. Zutano rebosa salud y yo estoy enfermo. Esos van en coche y yo a pie...
¿Son acaso más felices los que poseen mayores riquezas? ¿Hay por ventura alguien en el mundo que se considere feliz? La verdadera felicidad no es de este mundo...
* El filósofo griego Demócrito (+ 361 a. C), que se burlaba continuamente de las locuras humanas, fue a la corte del rey persa Darío, para consolarlo por la muerte de su esposa, y dijo al monarca:
—Tengo un medio para volver a la vida a la reina. —¿Cuál? —inquirió el rey.
—Buscad tres personas que no hayan sufrido ningún mal en este mundo y se consideren realmente felices, y grabad sus nombres en la tumba de vuestra esposa; en cuanto se haga esto volverá a vivir más joven y hermosa que antes.
Por más que buscaron por todas partes los emisarios del rey persa, no pudieron hallar a nadie que se tuviese por completamente dichoso, y entonces dijo Demócrito a Darío:
—¿Os habéis percatado, majestad, de que en esta vida no cabe la dicha perfecta? Consolaos, pues, en vuestra desgracia, porque todos los humanos tienen algo que sufrir.

3. Por otra parte, no siempre debemos mirar hacia adelante, sino también hacia atrás de tiempo en tiempo, y entonces veremos a muchos con padecimientos muy superiores a los nuestros. Recordemos a este propósito los siguientes versos del poeta español Calderón de la Barca:
Cuentan de un sabio que un día
tan pobre y mísero estaba,
que sólo se sustentaba
de unas hierbas que cogía.
"¿Habrá otro —entre sí decía—
más pobre y triste que yo?"
Y cuando el rostro volvió
halló la respuesta, viendo
que otro sabio iba cogiendo
las hierbas que él despreció (1) (2).

II.—Dios conoce nuestras desventuras.
1. Todo lo que sucede en el mundo es porque Dios lo quiere o lo permite. Hay un refrán que dice: "No se mueve la hoja del árbol sin la voluntad de Dios." Así, pues, todas nuestras desventuras las conoce el Señor, y si nos las envía o consiente es, sin lugar a dudas, para nuestro bien espiritual.
a) Si somos malos, Dios, que es infinitamente misericordioso, nos castiga para que salgamos del camino del mal y entremos por el del bien, a fin de podernos salvar. Esto hizo con los israelitas, con David y Manases.
b) Si somos buenos, Dios, que es infinitamente sabio, puede enviarnos sufrimientos para darnos ocasión de expiar nuestras imperfecciones y ejercitar nuestra fe y paciencia. Haciendo actos virtuosos aumentamos el capital de nuestros merecimientos.

2. El filósofo hispano-romano Séneca decía : "No hay en el mundo hombre más desdichado que aquel a quien no sucede nada adverso, pues éste desagradará, ciertamente, a los dioses." Esto decía Séneca a pesar de no conocer al verdadero Dios ni saber que tras esta vida vendrá otra de premio eterno para la virtud.
Cuando os sintáis tristes y afligidos porque Dios os manda tribulaciones, pensad que éstas pueden servir para vuestro bien. ¿No habéis visto lo que hace el viñador con las vides? Las poda sin contemplaciones con el fin de que echen más uva. Cosa análoga hace Dios con nosotros: nos castiga y atribula para que demos buenos frutos, sin los cuales no entraríamos en el reino de los cielos, siendo, por tanto, en resumen, una muestra de su bondad (3).

III.—Debemos confiar en Dios.
1. A los discípulos del Señor que estaban con El en la barca cuando se produjo la tempestad, les faltó confianza. ¡Qué pusilánimes! ¡Estando con Jesús temían a los elementos, de los que es dueño y señor! ¡Se hallaban en contacto con el Creador de la vida y les amedrentaba la muerte! Por eso les dijo el Salvador : "¿Por qué teméis, hombres de poca fe?" Y al punto mandó a los vientos y al mar que se calmaran.
También a nosotros nos manda el Señor que confiemos en El cuando nos vemos probados por las tempestades de la vida, que son las desventuras, las enfermedades, las tentaciones, las pasiones...

2. Dios es sapientísimo, conoce todas nuestras necesidades y sabe qué es lo que más nos conviene en todo momento.
* El ciego extraviado.—El historiador italiano Cesare Cantú refiere esta parábola :
"Un hombre compasivo guiaba a su casa a un ciego que se había extraviado, por un camino que bordeaba grandes precipicios, llevándole por el centro del camino, por donde había muchas piedras y baches para mayor seguridad. Pero el ciego se quejaba porque hubiese querido ir por la orilla, libre de tanto tropiezo. El infeliz no podía comprender que su bienhechor le llevaba por el centro para impedir que se despeñara y muriera..."
El compasivo guía es figura de Dios, y el ciego es nuestra representación. Los baches y piedras del camino son como los males de este mundo, y la casa adonde el acompañante dirigía al ciego significa la felicidad eterna, a la que el Señor quiere llevarnos. En las desventuras debemos bendecir a Dios, que conoce y desea lo que más nos conviene, y confiar en su bondad y providencia (4).

3. Dios es omnipotente; por tanto, puede ayudarnos en todas nuestras necesidades (5) (6). Es la misma misericordia y no puede por menos que amarnos y querer nuestro bien.
* Las lamentaciones de una viuda.—Una pobre viuda, que se hallaba enferma, sufría mucho pensando en la suerte que iban a correr sus hijitos, todavía de corta edad, al quedarse huérfanos del todo. Un buen hombre le dijo: "Mire usted, yo vi un día un nido de pajaritos recién salidos del cascarón, y, al lado, la madre muerta. ¡Animalitos—me dije—, pronto morirán de hambre y de frío! Pero al día siguiente volví a pasar por el mismo sitio y vi que un pájaro hembra volaba por los alrededores, les llevaba comida en su pico y luego se posaba sobre ellos para darles su calor. Si Dios ha puesto en los animales esos caritativos instintos, ¿va a permitir que sus hijitos se queden completamente abandonados?"
La viuda comprendió el alcance de tales palabras, confió en Dios y se consoló (7).

Conclusión.-—En nuestras desgracias, en los peligros y tentaciones, debemos confiar en Dios, abrirle nuestro corazón y decirle: "¡Ayudadme, Señor!" A quien confía en El, le dice: "Porque ha esperado en Mí lo libraré y protegeré" (Ps. XC, 14). "Elevará la voz hasta Mí y yo le escucharé; estoy con él en la tribulación: le libraré de ella y lo glorificaré" (Ib., 15).
* Un buen ejemplo de confianza en Dios.—Cierto párroco asistía a un feligrés suyo moribundo y le preguntó si sentía mucho morir. El enfermo contestó al sacerdote:
—¿Por qué lo voy a sentir, padre? ¿Es acaso pecado la muerte? Ya sabía yo que era mortal. Como pensaba que tenía que morir, he procurado hacer todo el hien posible mientras era tiempo oportuno para ello, y siempre he tenido buen cuidado de sufrir resignadamente las adversidades, confiando en el Señor. Ahora siento algo de temor de comparecer en su presencia; pero como sé que el Señor es muy bueno, tengo también confianza de que me ha de recibir con afecto de padre."
Queridos míos: si el Señor os favorece en todo, no por ello os ensoberbezcáis; y si os prueba con adversidades, soportadlas con paciencia y buen ánimo, pensando que vienen de Dios y son para vuestro bien. Si así lo hacéis sentiréis mucha alegría en el momento de la muerte, por la seguridad de tener en la otra vida un premio eterno.

EJEMPLOS
(1) Ilusiones. — Iban los chicos de una escuela de paseo con su maestro, hablando animadamente de lo que cada cual pensaba o desearía ser en la vida.
Yo —decía uno— quisiera ser general y mandar un ejército entero.
Pues yo —añadía otro— quiero ser dueño de una gran fábrica, ganar muchos cuartos y tener un automóvil para mí solo.
—A mí me gustaría ser como don Juan —aseguraba un tercero—: tener muchas fincas y no hacer nada más que pasearme fumando buenos puros...
El maestro los oía y al final les dijo:
—¿Creéis que seríais felices si consiguieseis lo que deseáis? Mirad aquella montaña azulada que se ve al fondo. Cuando yo era como vosotros creía que desde su cima me sería posible tocar el cielo con mis manos. Cierto día subí allá con mi padre y me encontré tan lejos del cielo como desde el llano, y más allá vi otras montañas más altas que la que divisamos desde aquí. Así ocurriría si satisficiereis vuestros deseos: os encontraríais tan lejos de la felicidad como antes; y es que la felicidad no se halla en las cosas de este mundo, puesto que al corazón humano sólo puede satisfacerle por completo Dios. En el cielo es donde podremos sentirnos del todo felices; pero antes, no.
(2) En qué consiste la verdadera felicidad.— Dícese que cierto día preguntaron a Alfonso V el Magnánimo, rey de Aragón y de Napóles, a quién consideraba más dichoso: si a un gran rey, a un gran sabio o a un gran guerrero. El monarca respondió:
—Muchas son las veces que he pensado dónde y en qué podría hallar la felicidad, porque también la deseo yo mismo, y he llegado a la conclusión de que sólo es feliz en este mundo quien se deja llevar por la providencia de Dios, confía en El y a El se abandona.
(3) El abecedario de un sanio varón.—Cuéntase que un santo varón nombraba todas las letras del abecedario cuando rezaba. Rara era, ciertamente, tal manera de orar; pero, según él mismo dijo, con las letras del abecedario se pueden formar todas las palabras que se quieran, y al nombrarlas pedía al Señor que formase a su voluntad las palabras pobreza, riqueza, infamia, gloria, salud, enfermedades, vida y muerte, y que le enviara lo que más le pluguiese, estando dispuesto a aceptarlo con la mejor buena voluntad.
¡Qué dicha llegar a tan admirable resignación!
(4) Una confidencia de San Wenceslao. — Derrotado San Wenceslao (+ 936), rey de Bohemia, en una batalla, cayó prisionero de sus enemigos, y en tal situación tuvo que sufrir toda clase de vejámenes y penalidades. Habiéndosele preguntado cómo se encontraba, respondió:
—Nunca he estado mejor que ahora. Antes, cuando disfrutaba de tantas comodidades y bienes de la tierra, me sentía poco estimulado a recurrir a Dios. En cambio, ahora, que soy prisionero y me veo despojado de todo, recurro instintivamente mucho más al Señor, confío en El y me abandono por entero a su beneplácito, en la seguridad de que ha de proveer a todas mis necesidades.
(5) La confianza en Dios todo lo puede.El paso del Mar Rojo — El pueblo hebreo, guiado por Moisés, salió de Egipto con todos sus carros, útiles y demás impedimenta, cuando así se lo consintieron, aunque de mala gana, el Faraón y sus ministros. Pero, arrepentido el monarca egipcio, cambió de parecer y salió al frente de un poderoso ejército en persecución de los fugitivos para reducirlos nuevamente a la esclavitud.
Los egipcios alcanzaron a los israelitas a orillas del Mar Rojo, cundiendo entonces el pánico entre estos últimos, que no sabían cómo podrían librarse de sus perseguidores. Todos gritaban desesperadamente, imprecando a Moisés a voz en grito por haberlos sacado de Egipto para llevarlos a una muerte segura. Pero Moisés, que confiaba en el Señor, les decía: "¡Callad, rezad y confiad en el Señor!" Efectivamente, el gran caudillo israelita extendió la mano sobre el mar, por mandato de Dios, y las aguas se dividieron, formando como dos murallas a los lados de un amplio camino seco y duro que se formó sobre el lecho del mar. Por él pasó el pueblo escogido de Dios, cómodamente, a la otra orilla del Mar Rojo. El Faraón y todo su ejército también entraron en dicho camino; pero al llegar el último hebreo o israelita a la parte opuesta, volviéronse a juntar las aguas, pereciendo ahogados el Faraón y todos sus guerreros (Cfr. Exod., XIV-XV).
"¡Confiad en Dios!", había dicho Moisés a los suyos; y, habiéndole obedecido el pueblo elegido, experimentó cómo ayuda Dios a los que confían en El.
(6) David y Goliat.—En una de las guerras sostenidas por los hebreos con los filisteos había en el campo de éstos un gigante llamado Goliat, bien armado, que desafiaba al hebreo que quisiera batirse con él. Todos temían enfrentarse con el gigante. David, que era un joven y sencillo pastor, se presentó al rey Saúl y le dijo:
"Cuando tu siervo apacentaba las ovejas de su padre y venía un león o un oso y se llevaba una oveja del rebaño, yo le perseguía, le golpeaba y le arrancaba de la boca la oveja; y si se volvía contra mí, le agarraba por la mandíbula, le hería y le mataba. Tu siervo ha matado leones y osos; y ese filisteo, ese incircunciso, será como uno de ellos, pues ha insultado al ejército de Dios vivo." Y añadió: "Yavé, que me libró del león y del oso, me librará también de la mano de ese fiilisteo." Saúl, entonces, le dijo: "Ve y que Yavé sea contigo."
David tomó una honda y piedras y se acercó a Goliat. El gigante lo miró con desprecio; pero David le dijo: "Yo confío en Yavé, Dios de los ejércitos de Israel, a quien tú has insultado." Puso luego una piedra en su honda de pastor, la disparó y dio al gigantón en la frente. Goliat vaciló y cayó al suelo. David corrió entonces para caer sobre su enemigo, le quitó la espada y con ella le corló la cabeza (Cfr. 1, Samuel, XVII).
Dios protegió a David porque habia confiado en El.
(7) La vaca perdida y Fenelón.—Pasando el célebre literato y arzobispo francés Fenelón (+ 1715) por una aldea, se encontró con un campesino que se lamentaba amargamente, y le preguntó:
—¿Qué le pasa, buen hombre, que tan compungido está?
¡Ah, monseñor! —respondió el cuitado—. Tenía una vaca que era todo mi patrimonio, que pacía por estos lugares, y me ha desaparecido. ¡Pobre de mí! ¡Qué desesperación! ¡ Estoy en la ruina!
— ¡Calma, calma! —replicó el prelado—. Un hombre no debe desesperarse nunca, puesto que con ello nada consigue. Confíe en Dios, que es infinitamente bueno, y vamos en busca del animal.
Así habló el ilustre Fenelón, y él mismo participó personalmente en la búsqueda de la vaca perdida. Tras no mucho tiempo, el amable arzobispo llegó a casa del labriego llevando del ronzal la res extraviada.

G. Montarino
MANNA PARVULORUM

viernes, 28 de enero de 2011

LA EDUCACIÓN DEL NIÑO

Discurso de Pío XII a la Acción Católica,
4 de septiembre de 1949.

Nuestro espíritu ve las filas innumerables de adolescentes, que como capullos se abren a las primeras luces del alba. Prodigioso y encantador, es este pulular de juventud, de una generación que parece sin embargo condenada a extinguirse; juventud nueva y temblorosa en su frescura y en su vigor, con los ojos fijos en el porvenir, con el impulso hacia unas metas más altas, resuelta a mejorar el pasado y a asegurar conquistas más sólidas y de mayor precio, en el camino del hombre sobre la tierra. De esta irrefrenable y perenne corriente hacia la perfección humana, avivada y guiada por la Providencia Divina, los educadores son los modeladores y los responsables más directos, asociados a la misma Prividencia, para realizar sus designios. De ellos depende en gran parte si la corriente de la civilización avanza o retrocede, si su ímpetu se refuerza o languidece de inercia, si se dirige directamente hacia la desembocadura, o si al contrario se detiene al menos momentáneamente en rodeos o peor, en meandros palúdicos y malsanos.
Nosotros mismos, Vicario por Divina disposición y por consiguiente, investido con los mismos oficios de Aquel que sobre la tierra gustó de ser llamado "Maestro", Nosotros mismos, Nos incluímos en el número de aquellos que representan con diferente medida la mano de la Providencia para conducir al hombre a su término.
¿No es tal vez esta Nuestra Sede una cátedra? ¿Nuestro oficio principal no es el magisterio? El Divino Maestro y fundador de la Iglesia ¿no dio a Pedro y a sus Apóstoles el principio fundamental: enseñad, haced discípulos?
Nosotros Nos sentimos y somos educadores de almas; escuela sublime es en lugar no secundario, la Iglesia, así como gran parte del oficio sacerdotal que consiste en enseñar y en educar. No podía ser de otra manera en el nuevo orden instituido por Cristo, fundado sobre las relaciones de la paternidad de Dios, del cual deriva toda otra paternidad en el cielo y en la tierra y de la cual, en Cristo y por Cristo, emana Nuestra paternidad hacia todas las almas. Ahora bien, quien es padre, es por eso mismo educador, como lo explica luminosamente el Doctor Angélico, tal derecho pedagógico primordial, no se apoya sobre otro título sino, sobre el de la paternidad.
La responsabilidad de la que participamos juntos, es inmensa, aunque en diverso grado, pero en campos no alejados: la responsabilidad de las almas, de la civilización, del mejoramiento y de la felicidad del hombre, sobre la tierra y en los cielos.
Si en este momento, hemos llevado el discurso a un terreno más extenso como es el de la educación, lo hemos hecho con el pensamiento de superar, al menos en teoría, la doctrina errónea que separaba la formación del intelecto, de la formación del corazón. Debemos deplorar que en los últimos años se han sobrepasado las normas y los límites de la justa interpretación, de la norma que identifica al didáctico y al educador, a la escuela y a la vida. A la escuela se le reconoce el poderoso valor formativo de las conciencias; en algunos Estados, regímenes y movimientos políticos, han escogido uno de los medios más eficaces para ganar a su causa una multitud de adeptos de los cuales tienen necesidad para triunfar en determinados aspectos de la vida. Con una táctica tan astuta como desleal y con fines contrarios a los fines naturales de la educación, algunos de estos movimientos de los siglos pasado y presente, han pretendido substraer a la escuela de la égida de las instituciones que tenían sobre el Estado, un derecho primordial —la familia y la Iglesia— y han pretendido o pretenden posesionarse exclusivamente de ella, imponiendo un monopolio que ofende gravemente una de las libertades fundamentales humanas.
Pero esta Sede de Pedro, vigilante del bien de las almas y del verdadero progreso, así como no abdicó nunca en el pasado de este derecho por otra parte admirablemente y en todo tiempo ejercitado por medio de sus instituciones, que en alguna época fueron las únicas en dedicarse a la educación, tampoco abdicará en el futuro, ni por esperanzas de ventajas terrenales, ni por temor a persecuciones. La Sede de San Pedro, no consentirá jamás que sean destituidas del ejército efectivo de su derecho nato, ni la Iglesia que lo tiene por mandato Divino, ni la familia que lo reinvindica por ley natural.
Los fieles de todo el mundo son testigos de la firmeza de esta Sede Apostólica, que propugna la libertad de la escuela en la variedad de países, circuntancias y hombres. Para la escuela al mismo tiempo que para el culto y para la santidad del matrimonio, ella no ha dudado nunca en afrontar cualquier dificultad y peligro, con la tranquila conciencia de quien sirve a una causa justa, santa, querida por Dios, y con la certeza de hacer un servicio inestimable a la misma sociedad civil.
En los países, en los cuales la libertad de enseñanza, está garantizada por leyes justas, corresponde a los maestros saberse valer efectivamente, exigiendo la aplicación concreta.
Si es una buena regla atesorar los sistemas y los métodos adquiridos por la experiencia, es necesario sin embargo examinarlos con cuidado antes de aceptarlos, sobre todo las teorías y los usos de las escuelas pedagógicas modernas.
No siempre los éxitos, tal vez conseguidos en países que por índole de población y grado de instrucción son diferentes al vuestro, dan suficiente garantía de que las doctrinas se puedan aplicar con carácter general.
La escuela no puede compararse con un laboratorio químico, en el cual el riesgo de echar a perder substancias más o menos costosas, está compensado con la probabilidad de un descubrimiento; en la escuela para cada alma está en juego la salvación o la ruina. Por tanto, las innovaciones que se juzguen oportunas, referentes a la selección de medios y direcciones pedagógicas secundarias, debe quedar supeditada al fin y a los medios substanciales, los cuales siempre serán los mismos, como siempre es idéntico al fin último de la educación, su sujeto, su autor principal e inspirador, que es Dios Nuestro Señor.
Los educadores tienen su inspiración de la paternidad, cuyo término es generar seres semejantes a sí y con estos preceptos formará a sus alumnos también, con el ejemplo de su vida. En el caso contrario, su obra será como dice San Agustín, "vendedora de palabras" en lugar de modeladora de almas. Las mismas enseñanzas morales, rozarán solamente los espíritus si no van acompañadas de actos. La exposición de la disciplina meramente escolástica, no será completamente asimilada por los jóvenes, si no brota de los labios del Maestro como una viva expresión personal: ni el latín, ni el griego, ni la historia, ni la filosofía, serán escuchados por los alumnos con verdadero provecho, cuando son presentados sin entusiasmo, como cosas extrañas a la vida y al interés de quien lo enseña.
Educadores de hoy, que del pasado traéis normas seguras, ¿qué ideal de hombre debéis preparar para el futuro? Lo encontraréis fundamentalmente delineado en el perfecto cristiano. Al decir perfecto cristiano, aludimos al cristiano de hoy, hombre de su tiempo, conocedor de todos los progresos soportados por la ciencia y por la técnica, ciudadano que no es extraño a la vida que se desarrolla actualmente, sobre esta su tierra. El mundo no podrá arrepentirse cuando un número siempre mayor de tales cristianos, se introduzca en todos los órdenes de la vida pública y privada.
Corresponde en gran parte a los Maestros preparar esta benéfica misión, dirigiendo los espíritus de sus discípulos hacia el descubrimiento de las energías inagotables del cristianismo en la obra del mejoramiento y de la renovación de los pueblos.
Nuestros tiempos requieren que las mentes de los alumnos, se vuelvan hacia un sentido de justicia más efectiva, sacudiendo la tendencia innata de considerarse una casta privilegiada, y el temor de la vida de trabajo.
Se deben sentir y ser trabajadores hoy mismo, en el cumplimiento constante de sus deberes escolares, como deberán sentirse mañana en los puestos directivos de la sociedad. Es muy cierto que en los pueblos atormentados por el flagelo de los sin-trabajo, las dificultades surgen no tanto por falta de buena voluntad, sino por falta de trabajo; es por consiguiente indispensable, que los maestros inculquen a sus discípulos la laboriosidad, y que se acostumbren, al severo trabajo del intelecto y de labor manual, para soportar la dureza y la necesidad, a fin de gozar de los derechos de la vida asociada, con el mismo título que los trabajadores obreros. Es tiempo de ampliar sus miras sobre un mundo menos lleno de partidos recíprocamente envidiosos, de nacionalismos exagerados, y de ansias de hegemonía, por las cuales han sufrido tanto las generaciones presentes. Que se abra la nueva juventud a la respiración de la catolicidad y sienta la atracción de aquella caridad universal, que abarca todos los pueblos en un único Señor. La conciencia de la propia personalidad y por consiguiente el mayor tesoro de la libertad; la crítica sana, pero al mismo tiempo el sentido de la humildad cristiana, de la sujeción justa a las leyes y al deber de solidaridad; religiosos, honestos, cultos, abiertos y laboriosos: así quisiéramos que salieran de las escuelas los jóvenes.

MARTIRIO DE SANTA FELICIDAD Y DE SUS SIETE HIJOS, BAJO MARCO AURELIO Y LUCIO VERO

"Una infancia piadosa y estudiosa, en la que ya, como lo atestigua una palabra de Adriano, que le llamó Verissimus en lugar de Verus, se revela el rasgo específico de su carácter: la entera sinceridad; una juventud casta, tempranamente asociada a las responsabilidades del gobierno, sin que ni los cuidados ni los cargos atentasen en modo alguno a la espontaneidad y a la intensidad de la vida interior; la edad madura y la vejez, votada sin reserva al servicio del Estado y a los intereses de la Humanidad, en un tiempo en que las dificultades fueron rudas y hasta conoció graves peligros; dejar, en fin, tras sí un librillo, llegado hasta nosotros, de sólo algunas hojas, pero tan llenas, donde sobrevive y se transparenta un alma tan elevada como pura; tal fue el destino de Marco Aurelio. Destino privilegiado, al que parecen haber concurrido por igual—como para justificar los dogmas de la escuela a la que tan firmemente se adhirió el emperador filósofo—, la razón soberana que distribuye su lote a cada uno y la voluntad iluminada del hombre a quien ese lote cayera".
Del mismo Puech es esta nota sobre los nombres de M. Aurelio: "Marco Aurelio era hijo de Annio Vero; primero llevó el nombre de su abuelo materno, Cotilio Severo; luego, después de la muerte de su padre, finado hacia el 130, cuando ejercía la pretura, el de M. Annio Vero; después de su adopción por Antonino, el 25 de febrero de 138, el de M. Elio Aurelio Vero ; después de la muerte de Antonino, tomó el de M. Aurelio Antonino y transmitió el de Vero a L. Elio Aurelio Cómodo, que se llamó desde entonces L. Aurelio Vero. El nombre de Aurelio viene de T. Aurelio Fulvo, abuelo del emperador Antonino."
Un emperador que merece de una pluma moderna este luminoso retrato, y que fue, sin duda, una de las mas puras y luminosas figuras de la antigüedad poniente, no tuvo la más leve comprensión del cristianismo, y manchó o consintió que se manchara su largo reinado de copiosa sangre cristiana. Una sola vez, en sus meditaciones solitarias, le rondan los cristianos su mente estoica: mas cuando el filósofo coronado se para a reflexionar sobre el más sorprendente espectáculo que contempló el mundo antiguo: la serenidad de los cristianos ante la muerte, no ve en el martirio sino un prurito de oposición, espíritu de obstinación y actitud teatral. (A. Puech, Marc-Auréle, Pontee»... Proface (Pnrís. 1&25).
Marco Aurelio sucedió a Antonino Pío el año 161, por quien había sido adoptado el 25 de febrero de 138, a cuyo gobierno estuvo desde entonces asociado. Apenas subido al trono imperial, estalla la guerra de Oriente, con la invasión de Armenia por los partos, y la Germania da los primeros signos de amenazadora agitación. El Imperio parece cuartearse por todas sus fronteras, desde la Britannia al Oriente y del África al Danubio. El Tíber, por añadidura, se sale de madre y se entra devastador por la urbe. Tras la inundación, viene el hambre, y, tras el hambre, la peste devasta (el 166) todo lo ancho y largo del Imperio. Los espíritus, mucho antes, estaban infestados también de peste. El siglo II es, a par, el siglo de las luces y de la superstición, el que produce un charlatán de la estofa de Alejandro de Abonutico, y a Luciano, satírico implacable que lo flagela. Sus más elevadas clases sociales, teñidas superficialmente de filosofía, estaban íntimamente, impregnadas de superstición. Rutiliano—P. Mummius Sisenna Rutilianus—, de la más alta ascendencia aristocrática romana, no vacila en casarse, a sus sesenta años, con la hija del profeta, habida, según este, no menos que de la Luna, una noche que se prendó, como de otro Endimión, de su dormida hermosura. El mismo Marco Aurelio, cuando la invasión de cuados y marcomanos, no se desdeñó de recibir el oráculo que le mandaba Alejandro desde un rincón de la Paflagonia, ordenándole sacrificar al Danubio dos leones que, por cierto, buenos nadadores, no quisieron ahogarse en honor del barbado dios fluvial y se pasaron a la orilla enemiga. Recibidos allí a palos por los intrépidos germanos, al día siguiente era derrotado el ejército romano.
Ahora bien, denso el aire de superstición y peste, nada más fácil que fraguarse la tormenta contra los cristianos. Parece, pues, que en los dos primeros años del Imperio de Marco Aurelio ha de ponerse el martirio de una noble matrona romana con sus siete hijos, cuyas actas más correctas hubo de leer San Gregorio Magno en el siglo VI. ¿Son las que nosotros poseemos? Las actas se encuadran perfectamente en el ambiente de la época. Marco Aurelio, con todo su estoicismo, era tan supersticioso como cualquier Rutiliano de su tiempo. Cuando, unos años mas adelante (el 166), los bárbaros irrumpen por la Retia, el Nórico, la Panonia y la Dacia, como un Danubio sin riberas, y la peste devasta a Roma, el emperador no halla otro remedio a tanta calamidad—y su siglo tampoco le hubiera ofrecido otro — que multiplicar las ceremonias religiosas para aplacar la ira de los dioses:
"Tal fué el terror que infundió la guerra marcománica, que Antonino mandó traer sacerdotes de todas partes, hizo celebrar ritos extranjeros, purificó a Roma con todo género de lustraciones, y hasta atrasó la marcha al campo de batalla para celebrar, conforme al rito romano, los lectisternios por espacio de siete días".
Nada tiene, pues, de sorprendente que, al comienzo de su Imperio, en circunstancias semejantes, le sugiriesen los pontífices de Roma que no había modo de aplacar a los dioses hasta que Felicidad, mujer ilustre, no les ofreciera, junto con sus hijos, sacrificios. El emperador da orden a Publio, prefecto de la urbe, que entienda en el asunto de la madre cristiana y de sus hijos. Y, efectivamente, el 162, bajo Marco Aurelio y Lucio Vero, desempeñó la prefectura urbana Publio Salvio Juliano, sucesor de Q. Lolió Urbico, que nos hizo conocer San Justino en su Apología. Publio Salvio Juliano fue el lamoso redactor del Edictum perpetuum, colección de los edictos del pretor urbano, gran acontecimiento, bajo Adriano, en la historia del Derecho romano. Las actas hablan, ora del emperador Antonino (temporibus Antonini imperatoris), ora de "nuestros señores" (ut dominorum nostrorum iussa contemnant), ya de nuestro señor el emperador Antonino (Dominus noster imperator Antoninus). A uno de los hijos de Felicidad se le ofrece, si sacrifica a los dioses, hacerle "amigo de los Augustos" (amicus Augustorum). En todo esto, no sólo hay signos de autenticidad, sino también un buen indicio cronológico, pues consta que en 162 sólo Marco Aurelio estaba en Roma, mientras Lucio Vero combatía contra los partos. El prefecto, pues, podía hablar unas veces, en plural, de nuestros señores o de los Augustos, pues Marco Aurelio se había asociado a Vero en absoluto pie de igualdad, o, en singular, del emperador Antonino, único presente en Roma. El título de amicus Augusti era también real y muy codiciado, pues los amigos del Augusto formaban como el consejo y séquito íntimo del emperador.
Notemos también la expresión quae sunt regí nostro Antonino gratissima, que apenas concebimos fuera originariamente dicha por un romano, y tenía, en cambio, sentido perfectamente claro para un griego. Los griegos pasaron con la mayor naturalidad del régimen de las monarquías helenísticas al del Imperio romano, y todo se redujo a un cambio de amo. El Imperator romano era la continuación del helenístico. Esto ha hecho pensar en un original griego de estas actas, del que las actuales serían una refundición. En absoluto, el proceso mismo pudo haberse celebrado en griego, pues en este momento no es sólo bilingüe, como en sus comienzos, el Imperio, sino que el griego es la lengua predominante y al uso, y apenas si existe literatura latina. Marco Aurelio escribe en griego sus Meditaciones o Pensamientos. La victoria de la Grecia vencida no podía ser más completa. La Iglesia, desde luego, con Roma a la cabeza, era también totalmente griega. A los emperadores, además, se les da tratamiento de Dominus, lo que pudiera tomarse por otro indicio de origen griego. El latín fue más reservado en este uso, si bien es anterior a Marco Aurelio. La expresión tenía sentido religioso, con una tradición más honda en el mundo helenístico que en Roma, pues para los subditos de los Ptolomeos y demás soberanos sucesores de Alejandro, el rey era ya de por vida un ser divino. En definitiva, el culto imperial es de origen oriental, y Augusto mismo opuso alguna reserva al primer fervor de sus subditos orientales.
La marcha toda del relato nos confirma esta impresión de autenticidad, como la ha sentido un historiador moderno nada sospechoso:
"La actitud y el lenguaje del juez, que se vale alternativamente de ruegos o amenazas para seducir o intimidar a los mártires; que conjura a la madre a tener lástima, si no de sí misma, por lo menos de sus hijos, a quienes espera la gracia imperial si se dejan doblegar; que se irrita de la resistencia que encuentra y la atribuye a secreto acuerdo; sus paternales, acariciadoras palabras, que giran luego hacia la ironía y la amenaza, todo eso es la verdad misma, la verdad eterna y la verdad de la situación. Son rasgos que están en la naturaleza de las cosas, y que se hallan en tan grande número de actas, que sería excesivo poner en duda su carácter plenamente histórico. Por otra parte, el porte de los interrogados: esta santa mujer, cuya alma está en cierto modo llena de Dios, a quien invoca y en quien tiene su esperanza, su refugio y su fuerza; los alientos que infunde a sus hijos al pie mismo del tribunal y a la faz del juez impotente y coronado; estas palabras conmovedoras y firmes: "Hijos míos, levantad los ojos al cielo y mirad a lo alto: allí os está esperando Cristo con el coro de los santos; combatid por vuestras almas, permaneced fieles al amor de Cristo"; estas palabras de tanta altura moral y estética, las breves respuestas de los hijos invencibles que se enardecen mutuamente en la confesión de su fe y de sus esperanzas; todo esto es a la vez grande, verdadero, puro, auténtico, recogido, puede muy bien decirse, de labios mismos de los mártires".
Publio remitió las actas del interrogatorio al propio Emperador, que dictó sentencia a vista de ellas. La ejecución tiene lugar en diversos punto de Roma, sin duda para hacer sentir a la plebe supersticiosa cómo se aplacaba en diversos parajes la cólera de los dioses. Rápidamente, y conforme los iban ejecutando, manos piadosas de cristianos recogían los cuerpos y les daban sepultura. Y es notable que por separado indique las sepulturas de los cuatro grupos de mártires el antiquísimo martirologio bracheriano (así lo llama Ruinart) o ferial romano, compuesto hacia 336 y reeditado en 354. El diez de julio se lee:
Sexto Idus Iulii: Felicis et Philippi in Priscillae; et in Iordanorüm Martialis, Vitalis, Alexandri; et in Maximini, Silani (hunc Silanum martyrem Novati furati sunt) et in Praetextati, ¡anuarii.
Los descubrimientos arqueológicos han confirmado el relato de las actas. Estas no indican, tal vez por precaución, el lugar de enterramiento de los mártires; "mas la indicación de este lugar por documentos independientes de ellas, confirma su testimonio de la manera más precisa; de suerte que aun cuando hubiera que negarles todo parentesco con un original antiguo y, por consiguiente, todo título a una autenticidad siquiera relativa, aun sería posible encontrar, fuera de ellas, las líneas esenciales de su relato" .
No obstante este cúmulo de indicios favorables, la autenticidad de las actas de Santa Felicidad y sus siete hijos no es universalmente admitida. Dom Ruinart escribe en su Admonitio a la pasión de Santa Felicidad:
"He aquí otro ejemplar de madres cristianas, Santa Felicidad, que engendró por el martirio siete hijos a Cristo, los que antes pariera al mundo por la carne. Sus actas las tomamos de varios códices comparadas con Surio y Ughell, y seguramente nadie que compare unas con otras ha de dudar son las mismas que las Gesta emendatiora de que habla San Gregorio Magno en su homilía III sobre los Evangelios" (Gesta=Acta). Dom Leclercq, después de resumir, como nosotros, a Allard, justifica "la alta estima que se ha tenido siempre por estas actas" y la presencia en su colección. Nosotros no hacemos sino imitar tan altos ejemplos. Nada se pierde reproduciendo estos viejos textos, con tal que demos lo cierto como cierto y lo discutido como discutido. Luego, cada uno puede abundar en su sentido.
Como testimonio, siquiera algo tardío, damos la homilía de San Gregorio Magno, habida al pueblo en la basílica de Santa Felicidad, el día de su natalicio. Atento el santo antes a la edificación que a la historia, conocida, por lo demás, de sus oyentes, sólo nos confirma el dato esencial de la muerte de la madre con sus siete hijos, a los que anima e incita al martirio. Esta pieza, además, puede darnos idea de cómo la memoria de los mártires seguía siendo una de las más puras fuentes de fervor para el pueblo cristiano y cómo sus pastores más egregios—un Agustín, un Gregorio Magno—sabían acudir a ella.

Martirio de Santa Felicidad y de sus siete hijos.
I. En tiempo del emperador Antonino se produjo una agitación de los pontífices, y fue detenida Felicidad, mujer ilustre, junto con sus siete cristianísimos hijos. Permaneciendo en su viudez, Felicidad había consagrado a Dios su castidad y, vacando día y noche a la oración, daba de sí gran edificación a las almas castas. Ahora bien, viendo los pontífices cómo por causa de ella iban muy adelante las alabanzas del nombre cristiano, sugirieron contra ella a Antonino Augusto: "En menoscabo de vuestra salud, esta viuda, con sus hijos, insulta a nuestros dioses. Si no venera a los dioses, sepa vuestra piedad que han de irritarse éstos de manera que no haya medio de aplacarlos."
Entonces el emperador Antonino dio orden a Publio, prefecto de la ciudad, que obligara a Felicidad con sus hijos a aplacar con sacrificios a los dioses irritados. En consecuencia, Publio, prefecto de la ciudad, mandó que se la presentaran en audiencia privada, y ora la convidaba con blandas palabras a sacrificar, ora la amenazaba con suplicio de muerte. Felicidad le respondió:
—Ni tus blanduras han de bastar a resolverme ni tus terrores a quebrantarme, pues tengo conmigo al Espíritu Santo, que no permite que sea yo vencida del diablo. Por eso, estoy segura que viva he de vencerte, y, si me quitares la vida, te derrotaré aún mejor muerta.
Publio dijo:
—Desgraciada, si tan suave es para ti el morir, deja al menos que vivan tus hijos.
Felicidad respondió:
—Mis hijos vivirán, si no sacrificaren a los ídolos; mas si cometieran tamaño crimen, su paradero sería la eterna perdición.

II. Al día siguiente, Publio tuvo sesión en el foro de Marte, y mandó que se le trajera a Felicidad con sus hijos, y le dijo:
—Ten lástima de tus hijos, jóvenes excelentes y en la flor de su edad.
Respondió Felicidad:
—Tu compasión es impiedad y tu exhortación crueldad.
Y vuelta a sus hijos, les dirigió estas palabras:
—Mirad, hijos míos, al cielo y levantad a lo alto los ojos: allí os espera Cristo con sus santos. Combatid por vuestras almas y mostraos fieles al amor de Cristo.
Al oírla Publio hablar así, mandó que la abofetearan, diciendo:
—¿En mi presencia te atreves a aconsejar a tus hijos que menosprecien los mandatos de nuestros señores?

III. Entonces llamó el juez al primero de los hijos, por nombre Jenaro, y a par que le prometía bienes infinitos para la presente vida, le amenazaba con los azotes si no sacrificaba a los dioses. Jenaro respondió:
—Necia persuasión la tuya, pues la sabiduría de Dios me guarda y me dará fuerza para superar todo eso.
Al punto mandó el juez que le azotaran con varas y le volvieran a la cárcel.
Mandó el juez que se presentara el segundo hijo, por nombre Félix. Exhortándole Publio a sacrificar a los ídolos, respondió Félix:
—Sólo hay un Dios a quien damos culto y a quien ofrecemos sacrificio de piadosa devoción. Guárdate bien de creer que ni yo ni ninguno de mis hermanos hayamos de apartarnos del amor de Jesucristo. Pueden amenazarnos azotes, pueden tenerse contra nosotros sangrientos consejos; nuestra fe no puede ni ser vencida ni cambiarse.
Retirado éste, mandó Publio acercarse al tercer hijo, por nombre Felipe, al que le dijo:
—Nuestro señor, el emperador Antonino, ha mandado que sacrifiquéis a los dioses omnipotentes.
Respondió Felipe:
—Esos no son ni dioses ni omnipotentes, sino simulacros vanos, miserables e insensibles, y los que a ellos quisieren sacrificar correrán eterno peligro.
Y retirado Felipe, mandó que se le presentara el cuarto, por nombre Silvano, a quien dijo:
—Por lo que veo, os habéis concertado todos con vuestra pésima madre para correr a una, despreciando los mandatos de los príncipes, a vuestra perdición.
Respondió Silvano:
—Si nosotros temiéramos la perdición pasajera, incurriríamos en eterno suplicio; pero sabemos muy bien los premios que están aparejados para los justos y las penas que esperan a los pecadores; por eso no vacilamos en despreciar la ley humana, para guardar los mandamientos divinos. Y es así que los que desprecien a los ídolos y sirvan al Dios omnipotente, alcanzarán la vida eterna; mas los que adoren a los demonios, con ellos irán a la perdición y al fuego eterno.
Retirado Silvano, mandó traer al quinto, por nombre Alejandro, a quien le dijo:
—Si no fueres rebelde e hicieres lo que tan grato es a nuestro emperador Antonino, tendrás lástima de tu edad y salvarás tu vida, que no ha salido aún de la infancia. Así, pues, sacrifica a los dioses, para que llegues a ser amigo de los Augustos y obtengas la vida y la gracia.
Respondió Alejandro:
—Yo soy siervo de Cristo, a quien confieso con mi boca, estrecho en mi corazón e incesantemente adoro. Y esta débil edad, que tú ves, tiene prudencia de canas, con tal de dar culto a un solo Dios; mas tus dioses, a una con quienes los adoran, han de parar en ruina sempiterna.
Retirado éste, mandó acercarse al sexto, Vidal, a quien dijo:
—Tú al menos, quizá deseas vivir y no caminar a tu perdición.
Respondió Vidal:
—¿Quiénes el que desea más de verdad vivir: el que adora al Dios verdadero o el que quiere tener propicio al demonio?
Publio dijo:
—¿Y quién es el demonio?
Respondió Vidal:
—Todos los dioses de los gentiles son demonios, y cuantos les dan culto.
Retirado éste, mandó que entrara el séptimo, Marcial, a quien le dijo:
—Autores de vuestra propia crueldad, despreciáis las leyes de los Augustos y os obstináis en vuestra ruina.
Respondió Marcial:
¡Oh, si conocieras los castigos que están aparejados a los adoradores de los ídolos! Pero Dios dilata por ahora mostrar su ira contra vosotros y contra vuestros ídolos. Porque todos los que no confiesen que Cristo es Dios verdadero, serán arrojados al fuego eterno.
Entonces Publio dio orden de que también este séptimo se retirara, y remitió al Emperador las actas completas, escritas según el orden del proceso.

IV. Antonino, empero, los mandó a diversos jueces a fin de que fueran ejecutados con variedad de suplicios. Uno de los jueces mató al primero de los hermanos azotándole con "plomadas"; otro, sacrificó al segundo y tercero a palos; otro, arrojó al cuarto por un precipicio; otro, hizo sufrir al quinto, sexto y séptimo la sentencia capital; otro, mandó decapitar a la madre. Y así, muertos por diversos suplicios, todos vinieron a ser vencedores y mártires de Cristo, y, triunfadores con su madre, volaron a recibir el premio en los cielos. Los que por amor de Dios despreciaron las amenazas de los hombres, los tormentos y los azotes, se hicieron amigos de Cristo en el reino de los cielos. Que con el Padre y el Espíritu Santo vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.

Homilía de San Gregorio Magno, habida en la basílica
de Santa Felicidad el día de su natalicio.

Lectura del santo Evangelio, según San Mateo (XII, 46-50):
En aquel tiempo, hablando Jesús a la muchedumbre, su madre y sus hermanos estaban fuera, buscando hablarle. Dijóle entonces alguien: "Mira que tu madre y tus hermanos están ahí fuera y te buscan." Mas Jesús, dirigiéndose al que se lo decía, dijo:
—¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?—Y extendiendo las manos sobre sus discípulos, dijo: —Éstos son mi madre y mis hermanos. Pues todo el que hiciere la voluntad de mi Padre, que está en los cielos, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre.
1. Breve es, hermanos amadísimos, la lección recitada del santo Evangelio, pero mucho pesa por los grandes misterios que encierra. Y en efecto: Jesús, creador y redentor nuestro, aparenta no conocer a su madre y nos señala quién sea su madre, quiénes sus deudos, no por parentesco de la carne, sino por unión del espíritu, diciendo: ¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? Porque todo aquel que hiciere la voluntad de mi Padre, que está en los cielos, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre. Con las cuales palabras, ¿qué otra cosa nos insinúa, sino que recoge a muchos de la gentilidad, obedientes a sus mandamientos, y no reconoce a la Judea, de cuya carne fue engendrado? De ahí que su misma madre, como quiera que aparenta no conocerla, se dice que está fuera; lo que significa que la sinagoga no es reconocida por su Autor, pues atenida a la observancia de la ley, perdió la inteligencia espiritual y se quedó fija en la guarda de la letra.
2. Pero no es de maravillar que quien hiciere la voluntad del Padre sea dicho hermano y hermana del Señor, pues de uno y otro sexo se congregan los fieles; lo maravilloso en gran manera es cómo pueda también llamarse madre suya. Pues a sus fieles discípulos se dignó el Señor llamarlos hermanos, diciendo: Id y dad la noticia a mis hermanos (Mt. 28, 10). Así, pues, si el que viene a la fe puede llegar a ser hermano del Señor, hay que investigar cómo pueda también hacerse su madre. Ahora bien, hemos de saber que quien es, creyendo, hermano y hermana del Señor, se hace, predicando, madre suya. Pues viene como a parir al Señor, a quien infunde en el corazón del oyente y se hace madre suya, si por su voz se engendra en el alma del prójimo el amor del Señor.
3. Para confirmar esta doctrina, viene muy a propósito la bienaventurada Felicidad, cuyo natalicio celebramos hoy, la cual fué, creyendo, sierva de Cristo y se hizo, predicando, madre de Cristo, y fue así que, según leemos en sus actas más correctas, así temió dejar tras sí vivos en la carne a sus siete hijos, como los padres carnales se espantan de mandarlos delante de sí muertos. En efecto, prendida en el trabajo de una persecución, fortaleció por su palabra los corazones de sus hijos en el amor de la patria de arriba y estuvo de parto por el espíritu de los mismos que diera a luz por la carne, a fin de parir a Dios, predicando, a los que, por la carne, parió al mundo.
Considerad, hermanos amadísimos, en un pecho femenil un valor varonil. Ante la muerte estuvo impávida. Temió perder en sus hijos la luz de la verdad, si no hubiera sido privada de ellos. ¿Llamaré, pues, mártir a esta mujer? ¡Y más que mártir! Por cierto que hablando el Señor de Juan Bautista, dijo: ¿Qué salisteis a ver en el desierto? ¿A un profeta? Sí, yo os lo digo; y más que profeta (Mt. 11, 7). Y el mismo Juan, requerido, respondió: Yo no soy profeta (lo. 1,21). Y, en efecto, quien sabía que era más que profeta, podía negar ser profeta. Y es dicho más que profeta, pues oficio es del profeta predecir lo por venir, mas no mostrarlo; ahora bien, Juan es más que profeta, pues a quien anunció por la palabra, le señaló con el dedo.
Así, pues, no llamaré a esta mujer mártir, sino más que mártir; pues mandadas delante de sí siete prendas suyas, otras tantas veces murió ella, y venida la primera al suplicio, llegó a consumarlo la octava. Contempló, como madre, la muerte de sus hijos a par dolorida e impávida, y al dolor de la naturaleza aplicó el gozo de la esperanza. Temió que vivieran y se alegró de que murieran. Deseó no dejar tras sí ningún sobreviviente, por temor de no tenerlo luego por compañero.
Que nadie, pues, de vosotros, hermanos amadísimos, imagine que, viendo morir a sus hijos, el cariño carnal no aceleró en modo alguno el pulso de su corazón; pues no era posible contemplar sin dolor la muerte de los hijos que sabía ser carne suya. Mas había dentro una fuerza de amor capaz de vencer al dolor de la carne. De ahí que a Pedro, que había de sufrir el martirio, se le dice: Cuando seas viejo, otro te ceñirá y te llevará donde tú no quieras (lo. 21, 18). Y a la verdad, si Pedro no hubiera, en todo rigor, querido, tampoco habría podido sufrir el martirio; sino que el martirio que no quiso por la ilaqueza de la carne, lo vino a amar por la virtud del espíritu. Y el mismo que por la carne tiembla ante los tormentos, por el espíritu salta de júbilo ante la gloria, y vino a suceder que, no queriéndolo, quiso el suplicio del martirio. También nosotros, cuando buscamos el gozo de la salud, tomamos el vaso amargo de la purga. La amargura desagrada en el vaso; mas la salud nos agrada restablecida por la amargura.
Amó, pues, Felicidad a sus hijos según la carne, mas por amor de la patria celeste quiso también que murieran delante de sí los mismos a quienes amaba. Ella recibió las llagas de todos; mas ella también se multiplicó en todos los que se le adelantaban al reino de los cielos. Con razón, pues, llamo a esta mujer más que mártir, pues muerta por el deseo en cada uno de sus hijos, alcanzando múltiple martirio, ella venció a la palma misma del martirio. Dícese de los antiguos que tuvieron por costumbre que quien entre ellos había sido cónsul, ocupara puesto de honor conforme al orden de los tiempos; mas si alguno posteriormente venía a serlo por segunda y aun por tercera vez, sobrepasaba en gloria y honor a los que no lo habían sido más que una sola vez. Venció, pues, a los mártires la bienaventurada Felicidad, que murió tantas veces cuantos fueron los hijos que antes que ella murieron por Cristo, pues no le bastó su sola muerte al amor que le tenía.
4. Consideremos, hermanos, a esta mujer y considéremenos a nosotros, que somos varones por los miembros de nuestro cuerpo, y veamos qué estima merecemos en su comparación. Porque es el caso que a menudo nos proponemos hacer algún bien; mas con una palabra, por ligerísima que sea, que salte de labios de un burlón, quebrantados al punto y confusos, nos damos salto atrás en nuestro buen propósito. A nosotros basta, las más de las veces, una palabra para retraernos de la obra buena; a Felicidad, ni los tormentos bastaron para quebrantarla en su santa intención. Nosotros tropezamos en un airecillo de maledicencia; ella caminó al reino rompiendo por el hierro, y no tuvo en nada cuanto se le puso delante. Nosotros no queremos dar, conforme a los mandamientos del Señor, ni aun lo superfluo; ella no sólo ofrecía a Dios sus bienes, sino que dio por Él su propia carne. Nosotros, cuando por permisión divina perdemos los hijos, lloramos sin consuelo; ella los hubiera llorado como muertos, si no los hubiera ofrecido a Dios por el martirio. Así, pues, cuando viniere el riguroso juez para el terrible examen, ¿qué diremos, nosotros, varones, después de ver la gloria de esta mujer? ¿Qué excusa tendrán entonces los varones de la flaqueza de su alma, cuando se les muestre esta mujer, que juntamente con el mundo venció a su sexo? Sigamos, pues, hermanos amadísimos, el camino estrecho y áspero del Redentor, pues por el uso de las virtudes se ha hecho ya tan llano, que por él hallan gusto en caminar las mujeres. Despreciemos todo lo presente, pues nada vale todo lo que puede pasar. No nos venza el amor de las cosas terrenas, no nos hinche la soberbia, no nos desgarre la ira, no nos manche la lujuria, no nos consuma la envidia. Por amor nuestro, hermanos amadísimos, murió nuestro Redentor; nosotros también, por amor suyo, aprendamos a vencernos a nosotros mismos. Y si esto hiciéremos con perfección, no sólo escaparemos a las penas que nos amenazan, sino que seremos, juntamente con los mártires, recompensados con gloria. Pues si es cierto que falta la ocasión de la persecución, tiene también, sin embargo, nuestra paz su martirio. Porque sino ponemos el cuello bajo el hierro, más por la espiritual espada matamos los deseos de la carne, ayudándonos Aquel que con el Padre y el Espíritu Santo reina por los siglos de los siglos. Amén.