Parece que la cuestión social es una cuestión puramente económica. ¿No sería, pues, conveniente que la Iglesia se abstuviera de tomar cartas en este asunto?
La cuestión social es algo más que una cuestión económica. En la encíclica que escribió León, XIII sobre la Democracia cristiana, leemos que la cuestión social es una cuestión eminentemente moral y religiosa que debe ser resuelta a la luz de los principios de moralidad y conforme a los dictados de la religión. La Iglesia condena igualmente a los que dicen que los clérigos deben meterse en la sacristía y a los que dicen que los problemas económicos deben ser arreglados única y exclusivamente por la jerarquía eclesiástica.
Es cierto que Jesucristo nunca se metió a político, condenando, por ejemplo, la esclavitud u otros males sociales de la época; pero delineó con toda claridad una serie de principios de caridad y justicia capaces por sí solos de formar al mundo entero si los hombres los aplicaran. Su misión divina era espiritual sobre todo. Por eso insistió en que salvar el alma era de más provecho que ganar todo el mundo, y no se cansaba de encomendar el amor a Dios, el amor mutuo y la vida de la gracia que El nos ganó con su Pasión y muerte. Pero conoció muy bien que la solución de la cuestión social dependía de la aceptación de sus enseñanzas morales y religiosas.
La Iglesia, lo mismo que su divino Fundador, tiene una misión divina, y es la gracia de Jesucristo. Por eso no está ligada a ninguna forma particular de gobierno, ni entra a tomar parte en partido alguno político social. Pero es incumbencia suya defender puros e ilesos ciertos principios cristianos, que si se cuarteasen amenazarían con el derrumbamiento general de la sociedad. Por eso se opone doctrinalmente al socialismo y al comunismo, que se basan en métodos puramente materialistas y condenan la propiedad privada, y al individualismo frío, que exalta la plutocracia y el encumbramiento de unos pocos con mengua de la mayoría, sin parar mientes en las exigencias de la caridad y justicia social. Los Papas Pío XI, y Pío XII han seguido la misma línea.
¿Qué opina la Iglesia sobre el llamado "salario familiar"? ¿No son acaso libres los obreros y los patronos para fijar el salario que a ellos les parezca? ¿No es justo el contrato libre?
A esta dificultad contestó, el año 1891, León XIII en su encíclica Rerum novarum. No está la injusticia sólo en que el patrono no pague al obrero lo convenido, ni en que el obrero no haga la obra que se comprometió a hacer. Si el trabajo fuese algo meramente personal, el trabajador podría aceptar cualquier salario; pero, además de personal, es necesario, porque el hombre no puede vivir sin los resultados del trabajo (Gén III, 19). Por tanto, un contrato libre efectuado bajo una presión económica, ni es libre ni es justo. También da libremente la bolsa el caminante a quien los bandoleros echan el alto en descampado.
Dice asi León XIII: "Aunque es cierto que, generalmente
hablando, los patronos y los obreros pueden convenir libremente en un salario determinado, sin embargo, por encima de todo contrato está el dictado de la justicia natural, que exige que la paga del obrero sea tal, que con ella viva razonablemente desahogado. Si el obrero, o por necesidad, o por miedo a un mal mayor, acepta salarios miserables, porque el patrono rehusa darle mas, este obrero es víctima de opresión, e injusticia."
No perdamos de vista que la mayoría de los obreros están casados y tienen familia. Debe, pues, el obrero ganar lo suficiente para llevar adelante su casa con decoro y para meter en la hucha algunas monedas extra que le saquen de apuros un día que llueva, o no pueda trabajar, o tenga una desgracia en casa.
El apóstol Santiago dice en su epístola que negar la paga a los obreros es un pecado "que clama al cielo" (V, 4). Pío XI y Pío XII han sancionado y urgido aún más esta misma doctrina.
¿Son legales las huelgas de los obreros? ¿Qué opina la Iglesia católica sobre las huelgas llamadas generales?
Entendemos por huelga el paro voluntario de los obreros de ciertos ramos que se niegan a continuar el trabajo hasta que el patrono acceda a sus demandas. Desde luego, los hombres son libres para trabajar o para pasarse el día en el café; y esto lo mismo el individuo que el grupo de individuos. Si tienen en su favor una razón justa y proporcionada, tienen derecho a declarar la huelga, con tal que no cometan actos de violencia contra los que no se adhieren a la huelga o contra los que se ofrecen a tomar sus empleos para evitar el paro. Entre las causas que justifican una huelga pueden mencionarse: salarios miserables, demasiadas horas de trabajo, circunstancias de insalubridad, el reconocimiento de una asociación, etc.
Asimismo, los obreros tienen derecho a declarar la huelga, no sólo para que se les pague un salario mínimo, que es de justicia, sino también para que se les pague un salario decente. Pero las huelgas deben obedecer a motivos proporcionados a la gravedad de sus efectos. La huelga, en fin de cuentas, no es más que una guerra industrial, y no se debe declarar una guerra sin esperanzas fundadas de que el triunfo final pagará con creces los daños inherentes a ella.
Mas si los obreros han hecho un contrato libre y justo con los patronos, aquéllos no tienen derecho a declarar la huelga, pues, como dice León XIII en su encíclica: "La religión y el bien común demandan que tales contratos se guarden inviolablemente."
Sin embargo, hay casos en que estos contratos cesan de obligar, bien porque los patronos no cumplan su parte, bien porque en el contrato mismo se encierran cláusulas injustas que lo invalidan.
De la llamada huelga general, no hay que decir sino que es injustísima, tanto en su fin último—que es acabar con el capitalismo—como en sus medios violentos y criminales. Los obreros no tienen derecho alguno a privar a los dueños de sus posesiones ni a inutilizar o destruir sus propiedades.
A veces los obreros declaran la huelga porque algunos de sus "camaradas" son tratados con injusticia. Si la huelga es parcial, puede permitirse; pero si es general, no se ve cómo deba permitirse, pues trae consecuencias gravísimas y causa daños incalculables a la sociedad. Además, se suelen violar con ella tratados justos contraídos libremente por las dos partes. Los obreros se adhieren a la huelga simplemente porque sus compañeros declararon la huelga. Este principio no puede ser más absurdo.
¿No es cierto que Jesucristo y los primitivos cristianos de Jerusalén fueron comunistas? Además, los
Padres de los siglos IV y V negaron el derecho a la propiedad privada, por ejemplo, los santos Juan Crisóstomo, Basilio, Ambrosio, Agustín y Jerónimo.
Esta dificultad la ponen algunos socialistas, pero no tiene fundamento alguno. Jesucristo nunca dijo que la propiedad privada fuese injusta. Pintó, sí, con vivos colores los peligros a que están expuestos los ricos y la dureza de corazón que a veces trae la riqueza; pero no negó que fuese imposible la salvación para los ricos (San Mateo XIX, 26). Si Jesucristo hubiese tenido por injusta la propiedad privada, no hubiera aconsejado al joven rico que vendiese lo que tenía (San Mateo XIX, 21), ni se hubiera contentado con que Zaqueo diese solamente la mitad de los bienes a los pobres (San Lucas XIX, 8). En vez de condenar la propiedad privada, insistió en la limosna y obras de caridad como medio adecuado para ganar el reino de los cielos (San Maeo XXV, 35-36).
En cuanto al comunismo de los cristianos primitivos, decimos que era similar al comunismo que vemos hoy en las comunidades religiosas, pero en modo alguno negaba el derecho a la propiedad privada. Además, no era cosa obligatoria, sino de supererogación. Por eso dijo San Pedro a Ananías: "¿Quién te quitaba el conservarlo? Y aunque lo hubieses vendido, ¿no estaba el precio a tu disposición?" (Hechos V, 4).
Dígase lo mismo del comunismo atribuido a los Santos Padres. Condenaron, ciertamente, a muchos ricos de su tiempo por adquirir injustamente sus riquezas, e insistieron en que se debía dar lo superfluo a los pobres. Pero no condenaron la propiedad privada. Los santos Ambrosio y Basilio retuvieron la propiedad de parte de sus posesiones, y San Jerónimo no vaciló en afirmar que "las riquezas no son obstáculo si el rico usa de ellas como es debido".
¿No es cierto que la Reforma trajo consigo esta democracia moderna que ha dado al traste con aquellas ideas medievales del derecho divino de los reyes?
No, señor. La Reforma, tanto en, Inglaterra como en el continente, basó la autoridad de los Tudores y de los príncipes alemanes en el llamado derecho divino, para combatir la autoridad divina del Papa. San Roberto Belarmino (1542-1621), el gran teólogo jesuíta del siglo XVI, defendió la soberanía del pueblo contra la teoría del derecho divino a que se agarraba el déspota Jacobo I de Inglaterra. Según él, la ley natural o divina que creó el poder político en general, pone a éste, no en manos de un individuo o de un rey, sino en la multitud o en el pueblo, considerado como una unidad política. El derecho a gobernar no está vinculado a una forma particular de gobierno (León XIII, Immortale Dei), sino que es determinado por el consentimiento del pueblo o por la ley de las naciones. "Es incumbencia del pueblo —dice el Papa— elegir para sí, bien un rey, bien un cónsul o cualquier otro magistrado; y si hay razones que lo justifiquen, el pueblo puede cambiar la forma de gobierno, de aristocracia en democracia, y viceversa." Y termina citando a Santo Tomás, según el cual, "los dominios humanos y los principales no son de derecho divino, sino humano".
Otro teólogo eximio de aquel período, el jesuíta Suárez (1548-1617), fue de la misma opinión que Belarmino, y condenó la teoría del derecho divino de Jacobo I, llamándola "doctrina nueva y peregrina, inventada para exaltar el poder temporal y empequeñecer el espiritual". Ahora bien: como no hubo ningún escritor inglés que favoreciese la democracia en todo el período que corrió entre Lutero y Suárez, es razonable creer que la concepción de un gobierno demócrata les vino a los ingleses por los escritos de Suárez y Belarmino, y dígase otro tanto de los Estados Unidos. En el siglo XVII se inició una reacción contra la teoría y práctica protestantes de despotismo por derecho divino, y se volvió a admitir, al menos en parte, la teoría medieval de los derechos naturales, soberanía popular y libertades de los gremios y cuerpos municipales. Hoy, en el siglo XX, no se ha hecho más que adoptar con más amplitud aquellas ideas políticas.
Parece que el cardenal Belarmino, con su teoría sobre la soberanía del pueblo, fue el responsable de la Revolución francesa. Por lo menos, influyó en ella tanto como Rousseau con su teoría acerca del contrato social.
Las causas de la Revolución francesa fueron, entre otras, la doctrina de Rousseau y la tiranía, extravagancia y absolutismo de los reyes franceses Luis XIV y Luis XV. Hay una diferencia esencial entre la doctrina de Belarmino y la de Rousseau. Según Belarmino, el poder político es una institución natural
y divina, necesario para el bienestar de la sociedad. En cambio, Rousseau sostenía que el poder no era más que una conveniencia humana, que no existía más que porque los hombres habían convenido en crearlo. Belarmino derivaba el poder inmediatamente del pueblo, considerado como un todo, pero mediatamente, de Dios; mientras que Rousseau basaba ese poder únicamente en un contrato entre el súbdito y el soberano. Belarmino declaró que los subditos estaban obligados en conciencia a obedecer a todas las autoridades legales. Rousseau no vaciló en afirmar que "cada uno está unido a los demás, pero no obedece más que a sí mismo, y queda tan libre como antes". Se ve, pues, que Rousseau facilitó el advenimiento de la Revolución francesa, y Belarmino echó los cimientos de la democracia moderna bien entendida.
La Iglesia católica defiende acérrimamente la propiedad. ¿No es esto ponerse al lado de los ricos y aplastar al pobre? ¿A qué viene esa oposición de la Iglesia al socialismo? El socialismo es el remedio más eficaz contra los males del sistema industrial moderno.
La Iglesia condena el socialismo no porque se incline a los ricos más que a los pobres, sino porque tiene que defender el derecho que todos tenemos a poseer, cosa que el socialismo no admite. Como dijo León XIII en su encíclica Rerum novarum (1891): "Los postulados del sacialismo son injustísimos, pues, al destruir la propiedad privada, robarían al poseedor legítimo, elevarían el Estado a una esfera que no es la suya y causarían una confusión espantosa en la sociedad."
Esto no quiere decir que la Iglesia apruebe, ni mucho menos, los males sin cuento del capitalismo moderno. Los moralistas católicos condenan su avaricia y ambición, su desprecio de toda justicia, la tiranía con que esclaviza a los pobres, el control que ejerce sobre los Gobiernos, los excesos de sus juegos de bolsa, su intrusión odiosa en la prensa, etcétera, etc. Pero aunque admiten de grado la existencia de estos males, creen, sin embargo, que los males que traería el socialismo serían mucho peores. Porque el socialismo es una cura falsa, como es cura falsa el suicidio. Por otra parte, la moral católica sostiene y defiende que el derecho a poseer es un derecho fundado en la naturaleza humana. La posesión de cosas materiales no
es patrimonio exclusivo del Estado, sino que compete igualmente a las corporaciones, a la familia y aun, al individuo. Este derecho que el hombre tiene a poseer se extiende no sólo a objetos de consunción diaria, como la comida, el vestido y la vivienda, sino también a objetos productivos, como fincas, minas, almacenes, ferrocarriles, fábricas, bancos, etc.
Los monopolios del Estado no son socialismo si se extienden sólo a ciertos ramos administrativos, como el petróleo, el tabaco, los ferrocarriles, etc., cosa que con frecuencia demanda el bien común de la sociedad. Lo que podría hacer el Estado sin cometer una injusticia gravísima sería, por ejemplo, incautarse de las minas, ferrocarriles, centros docentes, etc., de particulares, sin la debida recompensa. Pero no se vaya a creer que la Iglesia no pone limitaciones al derecho de propiedad. Las pone, y bastante estrictas. El dueño no puede hacer lo que se le antoje con su propiedad. Puede, sí, disponer de ella como le plazca, pero no puede destruirla sin cometer una injusticia. El propietario no es más que administrador de los bienes que posee. Estos pertenecen a Dios.
Ya lo dijo San Juan Crisóstomo en el siglo IV: "¿No es del Señor la tierra y todo lo que en ella se contiene? Si, pues, nuestras posesiones son un don común que recibimos del Señor, sigúese que pertenecen también a nuestros prójimos."
El propietario debe disponer de su riqueza de modo que el trabajador gane un salario decente y el consumidor pueda comprar lo que necesite a un precio razonable. Tan pronto como se dé cabida a la injusticia, el Estado tiene derecho a intervenir para limitar hasta cierto grado la propiedad privada.
Lo dijo León XIII en su encíclica Rerum novarum: "Cuando el bien común o una clase particular de la sociedad sufren o se ven amenazados de injusticia, si no hay otra manera de llegar a un, arreglo, la autoridad pública tiene derecho a intervenir y debe intervenir."
BIBLIOGRAFIA.
Pío XI, Encíclica "Quadragesimo Anno». M. Prieto, El derecho de los trabajadores a vivir.
Azpiazu, Patronos y obreros.
Idem, Problemas sociales de actualidad.
Beaulieu, Cristianismo y democracia.
Carbonell, El colectivismo y la ortodoxia católica.
Carrillo de Albornoz, El más "socialista" de los Santos Padres.
Cathrein, Socialismo y catolicismo.
Chillida, Los grandes fracasos
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