Sistema erróneo con respecto a la gracia, al libre albedrío, al mérito de las buenas obras, al beneficio de la redención, etc., contenido en las obras de Cornelio Jansenio, obispo de Ipres, que intituló Augustinus, y en el que ha pretendido exponer la doctrina de San Agustín sobre estos puntos.
Este teólogo había nacido de padres católicos, cerca de Laerdam, en Holanda, el año 1585. Hizo sus estudios en Utrecht, en Lovaina y en París. Adquirió conocimiento en esta última ciudad con el famoso Juan de Hauranne, abad de S. Cyran, que le llevó consigo a Bayona, donde permaneció doce años en calidad de principal del colegio. Allí fue donde produjo la obra de que hablamos; la compuso con la idea de resucitar la doctrina de Bayo, condenada por la santa sede en 1567 y 1579. La había tomado de las lecciones de Santiago Janson, discípulo y sucesor de Bayo, y este último había abrazado en muchas cosas los sentimientos de Lutero y de Calvino. El abad de S. Cyran era de las mismas opiniones.
De vuelta a Lovaina, tomó Jansenio el grado de doctor, obtuvo una cátedra de profesor de Sagrada Escritura, y fue nombrado obispo de Ipres por el rey de España; pero no lo poseyó mucho tiempo: murió de la peste en 1638, algunos años después de su nombramiento. Había trabajado durante veinte años en su obra, le dio la última mano antes de su muerte, y dejó a algunos amigos el cuidado de publicarla; se hallan en ella varias protestas de sumisión a la santa sede; pero no podía ignorar el autor que la doctrina que establecía había sido ya condenada en Bayo.
El Augustinus de Jansenio apareció por primera vez en Lovaina en 1640, y el papa Urbano VIII en 1642 la condenó, como que renovaba los errores del bayanismo. Cornet, síndico de la facultad de teología de París, sacó de él algunas proposiciones que presentó a la Sorbona, y la facultad las condenó. El doctor Saint-Amour y otros setenta apelaron de esta censura al parlamento, y la facultad llevo ante el clero el asunto. Los prelados, dice M. Godeau, viendo los ánimos muy exaltados, temieron el pronunciar, y enviaron la decisión al papa Inocencio X. Cinco cardenales y trece consultores tuvieron en el espacio de dos años y algunos meses treinta y seis congregaciones, y el papa presidió en persona las diez últimas. Se discutieron en ellas las proposiciones sacadas del libro de Jansenio; se oyó al doctor Saint-Amour, al abad Bourzeys y a algunos otros que defendían la causa de este autor, y apareció en 1653 el juicio de Roma que censura y califica las cinco proposiciones siguientes:
1° «Algunos mandamientos de Dios son imposibles a los hombres justos que quieren cumplirlos, y que hacen con este objeto esfuerzos según las fuerzas que tienen, faltándoles la gracia que los haría posibles». Esta proposición, que se halla literalmente en Jansenio, fue declarada temeraria, impía, blasfema, anatematizada como herética. (En efecto, ya había sido proscrita por el concilio de Trento. Ses. vi, i I, y can. 18).
2° «En el estado de naturaleza caída, no se resiste nunca a la gracia interior». Esta preposición no está literalmente en la obra de Jansenio; pero la doctrina que contiene se halla en veinte lugares, fue calificada de herejía, y es contraría a muchos textos expresos del nuevo Testamento.
3° «En el estado de naturaleza caída, para merecer o desmerecer, no se necesita una libertad exenta de necesidad, basta tener una libertad exenta de coacción o de violencia». Se leen estas mismas palabras en Jansenio: «Una obra es meritoria o demeritoria cuando se hace sin violencia, aunque no se haga sin necesidad». (L. 6, de Grat. Christi). Esta proposición fue declarada herética; en efecto lo es, puesto que el concilio de Trento ha establecido que el movimiento de la gracia, aun eficaz, no impone necesidad a la voluntad humana.
4° «Los semipelagíanos admitían la necesidad de una gracia preveniente para todas las buenas obras, aun para el principio de la fe; mas eran herejes, porque pensaban que la voluntad del hombre podía someterse o resistir a ella». La primera parte de esta proposición está condenada como falsa, y la segunda como herética; es una consecuencia de la segunda proposición.
5° «Es un error semipelagíano el decir que Jesucristo ha muerto y derramado su sangre por todos los hombres». Jansenio, (de Grat. Christi, l. 3, c. 2), dice que los P.P. lejos de pensar que Jesucristo haya muerto por la salud de todos los hombres, han mirado esta opinión como un error contrario a la fe católica; que el parecer de San Agustín es que Jesucristo no ha muerto mas que por los predestinados, y que no rogó mas a su Padre por la salvación de los reprobados que por la de los demonios. Esta proposición fue condenada como impía, blasfema y herética.
* He aquí el texto de la bula de Inocencio X:
«Primam praedictarum propositionum: Aliqua Dei precepta hominibus justis volentibus el conantibus, secundum praesentes quas habent vires, sunt impossibilia, deest quoque illis gratia qua possibilia fiant. Temerariam, impiam, blasphemam, anathemate damnatam, et hiereticam declaramus, et uti talem damnamus».
«Secundam Interiori gratiae in statu nanurae lapsae, numquam resistitur». Haereti cam declaramus, et uti talem damnamus.
«Tertiam: Ad merendum et demerendum, in statu naturae lapsae, non requiritur in homine Libertas a necessitate, sed sufficit libertas a coactione». Haereticam declaramus, et uti talem damnamus.
«Quartam: Semipelagiani admittebant praevenientis gratiae interioris necessitatem ad singulos actus, etiam ad initium fidei, et in hoc erant haeretici, quod vellent eam gratiam talem esse, cui posset humana voluntas resistere vel obtemperare». Falsam et hiereticam declaramus, et uti talem damnamus.
Quintam: Semipelagianum est dicere, Christum pro ómnibus omnino hominibus mortuum esse aut sanguinem fudisse. Falsam, temerariam, scandalosam et intellectam eo sensu, ut Christus pro salute duntáxat praedestinatorum mortuus sit, impiam, blasphemam, contumeliosam, divina; pietati derogantem, et haereticam declaramus, et uti talem damnamus.
Mandamus igitur ómnibus Christi fidelibus utriusque sexus, ne dedictis propositíonibus sentire, docere, predicare alíter praesumant, quam in hac priesenti nostra declaratione et definitione continetur, subcensuris et poenís contra híereticos et eorum fautores in jure expressis»
No se necesita ser un profundo teólogo para conocer la justicia de la censura pronunciada por Inocencio X. Nadie, dice Bossuet en su Carta a las religiosas de Port-Royal, nadie duda que la condenación de estas proposiciones sea canónica. Puede añadirse que aun basta oírlas a un cristiano no prevenido para horrorizarlas.
También puede verse que la segunda es el principio del que emanan todas las demás, como otras tantas consecuencias inevitables. Si es cierto que en el estado de naturaleza caída no se resiste nunca a la gracia interior, se sigue de esto que un justo que ha quebrantado un mandamiento de Dios, ha carecido de gracia en aquel momento, que lo ha violado por necesidad y por impotencia de cumplirlo. Si no obstante ha pecado y desmerecido entonces, se sigue que para pecar no se necesita tener una libertad exenta de necesidad. Por otro lado, si muchas veces falta la gracia a los justos, puesto que pecan, con mucha mas razón falta a los pecadores: no se puede, pues, decir que Jesucristo ha muerto para merecer y alcanzar para todos los hombres las gracias que necesitan para conseguir su salvación. En este caso los semipelagianos, que han creído que se resiste a la gracia, y que Jesucristo la ha obtenido para todos los hombres, estaban en error.
Luego si es falsa y herética la segunda proposición de Jansenio, todo su sistema cae por tierra. Así, en el artículo Gracia, § 2 y 3, hemos probado con muchos pasajes de la Sagrada Escritura, con el sentimiento de los PP. de la Iglesia, y sobre todo de San Agustín, con el testimonio de nuestra propia conciencia, que el hombre resiste muchas veces a la gracia interior, y que Dios da gracia a todos los hombres sin excepción, pero con desigualdad.
En efecto, todo el sistema de Jansenio se reduce a este punto capital, a saber: que después de la caída de Adán el placer es el único resorte que mueve al corazón humano; que este placer es inevitable cuando llega, e invencible cuando ha llegado. Si este placer viene del cielo o de la gracia, conduce el hombre a la virtud; si viene de la naturaleza o de la concupiscencia, determina al hombre al vicio, y la voluntad se halla necesariamente arrastrada por el que actualmente es mas fuerte. Estas dos delectaciones, dice Jansenio, son como los dos platillos de la balanza, no puede subir el uno sin que baje el otro. Así el hombre hace invencible, aunque voluntariamente, el bien o el mal, según que está dominado por la gracia o por la concupiscencia nunca resiste ni a una ni a otra.
Este sistema ni es filosófico, ni consolador; hace del hombre una máquina y de Dios un tirano; repugna al sentimiento interior de todos los hombres; no está fundado mas que en un mal sentido dado a la palabra delectación, y en un axioma de San Agustín torcidamente interpretado. Ya se había anatematizado por el concilio de Trento, sess. 6, de Justif., can. 5 y 6.
Mas el deseo de formar un partido, o de destruir otro, la inquietud natural a ciertos espíritus, y la ambición de brillar por la disputa, suscitaron defensores de Jansenio contra la censura de Roma. El Dr. Arnaldo y otros que habían abrazado las opiniones de este teólogo, y que habían hecho los mayores elogios de su libro antes de la condenación, sostuvieron que las proposiciones censuradas no estaban en el Augustinus, que no eran condenadas en el sentido de Jansenio, sino en un falso sentido que malamente se había dado a sus palabras, que en este hecho se había podido engañar el soberano pontífice.
Esto es a lo que se llamó distinción de derecho y de hecho. Los que se agarraban a ella decían que se estaba obligado a someterse a la bula del papa en cuanto al derecho, es decir en cuanto a creer que las proposiciones, tales como estaban en la bula, eran condenables, mas que no se estaba obligado a condescender en cuanto al hecho, es decir, en cuanto a creer que estas proposiciones estaban en el libro de Jansenio, y que las había sostenido en el sentido en que el papa las había condenado.
Es claro que si esta distinción era admisible, inútilmente la Iglesia condenaría los libros y querría quitarlos de las manos de los fieles; podrían obstinarse en leerlos, bajo el pretexto de que los errores que se creía contenían, no estaban allí, y que el autor había sido mal entendido. Pero se quería un subterfugio, y adoptóse este. En vano se probó contra los partidarios de Jansenio que la Iglesia es infalible cuando trata de pronunciar sobre un hecho dogmático; perseveraron en sostener su absurda distinción, prodigaron la erudición, embrollaron todos los hechos de la Historia eclesiástica, renovaron todos los sofismas de los herejes antiguos y modernos para hacerle prevalecer.
Todavía hizo mas Arnaldo; enseñó terminantemente la 1ra proposición condenada; pretendió que falta al justo la gracia en ocasiones en que no puede decirse que no peca, que había faltado a San Pedro en semejante caso, y que esta doctrina era la de la Escritura y la de la tradición.
La facultad de teología de París censuró en 1656 estas dos proposiciones; y como Arnaldo rehusó someterse a esta decisión, fue excluido del número de los doctores; firman aun esta censura los candidatos.
No obstante continuaban las disputas; para acallarlas, los obispos de Francia se dirigieron a Roma. En 1665, Alejandro VII prescribió la firma de un formulario, por el que se protesta que se condenan las cinco proposiciones sacadas del libro de Jansenio, en el sentido del autor, como las ha condenado la santa sede.
He aquí el texto: "Ego N. constitutioni apostolicae Innocentii X datae die 31 maii 1653, et constitutioni Alexandri VII datae 16 octobris 1656 summorum pontificum me subjicio, et quinqué propositiones ex Cornelii Jansenii libro, cui nomen Augustinus, excerptas, et in sensu ab eodem auctore intento, prout illas per dictas constitutiones sedes apostólica, damnavi, sincero animo rejicio ac damno, et ita juro: sic me Deus adjuvet, et haec sancta Dei Evangelia».
Luis XIV dio en este mismo año una declaración que fue registrada en el parlamento, y que mandó bajo graves penas suscribir al formulario. Este llegó a ser de esta manera una ley de la Iglesia y del Estado: algunos de los que rehusaban suscribirlo fueron castigados.
A pesar de la ley, los señores Pavillon, obispo de Aleth; Choart de liuzenval, obispo de Ainiens; Caulet, obispo de Pamiers; y Arnaldo, obispo de Angers, dieron en sus diócesis pastorales, en las que hacían aun la distinción de hecho y de derecho, y autorizaron así a los refractarios.
El papa irritado quiso formarles causa, y nombró comisarios; se suscitó una disputa sobre el número de jueces.
En tiempo de Clemente IX, propusieron tres prelados un acomodo, cuyos términos eran, que los cuatro obispos dieran o hicieran dar en sus diócesis una nueva forma de formulario, por la que se condenasen las proposiciones de Jansenio sin ninguna restricción, habiendo sido insuficiente la primera. Consintieron en ello los cuatro obispos, pero faltaron a su palabra; conservaron la distinción de hecho y de derecho. No se hizo caso de esta infidelidad, y fue lo que se llamó la paz de Clemente IX.
En 1702 so vio aparecer el famoso caso de conciencia, he aquí en qué consistía. Se suponía un eclesiástico que condonaba las cinco proposiciones en todos los sentidos en que la Iglesia las había condenado, aun en el de Jansenio, del modo que Inocencio XII lo había entendido en sus breves a los obispos de Flándes, al que sin embargo se le había negado la absolución, porque en cuanto a la cuestión de hecho, es decir, a atribuir las proposiciones al libro de Jansenio, creia que bastaba el silencio respetuoso. Se preguntó a la Sorbona, qué pensaba de esta negativa de la absolución.
Apareció una decisión firmada de cuarenta doctores, cuyo dictamen era que el parecer del eclesiástico ni era nuevo, ni singular; que nunca había sido condenado por la Iglesia, y que no se debía por esto negarle la absolución.
Esto era justificar evidentemente un engaño, porque cuando un hombre está persuadido que el papa y la Iglesia han podido engañarse, suponiendo que verdaderamente Jansenio ha enseñado tal doctrina en su libro, ¿cómo puede protestar con juramento que condena las proposiciones de Jansenio, en el sentido que había tenido presente el autor y en el que el mismo papa las ha condenado? Si esto no es un perjurio, ¿cómo lo llamaremos? Si semejante decisión no ha sido censurada nunca por lo Iglesia, es porque todavía no ha habido un hereje tan astuto para inventar tal subterfugio.
De modo que este documento avivó el incendio. El caso de conciencia dio lugar a muchas pastorales de los obispos: el cardenal de Noailles, arzobispo de París, exigió y obtuvo de los doctores que habían firmado una retractación. Solo uno se resistió, y fue excluido de la Sorbona.
Como no concluían las disputas, Clemente XI, que ocupaba entonces la santa sede, después de muchos breves, dio la bula Vineam Domini Sabaoth el 15 de julio de 1705, en la que declara que el silencio respetuoso sobre el hecho de Jansenio no basta para dar a la Iglesia la plena y entera obediencia que tiene derecho a exigir de sus fieles.
* [El silencio respetuoso está expresamente condenado en estas palabras:
«Primo quidem preinsertas Innocentii X et Alexandri VII praedecessorum constitutiones, omniaque et singula in eis contenta, auctoritate apostolica, tenore praesentium, confirmamus, approbamus, et innovamus.
Ac insuper, ut quaevis in posterum erroris occasio penitus praecidatur, atque omnes catholicae Ecclesiae filii Eeclesiam ipsam
audire, non tacendo solúm (nam et impii in tenebris conticescunt) sed et interius obsequendo, quae vera est orthodoxi hominis obedientia, condiscant hac nostra perpetuó valiturá constitutione: obedientiae, quae praeinsertis constitutionibus apostolicis debetur, obsequioso illo silentio minimé satisfieri: se damnatum in quinqué praefatis propositionibus Janseniani libri sensum quem íllarum verba prae se ferunt, ut praefertur, ab ómnibus Christi fidelibus ut haereticum, non ore solum, sed et corde rejici ac damnari debere; nec alia mente, animo aut credulitate supradictae formulae subscribí licite posse; ita ut quí secus aut contra, quoad haec omnia et singula, senserint, tenuerint, praedicaverint, verbo vel scripto docuerint aut asseruerin tanquam praefatarum apostolicarum constítutionum transgressores, ómnibus et singulis illarum censuris et poenis omninó subjaceant, eadem auctoritate apostolicé decernimus, declaramus, statuimus et ordinamus.] »
El señor obispo de Mompeller, que la había aceptado al principio, se retractó después.
Entonces fue cuando se hizo la distinción del doble sentido de las proposiciones de Jansenio: el uno que es el sentido verdadero, natural y propio de Jansenio, el otro que es un sentido falso, putativo, malamente atribuido a este autor. Convienen en que las proposiciones eran heréticas en este último sentido, inventado por el soberano pontífice, pero en no su sentido verdadero, propio y natural: esto era volver al primer subterfugio inventado por el doctor Arnaldo y sus adeptos.
Aquí había llegado la cuestión del jansenismo y de su condenación, cuando el P. Quesnel del Oratorio publicó sus Reflexiones morales sobre el nuevo Testamento, en las que diluyó todo el veneno de la doctrina de Jansenio. Entonces se vio, con mas evidencia que nunca, que sus partidarios no habían dejado de estar adheridos a ella y sostenerla, en el mismo sentido condenado por la Iglesia, a pesar de todas las protestas que habían hecho en contra; que nunca habían tratado mas que de engañar y seducir a las almas sencillas y rectas. La condenación del libro de Quesnel, que dio Clemente XI por la bula Unigenitus en 1713, ha dado lugar a nuevos excesos por parte de los secuaces obstinados de esta doctrina.
De todas las herejías que se han visto nacer en la Iglesia, no ha habido una que haya tenido mas diestros y sutiles defensores, para cuyo sostén se hayan empleado mas erudición, artificios y tenacidad que para la de Jansenio. A pesar de veinte condenaciones pronunciadas contra ella hace mas de dos siglos, todavía hay un gran número de personas instruidas que la defienden, ora por los principios, ora por las consecuencias, suponiendo siempre que es la doctrina de San Agustín. Algunos teólogos, sin caer en el mismo exceso, se han aproximado a las rigorosas opiniones de los jansenistas, para no dar lugar a sus acusaciones de pelagianismo, de relajación y de falsa moral, etc.
Seria menos sorprendente este fenómeno, si el sistema de Jansenio fuese sabio y consolador, capaz de conducir a los fieles a la virtud y a las buenas obras; mas no hay doctrina mas a propósito para introducir la desesperación en un alma cristiana, para ahogar la confianza, el amor de Dios, el valor en la práctica de la virtud, para disminuir nuestro reconocimiento hacia Jesucristo. Si a pesar de la redención del mundo, efectuada por este divino Salvador, está Dios todavía irritado por el pecado del primer hombre; si niega todavía su gracia no solo a los pecadores, sino a los justos; si les hace pecaminosas las culpas que les era imposible evitar sin la gracia, ¿qué confianza podemos tener en los méritos de nuestro Redentor, en las promesas de Dios y en su misericordia infinita? Si para decidir de la suerte eterna de las criaturas, prefiere Dios ejercitar su justicia mas bien que su bondad, si obra como un señor irritado y no como un padre complaciente, sin duda que debemos temerle; mas ¿podremos amarle? Los jansenistas han condenado el temor de Dios como un sentimiento servil, y es el único que nos han inspirado; afectaron predicar el amor de Dios, y han trabajado con todas sus fuerzas para sofocarlo.
Han tomado el ostentoso título de defensores de la gracia, y en realidad han sido destructores, declamaban contra los pelagianos y enseñan una doctrina mas odiosa. Dios decían los pelagianos, no da la gracia, porque no es necesaria para hacer buenas obras; le bastan al hombre las fuerzas naturales. Según los semípelagianos, la gracia es necesaria para hacer bien; pero Dios no la da mas que a los que la merecen por sus buenos deseos. Jansenio dice: La gracia es absolutamente necesaria; pero Dios la niega, porque muchas veces no podemos merecerla. Todos erráis, le responde un católico, la gracia es absolutamente necesaria; así Dios la da a todos, no porque la merezcamos, sino porque Jesucristo la ha merecido y alcanzado para todos; la da porque es justo, porque es bueno, y porque nos ha amado hasta entregar a su Hijo a la muerte por la redención de todos. Tal es el lenguaje de la Sagrada Escritura, de los PP. de todos los siglos, de la Iglesia en todas sus oraciones, de todo cristiano que cree sinceramente en Jesucristo Salvador del Mundo. ¿Cuál de estos diversos sentimientos es mas a propósito para inspirarnos el reconocimiento, la confianza, el amor de Dios, el valor para renunciar al pecado y perseverar en la virtud?
En vano los jansenistas citan siempre la autoridad de San Agustín: otro tanto ha hecho Calvino para sostener sus errores. Mas es falso que San Agustín haya tenido los sentimientos que Calvíno, Jansenio y sus secuaces le atribuyen; nadie ha presentado con mas energía que él la misericordia infinita de Dios, su bondad para con todos los hombres, la caridad universal de Jesucristo, su compasión para los pecadores, la inmensidad de los tesoros de gracia divina, la liberalidad con que Dios los derrama.
Apenas había condenado Inocencio X el sistema de Jansenio, cuando fue victoriosamente refutada esta doctrina, particularmente por el P. Deschamps, jesuíta, en una obra titulada: De Haeresi Janseniana ab apostolica Sede mérito proscripta, que apareció en l654 y de la que hay muchas ediciones. Esta obra está dividida en tres libros. En el 1° demuestra el autor que Jansenio ha copiado de los herejes, sobre todo de Lutero y de Calvíno, todo lo que ha enseñado con respecto al libre albedrío, a la gracia eficaz, a la necesidad de pecar, a la ignorancia invencible, a la imposibilidad de cumplir los mandamientos de Dios, a la muerte de Jesucristo, a la voluntad de Dios para salvar a todos los hombres, y a la distribución de la gracia suficiente. En el 2° prueba que los errores de Jansenio sobre todos estos puntos han sido ya condenados por la Iglesia, sobre todo en el concilio de Trento. En el 3° demuestra que, a ejemplo de todos los sectarios, Jansenio ha atribuido falsamente a San Agustín opiniones que nunca tuvo; y que este santo doctor ha enseñado expresamente lo contrario. Ninguno de los partidarios de Jansenio ha osado intentar la refutación de esta obra, casi nunca han hablado de ella, porque han conocido que era inexpugnable.
Bien convencidos los protestantes de la semejanza que hay entre el sistema de Jansenio sobre la gracia y el de los fundadores de la reforma, no han dejado de sostener que es realmente el sentimiento de San Agustín; pero mil veces se les ha demostrado lo contrario. Han visto con mucha satisfacción el ruido que el libro de Jansenio ha hecho en la Iglesia católica, las disputas y la clase de cisma que ha causado, la terquedad con que sus defensores han resistido a la censura de Roma, han hecho pomposos elogios de los talentos, del saber, de la piedad, del valor de estos pretendidos discípulos de San Agustín; pero no se han atrevido a justificar los medios de que estos contumaces se han valido para sostener lo que llamaban la buena causa. Mosheim, que reconocía la conformidad de la doctrina de los jansenistas con la de Lutero, de Auctor. Concilii Dordrac., § 7, confiesa, en su Hist. ecclés., siglo XVIII, sección 2°, 1° parte, c. 4, § 40, que han empleado aplicaciones capciosas, distinciones sutiles, los mismos sofismas y las mismas invectivas que echaban en cara a sus adversarios; que han recurrido a la superstición, a la impostura, a los milagros falsos para robustecer su partido; que sin duda han considerado estos fraudes piadosos como permitidos cuando se trata de establecer una doctrina que se cree verdadera. Esto es lo que hacía falta para justificar el rigor con que han sido tratados algunos de los mas fogosos jansenistas. Mosheim quería persuadir que se ha ejercido contra ellos una persecución cruel y sangrienta, y sin embargo es muy cierto que todas estas penas se han reducido al destierro, o a algunos años de prisión, y que se castigaba en ellos, no sus opiniones, sino su conducta insolente y sediciosa.
Independientemente de consecuencias perniciosas que se han podido deducir de la doctrina de Jansenio, el modo con que se ha defendido ha producido los mas funestos resultados, ha alterado en los ánimos el fondo mismo de la religión, y ha preparado el camino a la incredulidad. Las declamaciones y las sátiras de los jansenistas contra los soberanos pontífices, contra los obispos, y contra todos los órdenes de la jerarquía, han envilecido la potestad eclesiástica; su desprecio para con los PP. que precedieron a San Agustín ha confirmado las prevenciones de los protestantes y de los socinianos contra la tradición de los primeros siglos; según ellos, parece que San Agustín cambió absolutamente esta tradición en el siglo V: hasta entonces los PP. habían sido por lo menos semipelagianos. Los falsos milagros que forjaron para seducir a los hombres sencillos, y que los han sostenido con frente de bronce, han hecho sospechosos a los deistas todos los testimonios dados en materia de milagros; la audacia con que muchos fanáticos han despreciado las leyes, las amenazas, los castigos, y que parecían dispuestos a sufrir la muerte antes que desprenderse de sus opiniones, ha echado un borrón sobre el valor de los antiguos mártires. El arte con que algunos escritores del partido han sabido disfrazar los hechos o inventarlos al gusto de sus intereses, ha autorizado el pirronismo histórico de los literatos modernos. Por último, la máscara de piedad con la que han cubierto mil imposturas, y muchas veces crímenes, ha hecho considerar a los devotos en general como hipócritas y hombres peligrosos.
Seria de desear que se pudiese borrar hasta el menor recuerdo de los errores de Jansenio, y de las escenas escandalosas a que han dado lugar. Este es un ejemplo que enseña a los teólogos a estar alerta contra el rigorismo en materia de opiniones y de moral, a limitarse a los dogmas de la fe, y a desprenderse de todo sistema particular. Sí se hubiese empleado en aclarar cuestiones útiles todo el tiempo y el trabajo que se ha consumido en escribir en pro y en contra del jansenismo, en vez de tantas obras como yacen en el olvido tendríamos otras que mercerian conservarse para la posteridad.