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viernes, 13 de diciembre de 2013

Controversias bíblicas que han dado lugar a las intervenciones del magisterio eclesiástico (1)

CAPÍTULO I
Hasta la aparición del protestantismo
I. Las controversias bíblicas en los primeros siglos (I-VIII)

     La Iglesia cristiana recibió de los apóstoles el depósito de las Sagradas Escrituras, que habían de formar con el tiempo el conjunto de libros comprendidos bajo la doble denominación de Antiguo y Nuevo Testamento. Los libros sagrados del Antiguo Testamento, salvo en la catequesis aramea de Jerusalén, que desapareció con la ruina de la ciudad el año 70, fueron usados por los primeros predicadores de los tiempos apostólicos en la versión griega alejandrina llamada de los Setenta (Se llama así la versión griega del Antiguo Testamento hecha en Alejandría de Egipto entre los años 250 y 130 antes de Cristo. El nombre de los Setenta (LXX) proviene de la leyenda según la cual, bajo Tolomeo Filadelfo y a petición de éste, el sumo sacerdote de Jerusalén, Eleázaro, envió 72 traductores, seis por cada tribu luégo se redondeó el número, que, encerrados en sendas celdas en la isla de Faros, coincidieron milagrosamente en la traducción). Los que componen el Nuevo Testamento fueron entregados por los mismas apóstoles a distintas comunidades cristianas, que sólo poco a poco fueron completando sus colecciones con los escritos apostólicos dirigidos a las otras iglesias.
     En los primeros siglos, los cristianos —herederos, a través de Cristo y los apóstoles, de la doctrina judía sobre la inspiración divina de las Escrituras— admitieron los libros sagrados de uno y otro Testamento como palabra de Dios inspirada por el Espíritu Santo para enseñanza y edificación de los hombres.
     El origen divino de las Escrituras estaba claro en la enseñanza de los apóstoles. San Pablo había escrito: Toda la Escritura, divinamente inspirada, es también provechosa para la enseñanza, para la reprensión, para la corrección, para la educación en La justicia, para que sea cabal el hombre de Dios, dispuesto y a punto para toda obra buena (
2 tim. III, 16s.). Y San Pedro añadía que toda profecía de la Escritura no es obra de la propia iniciativa; ya que no por voluntad del hombre fué traída la profecía, sino que llevados por el Espíritu Santo hablaron los hombres de parte de Dios (2 Pet. I, 20s.).
     La primitiva tradición cristiana recogió estas enseñanzas y las profesó abiertamente desde el principio. Para Atenágoras, el Espíritu Santo "pulsó las lenguas de los profetas como instrumentos" (Le
gatio pro christianis, n.7: MG 6,903. Más adelante dice que el espíritu santo usó de los profetas como el flautista que toca la flauta (ibid., n.9: mg 6,907). cf. t. Antioqueno, Ad Autolicum 2,9: MG 6,1063). Hipólito dice que los profetas son "como cítaras que fueron pulsadas por el plectro del Verbo" (De Christo et Antichristo 2: MG 10, 727s). Y la Cohortatio ad Graecos explica la acción del Espíritu Santo en los autores sagrados diciendo que, "cual divino plectro bajado del cielo, usaba de los hombres justos como de citaras o liras" (Cohort. ad graec. 8: MG 6, 255s.). San Agustín llama a las Escrituras "cartas que nos han llegado de la patria lejana, de donde somos peregrinos" («litteras quae de illa civitate, unde peregrinamur, nobis venerunt». Enarr. in Psalmum 90 ser.2,1: ML 37,1159).
     En consecuencia, la Iglesia primitiva atribuye a la Biblia la autoridad omnímoda que corresponde a la palabra de Dios.
     Los primeros herejes trinitarios o cristológicos reconocían asimismo la autoridad irrefragable de las Escrituras. Las controversias de los judíos contra la nueva religión se mantuvieron también, como era de esperar, en la misma línea de respeto a la palabra inspirada.
     Los primeros ataques a la fortaleza de los libros santos surgen a mediados del siglo II, provenientes simultáneamente de las filas paganas y del campo cristiano.

     Celso.—Abre el fuego Celso hacia el año 150 con su famoso Discurso verdadero (cf. g. bareille, art. Celse: DTC II 2 col.2090-2100). El reto que a fines de este siglo dirigirá Tertuliano a los gentiles en nombre de los cristianos ("Somos de ayer y lo llenamos todo"), era ya una realidad en los tiempos de Celso y comenzaba a preocupar a los políticos de Roma, que veían comprometida la pervivencia de sus instituciones ante el doble peligro de la amenaza exterior de los bárbaros y la descomposición interna del Imperio. El cristianismo era considerado como factor decisivo en esta desintegración. El sincretismo religioso de la Roma imperial no creaba problema, mientras las diversas religiones importadas del Oriente podían ser integradas en el firmamento elástico del Panteón romano. La cuestión se planteaba —y gravísima— con la infiltración en la masa de la religión cristiana rigurosamente monoteísta, que excluía y execraba todo culto a los dioses del Olimpo. La unidad religiosa y cultural del Imperio se había venido abajo.
     Celso intenta poner el remedio desembarazándose del cristianismo. Su obra no se conserva sino a través de la refutación de Orígenes (
Contra Celsum 1.8: MG 9,641-1632). Si resulta incompleta la reconstrucción que de ella intentaron Keim (Th. Keim, Celsus' wahres Wort. Zurich 1873) y Aubé (B. Aubé, Histoire des persécutions. La polemique paienne á la fin du II siécle (parís 1878) p. 158-425) a base de los textos conservados por el alejandrino, es, sin embargo, suficiente para darnos una idea aproximada de su contenido y de las intenciones del filósofo-político. Después de un proemio en el que el autor comparte todo el odio del pueblo contra los cristianos, Celso introduce a un judío que refuta la base viejo-testamentaria de la nueva religión, presentando a ésta como una herejía o cisma del judaismo. Esto le sirve después para destruir más fácilmente el cristianismo al atacar el origen sobrenatural de la religión judía. Los libros sagrados de los hebreos son para Celso un hato de supercherías y de falsedades históricas. Su esperanza mesiánica, un imposible metafísico que choca con la inmutabilidad de Dios. Sigan ellos enhorabuena la práctica de su religión nacional, ya que constituyen una raza aparte, pero no presuman de que es la verdadera.
     Esta parte de la obra de Celso es el primer ataque racionalista a la inspiración e inerrancia del Antiguo Testamento.
     Acto seguido se enfrenta con la figura de Cristo. No puede ser Dios, como se pretende, un hombre ignorado que termina su vida de aventurero en un suplicio, sin fuerza para vengarse de sus enemigos. La misma encarnación de Dios es imposible, porque Dios es inmutable. El autor sabe muy bien que los cristianos prueban la divinidad de su Fundador por las profecías en El cumplidas y por los milagros que obró. Pero las profecías son imposibles, porque comprometen el libre albedrío; los vaticinios del Antiguo Testamento no se diferencian de los oráculos paganos, y no está claro que se cumplieran en Cristo. También son imposibles los milagros, por destruir las leyes naturales, que son, como Dios, inmutables. Y en cuanto a los milagros que se dice haber obrado Cristo, son asimilables a los prestigios de la magia, y nos han sido referidos por unos autores que carecen de espíritu crítico y cuyos libros no tiénen, por lo tanto, valor histórico.
     Celso termina su libro recomendando diplomáticamente a los cristianos que se porten como buenos ciudadanos del Imperio, uniendo sus fuerzas en defensa de la causa común, amenazada por los bárbaros.
     No se tienen noticias del más leve influjo ejercido por la obra de Celso en los contemporáneos. Es más, ésta acaso nos sería totalmente desconocida, si casi un siglo más tarde Orígenes no hubiera superado la repugnancia que dice haber sentido al refutarla. Gracias a él conocemos hoy los argumentos del primer racionalista que atacó la inspiración e inerrancia de la Biblia. Y los racionalistas modernos difícilmente le perdonarán a Orígenes -y en su medida a Celso- haberles así arrebatado la palma de la originalidad.

     Porfirio.—En la misma línea de Celso y un siglo más tarde -en la segunda mitad del III- se encuentra el filósofo neoplatónico Porfirio con su obra en 15 libros Contra cristianos. El punto de mira de este segundo racionalista es más cultural que político. Trata de deshacer el obstáculo que el cristianismo suponía para el triunfo de la cultura helenística. Sus ataques a los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento son más serios que los de Celso y arguyen mucho mayor conocimiento de causa. El paralelismo que Allard establecía (P. Allard, La persécution de Dioclétien (París 1890) t.I p. 75) entre Celso y Voltaire, de una parte, y Porfirio y Renán, de otra, tiene su justificación, más que en el tono de las invectivas, en el respeto que los segundos sienten por la persona de Cristo y en el aparato de erudición y seriedad de que supieron revestir sus ataques.
     No puede ser Dios para Porfirio un hombre, como Cristo, que tiene miedo, sufre y muere. Los Evangelios están llenos de supercherías y plagados de contradicciones. Apenas hay una dificultad de las que en ellos encuentran los racionalistas modernos que no haya sido señalada por Porfirio. El Pentateuco actual fué redactado por Esdras. Daniel es un falsario del tiempo de Antíoco Epífanes. Los apóstoles y evangelistas eran unos hipócritas redomados...
     La obra de Porfirio pereció totalmente como consecuencia de los decretos de Constantino, ya antes de Nicea (
Cf. Sócrates, Historia Ecclesiastica I 9), y de Teodosio II y Valentino III en 448 (Cod. Justin. l.I tít.I ley 3) Sus dificultades fueron contestadas y refutadas por Metodio de Olimpo, Eusebio de Cesarea, Apolinar de Laodicea, Drepanio Pacato, Macario de Magnesia, San Jerónimo -especialmente en su comentario a Daniel- y San Agustín en su carta 102 a Deogracias (Cf. L. Vaganay en su art. Porphyre: DTC XII 2 col.2555-1590, especialmente col.2564-2569). Acaso indirectamente influyeran en la composición de la obra de este último De consensu evangelistarum.

     Marción.—Contemporáneo de Celso es el hereje cristiano Marción, que inaugura dentro de la Iglesia los ataques al canon o catálogo de los libros inspirados (cf. E. Amann, art. Marción: DTC IX col.2009-2032). Nacido a finales del siglo I en Sínope, provincia del Ponto, sobre la costa meridional del mar Negro, e hijo del obispo de la ciudad, Marción fué educado en el cristianismo. Excomulgado por su padre por haber seducido a una virgen, abandonó la casa paterna y se hizo armador de barcos, terminando por fijar su residencia en Roma. La interpretación personal equivocada de dos frases de Cristo en el Evangelio de San Lucas 17 (Luc. VI, 43; V, 36-38) -y tal vez el influjo del hereje Cerdón- le condujo a establecer el doble dualismo metafísico e histórico que había de constituir la base de su sistema: Si por los frutos se conoce al árbol, este mundo tan malo en que vivimos no puede haber sido creado por un Dios infinitamente bueno y poderoso. Si es perjudicial poner un remiendo fuerte a una tela pasada o echar el vino nuevo en odres viejos, no menos perjudicial resulta querer mezclar el mensaje evangélico con la vieja y caduca Economía Antigua.
     Condenado en sesión solemne del Presbyterium romano el año 144, Marción inicia abiertamente la propaganda de su herejía con la publicación de sus dos obras El instrumento y Las antítesis, que sólo conocemos por las refutaciones de San Justino, San Ireneo, Tertuliano e Hipólito principalmente.
     Hasta ahora la Iglesia cristiana empleaba, como instrumento jurídico que hacía fe sobre la verdadera doctrina, la palabra de Dios inspirada en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, por más que todavía en estos primeros siglos aparecieran algo desdibujados los contornos del canon neotestamentario. Los apóstoles, y después de ellos, siguiendo la misma línea, los apologetas, habían probado la verdad del cristianismo por el cumplimiento de las profecías contenida en los libros del Antiguo Testamento. Ya San Pablo se había planteado -y resuelto- el problema de la antinomia entre la sustitución de la Economía Antigua por la Nueva y la afirmación de Cristo de no haber venido a destruir la ley, sino a perfeccionarla, entre la promesa racial hecha a Abrahán y la destinación universal de la redención de Cristo.

     Marción considera equivocado el proceder de la Iglesia y de los apóstoles. Ninguna relación de parentesco puede haber entre la Antigua y la Nueva Economía. La primera, como el mundo, es obra de un Dios creador o, por mejor decir, organizador, especie de demiurgo imperfecto y limitado, que no fué capaz de imponer su voluntad a la materia preexistente, y que, a fuerza de querer ser justo, resulta a veces cruel. Este demiurgo es el inspirador de los libros del Antiguo Testamento. Cristo, encarnación del Dios omnipotente y bueno, vino a revelarnos la existencia de éste y su designio salvador.
     Para justificar este doble dualismo metafísico e histórico y esta fobia antinomista, Marción hubo de recortar arbitrariamente el Instrumentum doctrinae de los libros inspirados, rechazando en bloque todo el Antiguo Testamento, que tenía por autor al Demiurgo o Dios creador, y todos aquellos escritos neotestamentarios que mantienen las estrechas relaciones existentes entre ambos Testamentos. Así, el Instrumento evangélico queda reducido para Marción al solo Evangelio de San Lucas, que empieza en el capítulo IV y del cual hay que expurgar los pasajes que todavía conserven reminiscencias del Antiguo Testamento. Y el Instrumento apostólico se reduce a las Cartas de San Pablo, excluidas las pastorales y la de los Hebreos y suprimiendo en las otras las alusiones favorables al Antiguo Testamento.
     En Las antítesis presenta Marción los atributos diferentes -y, según él, inconciliables- que el Antiguo y el Nuevo Testamento dan a su respectivo Dios, y resalta, exagerándola notablemente, la distinta actitud de Pablo y de los demás apóstoles con respecto a la Ley Vieja.
     Los procedimientos de Marción han sido copiados a lo largo de la historia por todos los mutiladores del cuerpo sagrado de las Escrituras. Lutero, al distinguir entre libros que contienen bien a Cristo y libros que lo contienen mal; los protestantes liberales, al excluir de los Evangelios como interpolado todo el contenido escatológico, y los escatologistas al hacer lo mismo con las enseñanzas morales y constitucionales, procedían con el mismo apriorismo que llevó al heresiarca del siglo II a rechazar -contra el sentir unánime de la Iglesia- todo el Antiguo Testamento y parte del Nuevo. Ni siquiera le cabe a la escuela de Tubinga la triste gloria de haber descubierto el antagonismo entre San Pablo y los demás apóstoles, que dieciséis siglos antes había subrayado Marción. 


     La reacción antimarcionita
     Pero el mérito más notable del antiguo armador de barcos de Sínope consiste en la reacción católica que suscitó. Su postura antijudaica llamó la atención de apologistas y exegetas hacia las dificultades que entrañaba la utilización por los cristianos del contenido total del Antiguo Testamento, si no se matizaba bien el carácter transitorio de muchas disposiciones y enseñanzas morales viejotestamentarias, así como el progreso gradual de la Revelación. Ya no era buena apologética la que buscaba sencillamente los puntos de contacto entre ambos Testamentos para convencer a los judíos. El alegorismo de la escuela exegética de Alejandría, si no obedece a intenciones apologéticas contra Marción, es por lo menos tributario del planteamiento del problema y de la situación creada por Las antítesis del heresiarca del Ponto. Firme la fe en la inspiración divina de toda la Biblia, y ante la visible imperfección moral de algunos hechos narrados en el Antiguo Testamento, era obligado buscar una explicación, que, a falta de otra mejor, los alejandrinos creyeron encontrar en la exegesis alegórica iniciada por su compatriota el judío Filón (Entre los latinos, este influjo es eviodente en San Agutín. En sus dos libros De Genesi contra manichaeos recurre a la alegoría para resolver las dificultades de los adversarios, mientras que en los doce libros De Genesi ad litteram nos da un comentario literal del mismo libro).
     Pero bien pronto se vió que esto era un intento inútil de evadir las dificultades. La escuela antioquena vuelve por los fueros del sentido literal, y el problema de las antinomias entre ambos Testamentos sólo entra en vías de solución cuando San Juan Crisóstomo, conservando la historia, introduce el principio fecundo de la condescendencia divina para explicar la imperfección relativa del Antiguo Testamento.
     De otra parte, la arbitraria mutilación del canon de los libros sagrados, establecida por Marción, provocó las declaraciones reflejas de la Iglesia católica a este respecto. El documento más antiguo que poseemos es el Fragmento llamado de Muratori, que este célebre bibliotecario de la Ambrosiana de Milán descubrió y publicó en Antiquitates italicae Medii Aevi, tomo III, página 851. En él se expresa la fe que la Iglesia de mediados del siglo II tenía en la inspiración de todos los libros del Nuevo Testamento. Faltan la Epístola de Santiago, la Carta a los Hebreos y la segunda de San Pedro. Expresamente se hace mención de algunos escritos marcionitas que no se deben admitir. Siguen los concilios Laodicense del año 360, Cartaginense III, del 397; Cartaginense IV, del 419; Florentino y Tridentino, que así como la carta Consulenti tíbi, del papa Inocencio I a Exuperio, obispo de Tolosa, de 23 de febrero del 405, y el llamado Decreto Gelasiano, proponen de manera autoritativa el canon completo de los libros sagrados que siempre admitió la Iglesia católica.
     Por reacción contra el dualismo marcionita se hace solemne en la primitiva Iglesia una fórmula de fe en la unidad de la inspiración de ambos Testamentos que perdura hasta los documentos eclesiásticos de nuestros días. Así, el símbolo bautismal de Laodicea de Siria comienza con esta fórmula inicial antimarcionita: "Creemos en un solo Dios, es decir, en un solo principio, el Dios de la Ley y del Evangelio, justo y bueno". Tal vez reflejen la misma preocupación antimarcionita, aunque ciñéndose a los cuatro Evangelios, estas otras palabras del citado canon de Muratori: "Y así, aunque parezca que se enseñan cosas distintas en los distintos Evangelios, no es diferente la fe de los fieles, ya que por el mismo principal Espíritu ha sido inspirado lo que en todos se contiene sobre el nacimiento, pasión y resurrección (de Cristo), así como sobre su permanencia con los discípulos y sobre su doble venida, despreciada y humilde la primera, que ya tuvo lugar, y gloriosa con regia potestad la segunda, que ha de suceder". En el canon 8 de una antigua regla de fe que se remonta al siglo V, y que suele llamarse "Símbolo del concilio I de Toledo", se dice: "Si alguno dijere o creyere que uno es el Dios de la Antigua Ley y otro distinto el de los Evangelios, sea anatema". Y en los llamados Statuta Ecclesiae Antiqua, de finales del siglo V o principios del VI, se manda preguntar al que ha de ser consagrado obispo "si cree que sea uno y el mismo el autor y Dios del Nuevo y Antiguo Testamento, esto es, de la Ley y de los Profetas y de los Apóstoles". La misma fórmula se contiene en la carta 101 de León IX a Pedro obispo de Antioquía, hacia el año 1053, y en la profesión de fe de Miguel Paleólogo, ofrecida a Gregorio X en el concilio II de Lyón de 1274: "Creo también que el mismo Dios y Señor omnipotente es el autor del Nuevo y del Antiguo Testamento, de la Ley y de los Profetas y de los Apóstoles". Y, con ligeras variantes, en la profesión de fe impuesta a Durando de Huesca y a sus compañeros valdenses el 18 de diciembre de 1208: "Creemos que el mismo Dios que, permaneciendo en la Trinidad, como queda dicho, creó todas las cosas de la nada, es el único autor del Nuevo y del Antiguo Testamento".
     Los concilios Florentino y Tridentino apenas harán otra cosa que repetir esta fórmula solemne y tradicional. Se dice en el Decretum pro Iacobitis: "... Profesa que el mismo y único Dios es el autor del Antiguo y del Nuevo Testamento, esto es, de la Ley y de los Profetas y del Evangelio, ya que bajo la inspiración del mismo Espíritu Santo hablaron los santos de uno y otro Testamento, cuyos libros recibe y venera...
     Asimismo anatematiza la locura de los maniqueos, que pusieron dos primeros principios, uno de las cosas visibles y otro de las invisibles, y dijeron que uno era el Dios del Nuevo Testamento y otro el del Antiguo".
     Y en la sesión 4° del Tridentino:
     "El sacrosanto ecuménico y general concilio Tridentino... recibe y venera con el mismo piadoso afecto... todos los libros tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, ya que un mismo Dios es el autor de uno y otro".
     Y, por último, en el capítulo 2 de la sesión 3, el Vaticano, después de aludir al anterior decreto del Tridentino, define la naturaleza de esos libros del Antiguo y Nuevo Testamento diciendo que "la Iglesia los tiene por sagradas y canónicos... porque, habiendo sido escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios por autor".
     Como habrá podido observarse, hay en los documentos que acabamos de enumerar un visible progreso en la explicitación del contenido de la fórmula antimarcionita. Mientras el símbolo bautismal de Laodicea y la regla de fe atribuida al primer concilio de Toledo insisten en la unidad del Dios del Antiguo y del Nuevo Testamento, sin que aparezca claro si se trata del objeto de ambas Economías o del inspirador de ambas colecciones de libros, los Statuta Ecclesiae Antiqua y las profesiones de fe de León IX, Inocencio III y Gregorio X engloban ambos conceptos: uno es el Dios reflejado en el Antiguo y en el Nuevo Testamento y uno el autor de las dos colecciones de libros inspirados.
     En realidad, ésta era la mente de la primitiva reacción católica antimarcionita. Marción sostenía que las dos Economías, en sus respectivos libros sagrados, reflejaban dos dioses distintos: el Demiurgo creador, justo y severo, y el Padre bueno y redentor, cada uno de los cuales, a su vez, había inspirado sus propios libros. Más tarde, los maniqueos, manteniendo el mismo dualismo absurdo, atribuían el Antiguo Testamento al príncipe de las tinieblas o demonio. Los Acta Archaelai atribuyen a Mani la enseñanza de que fué el demonio quien habló por medio de los profetas.
     La tradición católica rechazaba en los documentos antes citados las doctrinas marcionita y maniquea a la vez. En las definiciones de los tres últimos concilios (Florentino, Tridentino y Vaticano) se trata exclusivamente de los libros inspirados (E
l Florentino, que, como vimos, condena expresamente la doctrina maniquea, tiene buen cuidado de separar las dos cuestiones), afirmándose en ellos que la razón de recibirlos como tales es que, por haber sido escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios por autor. Quizá, de haber atendido mejor al origen histórico de la fórmula clásica incorporada a su definición por el Vaticano, no hubiera insistido tanto Franzelin en la preponderancia casi exclusiva de la idea de autor al elaborar el concepto teológico de inspiración.

     Prisciliano. Otra herejía de la edad patrística que parece haber tenido ramificaciones bíblicas es el priscilianismo. A fines del siglo IV, Prisciliano es acusado de haber defendido el dualismo maniqueo, aunque no parece haber negado el origen divino del Antiguo Testamento en bloque, ya que en las obras que Schepss le atribuye en el volumen correspondiente del Corpus Vindobonense se contienen comentarios a varios libros del Antiguo Testamento. Parece haber enseñado que sólo pueden ser tenidos por divinos los libros que llevan el nombre de los doce patriarcas. Por otra parte, en su tratado De fide (et) de apocryphis defiende la lectura de algunos libros no incluidos en el canon de la Iglesia. Contra estos errores parecen haber sido redactados los anatematismos 8 y 12 del concilio de Toledo del año 447, que forman parte de la llamada Antiqua regula fidei o Symbolum Concilii Toletani I. 

     Los paulicinianos. A principios del siglo VIII florecen en Armenia y norte de Siria (de donde pasan a Frigia, Bulgaria, Italia y Francia) los llamados paulicinianos (nombre de etimología desconocida), cuya doctrina dualista maniquea los lleva a rechazar el Antiguo Testamento y conservar del Nuevo un canon parecido al de Marción.
     Sobre esfos residuos de maniqueísmo larvado, que persiste en todas las sectas o movimientos de tendencia cátara, hablaremos con más detención en el capítulo siguiente.


II. Los estudios bíblicos en la edad media
     Consideraciones generales. La controversia marcionita y maniquea, lo mismo que la polémica contra Celso y Porfirio, cedieron poco a poco ante las luchas domésticas en materia trinitaria, cristológica o de gracia. Todos estos herejes de los últimos siglos de la edad patrística coincidían con los católicos en admitir la autoridad de la Biblia. Por otra parte, la fuente de argumentación para ambos bandos contendientes era casi exclusivamente el Nuevo Testamento, y el carácter dogmático de la lucha imponía una exegesis preferentemente doctrinal.
     Siguieron en pie las dos tendencias, alegorista y literalista, de las dos grandes escuelas alejandrina y antioquena, representadas en parte por San Agustín y San Jerónimo en Occidente. Por influjo principalmente de San Juan Crisóstomo y de San Jerónimo, al final de la época patrística se reconoce generalmente la primacía y universalidad teórica del sentido literal en la Biblia. Pero San Gregorio Magno, cuya influencia en la Edad Media supera a la de todos los demás, introduce el principio utilitarista que presidirá toda la exegesis de este período. La Biblia es un libro de edificación y sólo en esta línea interesan los comentarios. Hay una vuelta al alegorismo, que ya no obedece a preocupaciones doctrinales de controversia, como en la escuela de Alejandría, sino, de una parte, al desconocimiento de las lenguas orientales y de la antigüedad bíblica, y de otra, a1 criterio utilitarista espiritual exagerado, que llevaba a Rabano Mauro a escribir: "Todo lo que en la palabra divina no pueda con propiedad referirse ni a la honestidad de las costumbres ni a la verdad de la fe, piensa que es figu rado".
     Cuando ya en los siglos XII y XIII la Biblia comienza a ser objeto de estudio, prevalece el carácter dogmático de las exposiciones bíblicas, se hace más refleja la conciencia de la inerrancia y se intenta una explicación de la naturaleza de te inspiración.

     A falta de controversias con los de fuera, y dado el casi absoluto desconocimiento de la historia y literaturas orientales extrabiblicas, los problemas de crítica histórica que en torno a la Biblia se plantean son los que nacen de las aparentes contradicciones dentro de la misma Sagrada Escritura.
     Quien desee ulteriores informaciones sobre la historia de la exegesis en la Edad Media, puede consultar con fruto la excelente obra del P. C. Spicq Esquisse d'une histoire de l'exégése latín au Moyen Age (París, Vrin, 1944).
     Para el objeto de nuestro estudio, que es la historia de las controversias bíblicas que motivaron las decisiones del magisterio de la Iglesia, nos interesa destacar algunos puntos:
     1.° Común denominador de las desviaciones bíblicas a lo largo de la Edad Media es un visible y progresivo proceso de desautorización de los Santos Padres y de supervaloración de la letra de la Biblia. En los comienzos de la Edad Media se vive de las rentas de la época patrística. Se multiplican las catenas o colecciones de textos de Santos Padres comentando los distintos pasajes de la Escritura. Apenas aparece un pensamiento propio. Se considera más útil y más seguro aprovecharse espiritualmente de la palabra de Dios comentada por los Padres. Pero poco a poco, sin embargo, se va pasando del respeto casi supersticioso por la autoridad de los Padres a una consideración más inmediata de la letra de la Biblia y a una interpretación más subjetiva. Al principio, Grosseteste, Occam y Fitzralph rompen con la adhesión fervorosa a los Padres, aunque manteniendo el respeto al magisterio infalible de la Iglesia. Wiclef terminará rompiendo esta última atadura. A los primeros chispazos parece responder el canon 34 del concilio de Meaux del 847, y al último incendio, la constitución de la sesión 9° del concilio V de Letrán y el capítulo 6 de la rúbrica 18 del concilio provincial de Florencia de 1517-1841.
     2.° Otra característica de las controversias bíblicas de la Edad Media es la de resucitar los errores maniqueos, cuyo dualismo está a la base, o más bien es la consecuencia, de los errores prácticos de los albigenses y valdenses.
     3.° Las herejías de este período contienen ya, no sólo en germen, sino perfectamente explícitos, los principios demoledores en materia bíblica que más tarde explotará la Reforma.


     Los albigenses. Se llama así a un movimiento bastante difuso, cuyos seguidores, llamados originariamente en Italia y Bulgaria cataros o puros, tomaron esta denominación de la ciudad de Albi, en el Languedoc, donde florecieron notablemente en la segunda mitad del siglo XII, por más que su sede principal parece haber sido Toulouse.
     La base de su herejía es el dualismo persa, que había penetrado en la Iglesia con el gnosticismo y había perdurado en ella a través de Marción primero, del maniqueísmo después, del priscilianismo más tarde, del paulicianismo armenio del siglo VII y del bogomilismo búlgaro del siglo X. Dicho dualismo era aceptado rigurosamente por los albigenses franceses y, con cierta mitigación, por los cátaros italianos, que venían, no obstante, a coincidir en la recomendación de prácticas ascéticas durísimas y exageradamente restrictivas del uso de los bienes materiales.
     Para el presente estudio sólo nos interesan sus errores bíblicos. Como era de esperar, el dualismo metafísico e histórico había de tener sus repercusiones en la concepción de la economía de la salud y, consiguientemente, de la inspiración bíblica. Y así, el principio malo es el autor de todo el Antiguo Testamento para los cátaros, o por lo menos de los libros históricos para los albigenses, que conservaban una profunda veneración hacia los profetas. En cambio, el Nuevo Testamento es para todos ellos obra del principio bueno, y los albigenses se dieron con todo empeño a la tarea de divulgarlo traducido a las lenguas romances.
     El concilio Lateranense IV, celebrado en 1215 para oponer un dique a estos errores, después de condenar el dualismo maniqueo, alude claramente al error albigense que negaba el origen divino del Antiguo Testamento, o por lo menos de los libros históricos: "Esta Santa Trinidad, dice, individua según la común esencia y distinta según las propiedades personales, dió la doctrina de salvación al género humano, primero por medio de Moisés y después a través los santos profetas y demás siervos suyos, conforme a su ordenadísima disposición de los tiempos.


     Los valdenses. Contemporáneos y convecinos de los albigenses son los valdenses, cuyas tendencias en materia biblica habrían de tener tan lamentable influjo en los herejes posteriores.
     Los valdenses surgen a fines del siglo XII (1179) por obra de un comerciante lionés llamado Valdés, el cual toma a la letra el consejo evangélico del desprendimiento de los bienes materiales (Mt. XIX, 21) e inicia un movimiento de "pobreza evangélica absoluta". Mientras Valdés y sus seguidores se limitaron a imitar la pobreza de los apóstoles, no crearon problema. Lo malo fué que se creyeron también en el derecho de imitarlos igualmente en la predicación. Con esta pretensión extraña se presentó un grupo al papa el año 1179. Alejandro III los hizo examinar por los teólogos que habían concurrido al concilio III de Letrán, y les fueron negadas las licencias que pedían por "falta de ciencia". Pero ellos se obstinaron en predicar. El obispo de Lyón hubo de excomulgarlos y expulsarlos de su diócesis, y el papa Lucio III confirmó dicha sentencia por la bula Ad abolendum, de 4 de noviembre de 1184, en el concilio de Verona. Esta condenación englobaba también a algunos del grupo lombardo de los humillados, que habían iniciado una vida de penitencia bajo la regla de San Benito, y posteriormente, al serles ntgada también la facultad de predicar, se adhirieron a los valdenses. Estos no se sometieron ni al obispo ni al papa y originaron un cisma, que, dada la ignorancia absoluta de teología que padecían sus miembros, rápidamente degeneró en herejía.
     Más que los múltiples errores de la herejía valdense, nos interesa destacar aquí su espíritu de mal entendida devoción a la letra del Evangelio. Los valdenses son hombres de un solo libro. La Biblia era para ellos la única norma de doctrina y de vida. Parece que Valdés se agenció una versión de la Sagrada Escritura en provenzal, y sus secuaces se aprendían de memoria y comentaban a su manera los cuatro Evangelios y partes considerables tanto del Antiguo como especialmente del Nuevo Testamento. Estos dos principios —la Biblia como "única norma de doctrina y de vida" y el derecho individual de cada fiel a interpretarla a su manera y a predicarla— serán más tarde recogidos por Lutero e incorporados como base a su Reforma.
     Los infinitos errores a que dió lugar en la secta esta lectura indocumentada de la palabra de Dios hubieron de influir poderosamente en las prohibiciones eclesiásticas de publicar la Biblia en lengua vulgar.
     No tenemos noticias de que los valdenses rechazaran el Antiguo Testamento. La presencia de la vieja fórmula antimarcionita ("un mismo Dios es el autor de ambos Testamentos") en las profesiones de fe que se imponen a los valdenses que vuelven a la Iglesia, como, por ejemplo, a Durando de Huesca y a sus compañeros (
Carta de Inocencio III Eius exemplo, al arzobispo de Tarragona, fecha 18 de diciembre de 1208. Inocencio III le autorizó a formar una asociación de «pobres católicos», que no dió los frutos apetecidos. La verdadera réplica a los valdenses fueron las dos órdenes mendicantes de San trancisco de Asís y de Santo Domingo de Guzmán), tal vez se deba a los resabios maniqueos de la secta. Su exagerado amor a la pobreza y su falso concepto de la perfección evangélica los llevaba a condenar los bienes materiales y el matrimonio. Quizá por eso mismo —por tratarse de un error subyacente en todos los errores de la época— reaparece la misma fórmula, junto con una expresa condenación del maniqueísmo, en el decreto Pro Iacobitis, de Eugenio IV.

     Wiclefitas y husitas. A menos de dos siglos de distancia, Juan Wiclef (1328-1384), en Oxford, y Juan Hus (1360-1415), en Bohemia, representan la línea que une a los valdenses con Lutero en muchos puntos, y especialmente en sus errores sobre la Sagrada Escritura. La dependencia doctrinal entre Wiclef y Hus está demostrada históricamente, y la coincidencia en materia bíblica es absoluta.
     Para Wiclef la única autoridad decisiva es la de la Biblia (
Cf. su tratado De veritate Scripturae, publicado el 24 de marzo de 1378). Ya los valdenses lo habían considerado así con respecto a los Padres cuya autoridad negaban. Pero no se habían atrevido a oponerla a la autoridad de las definiciones dogmáticas. Wiclef da este nuevo paso. La Biblia es la única fuente de revelación y no necesita ser interpretada por el magisterio infalible de la Iglesia. Sus discípulos se llamarán viri evangelici, mientras que los que admiten la tradición eclesiástica serán llamados por él mixti theologi.
     No sólo basta la Biblia, sino que la Biblia, según el hereje de Oxford, se basta a sí misma. Wiclef da a entender ya lo que expresamente dirá después Calvino: que la Sagrada Escritura contiene en sí misma el testimonio de que es un libro sagrado. Solamente los clérigos del anticristo, según él, se atreverán a plantear esta cuestión: ¿Cómo sabes tú que tal libro es de la Escritura en lugar de ser un libro cualquiera? En otros términos, el criterio de canonicidad para Juan Wiclef, como luego más tarde para Calvino, es el testimonio de la misma Sagrada Escritura.
     Pero, además, la Biblia, y en especial el Nuevo Testamento, "está abierto a la inteligencia de los hombres más sencillos en lo que se refiere a los puntos necesarios para la salvación". Esta facilidad en cada individuo para la inteligencia de las Escrituras, unida al desprecio wiclefita hacia la tradición y autoridad eclesiástica, abría el camino a la interpretación privada, que habrá de ser principio común a todos los reformadores.


III. La Biblia y el protestantismo
     Los principios protestantes. Buddensieg, en su edición de la obra de Wiclef De veritate Sacrae Scripturae, asegura haber visto en un salterio bohemio de 1572 una viñeta en la que Wiclef saca chispas de un pedernal, Hus enciende con ellas unos carbones y Lutero flamea una antorcha encendida en éstos. Difícilmente podrían expresarse mejor las relaciones reales que ligan a los tres heresiarcas, sobre todo en sus errores acerca de la Biblia. Aun reconociendo la sinceridad de Lutero cuando en carta de febrero de 1520 a Spalatino manifiesta su sorpresa de encontrarse husita sin saberlo, nadie podrá negar la absoluta coincidencia del reformador alemán con los doctores de Oxford y de Praga, que habrá que atribuir seguramente a influencias indirectas ambientales. Lo que decimos de Lutero vale igualmente para los demás reformadores.
     El primer principio bíblico de los protestantes, común a todos ellos, es la afirmación de que la Biblia es la única fuente de revelación y la única autoridad decisiva en materia de fe y de costumbres. La idea, como hemos visto, provenía ya de los valdenses, que negaban la autoridad de los Santos Padres, y había sido completada por Wiclef, que rechazaba con la tradición el magisterio de la Iglesia.
     Su segundo principio, el criterio subjetivo como única norma de interpretación, fué también regla práctica de los valdenses y doctrina de Wiclef y de Hus.
     Y, por último, la cualidad que los reformadores atribuyen a los libros sagrados de contener en sí mismos el testimonio de su propia inspiración, era también un dogma para Wiclef, así como la claridad de la Biblia, que hace innecesaria la interpretación auténtica del magisterio.
     Dentro de estas líneas generales de clara coincidencia —si no queremos hablar de dependencias—, lo original en los reformadores son pequeños detalles: de inconsecuencia, unas veces, exigida por la contradicción interna de los principios, y de corolarios lógicamente obligados, otras.
     Así Lutero, manteniendo el principio de la Escritura única regla de fe, junto con el criterio puramente subjetivo de interpretación, reducirá arbitrariamente el catálogo de los libros inspirados a aquellos que, según él, contengan sus tesis dogmáticas, rechazando, en cambio, los que a ellas se opongan claramente.
     Zwinglio, por su parte, extremará el subjetivismo en la interpretación hasta exasperar, por su tozudez y apego al propio juicio, el ánimo de Lutero en su famosa disputa sobre la última Cena.
     Y Calvino llegará a creer lógicamente necesaria la experiencia subjetiva del testimonio del Espíritu Santo en favor de cada uno de los libros inspirados, con objeto de ofrecer un fundamento teológico a la fe en la inspiración de la Biblia.
     Por lo demás, resulta difícil precisar la idea que los primeros reformadores tuvieron de la inspiración bíblica. El concepto exagerado que más tarde prevaleció, y que aparece en la Fórmula de concordia helvética de 1675, según la cual Dios inspiró las consonantes y las vocales (!!) del texto hebreo, es una consecuencia necesaria de la supervaloración de la Biblia.

El magisterio de la Iglesia ante los errores bíblicos protestantes. 
     La primera condenación eclesiástica de los errores bíblicos de la Reforma tuvo lugar en el concilio provincial Senosense, celebrado en París del 3 de febrero al 9 de octubre de 1528, cuyos decretos de fe 4.° y 5.° atacan los dos principios fundamentales de Lutero al establecer, respectivamente, que a la Iglesia corresponde el determinar qué libros son canónicos e interpretar su sentido, y que hay cosas de fe que no se contienen expresamente en la Escritura.
     Por su parte, el concilio Tridentino, convocado expresamente pnira aclarar los puntos de litigio con los protestantes, confirmó la enseñanza del concilio Senosense, definiendo en su sesión 4.°, de 8 de abril de 1546, la existencia de doble fuente de revelación —la Escritura y la Tradición— y fijando definitivamente el canon de los libros inspirados. En el decreto disciplinar sobre el uso y las ediciones de los libros sagrados, aprobado en la misma sesión, así como en la profesión de fe publicada por Pío IV el 13 de noviembre de 1564, se recalca la competencia exclusiva de la Iglesia para juzgar del verdadero sentido de la Escritura y se impone a los autores privados la obligación de interpretarla conforme al sentir unánime de los Santos Padres.

Consecuencias de los principios doctrinales bíblicos del protestantismo.
     Si, por una parte, el dogma protestante que preconiza la Biblia como única fuente de fe parecía presagiar una era de prestigio extraordinario y hasta de supervaloración teológica para la Sagrada Escritora, por otra parte el principio del libre examen individual como único criterio de canonicidad y de interpretación contenía el germen que había de producir fatalmente la desintegración más absoluta de la palabra de Dios inspirada.
     Ya en vida de los reformadores aparecieron los primeros síntomas de esta descomposición, al apuntar opiniones distintas e irreconciliables, tanto en la determinación de los libros canónicos como en la interpretación teológica de los textos. Si el proceso de desintegración no fué más rápido, ello se debe al lastre inmenso de tradición que sobre ellos pesaba todavía. Pero el principio sentado era un polvorín abierto a los chispazos de todas las aberraciones filosóficas. Si cada uno puede interpretar las Escrituras a su modo, cada uno puede reflejar en ellas sus ideas filosóficas. El racionalismo negará en absoluto lo sobrenatural y, por lo tanto, de una parte, la inspiración bíblica, y de otra parte, la historicidad de todo lo que en la Biblia signifique intervención preternatural de Dios en el acontecer humano. El semirracionalista, estilo Schleiermacher, que pone la religión en la inmediata percepción del Infinito o en el íntimo sentimiento de dependencia respecto al Absoluto, hablará de una inspiración meramente personal, consistente en un movimiento religioso espontáneo que los hagiógrafos experimentaron vivamente y consignaron por escrito. La Biblia se convierte así en una mera serie de documentos para la historia del sentimiento religioso humano. De ahí a tratar la Biblia como libro simplemente humano, sujeto a toda clase de errores, incluso religiosos, no hay más que un paso.

Doctrina Pontificia Tomo I
BAC

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