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martes, 31 de diciembre de 2013

De la abstinencia y ayuno.

Artículo III 
De la abstinencia y ayuno.

     55. En qué consisten. 56. Origen. 57. Fines. 58. Ayuno cuadragesimal y las comidas de vigilia. 59. Carnes y pescados. 60. Causas fisiológicas excusantes. 61. Embarazadas, lactantes y nerviosos.

     55. En qué consisten.—Intimamente relacionados estos preceptos de la Iglesia con la salud de los fieles cristianos, está obligado el médico a saber en qué enfermedad hay motivo para declarar que no obligan, y no menos a desechar ciertos prejuicios que contra el ayuno y la abstinencia han existido, principalmente entre la clase médica. Empecemos por decir en qué consisten. «La ley de abstinencia prohibe comer de carne y de caldo de carne, pero no de huevos, lacticinios y de cualquiera condimento de grasa de animales» (C. D. C. 1.250). «La ley del ayuno prescribe Que no se haga más de una comida al día; pero no se opone a que se tome algo de alimento por la mañana y a la tarde, observando respecto de la cuantía y calidad la costumbre de cada lugar» (Idem id., 1.251, § 1). Esta es la forma actual, de la que ya se ha desterrado la prohibición de promiscuar carne y pescado en una misma comida (Idem id., 1.251, § 2). La abstinencia obliga a todos, cumplidos los siete años de edad. El ayuno, a quienes han cumplido los veintiún años y no han llegado a los sesenta (Idem id., 1.254).

     56. Origen y fundamento.—Como se ve, la ley del ayuno limita la cantidad; la de la abstinencia, la calidad de los alimentos; pero ambas tienen la misma finalidad genérica, que es la mortificación del cuerpo. Entiéndase bien: mortificación, pero no daño. Ningún prejuicio contra las carnes, sino prohibición de ellas en determinados días, para provecho del espíritu.
     En efecto: enseñaron ciertos herejes que había alimentos inmundos por su misma naturaleza, de los que era preciso abstenerse. Entre este número fueron comprendidas las carnes por los eustacianos (Hergenrother: Historia de la Iglesia, t. II, pág. 97. trad. esp. Madrid, 1884), los priscilianistas (Libellus in modum Symboli, de Pastor, en Enchiridion de Denzinger-Banvvart, núm. 37), los maniqueos (Hergenrother, ob. cit., t. I, pág. 348), los mahometanos (Alcorán, caps. III y XII, citado por Scotti-Massana, ob. cit., pág. 180) y los valdenses (Denzinger, ob. cit., núm. 425). Según los protestantes, ningún alimento puede prohibirse, ni aun temporalmente (Scotti-Massana, ob. cit., pág. 181). La Iglesia Católica, contra los primeros ha sostenido que todas las cosas, de suyo, son buenas y hechas por Dios para el hombre (Génesis, I y IX). Contra los segundos defiende que, en efecto, «nada de lo que entra por la boca puede mancillar al hombre» (San Mateo, XV, 11); es decir, que la simple introducción de un alimento en el estómago, independientemente del acto de la voluntad y de una ley positiva que lo prohíba, no puede acarrear pecado a la conciencia; pero también proclama su derecho a establecer leyes referentes a la limitación del uso de alimentos por conveniencia espiritual de los fieles (Santo Tomás de Aquino: Summa Theol., 2-2, q. 147, art. III). La ley: ésa es la razón de no poder comer carnes y el ayunar en ciertos días. Abolidos los preceptos de la Ley Antigua (Actos de los Apóstoles, XV, 28), la Iglesia de Jesucristo, en uso de su potestad espiritual, siguiendo el ejemplo y las orientaciones de su Divino Fundador —que guardó el ayuno, marcó normas en su observancia y demostró su necesidad al decir que el enemigo de las almas no puede ser vencido «sino mediante la oración y el ayuno» (San Mateo, IV, 2; VI, 17; IX, 15, y XVII, 20)—, lo estableció desde los primeros tiempos y lo ha venido observando hasta nuestros días (Benedicto XIV: De Synodo dioec., t. II, cap. V).

     57. Fines.—Muy descaminados andan con su materialismo aquellos médicos que a esas leyes eclesiásticas las combaten como opuestas a la salud (Scotti-Massana, ob. cit., págs. 182-184. Dicen estos autores que todos los argumentos posibles sobre este asunto fueron alegados por Erasmo y refutados por Alberto Pío: Locución Lucub. Erasmi, lib. IV). No queremos decir que la Iglesia se haya propuesto, precisamente, beneficiar al cuerpo (Juan Alfonso de los Ruices Fontecha: Medicinae christiane Speculum, luminarc I, al principio). Pero es cierto que esas dichas leyes, observadas con el espíritu con que han sido dadas, no perjudican al organismo. Cuando el daño se inicia o se teme, la obligación cesa, como veremos. Los fines que la Iglesia pretende, y con el ayuno eclesiástico se consiguen, son de un elevado valor espiritual; pero, indirectamente, beneficiosos para el cuerpo. Hemos dicho antes que la finalidad genérica es la mortificación. Con el ayuno, en efecto, en su doble limitación del alimento (cantidad y calidad), se consigue, como fines inmediatos y paralelos, contrariar la delectación sensible y privar al organismo de ciertos alimentos que más nutren y más pueden contribuir a la fuerza de la concupiscencia. Mediante estos efectos, no se puede negar que se obtienen beneficios espirituales positivos, como son: a) la mitigación de las pasiones, y esto, tanto porque se resta fuerza, como hemos dicho, a la concupiscencia de la carne, como porque la voluntad se habitúa a una disciplina que es necesaria para someter las pasiones a la razón; b) la elevación del alma a las cosas espirituales y al mismo Criador, en la misma medida que el alma queda libre de los obstáculos que le impiden caminar con libertad por las vías de su salvación eterna; c) y la satisfacción de las culpas por la parte de sacrificio que tradicionalmente se ha reconocido al ayuno (Santo Tomás, ob. cit., q. 147. art. I, 3 y 8.—Covarrubias: Operum, t. II, libro IV, cap. 20, núm. 1.—Scotti-Massana, ob. cit., pág. 182.—Zacchías, ob. cit. q. 1, tomo I, lib. V).
     Y siendo esto así, ¿quién puede poner en duda un beneficio para el cuerpo? El ordenamiento de las potencias del alma, la sujeción de las pasiones a la razón, la templanza y la paz del espíritu no pueden por menos de reflejarse en un modo de vivir que al cuerpo beneficia. Recíprocamente se influencian el cuerpo y el alma (Cfr. Código de Deontología Médica, arts. 68 y sigs.). No por otra cosa recomendaban algunos filósofos y practicaban la virtud de la templanza en el comer y beber (Covarrubias, ob. y lib. cit.). Desde luego, una cosa es incontrovertible, y es que la mayor parte de las enfermedades provienen de la intemperancia; por lo cual, con muchísima razón pudo decir un predicador: «Estoy seguro de que son muchos más los que enferman en los tres días de Carnaval, a causa del exceso en el comer, que los que se debilitan comiendo poco en toda la Cuaresma» (Doctores Capellmann-Bergmann: Medicina pastoral, pág. 210 (edición de 1913, Barcelona). Cuanto se han exagerado los inconvenientes del ayuno y abstinencia, se ha puesto de relieve en la guerra civil española. Muchos sucumbieron, es cierto, por las privaciones. Pero fueron más las naturalezas que resistieron a una abstinencia y a un ayuno forzosos y continuados durante los treinta y dos meses largos de la espantosa contienda).

     58. Ayuno cuadragesimal y las vigilias.—Contra el ayuno cuadragesimal, que es el más difícil, se han inventado las más especiosas razones, sobre todo su nocividad por razón del tiempo, el primaveral, que es el destinado precisamente por la naturaleza para renovar nuestra sangre. A estas razones han contestado victoriosamente nuestros médicos católicos demostrando que el ayuno cuadragesimal no sólo no es nocivo, sino conveniente, pues en este tiempo intermedio entre el invierno y la primavera el estómago tiene más calor y el sueño es más prolongado, según Hipócrates (Aforismos, lib. I, 15), lo que facilita la digestión y «se evitan al mismo tiempo las enfermedades que la exuberancia de sangre podría ocasionar», en frase de nuestro Divino Valles (Commentaria in aphorismos, I, núm. 40.—Zacchías, ob. cit., q. 2, núms. 17 y siguientes).
     Otra cuestión ha ocupado mucho tiempo y muchas páginas a los escritores y médicos católicos: si las comidas de viernes, esto es, las vigilias, eran más o menos convenientes que las de carne para sanos o enfermos. Pablo Zacchías, en lugar citado (números 11 y 21), antepone los pescados a las carnes, aunque de otras afirmaciones no se deduzca que para toda clase de personas y todas las enfermedades sean preferibles. El célebre benedictino P. Antonio José Rodríguez (Tiene varios escritos: Palestra crítico-médica, Nuevo aspecto de Teología médico-moral y Reflexiones teológico-canónico-médicae) ensalza los alimentos de vigilia (en aquella época, pescados, legumbres y verduras) hasta la exageración, defendiendo esta tesis contra el doctor León Gómez: que los alimentos de viernes son mejores que los de carne para sanos y enfermos. La tesis contraria la sostuvo y defendió el citado doctor complutense (Disertaciones morales y médicas, disert. II. Es interesante lo que a este respecto dice el doctor Henri Bon (Précis de Médecine catholique, pág. 559): «La ciencia moderna —dice— ha disipado el principio de la carne como alimento "fortificante"». Cita el ejemplo de los japoneses y el informe de una Comisión de la Academia de Medicina (debe referirse a Francia), la cual «ha demostrado que el pescado puede sustituir a la carne en la alimentación». «El estudio científico —añade— de los alimentos ha puesto en evidencia que alimentos considerados flojos desde el punto de vista religioso, son grasos desde el punto de vista fisiológico, y reemplazan a la carne sin desventaja: pescado, huevos, quesos, leche, cereales, legumbres, etc.» Por eso dice que «desde el punto de vista médico se ven pocos casos en que la dispensa de abstinencia sea necesaria». Puede proponerse para «ciertas tuberculosis, ciertas anemias verdaderas (no astenias nerviosas o uremias), ciertas diabetes; tal vez nefrosis lipoídicas y en convalecencias de enfermedades graves con inapetencia, etc.». Como se ve, esta posición dista bastante de la del doctor León Gómez, y coincide con la de Zacchias, quien demuestra con textos de Galeno y de Hipócrates que «los peces proporcionan un excelente alimento» lib. V, título I, q. II, núms. 11 y 12) con esta aclaración: «Que no es tan preciso el uso de carnes que sin ellas no se pueda vivir, y que hay muchas enfermedades tenidas en el vulgo como causa para no observar el precepto de no comer de carne que, guardándole, se pueden, no sólo no aumentar, sino curar y precaver.» No nos detenemos en esta discusión, porque escapa a nuestra competencia, aunque sí hemos de decir que la posición del doctor León Gómez nos parece la más segura, sin que se pueda considerar muy lejos de ella la tesis del P. Rodríguez, vista a través de las limitaciones que hace a favor de ciertos enfermos. En términos generales, bien puede establecerse que las carnes nutren más, y en este sentido son mejores para el organismo. Por eso precisamente la Iglesia ha hecho de su prohibición un medio de expiación y santificación de las almas.

     59. Carnes y pescados.—Para discernir qué animales están comprendidos en las carnes prohibidas por la ley de abstinencia, hemos de atenernos, según la regla de Santo Tomás (Summa Theologica, 2-2, q. 147, art. 8), más bien que al elemento en que viven (aire o agua) «a la común estimación de los fieles y al juicio de los médicos». Ahora bien: el sentido común de los fieles, en su función interpretativa de la ley y la ciencia, han coincidido en esta regla general: son carnes las procedentes de animales de sangre caliente, y peces las de animales de sangre fría. Más concretamente: son carne los mamíferos y aves, aunque vivan a las orillas de las aguas y puedan vivir dentro de ellas (Antonelli: Medicina pastoralis. vol. II, núm. 867). Por esta razón deben excluirse en la abstinencia los castores, las nutrias, las focas, etc. (Idem, id., y Capellmann, ob. cit., pág. 216) ¿Se excluyen las peptonas? Opinan Génicot (Ob. cit., vol. I, núm. 442) y Vermeersch (Theologicae moralis. III. núm. 873) que están permitidas en días de abstinencia, porque más bien deben considerarse como medicinas. Es indudable que si en ese concepto son prescritas por el médico para subvenir a una necesidad a persona enferma, está su uso autorizado, como lo estaría la misma carne de la que proceden. También estará permitida la sustancia que se extrae del estómago de animales llamada pepsina (Il Monitore. vol. XII, pág. 124, 31 de mayo de 1900). Pero las peptonas, de suyo, como extracto que son de carne peptonizada, están prohibidas, con mayor razón que el caldo de carne, que está prohibido por el Código de Derecho Canónico (Canon 1.250). Las peptonas artificiales son las mismas y con las mismas propiedades que las que en el estómago y los intestinos se forman de un modo natural y fisiológico (Antonelli, ob. cit., núm. 870).

     60. Causas fisiológicas excusantes.
a) Principio general.
     Por ultimo, si la ley eclesiástica del ayuno y abstinencia no pudiese ser observada sin grande inconveniente, ya hemos indicado que la voluntad de la Iglesia no es de obligar, sino de considerar libre de la obligación al que esté amenazado de esos inconvenientes. Cuantos reparos hagan los adversarios de esa ley, caen por su base desde el momento que se deje bien sentado ese principio de orden natural. Siendo, pues, la ley de que tratamos meramente positiva, no obliga con grande incomodo, el cual no es preciso medir ni tasar con absoluto rigor, como si se quisiera establecer un módulo para toda clase de personas, pues es visto que la realidad ofrece mucha variedad de individuos y de condiciones y de casos en los cuales lo que para una persona es grave mal, para otra no pasa de leve. El criterio general para resolver los casos particulares consiste en estimar inconveniente grave aquel que se opone a un derecho de orden superior. Si la ley del ayuno acarrea un trastorno de estómago o cabeza que impide a uno ocuparse en sus asuntos, surge una colisión entre la ley y el derecho natural de conservar la salud, que, como de mayor categoría, debe prevalecer sobre la ley, cuanto más que la intención de la Iglesia no es de ningún modo echar sobre sus hijos cargas insoportables.
     b) El médico y el moralista.
     En este punto, con mayor razón que en los estudiados en artículos anteriores, se encuentran la Medicina y la Moral con la misma finalidad de llegar a una conclusión cierta en lo que a la excusa de la ley se refiere. El médico determina el daño que la ley o alguna de sus circunstancias puede inferir al observante; el moralista precisa la eficacia del daño en orden a la liberación de la ley. Si la excusa es evidente o siquiera moralmente cierta, el mismo súbdito puede seguir el dictamen de su conciencia. Pero si oscila entre el si y el no, en la duda, debe primeramente procurar salir de ella por los medios ordinarios, como son consultar con el superior, con el médico o con varón prudente (Santo Tomás, ob. cit., q. 147, art. IV.—Zacchías, ob. cit., lib. V, tít. I, q. I, números 1-7.—Scotti-Massana, ob. cit., vig. 187). Dice Zacchías que «en caso de duda (por impotencia física) opinan los canonistas que siempre se ha de consultar al médico". No siempre será esto posible; pero no hay duda que es muy conveniente, pues él es quien puede, mejor que nadie, ponderar las circunstancias de los interesados: edad, robustez física, trabajo, ocupación mental, género de vida (activa, sedentaria, etc.), sexo, temperamento, duración del ayuno (el cuadragesimal extenúa más que los otros ayunos aislados del año), el apetito, la fuerza digestiva, etc., para determinar quién puede, sin grave quebranto de la salud, someterse a la comida única, hecha a determinada hora, y a la clase de alimentos mandados por la Iglesia.
     c) Causas genéricas.
     En cuanto a las causas que excusan del ayuno y abstinencia, es sabido que pueden reducirse a la impotencia, bien física, bien moral. Diremos breves palabras de la primera por la parte que a la fisiología se refiere. La regla fisiológica general es que el cuerpo no carezca de la nutrición necesaria para la debida compensación del proceso de desamilación que continuamente se efectúa. De aquí: 1.°, cuanto más activos son estos procesos, tanto mayor cantidad de alimentos se requiere para conservar la salud, lo que se observa en los jóvenes, en los que llevan vida activa y laboriosa y, en general, en aquellos que ponen a contribución todas sus energías en sus trabajos; verbigracia: los obreros, los soldados, los ciclistas, los navegantes, los maquinistas, etc., todos los cuales necesitan una alimentación abundante, tanto de lacticinios como de carnes; 2.°, cuando los procesos de asimilación y desasimilación son lentos y torpes, conviene tener en cuenta la calidad de los alimentos, porque la abundancia podría ser perjudicial; verbigracia: en los ancianos, en los jóvenes débiles, en las mujeres no bien desarrolladas, en los estudiosos, en los maestros, etc., a quienes las carnes pueden ser necesarias; 3.°, en términos generales, cuando el estómago está sano y las digestiones se hacen con normalidad, pero el proceso de desasimilación es muy activo, tanto que sin buena nutrición puede sobrevenir una gran debilidad, que impida ocuparse de los asuntos ordinarios de la vida, las carnes son precisas; pero si el estómago carece de fuerza digestiva suficiente, el régimen lácteo se impone; verbigracia: en las enfermedades de riñón e intoxicaciones (Antonelli, ob. cit., núm. 884). Es preciso, pues, que haya enfermedad presente o temor de enfermedad futura, o un desequilibrio orgánico o nervioso, que no ha de confundirse con una incomodidad o apetito, propio del ayuno.
d) Causas especificas.
     Con estas normas generales puede el médico sacar de dudas a sus clientes cuantas veces sea requerido a dar su parecer. No obstante, algunos escritores han descendido a particularidades que excusan de la abstinencia y del ayuno. El insigne Zacchías (Ob. cit. lib. v, tít. i, q. v.), siguiendo las huellas de nuestro doctor complutense Fontecha (Ob. cit., lum. 2), y el doctor Pedro León Gómez (Ob. cit., disert. IV), siguiendo las de ambos y otros autores, pasan revista a las afecciones morbosas que justifican una alimentación incompatible con la citada ley. No nos detenemos a trasladar dicha relación a estas páginas, porque, desde el siglo XVIII —en que escribió el último citado autor— muy probablemente ha variado el concepto de muchas enfermedades e indisposiciones y de sus síntomas y accidentes, así como se ha estudiado más la composición de los alimentos y su influencia en las partes del organismo. Pero no podemos menos de aducir la relación que trae Antonelli (Ob. cit., r.úm. 885, vol. II), después de haber consultado a algunos médicos.

      Debe concederse alimentación de lacticinios con preferencia (sin excluir, no obstante, la carne, y sin ayuno) sobre todo a quienes padecen prurito (con perturbaciones del estómago a causa de dificultad en la digestión o con vómito, etc.), achne (piojillos en cara y el resto del cuerpo), albúmina, anginas (enfermedad de la garganta), anorexia (falta de apetito), arteriosclerosis, enfermedades del corazón en general, blenorragia (flujo de moco desde la uretra por causa sifilítica), cefalea (dolores de cabeza), cirrosis (enfermedades del hígado con hidropesía), cistitis (inflamación de la vesícula urinaria), cholerica tormina (cólicos de hígado), congestión hepática de los borrachos y disipados, diarrea, disnea (dificultad de respiración), disentería (flujo de vientre, frecuente y sanguinolento), eclampsia de las embarazadas (convulsiones), erupciones de la piel en general, vómitos, náuseas, eruptos y pirosis del estómago, insomnios, hipertrofia de la próstata (sobre todo de los ancianos), ictericia, cálculos biliares, menopausia (en las mujeres, al tiempo de la supresión de la menstruación), reumatismos, catarro del estómago, etc.
     2.° Deben prescribirse carnes, sin ayuno, a quienes padecen anemia, inflamaciones crónicas de los bronquios, cáncer, clorosis, corea, adiposis del corazón (con dificultad de respirar, debilidad, delirios), diabetes, dilataciones del estómago, toda clase de trastornos en el desarrollo físico del cuerpo, enteritis (catarro intestinal), herpetismo (gota, eczema, prurito, forúnculos, arenillas y cálculos de la vesícula urinaria), excesiva secreción láctea, impétigo (erupción papulosa de la piel), mixedema (estados cretinoides a causa de la atrofia de la glándula tiroides), papera, enfermedad de Addison (color cobrizo de la piel por la destrucción de las glándulas suprarrenales), neurastenia (debilidad de nervios), obesidad (excesiva gordura), urticaria, toda clase de enfemedades médicas y quirúrgicas en las que se presenta supuración, raquitismo, escorbuto, escrófula, sífilis, tisis, linfatismo, menstruaciones profusas y antes del tiempo; además, se excusan las mujeres en período de lactancia, los estudiantes que verdaderamente estudian; todos aquellos que se dedican a estudios serios, toda vez que la aplicación constante de la mente debilita el sistema nervioso, sobre todo el cerebro, y hace las digestiones lentas y difíciles; y todos los que están sometidos a cualquier causa de las que debilitan y a todas las enfermedades crónicas.»

     Nota, sin embargo, el citado autor que en algunos de los casos enunciados se puede guardar el ayuno; verbigracia: en los afectados de arteriosclerosis, de gota y enfermedades de la piel. Pero en estos casos conviene consultar al médico.
     Pero, por regla general, en el ayuno se debe ser más condescendiente que en la abstinencia, puesto que la nutrición suficiente puede obtenerse por otros manjares; verbigracia: los huevos (Capellmann, ob. cit., pág. 218).

     61. Embarazadas lactantes y nerviosos.—No todos están conformes con la opinión de Antonelli, que excusa de la abstinencia de carnes a las mujeres en lactancia. En general, los autores conceden licencia en cuanto al ayuno, puesto que aquéllas no sólo deben procurar su alimento, sino el del fruto que llevan en sus entrañas (Navarro: Manuale confessariorum, II, p. de V praecepto, núm. 16.—San Alfonso, ob. cit., III, núm. 1.033.—Scotti-Massana, ob. cit., pág. 375, nota). Pero en la abstinencia no son fáciles en la excusa. Dice Capellmann (Ob. cit., pág. 219) que no está conforme con «la opinión de que el embarazo y la lactancia de la mujer, por otra parte sana, puedan dispensar de la abstinencia». Les dispensa «si el hijo está enfermo o la madre muy débil», pero no cuando todo sigue su curso normal. Ni hay que hacer caso, según él, de los antojos de las embarazadas. Pero el Padre Noldin afirma que algunas veces la apetencia de carnes puede ser tan considerable, que la no satisfacción acarrea algún daño al feto (De praeceptis).
     Por su importancia, terminamos con este párrafo de Capellmann, que se refiere a los neurasténicos:
     «Como quiera que sea —dice— no puede negarse que se cometen muchas faltas a causa del ayuno, sobre todo en los casos de anemia, de neurastenia o de histerismo, etc. Muy frecuentemente en estos casos, en los cuales el ayuno, en vez de ser pesado, es, al parecer, un alivio, ya que la inapetencia se produce principalmente por la mañana, el médico habría de desaconsejar que se ayunase. No debe ser menos prudente el teólogo, pues la debilidad subsiguiente, acrecentando fácilmente el mal, podría ser causa de que aumentasen las tentaciones en vez de conseguirse la calma que uno se proponía.»
Dr. Luis Alonso Muñoyerro
MORAL MÉDICA EN LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA

domingo, 29 de diciembre de 2013

LA IGLESIA Y LAS BRUJAS

CIEN PROBLEMAS SOBRE CUESTIONES DE FE
43
LA IGLESIA Y LAS BRUJAS

     Continúo la respuesta a su consulta, señor A. F., porque, como ya he dicho, si de hogueras se debe, efectivamente, hablar, no es para los locos, sino para las brujas y los hechiceros.
     Es, ciertamente, una triste página de la historia del cristianismo. Pero, con el habitual realismo, debemos evitar tanto el negar los hechos, como el juzgarlos separándolos de su época.
     No hay duda alguna, ante todo, para justificar las aprensiones de la época, que, en principio, los demonios pueden en efecto actuar maléficamente en el mundo físico y humano —con permiso de Dios—, pues son, por naturaleza, ángeles. Y no hay tampoco duda alguna de que a veces pueden valerse del malvado instrumento que son otros hombres.
     Por consiguiente, en épocas de desarrollo científico todavía escaso y de poco conocimiento del juego normal de las causas segundas en la producción de los fenómenos naturales era de esperar surgiese espontánea en el pueblo la supersticiosa atribución al diablo de tantos fenómenos perjudiciales, que el paganismo atribuía a sus divinidades. En la Edad Media además, con la inundación de las sectas maniqueas que tanta importancia daban al diablo, tenía que aumentar este terror a sus influencias maléficas. El hambre y la propagación de epidemias misteriosas para la ciencia de entonces no podían dejar de fomentar esta psicosis.
     El protestantismo luterano apretó a su vez todavía más la mano. Y realmente Alemania fue el reino mayor de la hechicería.
     Eran abusos perniciosos que no se podían eficazmente detener sino con el desarrollo de los conocimientos científicos, que habrían indicado los límites normales de explicaciones naturales suficientes.
     Eran abusos —tenemos que decirlo para no enorgullecemos de nuestra ciencia— a los que bajo diversos aspectos se contrapone nuestro moderno exceso contrario de no pensar más en el diablo, como si hubiese dejado de existir. Es más, este exceso, pensándolo bien, es peor que el primero.
     La Iglesia no dejó de reaccionar. El concilio de Braga (563) anatematiza a quien cree en el poder del demonio en los fenómenos atmosféricos. Los combate San Agobardo, arzobispo de Lyon (840). De ello escribe San Gregorio VII al rey de Dinamarca (1080), etc.
     Sin embargo, en la misma línea de la lucha contra aquella superstición no podía dejar de incluirse también la lucha contra la hechicería que la fomentaba y que —de hecho— iba aumentando.      Esa lucha era necesaria desde el punto de vista objetivo religioso, por dos razones. Una era la efectiva posibilidad de la influencia del demonio, que no podía excluirse a priori en ciertos casos, dada la existencia del diablo y de su posible relación incluso física con los hombres: comercio e influencia que era preciso, por tanto, impedir.      La otra era el culpable culto dado de todos modos por los hechiceros al diablo con sus ritos mágicos y con sus evocaciones —cualquiera que fuese su efecto real o inventado— y el fomento que esas prácticas procuraban a la superstición más perjudicial.
     A todo esto se añadía un tercer elemento que en ciertas regiones llegó a ser claramente el más importante: el gravísimo desorden social y moral que brujas y hechiceros producían con sus engaños y su solidaria organización.
     Naturalmente, los tribunales de la Inquisición elegidos de intento, dada la imponderabilidad del elemento de acusación fundamental, el trato con el demonio y la ignorancia científica de los hechos explicables naturalmente, se hallaron terriblemente expuestos a los más graves errores procesales. Ni lo peor fue en la Edad Media, sino en los siglos XVI y XVII. Hay que situarse en la psicología de la peste de Milán y del célebre grito: «¡Duro con el del unto!» (En esa peste de 1628 creían que habla personas que esparcían por la ciudad unturas pestíferas. Nota del traductor).
     Y, juntamente con el error, pudo añadirse por demás la interesada maldad de los particulares.
     No sólo por errores procesales, sino por maldad organizada en un tribunal vergonzosamente parcial —que cuidadosamente se mantuvo alejado de toda vigilancia de Roma— subió a la hoguera, acusada también de hechicería, el 30 de mayo de 1431, Santa Juana de Arco.
     Quien creyese, sin embargo, ver en la base de la dolorosa historia de la exagerada caza de las brujas un puro episodio de oscuro fanatismo, además de recordar los susodichos elementos esenciales religiosos que en cambio, efectivamente, entraban en la cuestión, debe reflexionar atentamente sobre el aspecto social y moral antes dicho.
     Recuérdese, por ejemplo, España y la represión de la hechicería y de la magia llevada a cabo por la Inquisición en los siglos XVI y XVII. Escogemos de intento un historiador como Llórente, que en su Historia crítica de la Inquisición de España (cuatro volúmenes, 1817-18) abunda en calumniosas exageraciones contra los rigores de la Inquisición misma, y tiene, por tanto, interés en aminorar los delitos. Según las declaraciones que cita (volumen III, páginas 431-463), ¡había otras muchas cosas que solos ritos supersticiosos!
     Esos ritos se mezclaban con los más vergonzosos actos de inmoralidad. Los hechiceros, después de presentarse como demonios y hacer una parodia de la Misa, de la Confesión y de los demás Sacramentos de la Iglesia y profanar reliquias y objetos sagrados, daban, a cambio de limosnas, polvos misteriosos que despachaban como obra del diablo y que a menudo resultaban venenos, por lo que se les probó eran reos de homicidio. Además solía terminar la reunión con actos de histérica y abominable lujuria. Era el diablo quien se unía carnalmente con los hombres y las mujeres y les mandaba que lo imitasen. «... Los prosélitos del demonio se consideran honrados con ser llamados los primeros a realizar aquellos actos, y es privilegio del rey (de los hechiceros) advertir a sus elegidos, como es privilegio de la reina (de las brujas) llamar a las mujeres previamente elegidas...»
     Sin justificar evidentemente los procesos excesivos que en una u otra parte tuvieron lugar, véase contra qué enorme desorden se había dirigido la justísima batalla.

BIBLIOGRAFIA
Bibliografía de la consulta 41. 
J. Llórente: Histoire critique de l'Inquisition d'Espagne, París. 1817-18. III, págs. 431-63; 
J. Guiraud: Saint-Office. Procés extraordinaires, DAFC., IV, págs. 1.113-4; 
S. Nulli: I processi delle streghe, Turín, 1939; 
N. Turchi: La magia nel Medioevo, EC., VII, págs. 1.828-10; 
G. Apolloni: Stregoneria e Medicina, EC., XI, págs. 1.412-14.
Pier Carlo Landucci
CIEN PROBLEMAS SOBRE CUESTIONES DE FE

El Deber Social

     El Joven cristiano de nuestros días, hijo mío, no debe únicamente procurar ser un creyente sincero, sin miedo y sin tacha, fiel a Dios, amable y servicial al prójimo; es un deber también para él interesarse en todo aquello que se refiere a la sociedad, y mezclarse en todo movimiento de ideas de acción que tiene por objeto su progreso y su felicidad.
     Estudiarás, pues, tu época; buscarás el modo de forjarte una convicción sobre los serios problemas que la agitan; darás tu generoso concurso en todo lo bueno y útil que se haga.
     Que ninguna cuestión digna de interés común en tu tiempo, te sea extraño; no olvides que todos debemos trabajar por el triunfo final de la justicia y de la caridad; contribuye con tu piedra en el edificio siempre en peligro del bien social.
     El mal es tan grande en nuestra época, que ante el repugnante espectáculo de tantas miserias, las almas débiles pierden la esperanza. Se repliegan sobre sí mismas, se encierran en una inacción doliente y egoísta, y se contentan con quejarse sobre los malos tiempos.
     Con lamentos o quejas no se hace nada, sólo se debilita uno a sí mismo y se desanima, a los demás. Trabaja, actúa; es la acción la que cimienta las cosas duraderas.
     Lo que Dios reclama de ti, es trabajar por afianzamiento de los espíritus por medio de la restauración de las verdades esenciales.
     Lo que los reclama de ti, es trabajar por el progreso de la justicia en la sociedad, por la supresión de las iniquidades reinantes.
     Lo que Dios reclama de ti, es trabajar por todas tus fuerzas al restablecimiento de la paz en las almas y en el mundo.
     Lo que Dios reclama de ti, es dar a conocer, como puedas, a Jesucristo y su Evangelio —fuentes de toda civilización— a los que los ignoran o desconocen.
     Encontrarás en la Iglesia tus guías naturales; hay católicos eminentes, los sacerdotes y obispos que van por delante; está sobre todo, para indicarte el camino a seguir.
     Entra en ese movimiento salvador que lleva a los hombres generosos a una acción común, y harás más por la sociedad que muchos sabios y políticos ilustres.
    Ve ¡Haz tu parte en esta gran obra!
    Que todos los católicos sean como tú, hombres de corazón y voluntad resuelta, que todos trabajen, y con el fervor de Dios, cambiarán la faz del mundo.
     La Iglesia perseguida volverá a tomar su lugar; la honestidad perdida reaparecerá; el orden se restablecerá por todas partes y en todo, y si el bien no puede reinar definitivamente, a lo menos terminará por prevalecer.

EL SACRIFICIO DE LA MISA (27)

TRATADO II
PARTE I: LA ANTEMISA 
SECCIÓN I: EL RITO DE ENTRADA 
2. «Praeparatio ad missam»


«Asperges» y «Vidi aquam»
     334. En la Iglesia primitiva se exigia ya una preparación espiritual y moral antes de la celebración de la Eucaristía, y no sólo a los sacerdotes, sino también a los fieles. No obstante, en la liturgia encontramos formularios de esta preparación únicamente para sacerdotes, si no queremos considerar como tal la ceremonia de rociar con agua bendita los domingos a los fieles antes de la misa mayor, mientras se canta el Asperges o el Vidi aquam, oraciones que expresan purificación del alma; la primera, con ideas de arrepentimiento y penitencia al recitar los primeros versos del Miserere; la segunda, trayendo al recuerdo por los versos del salmo 117 el manantial de gracias que se nos abrió en el misterio pascual (Hablan de indicios que prueban que durante algún tiempo se consideraban estos actos de confesión de los pecados como una especie de confesión sacramental).

El «accessus» del sacramentario de Amiéns
     335. También en las liturgias orientales encontramos desde tiempos remotos oraciones especiales que sirven al sacerdote para la preparación de la misa antes de revestirse. De ordinario están incluidas en el rito mismo de la misa en calidad de oraciones que se rezan al entrar en el templo. En Occidente aparecen por vez primera en el siglo IX oraciones preparatorias para acercarse al altar, distintas de las horas canónicas. Se llaman accessus ad altare y adoptan unas veces la forma de apologías (Sacramentario de S. Thierry (segunda mitad del siglo IX; véase Leroquais, I, 21): Martene, I. 4, IX (I, 541-545): como orationes ante missam aparecen catorce oraciones largas de penitencia a las que siguen súplicas. Cf también el sacramentario de S. Denis (s. XI) (1. c., V. I, 518). Dos oraciones preparatorias de intercesión se encuentran también en el sacramentario de Ratoldo s. X) y otras están compuestas principalmente a base de salmos; forma que se ha impuesto desde entonces. Su presencia la advertimos por vez primera en el sacramentario de Amiéns, que contiene además, y por vez primera, oraciones para que el sacerdote las recite mientras se reviste, y hasta los primeros textos para las oraciones privadas del sacerdote durante la misa. La preparación consta del salmo 50, con algunos versículos y tres oraciones. Este esquema de preparación para la misa poco ha influido sobre otros semejantes (Se encuentra todavía en el misal de Troyes (Marténe, 1, 4, VI [I, 528]), y con más amplitud (en lugar del salmo 50 están los siete salmos penitenciales) en la Missa Illyrica (1. c., IV [I, 490-4921); en ambos casos le siguen las oraciones preparatorias del grupo de Séez. de que pronto se tratará. Cf. también el sacramentario de Lyón (s. xi) Leroquais, I, 126). En su lugar aparece hacia fines del siglo X en el Ordo míssae del grupo de Séez, una preparación litúrgica en forma de oficio bien dispuesto, que desde entonces se viene reproduciendo con numerosas variantes durante toda la Edad Media y se encuentra en forma más desarrollada en nuestro misal actual.

La «praeparatio» del «ordo missae» del grupo de Séez
     336. En su forma primitiva comprendía esta praeparatio ad missam tres salmos, a saber, el salmo 83 (Quam dilecta), que introduce a un peregrino anhelante por llegar al lejano santuario; el salmo 84 (Benedixisti), salmo de adviento, que enaltece la gracia de Dios y pide que le siga dispensando su fervor; a estos dos salmos, tan a propósito para la preparación de la misa, se añade como tercero, probablemente sólo para completar el número tres, el salmo 85 (Inclina), que en términos más generales invoca la ayuda de Dios. De los versículos que a continuación se rezan, los dos que acentúan este mismo sentimiento están tomados del salmo 84 (Deus tu conversus; Ostende), al paso que otros piden el perdón de los pecados (Ne intres, Sal 142,2; Propitius esto, Sal 78,9b) o imploran en general la misericordia de Dios (Exsurge, Sal 43,26; Fiat misericordia, Sal 32,22; Domine exaudí, Sal 101, 2). La preparación termina con el Aures tuae pietatis, que interesa el favor del Espíritu Santo para el digno cumplimiento de este ministerio. También hoy la ponemos a continuación de los versículos como la primera oración, pero substituyendo el singular (precibus meis) por el plural.

Adiciones posteriores
     337. No tardó en ampliarse este cuadro de oraciones. Se impuso en todas partes como adicional el salmo 115 (Credidi), que habla de tomar el cáliz del Señor (Missa Illyrica (Martene, 1, 4, IV [I, 492 D; con muchas ampliaciones]); cf. 1. c.. XVI (I, 594 D); Bernoldo. Micrologus, c. 1 23: PL 151, 979 992; sacramentario de Módena (Muratori, 1, 86) y la mayor parte de los documentos posteriores). Otros salmos se añaden sólo en algunos sitios (Entre ellos aparece coa frecuencia el salmo 116 (Laúdate) solo (así a partir de los siglos XII-XIII, en misales estirios [Kóck, 95 100] y regularmente en húngaros [Radó, 23 40, etc.,]) o junto con la última parte del salmo 118 (Appropinquet) así en varios sitios fuera de Italia [Kóck, 97; Beck, 260; Yelverton, 5]). Esta última parte del salmo 118 se encuentra con otros también en misales españoles de los siglos XV y XVI (Ferreres. 54 67), y ya en el misal de Lieja (s. XI) (Martene, 1, 4, XV [I, 582 E]) como, por ejemplo, el salmo de penitencia 129 (De profundís), que, junto con el salmo 115, se inserta en Italia hacia fines del siglo XII (Inocencio III. De s. alt. mysterio, I, 47: PL 217, 791; Sicardo de Creíiona, Mitrale, II, 8: PL 213, 86. En el siglo XIII, los cinco salmos actualmente empleados se mencionan Junto con sus oraciones en Pseudo-Buenaventura, De praeparatione ad missam, c. 12 (S. Buenaventura, Opp. ed. Peltier, XII [París 1868] 226); Durando, IV, 2, 1); se encuentra hacia el año 1290 en el Ordo missae de la capilla papal y de allí pasa al misal romano. En las preparaciones es frecuente encontrar tales salmos de penitencia (Los siete salmos penitenciales están en la Missa Illyrica (Martene. 1, 4, IV TI, 490 E]); cf. sacramentario de Lyón (Leroquais. I, 126). Asimismo, todavía en la baja Edad Media: misal de Sevilla (1535) (Martene, 1, 4, 1, 8 (I, 348 C] y Ordo missae de Ratisbona (Beck, 258). En ese mismo documento de la capilla papal (L. c., 199s. Parece que también en un misal franciscano del siglo XIII (Ebner, 313), aparecen también los demás detalles de este conjunto de oraciones, tal y como lo trae hoy el misal, o sea la antífona Ne reminiscaris, el Kyrie eleíson con el Pater noster (El paso a los versículos con Kyrie y Pater noster está registrado ya en Bernoldo (Micrologus, c. 1 23: PL 151, 979 992), con el misal de San Vicente del Volturno, hacia 1100 (Piala, 197, cf. cód. Chigi [Martene, I, 568 El); en el misal de Seckau. hacia 1170 (Kock, 95), y en el sacramentario de Módena, compuesto antes de 1174, en el que está también la antífona, pero con el texto Sanctifica nos Domine (Muratori, I. 36 . El Kyrie se encuentra ampliado en una letanía especial (que no invoca a santos particulares, sino sólo a grupos: omnes s. patriarchae, etc.) en misales húngaros a partir del siglo XII (Radó, 23 40 76 96 118 123 155). Por lo demás, Prescindiendo de los versículos, estos misales son los que más se ciñen al orden de oraciones del grupo Séez; a veces en que simplemente tienen por conclusión las dos oraciones Fac me quaeso (véase más adelante 356) y Aures tuas) el resto de los versículos, que igualmente respiran ambiente de penitencia, y el aumento de las oraciones hasta siete, de un tono más confiado. Entre éstas, las seis primeras, lo mismo que en el original, imploran las gracias del Espíritu Santo (Esta devoción especial al Espíritu Santo se expresa también por la antífona Veni Sáncte Spiritus, que sigue a los salmos en el misal de Seckau (hacia 1170) (Kock, 95) lo mismo en el Ordo de Gregorienmünster, de la baja Edad Media (Martene, 1, 4 XXXII [I, 653 DI), donde se encuentra el Veni Creator al principio de los salmos. La antífona se encuentra también aislada (1. c.. XXVIII [I, 642 D]; Ferreres, p. lxxxiv). El Veni Creator con versículo y la oración Deus cui omne cor patet (sin salmo) constituye, por regla general, la preparación en el rito de Sarum (Legg, Tracts, 219 255; Legg, The Sarum Missal, 216; Martene, 1, 4, XXXV [I, 664]); más tarde se dijo al revestirse), mientras la séptima, que es una antigua oración de adviento (Conscientias nostras), pide la purificación de la conciencia para el advenimiento del Señor.

Oración alternada
     338. Es fácil entrever en esta serie de oraciones el esbozo de un rito que tiende, según las leyes de la oración litúrgica, a la recitación en común. Pero notemos también que a veces en la baja Edad Media encontramos este conjunto ampliado y convertido en una verdadera hora canónica (Empieza con Deus in adiutorium y el himno Veni Creator, al que siguen salmos, capítulo (Rom V,5), responsorio, preces y algunas oraciones (ordinario de la misa de Augsburgo, del año 1493) (Hoeynck, 367s). En forma parecida también en un misal de la alta Hungría del siglo XIV (Radó, 71). Ya muy evolucionado (e. o. con el Appropinquet, véase arriba, nota 9), en el misal de Seckau, hacia 1330 (Kock, 97s), y en el ordinario de la misa de Ratisbona (Beck, 259-261); en forma algo mutilada también en Suecia (Yelverton, 5-7). Hoeynck observa, con razón, que las oraciones aparecen como un oficio de Spiritu Sancto). Desde un principio se pensó en recitar estas oraciones en común (Ordinario de la misa de Séez (Martene. 1, 4, XIII [I, 574 E]): cum circumstantibus. La Missa Illyrica hace rezarla a solos los clérigos mientras se reviste el obispo (1. c., IV [I. 492 C]). El sacramentario de Módena (Muratori, I, 86) prescribe además: cantet per se (episcopus vel presbyter) et per circumstantes psalm. istos cum litaniis et antiphona. Cf. Ebner, 321. Más citas en LeBRUN (Explication, I, 3-2), quien afirma que la letanía correspondiente antes de la misa solemne se cantaba en algunos sitios todavía hacia 1700y, conforme una rúbrica que se observa aún hoy en las misas pontificales, los dos canónigos asistentes han de contestar al obispo cuando éste reza la praeparatio ad missam (Caeremoniale episc.. II, 8, 7. La misma prescripción en el pontifical de Durando (Andrieu. III. 632s): el obispo reza los salmos cum clericis suis. Lo mismo en un misal del siglo XV de Nápoles (Ebner, 115): el obispo cum capellanis suis. Las oraciones del obispo que empiezan con el salmo 83 y que se dicen por éste al revestirse se encuentran también en el pontifical romano del siglo XIII (Andrieu, II, 371 471 478 y más veces).

La «Oratio S. Ambrosii»
     339. Al oficio de preparación para la misa, que había reemplazado a las apologías de principios de la Edad Media, se agregó posteriormente una extensísima fórmula de dicha apología, a saber, la oración Summe sacerdos, que lleva el titulo Oratio Sancti Ambrosii y cuyas partes están hoy repartidas por los siete días de la semana. Es una apología en el sentido más amplio de la palabra. En ella la melancólica acusación de si mismo se ha substituido ya por humildes súplicas. No pertenece a la época en que se dieron con tanta exuberancia las apologías, sino al siglo XI (P. Cabrol, Apologies: DACL I. 2599; Wilmart (Auteurs spirítuels, 101-125), que ofrece un texto crítico y sospecha que el autor es Juan de Pécamp (+ 1079). En esto, ciertamente, hay que tener en cuenta que la oración se encuentra ya a mediados del siglo XI en el sacramentario de S. Denis al principio de la misa (Martene, 1, 4. V [I, 522). Esta oración luego se propagó rápidamente. Se encuentra en un sacramentario de Preising, del siglo XI (Ebner. 272); en un sacramentario del centro de Italia, del final del sido XI; a partir del siglo XII, también en España (Ferreres, p. LIX LXXII ex 7Ss). Pseudo-Buenaventura recomienda al sacerdote que añada esta oración a los cinco salmos, etc. En el misal romano parece haber entrado por el ordinario de la misa de Burcardo de Estrasburgo (Legg, Tracts, 126ss;, que lo prepone ad libitum sacerdotis). Al igual de las otras oraciones y consideraciones que en los misales posteriores y el actual se ponen para uso del sacerdote (En el Ordo missae de Ratisbona (hacia 1500) están reunidas todas las oraciones preparatorias de la baja Edad Media (Beck 257-261). El Ordo qualiter sacerdos se praeparet contiene, después de los 15 gradus beatae Virginis (esto es, rezar tres veces cinco salmos con añadiduras determinadas), los siete salmos penitenciales, una iniciación al recogimiento interior, una oración de passione Domini. algunas oraciones más y, finalmente, el oficio de preparación, comentado arriba en la nota 17. El misal de Vich (1496 hace preceder coma praeparatio sacerdotis un inciso de San Gregorio Magno (Dial., IV, 58), que empieza Haec singulariter victima (Ferretes, p. civ). La oración que en el misal romano lleva el título Oratio s. Thomae Aquinatiis se encuentra con variantes en las oraciones preparatorios de Linkóoing (Yelverton. 9s): Omnipotens et misericors Deus, ecce accedo. Las oraciones siguientes no entraron en nuestro misal antes de la edición nueva de Clemente VIII, 1604), sin duda nunca se tuvieron como obligatorias mientras que las demás se presentan en las fuentes del siglo XI generalmente como parte de la liturgia, en el mismo plano que las fórmulas para revestirse o las oraciones ante las gradas, que frecuentemente se hallan como entrelazadas sin separación En qué grado obligan estas oraciones adicionales, lo determina la costumbre El misal de Pío V pide su recitación solamente pro temporis opportunitate. En cambio, insiste en la recomendación general de que el sacerdote, antes de acercarse al altar, haga oración por algún espacio de tiempo, orationi aliquantulum vacet.

Meditación en vez de oración vocal
     340. El misal tridentino no insiste en la oración vocal del sacerdote antes de la misa. Se explica si tenemos en cuenta el movimiento a favor de la oración mental surgida en los círculos de la devotio moderna, y que se extendió con fuerza cada vez mayor a partir de las últimas décadas del siglo XV. Para disponerse al sacrificio de la Nueva Alianza con alma jugosa y plena conciencia de la majestad de este misterio, que pide como ninguno la «adoración en espíritu y en verdad», hay que reconocer que ningún medio podía ayudar más que un rato de meditación sobre las grandes verdades, tanto más cuanto que durante la misa había ocasión para numerosas oraciones vocales. A esto hay que añadir que los maitines y laudes contrincaban precediendo obligatoriamente a la misa. Con razón la meditación matutina llegó a ser un elemento cada vez más recomendado en el horario del sacerdote.
     Lebrun (I, 30s) da cuenta de una forma especial de preparación ascética que en los siglos anteriores era costumbre para el hebdermadarius en algunas colegiatas (vida en retiro absoluto en una habitación especial, ayuno, lectura de la pasión del Señor) ; cf. De Moléon, 173; Binterim, IV, 3, p. 273s.
P. Jungmann, S.I.
EL SACRIFICIO DE LA MISA

jueves, 26 de diciembre de 2013

Non erat eis locus...

No había sitio para ellos...

   Todas las puertas se cerraron.
   Para ellos no había sitio. Ni aun en la posada pública.
   Repulsa dolorosa que debió herir hasta lo más profundo el corazón de José y de María.
   Y el Corazón del Niño, que latía en el seno de su Madre, venía a los suyos, y los suyos no le recibían.
   El Evangelista no dice: no había sitio, sino «no había sitio para ellos»: eis.
   Porque no eran ni los amigos, ni los parientes, ni el dueño del albergue público los que cerraban así las puertas; ellos eran los instrumentos del Padre celestial, que quería que su Hijo naciera en un establo.
   ¡Misterio insondable! ¡Misterio adorable!
   El Padre ama al Hijo. ¡Y, sin embargo..., le depara aquella mísera cuna!
   El Padre ama al Hijo. ¡Y, sin embargo..., permite que no encuentre un albergue donde nacer!
   El Padre ama al Hijo. Le dará todo el mundo como herencia. ¡Pero ahora... deja que el mundo le rechace y le obligue a buscar refugio en una desnuda y miserable cueva!
   Jesús viene al mundo para salvarme y para ser mi Modelo.
   Y ya desde el primer momento de su aparición en la tierra comienza su oficio de Redentor—con el sufrimiento—y su oficio de Modelo—en la humillación y en la pobreza.
   Por ello no encuentra dónde albergarse, ni aun en la posada pública.
   No había sitio para ellos.
   ¿Esta frase no sigue siendo todavía una dolorosa realidad?
   ¡A cuántos corazones llama Jesús y no responden!
   ¡A cuántas almas toca y se le niega la entrada!
     ¿En mi propio corazón ha encontrado siempre abrigo?... ¡Ay! ¡Cuántas veces, Señor, has llamado en vano! El sitio estaba ocupado. ¡Y las puertas se cerraron para Ti!
     Mi corazón, que es tantas veces como una posada pública, en la que entran y salen sin pedir permiso mil preocupaciones vanas, en la que se albergan y acomodan afectos desordenados que no tienen ningún derecho a ocupar un sitio que no les pertenece, ese corazón se cierra a tus inspiraciones, a tus voces.
     Y ese corazón es tuyo. ¡Y por tantos títulos!
     Hoy el mundo no tiene lugar para Cristo.
     Quiere cerrarle todas las puertas.
     Arrojarle de todas las moradas.
     Desterrarle lejos, muy lejos, porque no quiere ni aun oír hablar de Él.
     Pero Cristo encuentra siempre una cueva de Belén.
     Y hacia ella volverá a atraer a los pastorcitos, humildes y sencillos, y a los Magos, obedientes y sinceros.
     ¡Señor! Aquí tienes mi corazón. Yo quiero que sea tuyo. Tuyo por completo y para siempre.
     Que en él encuentres siempre tu sitio.
     Es pobre y miserable, más que la gruta de Belén; ¡ pero... es tuyo!
     Que jamás vuelvan a cerrarse las puertas de ese pobre albergue cuando Tú te dignes llamar a ellas. ¡ Para Ti estarán siempre abiertas!
Alberto Moreno S.I.
ENTRE EL Y YO

miércoles, 25 de diciembre de 2013

Natus est vobis hodie

Ha nacido hoy para vosotros

     ¿Quién? ¿Y para quién?
    El Salvador ha nacido.
    El Hijo de Dios ha aparecido hoy en el mundo, revestido de nuestra carne.
    Se ha hecho mi Hermano.
     ¡Oh dignación soberana de un Dios infinitamente amante!
     Y  ha nacido para mí.
     Sí, por mí se ha hecho hombre.
     A mí me llama, a mí me busca.
     Dilexit me: me amó a mí, me amó desde toda la eternidad.
     Y porque me ama, aparece en el pesebre de Belén como un niño tierno, pobre, humilde...
     En su rostro resplandece el amor, sus labios me sonríen, sus ojitos me miran, sus manitas me llaman y su Corazón arde de amor por mí.
     ¡Oh dignación soberana de un Dios infinitamente amante!
     Dios se hace hombre, para que el hombre pueda llegar hasta Dios.
     Su cuna es un altar, altar donde se inmola la Víctima, que nació para satisfacer por mis pecados.
     Hostia pura, Hostia santa, Hostia inmaculada.
    Su cuna es una cátedra, cátedra desde la cual mi Dios recién nacido me enseña el amor a la pobreza, su compañera inseparable; a la humildad, su librea de combate; a la mortificación, su estandarte de lucha.
     Su cuna es un tribunal, tribunal en el que son condenados y juzgados la soberbia, madre de todos los pecados; la sensualidad, el amor a los bienes de la tierra.
     ¡Oh, si yo aprendiera las lecciones del pesebre!
     Cristo, el Salvador, nació por mí y nació para mí.
     ¡Oh pensamiento lleno de dulzura!
     ¡Oh dignación soberana de un Dios infinitamente amante!
     ¿Cómo no amaré al que por mi amor nació en el portalito de Belén?
     Amor con amor se paga.
     Y el amor se manifiesta en las obras.
Alberto Moreno S. I.
ENTRE EL Y YO

martes, 24 de diciembre de 2013

Transeamus usque Bethlehem


 Vayamos a Belén
     ¿Cómo no ir con los pastorcillos a Belén?
     Son ellos, las almas sencillas, humildes, pobres, los primeros invitados a contemplar al Verbo hecho carne, al Hijo de Dios hecho hombre, al Salvador que acaba de nacer.
     Confundido con ellos, yo, soberbio y falto de todas las virtudes, puedo llegarme hasta el pesebre.
     Y con ellos, acercarme para besar los pies del recién nacido, que descansa en los brazos de María.
     ¡No me rechazará!
     Allí, postrado, contemplo aquel cuadro lleno de encanto y de misterio, preñado de enseñanzas.
     Videamus hoc verbum, quod factum est, quod Dominus ostendit nobis.
     Un Niño: tierno y pobrecito, envuelto en blancos pañales; débil todavía, no se vale por Sí mismo...; aún no abre su boquita para hablar.
     Y ese Niño es el Omnipotente, Dios verdadero, por el cual han sido hechas todas las cosas, y en el cual todas las cosas se sostienen...
     Y ese Niño es el Verbo del Padre, la palabra eterna, la eterna verdad. La verdad, que es luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo.
     ¡Como los pastorcitos, Señor, creo y adoro!
     ¿Qué importa que mis ojos de carne no vean más que un tierno Niño?
     Las voces de los ángeles que cantan: «Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad»; el anuncio del ángel que evangeliza a los pastores un gran gozo: Quia natus est vobis Salvator: por que ha nacido hoy para vosotros el Salvador; esas voces, que no son más que el eco de la voz del Padre que me muestra a su Hijo muy amado, en el cual tiene todas sus complacencias:
     despiertan mi fe, la fortalecen, la confirman.
     ¡Creo, Señor, creo!
     ¡Creo que Tú, hecho hombre por mi amor, eres mi Salvador!
     ¡Creo que no hay ningún otro nombre, a excepción del tuyo, en el cual pueda yo ser salvo! ¡En el cual pueda yo librarme del pecado y de la muerte eterna!
     ¡Creo en tu amor para conmigo y para con todos los hombres, que para redimirnos te ha traído a tomar nuestra propia forma!
     ¡Postrado a tus pies, que beso reverente con los pastorcitos de Belén, te adoro y te reconozco por mi Dios y mi Señor.
     Con los pastorcitos quiero yo también glorificar y alabar a Dios por las maravillas de este Niño, envuelto entre pañales y reclinado en un pesebre.
Alberto Moreno S.I.
ENTRE EL Y YO