Como sabemos por Eusebio (HE, VIII, 2, 4), el primer edicto de persecución de Diocleciano (24 de febrero de 303) no se dirigía tanto contra las personas cuanto contra las cosas de la Iglesia: los templos debían ser derruidos y los libros sagrados destruidos por el fuego. Esta disposición del primer edicto tuvo en Africa consecuencias que trascendieron el período mismo de la persecutio codicum tradendórum pues había de dar ocasión al lamentable cisma donatista, desgarradura sangrante de que no curó la Iglesia de Africa hasta su desaparición de la historia. No es éste el menor indicio del flaco estado de salud espiritual en que la gran persecución halló a cabezas y miembros de la Iglesia africana.
"Como al principio del episcopado de San Cipriano, como siempre, la larga paz religiosa y la prosperidad de las Iglesias habían tenido por consecuencia la relajación de la disciplina. En 303, principalmente en Cartago y Numidia, se delata en más de un punto el debilitamiento de la fe y de los lazos jerárquicos... Los vicios internos de este tiempo se nos revelan por numerosos hechos: apostasía de los fieles, hasta de obispos, a los primeros amagos de persecución; impudencia de los obispos renegados y del sanguinario Purpurio en su reunión de Cirta en 305; revuelta de los devotos e intrigantes de Cartago contra el obispo Mensurio y su diácono Ceciliano; inmoralidad de los seniorés de Cartago, que dilapidaban el tesoro de su Iglesia; insubordinación de los clérigos, como aquellos dos sacerdotes cartagineses que, después de ser candidatos a la sucesión de Mensurio, se convirtieron en enemigos irreconciliables de su competidor afortunado; envidia turbulenta de los obispos númidas, quienes, sin esperar una investigación seria, no vacilan en deponer a su colega de Cartago y determinar un cisma; rápido éxito del donatisino, que recluta adherentes y cómplices entre los renegados y descontentos, desde los obispos hasta los campesinos de Numidia. Este relajamiento de la disciplina en las comunidades africanas explica de antemano muchos de los incidentes de la persecución y de los sucesos que van a seguirla".
Promulgado en Africa el primer edicto, parece ser que la destrucción de los libros sagrados se llevó con más rigor que la demolición de las Iglesias. Como quiera, las actitudes variaron de punta a punta. El obispo Mensurio, primado de Cartago, que no estaba, a lo que parece, dispuesto ni a ceder ni a resistir cara a cara, imaginó una estratagema que él mismo relató al primado de Numidia, Secundo. Por orden suya, fueron depositadas en la Basílica Novarum todas las obras manchadas de herejia que los católicos reprobaban; los agentes del procónsul echaron mano sobre lo que de tan buena gana se les entregaba. Así se salvaron las Escrituras y, de rechazo, también el obispo. Mas la actitud de muchos fieles era totalmente contraria a la de su cabeza: iban por sí mismos a denunciarse a las autoridades, declarando poseer las Escrituras, pero que se negarían a entregarlas. El partido de los exaltados sobrevivía a Tertuliano. En otras partes, el clero dió el más lamentable espectáculo de cobardía. De un caso tenemos las más preciosas y precisas noticias que pudiéramos apetecer. La contienda donatista hizo desempolvar papeles que nos revelan el inevitable lado humano de las comunidades cristianas. Consérvase, en efecto, el proceso verbal de la incautación de libros y vasos sagrados llevada a cabo el 19 de mayo de 303 por los magistrados municipales en la Iglesia de Cirta, la actual Constantina. Este curioso e importante documento figurará a continuación de las presentes actas de San Félix, para el necesario contraste.
Porque no todos fueron subterfugios o defecciones. Africa dió también, en los dos años que duró en ella la persecución (Eus,. De mart. Palaest., XIII, 12), una abundante cosecha de mártires. Así, en el período primero de la persecutio codicum tradendorum, Félix, obispo de Tibiuca, en el valle del Bagradas, a cuarenta y dos millas al sudoeste de Cartago, se negó rotundamente a entregar los libros sagrados, y su negativa le vale la corona del martirio. Su ejecución debió de tener lugar hacia el 15 de julio de 303. Las actas son, en su redacción primitiva, de indudable autenticidad. El texto publicado por Ruinart ofrece interpolaciones (IV-VI) que transportan al mártir a Italia.
Notemos, en fin, que la ejecución del edicto imperial corría a cargo de las autoridades locales, y sólo de lejos aparece la figura del procónsul, quien ejerce sólo el ius gladii. En las requisas de los libros cristianos, desempeña papel principal el curator civitatis, que desde Diocleciano había dejado de ser funcionario del Estado y había pasado a simple magistrado municipal, si bien todavía nombrado por el emperador. Tenía derecho a imponer determinadas multas, castigar a los esclavos, arrestar a los perturbadores del orden público, hacer pesquisas e iniciar la instrucción de las causas. Así aparece, en efecto, en estas actas de San Félix. Esta limpia página en que admiramos la actitud resuelta y valerosa del obispo de Tibiuca nos compensará de la dolorosa impresión de la que ha de seguirla, y que pudiéramos rotular actas de cobardía. Mas los cobardes, como ya más de una vez queda notado, no invalidan, sino que realzan, el heroísmo de los valientes.
Promulgado en Africa el primer edicto, parece ser que la destrucción de los libros sagrados se llevó con más rigor que la demolición de las Iglesias. Como quiera, las actitudes variaron de punta a punta. El obispo Mensurio, primado de Cartago, que no estaba, a lo que parece, dispuesto ni a ceder ni a resistir cara a cara, imaginó una estratagema que él mismo relató al primado de Numidia, Secundo. Por orden suya, fueron depositadas en la Basílica Novarum todas las obras manchadas de herejia que los católicos reprobaban; los agentes del procónsul echaron mano sobre lo que de tan buena gana se les entregaba. Así se salvaron las Escrituras y, de rechazo, también el obispo. Mas la actitud de muchos fieles era totalmente contraria a la de su cabeza: iban por sí mismos a denunciarse a las autoridades, declarando poseer las Escrituras, pero que se negarían a entregarlas. El partido de los exaltados sobrevivía a Tertuliano. En otras partes, el clero dió el más lamentable espectáculo de cobardía. De un caso tenemos las más preciosas y precisas noticias que pudiéramos apetecer. La contienda donatista hizo desempolvar papeles que nos revelan el inevitable lado humano de las comunidades cristianas. Consérvase, en efecto, el proceso verbal de la incautación de libros y vasos sagrados llevada a cabo el 19 de mayo de 303 por los magistrados municipales en la Iglesia de Cirta, la actual Constantina. Este curioso e importante documento figurará a continuación de las presentes actas de San Félix, para el necesario contraste.
Porque no todos fueron subterfugios o defecciones. Africa dió también, en los dos años que duró en ella la persecución (Eus,. De mart. Palaest., XIII, 12), una abundante cosecha de mártires. Así, en el período primero de la persecutio codicum tradendorum, Félix, obispo de Tibiuca, en el valle del Bagradas, a cuarenta y dos millas al sudoeste de Cartago, se negó rotundamente a entregar los libros sagrados, y su negativa le vale la corona del martirio. Su ejecución debió de tener lugar hacia el 15 de julio de 303. Las actas son, en su redacción primitiva, de indudable autenticidad. El texto publicado por Ruinart ofrece interpolaciones (IV-VI) que transportan al mártir a Italia.
Notemos, en fin, que la ejecución del edicto imperial corría a cargo de las autoridades locales, y sólo de lejos aparece la figura del procónsul, quien ejerce sólo el ius gladii. En las requisas de los libros cristianos, desempeña papel principal el curator civitatis, que desde Diocleciano había dejado de ser funcionario del Estado y había pasado a simple magistrado municipal, si bien todavía nombrado por el emperador. Tenía derecho a imponer determinadas multas, castigar a los esclavos, arrestar a los perturbadores del orden público, hacer pesquisas e iniciar la instrucción de las causas. Así aparece, en efecto, en estas actas de San Félix. Esta limpia página en que admiramos la actitud resuelta y valerosa del obispo de Tibiuca nos compensará de la dolorosa impresión de la que ha de seguirla, y que pudiéramos rotular actas de cobardía. Mas los cobardes, como ya más de una vez queda notado, no invalidan, sino que realzan, el heroísmo de los valientes.
Martirio de San Félix, obispo de Tibiuca.
I. Siendo cónsules augustos Diocleciano por octava vez y Maximiano por séptima, salió sobre toda la faz de la tierra un edicto de los emperadores y Césares y se dieron órdenes por colonias y ciudades a los príncipes y magistrados en sus respectivos lugares que arrancaran los libros divinos de mano de los obispos y presbíteros.
Entonces se publicó el decreto en la ciudad de Tibiuca el día de las nonas de junio, y, en consecuencia, Magniliano, administrador de la ciudad, mandó que se presentaran ante él los presbíteros del pueblo cristiano, pues aquel mismo día el obispo Félix había marchado a Cartago. En particular, mandó traer a Apro, presbítero, y a Cirilo y Vidal, lectores.
Entonces se publicó el decreto en la ciudad de Tibiuca el día de las nonas de junio, y, en consecuencia, Magniliano, administrador de la ciudad, mandó que se presentaran ante él los presbíteros del pueblo cristiano, pues aquel mismo día el obispo Félix había marchado a Cartago. En particular, mandó traer a Apro, presbítero, y a Cirilo y Vidal, lectores.
II. Díjoles el administrador Magniliano.
—¿Tenéis los libros divinos?
—¿Tenéis los libros divinos?
Apro contestó:
—Los tenemos.
El administrador Magniliano dijo:
El administrador Magniliano dijo:
—Entregadlos para que sean quemados.
Apro:
—Los tiene nuestro obispo en su casa.
—Los tiene nuestro obispo en su casa.
Magniliano:
—¿Dónde está el obispo?
—¿Dónde está el obispo?
Apro:
—No lo sé.
Magniliano:
—Quedaréis, pues, bajo guardia oficial, hasta que deis razón al procónsul Anulino.
—Quedaréis, pues, bajo guardia oficial, hasta que deis razón al procónsul Anulino.
III. Al día siguiente volvió el obispo Félix de Cartago a Tibiuca. Entonces el administrador Magniliano dió orden a oficiales de la audiencia que le trajeran al obispo Félix. Dijóle el administrador Magniliano:
—¿Eres tú el obispo Félix?
Félix, obispo, contestó:
—Yo soy.
El administrador Magniliano dijo:
Entrega los libros o códices que tengas.
El administrador Magniliano dijo:
Entrega los libros o códices que tengas.
El obispo Félix contestó:
Los tengo, pero no los entrego.
Los tengo, pero no los entrego.
El administrador Magniliano dijo:
—Entrega los libros, a fin de que puedan ser echados al fuego.
Félix, obispo, contestó:
Antes preferiría que me quemaran a mí vivo que no las Escrituras divinas, porque más vale obedecer a Dios que a los hombres.
Félix, obispo, contestó:
Antes preferiría que me quemaran a mí vivo que no las Escrituras divinas, porque más vale obedecer a Dios que a los hombres.
El administrador Magniliano dijo:
Antes es lo que han mandado los emperadores que no lo que tú hablas.
El obispo Félix dijo:
Antes es el mandato del Señor que el de los hombres.
Magniliano:
Te doy tres días de plazo para que te lo pienses, pues si en esta misma ciudad te negares a cumplir lo que se ha mandado, irás al procónsul, y ante su tribunal proseguirás lo que aquí hablas.
Antes es lo que han mandado los emperadores que no lo que tú hablas.
El obispo Félix dijo:
Antes es el mandato del Señor que el de los hombres.
Magniliano:
Te doy tres días de plazo para que te lo pienses, pues si en esta misma ciudad te negares a cumplir lo que se ha mandado, irás al procónsul, y ante su tribunal proseguirás lo que aquí hablas.
IV. Al cabo de tres días, mandó el administrador de la ciudad que le lucra presentado el obispo Félix, y le dijo:
¿Ya te lo has pensado?
El obispo Félix dijo:
Lo que antes dije, lo repito ahora, y lo mismo he de decir ante el procónsul.
El administrador Magniliano dijo:
Pues irás al procónsul y allí darás cuenta.
Designóle entonces para conducirle a Cartago a Vicencio Celsino, decurión de la ciudad de Tibiuca.
¿Ya te lo has pensado?
El obispo Félix dijo:
Lo que antes dije, lo repito ahora, y lo mismo he de decir ante el procónsul.
El administrador Magniliano dijo:
Pues irás al procónsul y allí darás cuenta.
Designóle entonces para conducirle a Cartago a Vicencio Celsino, decurión de la ciudad de Tibiuca.
V. Entonces marchó Félix de Tibiuca a Cartago el 18 de las calendas de julio (24 de junio). Apenas llegó, fué puesto a disposición del legado, quien dió orden de que lo metieran en la cárcel.
Otro día, el obispo Félix, antes de amanecer, fue llevado ante el legado, y éste le dijo:
Otro día, el obispo Félix, antes de amanecer, fue llevado ante el legado, y éste le dijo:
¿Por qué no entregas las inútiles Escrituras?
El obispo Félix contestó:
—Las tengo, pero no las entregaré.
Entonces dió orden el legado que se le arrojara a los más profundos calabozos de la cárcel.
Al cabo de dieciséis días, el obispo Félix, encadenado, fue sacado de la cárcel al tribunal, a la hora cuarta de la tarde (como las diez de la noche) ante el procónsul Anulino. Este le dijo:
—¿Por qué no entregas las Escrituras inútiles?
El obispo Félix respondió:
No tengo intención de entregarlas.
Entonces el procónsul Anulino sentenció que fuera pasado a espada en los idus de julio (13 de julio).
El obispo Félix contestó:
—Las tengo, pero no las entregaré.
Entonces dió orden el legado que se le arrojara a los más profundos calabozos de la cárcel.
Al cabo de dieciséis días, el obispo Félix, encadenado, fue sacado de la cárcel al tribunal, a la hora cuarta de la tarde (como las diez de la noche) ante el procónsul Anulino. Este le dijo:
—¿Por qué no entregas las Escrituras inútiles?
El obispo Félix respondió:
No tengo intención de entregarlas.
Entonces el procónsul Anulino sentenció que fuera pasado a espada en los idus de julio (13 de julio).
VI. El obispo Félix, levantando los ojos al cielo, con clara voz, dijo:
—Dios mío, a ti sean gracias. Cincuenta y seis años he vivido en este mundo. He guardado la virginidad, he observado el Evangelio, he predicado la fe y la verdad. Señor de cielo y tierra, Jesucristo, por tu amor doblo mi cuello al verdugo, tú que permaneces para siempre.
Terminada esta oración, conducido por los soldados al lugar del suplicio, fué degollado y se le enterró en el camino llamado de los Escilitanos, en el cementerio de Fausto.
—Dios mío, a ti sean gracias. Cincuenta y seis años he vivido en este mundo. He guardado la virginidad, he observado el Evangelio, he predicado la fe y la verdad. Señor de cielo y tierra, Jesucristo, por tu amor doblo mi cuello al verdugo, tú que permaneces para siempre.
Terminada esta oración, conducido por los soldados al lugar del suplicio, fué degollado y se le enterró en el camino llamado de los Escilitanos, en el cementerio de Fausto.
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