"EL TIEMPO DE LA SEMENTERA
DE LA PALABRA EVANGELICA
ENTRE LOS GENTILES,
SE HA TERMINADO"
Por Mons. José F. Urbina A.
DE LA PALABRA EVANGELICA
ENTRE LOS GENTILES,
SE HA TERMINADO"
Por Mons. José F. Urbina A.
Mayo 2012
Así dice el Evangelio de San Lucas XIX, 43, en el que leemos el inicio de la destrucción de Jerusalén, que es imágen del fin del mundo.
Se puede pensar que en la Ciudad de Dios extendida por toda la Tierra, en el momento del fin, cuya figura es la destrucción de la ciudad santa, no es posible esto pues no hay forma de cercarla, pero San Agustín en LA CIUDAD DE DIOS nos aclara que no solamente esto es posible, y ciertamente así será, sino peor.
Así explica San Agustín: "Y se dice: saldrá; esto es, de los ocultos escondrijos de los odios y rencores, saldrá en público a perseguir a la Iglesia, siendo ésta la última persecución, por acercarse ya el último final Juicio, que padecerá la santa Iglesia en todo el orbe de la Tierra, es decir, la universal ciudad de Cristo, de la universal ciudad del Demonio en toda la Tierra".
Se puede pensar que en la Ciudad de Dios extendida por toda la Tierra, en el momento del fin, cuya figura es la destrucción de la ciudad santa, no es posible esto pues no hay forma de cercarla, pero San Agustín en LA CIUDAD DE DIOS nos aclara que no solamente esto es posible, y ciertamente así será, sino peor.
Así explica San Agustín: "Y se dice: saldrá; esto es, de los ocultos escondrijos de los odios y rencores, saldrá en público a perseguir a la Iglesia, siendo ésta la última persecución, por acercarse ya el último final Juicio, que padecerá la santa Iglesia en todo el orbe de la Tierra, es decir, la universal ciudad de Cristo, de la universal ciudad del Demonio en toda la Tierra".
Y lo que dice: "Y subieron sobre la latitud de la Tierra y cercaron al ejército de los santos y la ciudad amada, no se entiende que vinieron o que habrán de venir de algún lugar determinado, como si en cierto lugar haya de estar el ejército de los santos y de la ciudad querida, pues esta no es sino la Iglesia de Cristo, que está esparcida por todo el orbe de la Tierra, y donde quiera que estuviere entonces, que está en todas las gentes, lo que significó con el nombre de la latitud de la Tierra, allí estará el ejército de los santos, allí estará la ciudad querida de Dios, allí, todos sus enemigos, porque también ellos con ella, estarán en todas las gentes, la cercarán con el rigor de aquella persecución, esto es, la arrinconarán, la apretarán y encerrarán en las angustias de la tribulación".
Porque los dones místicos desaparecen, y las gentes de oración versarán en una noche oscura, y plagará la persecución de los de dentro y de los de fuera. El sitio a la ciudad de Dios, no vendrá para matar los cuerpos y para derruir muros. Los enemigos pretenderán matar almas y castillos místicos y saldrán de todas partes. El Apocalipsis dice que los demonios emergerán del abismo, pero San Agustín aclara que eso es "de los ocultos es condrijos de los odios y rencores" a la luz del mundo para perseguir a la Iglesia, es decir a las almas, porque los hombres abismados en el pecado, no pueden imaginarse la dimensión de esos abismos terroríficos en los que están presos por el pecado. Como tampoco pueden imaginar los mundos espirituales que se abren hacia el infinito luminoso para los elegidos. El mundo material, el mundo visible es comparable al agujero de un ratón que asoma en una de las salas de un suntuoso palacio. Y creo quedarme corto. En todo ese universo visible, hay una arenilla flotando que se llama Tierra. El hombre es tan estúpido que se cree grande cuando puede dominar una parte. Cuando puede gozar una parte. Cuando puede tener en propiedad una parte más grande que la que tienen otros. Con este sentimiento tan mezquino y suicida, las naciones y los hombres se "encolerizaron" contra Dios, dice el Apocalipsis (XI, 18). ¿Puede haber una soberbia más grande que aquella que en el furor de su furia, ciega?, ¿hasta qué abismo puede llegar el hombre apóstata del fin?, el insignificante mundo del cual el hombre se quiere hacer dios ¿le asegurará una existencia imperecedera y un dominio sobre el Universo material?, ¡qué cosa más estúpida!.
El cerco a la ciudad de Dios, comenzó a crecer desde hace muchos años. Ya en 1846 la Virgen santa en La Salette dijo que los sacerdotes se habían convertido en "cloacas de impureza". La impureza es la mezcla de material extraño en una materia. Ya anunciaba el ataque a la ciudad santa. Ya anunciaba la apostasía final. La invasión a la ciudad de Dios perpetrada por muchos de fuera y de dentro. La embestida al Santuario y la contaminación a las fuentes de la salud y de la vida que segregarían pronto porquería y pestilencia.
Pero no sólo los sacerdotes se habían prostituido. Las gentes tomadas de las manos con los sacerdotes, iniciaban una danza macabra hacia las profundas cavernas del Orco. Abismos de depravación doctrinal, abismos de depravación intelectual, abismos de depravación carnal y sexual, abismos que terminaban en la bestialización y en la satanización de los espíritus y del entorno.
Morían las almas por miles en medio de esta masacre espiritual. Mataban a sus hijos y los devoraban, como sucedió en Jerusalén en el año 70. Porque los padres mismos arrojaron a sus hijos a la masacre horrible, y los animaron y los soplaron para que se pervirtieran. Y los sacerdotes les arrancaron la Fe, como cuando para comérselos les arrancaron la piel y los órganos vitales en aquella ocasión. Y los que quisieron conservar la vida del alma, se tuvieron que esconder en oscuros agujeros, sin comer, porque los Sacramentos habían sido arrojados lejos. Y si lograron salir de la ciudad invadida, como así sucedió en aquel entonces, fueron capturados por los enemigos y fueron crucificados fuera de la ciudad.
El cerco a la ciudad de Dios, comenzó a crecer desde hace muchos años. Ya en 1846 la Virgen santa en La Salette dijo que los sacerdotes se habían convertido en "cloacas de impureza". La impureza es la mezcla de material extraño en una materia. Ya anunciaba el ataque a la ciudad santa. Ya anunciaba la apostasía final. La invasión a la ciudad de Dios perpetrada por muchos de fuera y de dentro. La embestida al Santuario y la contaminación a las fuentes de la salud y de la vida que segregarían pronto porquería y pestilencia.
Pero no sólo los sacerdotes se habían prostituido. Las gentes tomadas de las manos con los sacerdotes, iniciaban una danza macabra hacia las profundas cavernas del Orco. Abismos de depravación doctrinal, abismos de depravación intelectual, abismos de depravación carnal y sexual, abismos que terminaban en la bestialización y en la satanización de los espíritus y del entorno.
Morían las almas por miles en medio de esta masacre espiritual. Mataban a sus hijos y los devoraban, como sucedió en Jerusalén en el año 70. Porque los padres mismos arrojaron a sus hijos a la masacre horrible, y los animaron y los soplaron para que se pervirtieran. Y los sacerdotes les arrancaron la Fe, como cuando para comérselos les arrancaron la piel y los órganos vitales en aquella ocasión. Y los que quisieron conservar la vida del alma, se tuvieron que esconder en oscuros agujeros, sin comer, porque los Sacramentos habían sido arrojados lejos. Y si lograron salir de la ciudad invadida, como así sucedió en aquel entonces, fueron capturados por los enemigos y fueron crucificados fuera de la ciudad.
Y los pocos que quedaron llevaron en procesión y a pie, los tesoros del templo para poner a los pies del altar de Satanás, porque en la Roma de los papas, perdida la Fe, la Tiara pontificia, fue puesta a los pies del Diablo por altos jerarcas de la ciudad de Dios que observaron complacidos el producto de su traición y la masacre.
Y el Sacrificio fue quitado de la Iglesia, como Jerusalén quedó sin sacrificio, porque el Señor envió santos y papas, teólogos y doctores que fueron apedreados (Luc. XIII, 34 y sigs.) y condenados y despreciados por los jefes, la sociedad y los hombres, y así sobrevino el castigo, porque los hombres prefirieron ponerse en el lugar de los hombres irredentos, en el lugar de los enemigos de Dios que es reino del odio y del caos. Y los enemigos rodearon a la Iglesia, y la invadieron y la estrellaron contra el suelo (Luc. XIX, 44), porque los hombres desconocieron el tiempo de la misericordia y de la paciencia (Luc. XIX, 44) y el tiempo en que Dios los visitó. Sobrevienen los días de castigo (Luc. XXI, 22), de los que no serán librados ni los niños, ni las mujeres ni los ancianos, igual que sucedió en Sodoma y en el diluvio.
Si Cristo lloró amargas lágrimas viendo la destrucción de Jerusalén, ¿no esas lágrimas eran también por la destrucción de Su Iglesia y por la suerte de tantos hombres que la traicionaron, que la destruyeron y que la trataron con diabólica indiferencia?.
Si Cristo lloró amargas lágrimas viendo la destrucción de Jerusalén, ¿no esas lágrimas eran también por la destrucción de Su Iglesia y por la suerte de tantos hombres que la traicionaron, que la destruyeron y que la trataron con diabólica indiferencia?.
DIOS LLORO LA DESTRUCCION DE JERUSALEN,
LA DESTRUCCION DE SU IGLESIA
Y LA INGRATITUD DE LOS HOMBRES.
La humanidad, los hombres individualmente considerados, han dejado de adorar a Dios. Porque no es lo mismo la cantinela aburrida del bla-bla-bla hipócrita que las obras que manifiestan un espíritu sincero. Mientras más grandes maravillas el hombre descubre encerradas en la materia puestas por el Creador por amor a Sus creaturas, estas se alejan más de El; y en vez de darle gracias al Creador, se encierran más herméticamente en un alma soberbia e independiente. El hombre ha sido capaz de prostituir el don divino de la palabra, del pensamiento y de la música hasta llevarlos a niveles satánicos increíbles que no tienen ya fondo ni redención. Se ha creado nuevos y espantosos dioses a quienes rinde pleitesía si no con la palabra para no desdorarse, sí con las obras: al dinero, al figurado, a la comodidad y al bienestar, al Estado, a la técnica y al progreso, a la renovación y a la novedad, a su libertad, a su ego, a su razón. Y con todo esto, ha convertido la Tierra en una cárcel, pues ha entregado todo el poder a unos cuantos que sirven a Satanás.
La situación actual del mundo, para la que sólo son ciegos los tontos, es una prueba indiscutible de lo alejados que estamos de nuestros ideales cristianos. La sal ha perdido su sabor y esta corrupción dolorosa, no tiene retroceso. Seamos sinceros: ¿Piensas que el mundo está mejorando?, ¿que está caminando a algo mejor?, ¿que los hombres de mañana serán mejores salidos de este lodo putrefacto?.
¿Y Dios, ha muerto para permitir indefinidamente la marcha del caos, de la violación de Sus leyes y preceptos, que dan entrada a la historia a la religión humana, a la moral oficial cambiante como un caleidoscopio y adaptable a las pasiones y conveniencias humanas?. ¿Si esto no tiene retroceso, a dónde vamos?.
Por eso Dios vino al mundo y lloró amargamente.
La situación actual del mundo, para la que sólo son ciegos los tontos, es una prueba indiscutible de lo alejados que estamos de nuestros ideales cristianos. La sal ha perdido su sabor y esta corrupción dolorosa, no tiene retroceso. Seamos sinceros: ¿Piensas que el mundo está mejorando?, ¿que está caminando a algo mejor?, ¿que los hombres de mañana serán mejores salidos de este lodo putrefacto?.
¿Y Dios, ha muerto para permitir indefinidamente la marcha del caos, de la violación de Sus leyes y preceptos, que dan entrada a la historia a la religión humana, a la moral oficial cambiante como un caleidoscopio y adaptable a las pasiones y conveniencias humanas?. ¿Si esto no tiene retroceso, a dónde vamos?.
Por eso Dios vino al mundo y lloró amargamente.
LOS GRAVISIMOS MOTIVOS DEL LLANTO DE CRISTO.
Las pasiones son naturales y por lo tanto son buenas. Todo depende, sin embargo, que estén ordenadas a un fin bueno y regido por la razón. Las pasiones desordenadas nos condenan, pero dirigidas por la razón, el buen sentido y las leyes de Dios, son una fuente inagotable de energía, de inspiración y de salvación.
Aunque en Dios no existen las pasiones, Cristo N. S. sí las tuvo por ser verdadero y completo hombre, pero en Su caso no hubo desorden alguno en ellas. Por eso las sagradas Escrituras bien dicen que se hizo igual a nosotros en todo, menos en el pecado. El quiso conocer nuestras debilidades: nuestros trabajos, nuestras fatigas, la pobreza, la oscuridad, el silencio, el miedo, la traición, la soledad, el hambre, la sed, el calor sofocante, el frío, la incomprensión, la condena, el dolor, la muerte. Todas nuestras miserias fueron por El conocidas, menos el pecado y ciertos desórdenes morales que vienen por el pecado, y no pudiendo tomar en Sí esta flaqueza, tomó su semejanza y llevó su pena.
El llanto que es expresión profunda de una pasión, es más fácil en la mujer que en el hombre. En él manifiestan serenidad y fortaleza. En él, las lágrimas son vertidas por causas graves y profundas.
Cristo, que es el Verbo de Dios encarnado, ha bajado a la Tierra, y en la Tierra ha llorado. Dios ha llorado amargamente. Y ese llanto tiene motivos gravísimos. Las sagradas Escrituras nos narran en San Lucas, (Cap. XIX, 41) que Cristo cuando llora, se refiere a la ceguera de Su pueblo. ¿No se puede hablar aquí también de la ceguera de una humanidad apóstata, por la destrucción de Su Iglesia, por el destierro del Sacrificio?.
El motivo principal, evidentemente, es por el pecado que comete Su pueblo despreciando Su gracia, por lo cual sera terriblemente castigado. Ese es el motivo más fuerte, no tanto la ruina material, porque las pasiones bien dirigidas son actuadas por el objeto principal que debe excitarlas con más intensidad, según los dictámenes de la razón. Por eso llora amargamente, porque el pecado tiene motivos suficientes como son la malicia, la ingratitud y la traición.
Y siendo los dos motores principales de Cristo, la gloria del Padre y el amor a los hombres, y manifestándose Sus pasiones correcta y firmemente a esos dos fines, no puede actuar mas que en esas dos direcciones con suma potencia. Y así, entiéndase bien, cuando por el libre albedrío conferido al hombre se reniega o se ofende a Su Padre santísimo, entonces la respuesta y el castigo no pueden dejar de operar, para así manifestarse su infinita Justicia con toda potencia.
Es muy claro y lógico y justo, que el que dá, tiene derecho a exigir, y el que lo da todo, tiene derecho a exigir todo. Exige agradecimiento, y si no lo recibe tiene derecho a exigir castigo. Porque Dios no pierde Sus derechos.
No son los ultrajes dirigidos a la santidad de Dios los que lo afligen y contristan tanto, sino la violencia que padece Su amor cuando es despreciado y Su buena voluntad es frustrada por nuestra diabólica resistencia y soberbia. Por eso el Deuteronomio (VIII, 63) dice: "Así como se goza Yahveh en vosotros, haciéndoos beneficios y multiplicándoos, así se gozará sobre vosotros arruinándoos y destruyéndoos". Porque el amor rechazado, el amor desdeñado, el amor ultrajado por el desprecio injurioso, el amor agotado por el exceso de su abundancia, seca las fuentes de la gracia y abre las llaves de la horrenda venganza.
Debemos considerar que no hay nada más furioso que un amor despreciado y ultrajado. Y si Dios se ha dejado llevar por Su naturaleza bienhechora al bendecirnos, pero lo hemos despreciado, y hemos entristecido Su santo Espíritu, hemos cambiado, entonces, la alegría de hacer el bien, por la alegría de castigar. Y por lo tanto, es justísimo que repare la tristeza que hemos proporcionado a Su Espíritu cambiando a otra alegría eficaz, por otro triunfo de Su Corazón, por el celo de Su justicia empleada en castigar nuestra ingratitud, indiferencia y malicia. Esta justicia del Nuevo Testamento, enseña Bossuet, se aplica por la Sangre, por la bondad misma y por las gracias infinitas dadas por Dios redentor.
Por ese motivo, entiéndase bien, la cólera está siempre muy cercana a la gracia. Por eso San Mateo (III, 10), dice que "la segur -es decir el hacha- se aplica a la raiz de los mismos beneficios".
Y así, si la santa inspiración no nos vivifica, ciertamente nos mata, porque el furor de Su justicia saldrá de las mismas llagas abiertas para nuestra redención. De los espantosos tormentos de Cristo se aprovechan los justos para santificarse y merecer el premio eterno, como son abismados en el Infierno los malvados, los pecadores, los despreciadores de Dios, los tibiecitos que son un vómito -dice el Apocalipsis-, y todos los que no quisieron que Cristo reinara, primero arrojándolo a las sacristías pues fue expulsado de las calles a patadas, aquellas que recuerdan las de la calle de la amargura, cuando expulsaban a Cristo de Su ciudad para asesinarlo; y después de toda la sociedad, de las leyes, de las familias y de las almas.
El Apocalipsis dice: Poneos a cubierto del rostro airado de la Paloma y de la cólera del Cordero. Porque no es tanto el Rostro irritado del Padre, como el de esa tierna Paloma bienhechora que ha gemido tantas veces por el amor de los hombres, y el de ese Cordero inmolado del que hay que ocultarse. La Cruz y la Redención nos dá la potestad de llegar a ser hijos de Dios, ciudadanos del Reino, herederos del Cielo, así también hacen más grave la condena de los burladores de Dios, de los que quisieron jugar con El, de los apóstatas y de toda esa pandilla de malvados que sirvieron al Diablo.
Por otro lado, hay que saber que la gracia de Dios nunca se pierde, pues cuando es rechazada, Dios la recoge dentro de Sí, y Su justicia la cambia en maldición. Esto lo experimenta muy bien y a satisfacción el que muere en pecado mortal. Abusar de la bondad de Dios, retorcer Su voluntad bienhechora, oponerse a Sus planes, pensar que todo perdona aunque conscientemente lo sigamos ofendiendo, pedir treguas interminables a la conversión, es igual a obligarlo a ser cruel e inexorable. Porque El solamente quiere ser generoso, ser amado por todos los beneficios que nos da a manos llenas. Pero siendo rechazado, poniendo Sus cosas en segundo lugar -o sin cupo-, no se cansará por toda la eternidad de golpear con Su Mano victoriosa y soberana, y esos golpes redoblados y sin fin, constituirán los eternos reproches de Su gracia despreciada y ese vivir muriendo siempre.
Aunque en Dios no existen las pasiones, Cristo N. S. sí las tuvo por ser verdadero y completo hombre, pero en Su caso no hubo desorden alguno en ellas. Por eso las sagradas Escrituras bien dicen que se hizo igual a nosotros en todo, menos en el pecado. El quiso conocer nuestras debilidades: nuestros trabajos, nuestras fatigas, la pobreza, la oscuridad, el silencio, el miedo, la traición, la soledad, el hambre, la sed, el calor sofocante, el frío, la incomprensión, la condena, el dolor, la muerte. Todas nuestras miserias fueron por El conocidas, menos el pecado y ciertos desórdenes morales que vienen por el pecado, y no pudiendo tomar en Sí esta flaqueza, tomó su semejanza y llevó su pena.
El llanto que es expresión profunda de una pasión, es más fácil en la mujer que en el hombre. En él manifiestan serenidad y fortaleza. En él, las lágrimas son vertidas por causas graves y profundas.
Cristo, que es el Verbo de Dios encarnado, ha bajado a la Tierra, y en la Tierra ha llorado. Dios ha llorado amargamente. Y ese llanto tiene motivos gravísimos. Las sagradas Escrituras nos narran en San Lucas, (Cap. XIX, 41) que Cristo cuando llora, se refiere a la ceguera de Su pueblo. ¿No se puede hablar aquí también de la ceguera de una humanidad apóstata, por la destrucción de Su Iglesia, por el destierro del Sacrificio?.
El motivo principal, evidentemente, es por el pecado que comete Su pueblo despreciando Su gracia, por lo cual sera terriblemente castigado. Ese es el motivo más fuerte, no tanto la ruina material, porque las pasiones bien dirigidas son actuadas por el objeto principal que debe excitarlas con más intensidad, según los dictámenes de la razón. Por eso llora amargamente, porque el pecado tiene motivos suficientes como son la malicia, la ingratitud y la traición.
Y siendo los dos motores principales de Cristo, la gloria del Padre y el amor a los hombres, y manifestándose Sus pasiones correcta y firmemente a esos dos fines, no puede actuar mas que en esas dos direcciones con suma potencia. Y así, entiéndase bien, cuando por el libre albedrío conferido al hombre se reniega o se ofende a Su Padre santísimo, entonces la respuesta y el castigo no pueden dejar de operar, para así manifestarse su infinita Justicia con toda potencia.
Es muy claro y lógico y justo, que el que dá, tiene derecho a exigir, y el que lo da todo, tiene derecho a exigir todo. Exige agradecimiento, y si no lo recibe tiene derecho a exigir castigo. Porque Dios no pierde Sus derechos.
No son los ultrajes dirigidos a la santidad de Dios los que lo afligen y contristan tanto, sino la violencia que padece Su amor cuando es despreciado y Su buena voluntad es frustrada por nuestra diabólica resistencia y soberbia. Por eso el Deuteronomio (VIII, 63) dice: "Así como se goza Yahveh en vosotros, haciéndoos beneficios y multiplicándoos, así se gozará sobre vosotros arruinándoos y destruyéndoos". Porque el amor rechazado, el amor desdeñado, el amor ultrajado por el desprecio injurioso, el amor agotado por el exceso de su abundancia, seca las fuentes de la gracia y abre las llaves de la horrenda venganza.
Debemos considerar que no hay nada más furioso que un amor despreciado y ultrajado. Y si Dios se ha dejado llevar por Su naturaleza bienhechora al bendecirnos, pero lo hemos despreciado, y hemos entristecido Su santo Espíritu, hemos cambiado, entonces, la alegría de hacer el bien, por la alegría de castigar. Y por lo tanto, es justísimo que repare la tristeza que hemos proporcionado a Su Espíritu cambiando a otra alegría eficaz, por otro triunfo de Su Corazón, por el celo de Su justicia empleada en castigar nuestra ingratitud, indiferencia y malicia. Esta justicia del Nuevo Testamento, enseña Bossuet, se aplica por la Sangre, por la bondad misma y por las gracias infinitas dadas por Dios redentor.
Por ese motivo, entiéndase bien, la cólera está siempre muy cercana a la gracia. Por eso San Mateo (III, 10), dice que "la segur -es decir el hacha- se aplica a la raiz de los mismos beneficios".
Y así, si la santa inspiración no nos vivifica, ciertamente nos mata, porque el furor de Su justicia saldrá de las mismas llagas abiertas para nuestra redención. De los espantosos tormentos de Cristo se aprovechan los justos para santificarse y merecer el premio eterno, como son abismados en el Infierno los malvados, los pecadores, los despreciadores de Dios, los tibiecitos que son un vómito -dice el Apocalipsis-, y todos los que no quisieron que Cristo reinara, primero arrojándolo a las sacristías pues fue expulsado de las calles a patadas, aquellas que recuerdan las de la calle de la amargura, cuando expulsaban a Cristo de Su ciudad para asesinarlo; y después de toda la sociedad, de las leyes, de las familias y de las almas.
El Apocalipsis dice: Poneos a cubierto del rostro airado de la Paloma y de la cólera del Cordero. Porque no es tanto el Rostro irritado del Padre, como el de esa tierna Paloma bienhechora que ha gemido tantas veces por el amor de los hombres, y el de ese Cordero inmolado del que hay que ocultarse. La Cruz y la Redención nos dá la potestad de llegar a ser hijos de Dios, ciudadanos del Reino, herederos del Cielo, así también hacen más grave la condena de los burladores de Dios, de los que quisieron jugar con El, de los apóstatas y de toda esa pandilla de malvados que sirvieron al Diablo.
Por otro lado, hay que saber que la gracia de Dios nunca se pierde, pues cuando es rechazada, Dios la recoge dentro de Sí, y Su justicia la cambia en maldición. Esto lo experimenta muy bien y a satisfacción el que muere en pecado mortal. Abusar de la bondad de Dios, retorcer Su voluntad bienhechora, oponerse a Sus planes, pensar que todo perdona aunque conscientemente lo sigamos ofendiendo, pedir treguas interminables a la conversión, es igual a obligarlo a ser cruel e inexorable. Porque El solamente quiere ser generoso, ser amado por todos los beneficios que nos da a manos llenas. Pero siendo rechazado, poniendo Sus cosas en segundo lugar -o sin cupo-, no se cansará por toda la eternidad de golpear con Su Mano victoriosa y soberana, y esos golpes redoblados y sin fin, constituirán los eternos reproches de Su gracia despreciada y ese vivir muriendo siempre.