No tengo un hombre
¡Cuántas veces se oye repetir esa queja dolorosa del paralítico de la piscina!
Pero, Señor, yo, en verdad, no la puedo decir, porque Tú te has compadecido bondadosamente de mí. Y yo te tengo no solamente a Ti, el hombre-Dios, sino que tengo, además, a otros hombres que Tú me has dado, que casi podría decir has puesto a mi servicio, porque los has dado el cuidado de velar por mí y ayudarme.
Ellos están encargados de mí por tu Providencia amorosa.
Tengo a mis superiores preocupados por mi bien, ansiosos de ayudarme, de dirigirme, de orientarme, de defenderme de los peligros. Son tu representación visible, tus vicarios.
Tengo a mis hermanos en religión. Tu me los has dado como compañeros de mi cariño, y has puesto en su corazón amor hacía mí, interés por mis cosas, deseos de sacrificarse por mi bien.
Y luego tantas almas buenas que quieren servir al religioso, que le ayudan, que colaboran con él en sus obras.
Así, pues, Señor, quejarme sería injusto, sería ingratitud a tus favores para conmigo.
Pero, Señor, oigo a mi alrededor a tantos que dejan escapar de sus labios y de sus corazones esa queja:
Pobres, que no tienen quien alivie su miseria...
Niños, que no tienen quien se compadezca de su orfandad...
Hombres, mujeres, jóvenes y ancianos, abandonados, enfermos, miserables... Tantos y tantos, Señor, que claman: ¡No tengo quien me ayude! ¡No tengo un hombre!
Y yo quisiera ser para ellos, para todos ellos, ese hombre.
Quisiera ser para ellos, para todos ellos, algo siquiera de lo que fuiste Tú para el para el paralítico de la piscina de Siloé.
Para ello necesito, ante todo, un corazón compasivo, ¡porque hay tantos corazones a los que la miseria no conmueve!
Un corazón que sepa comprender los dolores, esas miserias, esas soledades, esos abandonos.
Un corazón que no se ahogue en el egoísmo ni se acobarde ante el sacrificio.
Un corazón que no se desaliente ante la ingratitud, que no se acongoje con la mala correspondencia de aquellos a quienes favorece, que no espere nada de ellos.
Un corazón que tenga todas las ternuras de una madre, y todas las energías de un padre, y todo el amor de un hermano, y toda la sencillez de un niño, y toda la abnegación de un santo.
Un corazón..., un corazón... como el tuyo, Señor.
Ese es el único Corazón que puede reunir todas esas cualidades. El único que realmente puede ser "ese hombre" que falta para tantos desgraciados, para tantos amargados de la vida.
Un Corazón como el tuyo, Señor, en los que todos encuentren compasión, bondad, amor, misericordia...
Un Corazón como el tuyo, Señor, en el que todos puedan derramar sus amarguras y que, sin embargo, permanezca dulce; en el que todos puedan desahogar sus tristezas, y que, sin embargo, permanezca alegre.
Entonces, y sólo entonces, podrán decir esos pobrecitos: "Tenemos un hombre".
Y saltarán de gozo con el feliz paralítico, aunque tengan que cargar sobre sus hombros el lecho de sus dolores.
Alberto Moreno S.I.
ENTRE EL Y YO