Tres razones por las cuales la Virgen Santísima nos engendró espiritualmente por la maternidad divina a la vida de la gracia. Primera razón, fundada sobre el "mérito" de esta maternidad; segunda razón, sacada de su consentimiento en la Encarnación; tercera razón, que proviene de su cooperación próxima a la inmolación de la víctima en el Calvario. El mérito de la maternidad divina; mérito no de "condignidad", sino de suprema conveniencia o de "congruidad".
I. Como acabamos de meditarlo, los Padres, los Doctores y los Santos, hablando de la maternidad espiritual de María, la celebran como la consecuencia, el coronamiento y el fin de su maternidad divina, y San Epifanio no hacía más que expresar la fe de todos, cuando escribía: "Por la Virgen María la vida misma ha entrado en el mundo, a fin de que, engendrando al Viviente, fuese, por lo mismo, esta Virgen madre de los vivientes" (San Epiph., Haeres., 78, n. 18. P. L., XLII, 729).
Pero he aquí que la herejía se levanta en contra. No admite que el título de Madre de Dios baste para justificar lo que creemos, ya de la incomparable dignidad de María, ya del concurso en la redención que la consagró madre de los hombres en el orden de la gracia. Un protestante y, por cierto, de los menos alejados de la creencia católica, el doctor Pusey, creyó conveniente apoyar con su autoridad estos ataques contra la nueva Eva. Ya hemos refutado sobreabúndantemente este error en lo que concierne a los privilegios y a la inconmensurable grandeza de la maternidad divina. Bástanos ahora limitarnos a la segunda parte de la objeción y mostrar cuán vana es ésta y cuán sólida, en cambio, la doctrina tradicional. María —dicen ellos— no fue otra cosa, en su calidad de Madre de Dios, sino un simple instrumento físico de la Encarnación, así como David y Judá, sus antepasados y los de Cristo; todo su privilegio consiste en haber concurrido más inmediatamente que ellos al nacimiento del Salvador. El Redentor es de Ella materialmente; pero en manera alguna hemos recibido de Ella la redención, con los bienes de la vida que nos procura, así como tampoco se la debemos mediatamente a los antepasados de Cristo. Si una mujer es madre de algún personaje superior por el brillo de sus méritos y virtudes, o bien lo es de algún gran criminal, ¿debemos dar a la primera las alabanzas y la gratitud que su hijo merece, y a la segunda el horror de los crímenes que su hijo ha cometido, y esto por el único motivo de que son sus madres? Sin duda que tenemos derecho a vituperarlas o alabarlas por razón de la educación que dieron a sus hijos respectivos; pero ni estas alabanzas ni estos vituperios pueden corresponderles sólo en virtud del acto por el que son madres. Ellas han dado a luz materialmente, ésta, un azote; aquélla, un bienhechor de la Humanidad; ni una ni otra tienen, por el solo hecho de su maternidad, responsabilidad formal de las obras y del destino de su hijo. Tal es la objeción, y así se pretende combatir todos los textos de los Santos Padres y reducir a la nada la maternidad espiritual de la Santísima Virgen María.
¿Qué hace falta para derribar tan frágil argumento? Volver sencillamente al texto evangélico y a los escritos de los Santos Padres. Tres cosas establecen una diferencia esencial entre la Madre del Salvador y las madres comunes de que se habla en esa impugnación, o, si se quiere, entre los antepasados de Cristo y la Virgen Madre. Es, en primer lugar, que Ella debe a sus propios méritos la divina fecundidad que la ha hecho Madre de Dios. En segundo lugar, que la Encarnación del mismo Salvador ha dependido de su libre consentimiento; es, en fin, que Ella ha cooperado, conjuntamente con su Hijo, a la oblación sangrienta que nos procuró el perdón y la vida. Tres puntos de soberana importancia que debemos desarrollar extensamente, porque son indispensables para la completa inteligencia de la maternidad espiritual de María.
En efecto, y voluntariamente lo concedemos, si la Virgen Santísima fuese pura y simplemente la Madre de Dios Salvador; en otros términos, si el Hijo de Dios, queriendo salvar la naturaleza humana, hubiese tomado carne en María, sin que María hubiese concurrido con su libre voluntad y por sus virtudes libremente al cumplimiento del misterio de la salud, desde la Encarnación del Verbo hasta el sangriento sacrificio del Calvario, esta maternida, por muy gloriosa que hubiera sido, no bastaría para hacer a la Virgen, Madre de los hombres con toda verdad, Madre nuestra. María no sería por este título la verdadera Cooperadora de la Redención; no tendríamos que atribuirle el honor de nuestro renacimiento espiritual, a no ser del modo y en la medida que convienen al instrumento ciego de un beneficio. Compararíamos nosotros su influencia vivificante a la de una madre cualquiera en el orden de la transmisión del pecado original. Toda mujer que concibe y da a luz, concurre por el hecho mismo a formar un hombre pecador. Pero si este hombre es concebido en la muerte, la responsabilidad no recae sobre sus generadores inmediatos. La cooperación de éstos no es la causa, sino únicamente la condición requerida para que la muerte y el pecado pasen a nuevo ser, salido de su unión. Por consiguiente, no se puede concebir la maternidad espiritual de María como una legítima y verdadera consecuencia de su maternidad divina, sin tener en cuenta las tres verdades que hace poco indicamos, y por haberlas ignorado y desconocido es por lo que Pusey y sus discípulos han, desdichadamente, ignorado y desconocido a la Madre de los hombres.
Pero hay que precisar más nuestro pensamiento, porque la inteligencia exacta de la maternidad de gracia está estrechamente ligada con estas nociones. Se trata de averiguar si la Virgen Santísima es verdaderamente Madre de los hombres porque es la Madre del Dios Salvador; en otros términos, si por su maternidad divina ha concurrido por su parte y en gran parte a procurarnos esta gracia que constituye para nosotros el principio de una nueva vida, la vida sobrenatural, propia de los hijos de Dios. ¡Sí! Ella lo ha hecho, respondemos, no solamente porque ha merecido esta divina fecundidad, porque la Encarnación del Salvador en Ella ha dependido de su libre voluntad, y porque Ella ha cooperado en cualidad de Madre y por sus acciones de Madre a la inmolación que nos dió la vida. He aquí el sentido en que la maternidad de gracia sale de la maternidad de naturaleza y cómo la Virgen Santísima, siendo Madre de Dios se convierte en Madre de todos nosotros (Jesucristo es nuestro hermano, no sólo porque ha nacido, como
nosotros, de una mujer, y porque esta mujer ha sido, por su
especialisimo concurso a nuestra santificación, la madre de nuestras
almas, sino, además, porque nosotros hemos nacido del Padre en el órden de la gracia de ese Padre del cual Cristo es el Primogénito. El
título de hermanos de Jesús, considerado únicamente desde este
último punto de vista, no nos autorizaría para reclamar, sino de un modo
muy impropio, a María por Madre. Una mujer no se convierte, en el
verdadero sentido, en madre de los hijos nacidos de otra mujer solamente
porque el padre de su propio hijo sea también padre de aquéllos).
Así, pues, explicar el cómo de la maternidad de la gracia, es poner en luz esos diferentes puntos y mostrar que son inseparables de la maternidad divina, tal como siempre nos la han presentado los Santos, los Padres y la misma Iglesia.
II. Y primero afirmamos que si María no es la madre de un hombre cualquiera, sino del Hombre-Dios, Salvador y Redentor de la familia humana, lo debe, después de la munificencia divina, a sus propios méritos. Que la Santísima Virgen haya merecido en un sentido muy justo ser escogida para Madre de Dios, es una verdad tan generalmente recibida entre los teólogos y los Santos Padres que no se puede razonablemente poner en duda.
¿Queréis pruebas de este común sentir? Leed, entre otros muchísimos, estos testimonios: "Con harto derecho es saludarla María y sólo María, llena de gracia, escribe San Ambrosio, porque Ella sola ha obtenido del cielo una gracia que persona alguna ha merecido, sino Ella, la de ser llena del Autor de la gracia" (San Ambros., Expos. in Luc.. 1. II, n. 9. P. L., XV, 1656).
En la misma época, San Jerónimo parece que escribía a Eustoquio en idéntico sentido: "Ten siempre a María delante de los ojos; a María, cuya pureza fue tan grande, que mereció ser la Madre del Señor" (Confieso que no he podido compulsar este texto).
La misma afirmación en boca del gran San Agustín: "Esta Virgen, que mereció por su amor y por su fe que el más santo de los gérmenes se formase en Ella; esta Virgen, digo, la ha creado el Hijo para elegirla; la ha escogido para ser creado en Ella" (San August., de Peccat. merit. etrem.. c. 24. P. L., XLIV, 175).
Y San Pedro Crisólogo, comentando las palabras del Angel, dice así: "Bendita eres entre todas las mujeres. ¡Sí! Es verdaderamente bendita esta Virgen, que conserva el honor de la virginidad, al mismo tiempo que recibe la dignidad de Madre; verdaderamente bendita, porque ha merecido la gracia de una concepción divina y ha llevado la corona de la integridad" (Serm. 143, P. L., LII, 584).
Si pasamos al Oriente, hallamos sentimientos idénticos: "Sólo Tú, Señora, dice San Metodio a la Virgen María, has merecido compartir con Dios lo que es de Dios; Tú, la única que has engendrado en la carne al Dios eternamente engendrado por el Padre, que es Dios" (San Method.. de Sim. et Anna. Apud Galland.. t. III, p. 816).
"¡Qué mundo más hermoso y magnífico!, exclama San Juan Damasceno, hablando de María. ¡Qué maravillosa creación, en la cual se unen la belleza de todos los árboles cargados de los frutos de todas las virtudes, con el perfume de la castidad, el esplendor de la luz y todo cuanto hay de apacible y de bueno! Digno mundo tan bello, por todos los títulos de que Dios, viniendo al hombre, lo escogiese por morada..., enamorado con pasión de amor por Aquella que sobrepuja a toda criatura" (Serm. 2 in Nativ. B. M. V., n. 4. P. G., XCVI, 684).
Idea semejante pone en labios de María el piadoso abad Ruperto, representándola en la Esposa del Cantar de los Cantares. Dice así en su Comentario sobre este libro: "Cuando el Rey estaba en su reclinatorio, el nardo que embalsama derramó su perfume... ¿Cuál es este reclinatorio del rey, sino el corazón o seno del Padre?... Así, cuando descansaba en este eterno y divino reclinatorio, mi nardo exhaló su perfume, y El, como embriagado de su olor descendió al seno mío. En otro tiempo, rechazado por el hedor que despedía la soberbia de Eva, se había alejado del género humano; hoy, deleitado, atraído por el buen olor de mi humildad, vuelve a él... Nada agrada tanto al corazón del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo como ese perfume de la humildad! ¡Amigos míos!, creedlo, lo sé por experiencia... Y aquel que me ha creado, ha reposado en mi tabernáculo... (Eccli., XXIV, 12). Aquí digo, ha reposado y ha permanecido nueve meses enteros, y se ha hecho hija de la esclava, de quien era dueño. ¿Queréis saber después, amigos míos, lo que el Amado ha sido para mí y lo que yo he sido para El? Mi Amado es para mí como un hacecito de mirra; descansará en mi seno (Cant.. I, 12), como descansa en el seno del Padre" (Rupert., Comment. in Cantic., 1, I. P L., CLXVIII. 354, sq.).
Algunos escritores eclesiásticos insisten más aún sobre lo que acabamos de oír. Si el Verbo de Dios no se encarnó más pronto; si dejó pasar tantos siglos antes de revestirse de nuestra naturaleza y ser hombre como nosotros, fué, entre otras causas, porque no había hallado, en la larga serie de edades transcurridas una mujer que mereciese ser su madre. Así pensaba especialmente el discípulo y secretario de San Anselmo, Eadmero: "Los siglos —escribía— se sucedían a los siglos, y el grave peso de la primitiva sentencia cargaba siempre sobre los hombres y era cada vez más agobiador. Es que la Sabiduría de Dios no hallaba entre la masa de la Humanidad perdida la senda por la cual había eternamente decretado venir al mundo para reparar una tan lamentable ruina; no la hallaba, digo, hasta el día en que apareció la Virgen Santa de que hablamos. Pero en cuanto el curso de las generaciones hubo dado tal Virgen a la tierra, resplandeció Ella con tal esplendor de virtudes, que la divina Sabiduría la juzgó perfectamente digna de introducir a Dios en el mundo, ya para borrar la culpa de sus antepasados y de los demás pecadores que les siguieron, ya para derribar en él la obra del demonio, su perpetuo enemigo. ¿Quién, pues, podrá meditar estas maravillas, sin estimar digna de toda alabanza a Aquella que con preferencia a tantas otras ha merecido ser la Mediadora de bienes tan inefables?" (Eadmer., de Excellent. V. M., c. 9. P. L., CLIX, 574).
A estas palabras de Eadmero añadid estas otras, tan hermosas, de San Anselmo, su ilustre maestro: "Tallo de bendición, raíz sagrada... Tú sola, llena del Espíritu Santo, has merecido virgen roncebir a un Dios, llevar a un Dios siendo virgen y parir un Dios quedando virgen" (San Anselm., or. 56 (al. 55). P. L„ CLVIII, 962).
Añadid también la explicación mística dada por San Bernardo a la fuente que regaba toda la superficie del Paraíso terrenal. El santo ve en esa fuente al Verbo viviente y vivificante. Ahora bien: "ese río bajó por un acueducto, no ciertamente para derramar sobre nosotros toda la plenitud de sus aguas, sino para empapar en nuestros áridos corazones los arroyuelos vivificantes de ellas, con más abundancia en unos, con menos en otros. El acueducto tiene la plenitud, pero de modo que los demás reciban de esa plenitud y no la misma plenitud... Ya habréis comprendido, supongo, cuál es este acueducto que, tomando del Corazón del Padre la plenitud misma de la fuente, la ha traído hasta nosotros, si no entera, al menos en la medida que la podíamos recibir, porque bien sabéis a quién se le dijo: "Dios te salve, llena de gracia..." Pero, ¿cómo ha podido nuestro acueducto ser capaz de alcanzar una fuente tan prodigiosamente elevada? ¿Cómo? Por la vehemencia de sus deseos, por el fervor de su devoción, por la pureza de su oración... Y no sólo María penetra los cielos con su oración, sino con su pureza, que, según el Sabio, acerca a Dios (Sap., VI, 20)..., por su ardentísima caridad..., por su humildad incomparable... Así es como se eleva por encima de todo el género humano, sube hasta los ángeles y deja atrás toda criatura celestial, porque tiene que sacar, muy por encima de los ángeles, esta Agua viva, que derramará después sobre los hombres" (San Bernard., serm. de Aqnaeductu, n. 3-5, 9. P. L„ CLXXXIII, 440, sqq.).
¿Qué falta hace acudir ahora a los testimonios de la Liturgia? Y, no obstante, ¡cómo se afirma en ella por todas partes ese mérito de la divina Maternidad! Ya es la Iglesia griega que, en sus cantos sagrados, nos propone a la Virgen Santísima "la única digna de los divinos prodigios; la única digna de haber sido hecha Madre de Dios" (Men, die 20 Jun.. od. 7: die 26 Oct.. od. 4).
"El Hijo, increado como el Padre, dice a María, ha descubierto en Ti la razón de tomar una naturaleza semejante a la nuestra, porque te ha encontrado a Ti sola resplandeciente con una pureza sin igual entre las criaturas" (San Joseph. Conf., in Men., 17 Mart., od. 1, de S. Alexio, in
clausula. Véase a Petau (de lncarn., 1. II, c. 17, § 56), donde hay un
texto análogo de un Padre antiguo. "Antes de la creación del mundo, el
misterio había sido predestinado en los eternos consejos. Pero hasta la
Santísima Virgen Dios no había hallado en el mundo un santuario donde la
Encarnación del Dios hecho Hombre pudiese dignamente operarse. Apenas
el Verbo halló a esta Virgen, cuando tomó carne en ella." Petan pretende
haber sacado el texto de la Panoplia, de Eutimio; no he podido
hallarlo allí).
"Inclina los cielos, canta también la misma Iglesia al Salvador y desciende entre nosotros. He aquí, ¡oh, Verbo!, que tu Trono está preparado... Y Cristo, ¡oh, Santa Madre!, Cristo seducido por tu belleza incomparable, más que inmaculada, ha escogido su morada predilecta en tu seno virginal, a fin de librar al género humano del yugo de sus pasiones y devolverle el don de la belleza original" (Teophan., in Men., die 24 Mart., od. 8).
"En cuanto el celestial Esposo, ¡oh Desposada de Dios nuestro Señor!, se hubo encontrado contigo, contigo, Rosa entre espinas, flor olorosísima de de los Valles, Azucena Inmaculada por su blancura, se unió a Ti, perfumando al mundo entero con sus aromas" (Men., die 10 Feb., od. 6. Cf. 23 Mart., od. 3; 15 Oct., od. 18).
Los coptos cantan a su vez: "Salve, Lecho nupcial. Lecho resplandeciente de luz, donde el verdadero Esposo se ha unido la naturaleza humana. Grande es la gloria de María por cima del honor de todos los Santos, puesto que ella ha merecido recibir en sí al Verbo de Dios" .
Los maronitas dicen en su oficio a María: "Bienaventurada eres Tú, que has merecido ser Madre del Hijo del Altísimo" ( p. 406 (ibid.).
A la Iglesia Romana correspondía el proclamar aún con más frecuencia y más altamente en sus oraciones litúrgicas el mérito de su Reina: "¡Regocíjate, Madre de Cristo!, porque Tú sola, ¡oh, Virgen Dulcísima!, has merecido una tan elevada dignidad que te coloca muy cerca de la Trinidad adorable" (Thesaur. hymnol., t. I, p. 346)
También nos incita a reclamar la intercesión de aquella "por quien hemos merecido recibir al Autor de la vida, Jesucristo Nuestro Señor" (Orat, post complet., a Nativ. Dom.)
Y cuando Jesucristo resucita, entona este himno triunfal: "Reina del cielo, alégrate, porque Aquel que mereciste llevar en tu seno ha resucitado, según dijo" ("Regina coeli laetare". "Quia quem meruisti portare...").
Terminemos con un hermoso texto del Misal Mozárabé: "Sólo María, después del cielo, ha merecido llevar a Dios; sólo Ella ha merecido ser Virgen después del parto; sólo Ella ha merecido al Hombre-Dios: haec sola meruit Deum et hominem".
No creemos que hayamos prodigado las citas. Algunos textos aislados pudieran fácilmente interpretarse en un sentido impropio; pero es imposible que ese conjunto de testimonios pueda explicarse satisfactoriamente si la Virgen Santísima no hubiese merecido con toda verdad su título de Madre de Dios.
III. Otra cuestión se ofrece aquí espontáneamente: ¿de qué mérito se trata? Porque hay varias clases. Seguramente no se puede decir que la Virgen Santísima haya merecido la substancia misma de la Encarnación del Verbo; hablamos del mérito propiamente dicho, del mérito de condignidad. Es un axioma en teología que el principio del mérito no puede caer bajo el mérito, porque este principio, sería entonces efecto y causa: efecto del mérito, porque sería su precio; causa del mérito, porque sería su origen. He aquí por qué ningún hombre puede merecer la primera gracia, y por qué la Encarnación, primer principio de la gracia, en virtud de la cual hacemos actos meritorios, no es, en modo alguno, fruto del mérito. Además, la Encarnación del Verbo es una gracia infinita en su orden, puesto que es unión con el ser personal entre la naturaleza humana y el Hijo Eterno de Dios; es, además, de un valor sin límites, puesto que por sí misma tiende al levantamiento de toda la familia humana. Así, pues, es claro que sobrepuja a todo mérito limitado en su valor, es decir, a todo mérito de una pura criatura.
S. Thom., 3 p., q. 2, a. 11. — La tesis sin embargo, no carece de objeciones. He aquí tres, que tomamos del lugar indicado de la Suma, y que insertamos con sus respuestas.
Primera objeción: La Encarnación presuponía méritos: porque la Glosa (en el salmo XXXII, 22) la atribuye a las oraciones y méritos de los Profetas. Respuestas: No se trata sino de un mérito impropiamente dicho: "los santos de la Ley antigua merecieron, es verdad, la Encarnación, por sus deseos y oraciones, pero era un mérito de pura conveniencia. Convenía, en efecto, a la divina bondad el escuchar los votos de los que la obedecían". Abraham, padre de los creyentes, oyó de la boca de Dios esta consoladora promesa: "Porque has hecho esto, y por obedecerme no perdonabas ni a tu hijo único.... he aquí que todas las naciones serán benditas en tu posteridad, in semine tuo" (Gén., XXII, 16-18). La recompensa prometida y merecida no era tanto el nacimiento del Verbo Encarnado como el honor para Abraham de tenerlo entre sus descendientes.
Segunda objeción: Todo el que merece una cosa, merece aquello sin lo cual no puede ser obtenida esa misma cosa. Ahora bien: por un lado, los antiguos Padres merecieron la vida eterna; del otro, no podían entrar en posesión de esa vida sino por la Encarnación del Verbo. Así, pues... Respuesta: "No es cierto que todo lo que presupone la posesión de la recompensa merecida sea objeto del mérito. Hay cosas, en efecto, que son no solamente presupuestas para la recompensa, sino también para todo mérito: por ejemplo, la divina Bondad, su gracia y la naturaleza misma del hombre. Semejantemente, el misterio de la Encarnación es el principio de todo mérito, porque escrito está: De su plenitud todos hemos participado" (Joan., I, 16).
Tercera objeción, relacionada directamente con María. La Iglesia afirma en sus cantos que "Ella ha merecido llevar al Señor de todas las cosas"; lo que manifiestamente se ha hecho por la Encarnación. Respuesta: "La Virgen Santísima ha merecido llevar al Señor, no porque haya merecido la Encarnación tomada en sí misma sino porque con el auxilio de la gracia ha merecido el grado de pureza y de santidad que le convenía a una Madre de Dios, ut congrue posset esse Mater" (1. cit-, ad 1, 2 et 3).
"Por consiguiente, la Santísima Virgen no ha merecido estrictamente la Encarnación, sino que, presupuesta la Encarnación, ha merecido que se hiciera por Ella, no con un mérito de condignidad, sino con un mérito de congruidad, en tanto en cuanto convenía que la Madre de Dios fuese una Virgen pura y perfectamente sana" (S. Thom., III Sent., D. 4, p. 8, a. 1, ad 6).
Meditemos estos últimos textos para hacernos bien cargo de su significación precisa. La Virgen Santísima no mereció, en el sentido estricto de la palabra, la maternidad divina, no solamente en tanto en cuanto comprende la Encarnación del Hijo, sino también en tanto en cuanto la presupone independiente de todo mérito.
Es que el mérito estrictamente dicho, el mérito de condignidad, no se da sin cierta igualdad entre el acto meritorio y la recompensa con la cual es divinamente pagado (S. Thom., in II Sent., D. 27, q. I, a. 3).
Ahora bien, lo sabemos, la dignidad de Madre de Dios es mayor que la más alta recompensa prometida a los méritos condignos de una criatura; es decir, es superior al aumento de la gracia y a la gloria misma, porque es de un orden superior, tocando, como lo hace, en los confines de la divinidad. Siendo, pues, así que hay mérito y que ese mérito no puede ser mérito de condignidad, es un mérito de congruidad. De una parte convenía a la bondad divina escoger por Madre de su Hijo una Virgen rica con tan inefables virtudes, adornada de una inocencia y de una pureza suiperiores a todo lo que podemos concebir, las mas incomparablemente hermosa de sus imagenes creadas, y, por otra parte, convenía también que una Virgen, enriquecida con tantos privilegios y méritos, no tuviese otro hijo que un Dios hecho Homre, si a dios le agradaba darle un Hijo. Esto, sin embargo, no impide que María haya merecido condignamente, no digo su primera gracia, la de la Concepción Inmaculada, pero si el sobreeminente aumento de santidad que le valió con preferencia a toda otra mujer la gloria de elevar en su seno al Verbo Encarnado.
Hay que confesar que todos los teólogos no concuerdan en esta cuestión con el Doctor Angélico. Algunos sostienen que la Virgen Santísima ha merecido su maternidad divina con un mérito de condignidad. Pueden verse los nombres de estos autores en Suárez (t. I, de Incarn., D. 10, sect. 7) o en el P. Cristóbal de Vega. Un teólogo bastante autorizado. El P. Viva (Trutina theol. P. II, in propos. 26 et 31 e prohibitis ab. Alex. VIII, pp. 107, 108), tiene por muy probable esta opinión, y, ¡cosa rara!, se apoya para sostenerla en dos grandes teólogos que la han negado, quiero decir en Suárez y en Vázquez. He aquí cómo dos condiciones se requieren para constituir el mérito de condignidad: una proporción suficiente entre el acto meritorio y el bien, que es su precio, y una promesa por la cual Dios se ha comprometido a dar esto, si se hace aquello. Según Suárez (1. c.), habría en rigor proporción suficiente, pero faltaba la promesa; según Vázquez, por el contrario (in III p, D. 23, c. 3), había promesa, pero no proporción; tan sublime cosa es la maternidad divina. ¿Qué hace, pues, Viva? Toma de cada uno de estos teólosros una afirmación: de Suárez la proporción, de Vázquez la promesa. ¿Ha logrado así su intento? Más que dudoso nos parece. Pero concedamos que ha demostrado la verdad de su opinión; en este caso, aun más cierto sería lo que queremos asentar en este capítulo, porque la participación moral de la Santísima Virgen en la obra de la Encarnación crecería proporcionalmente.
Una palabra más sobre otro modo de ver, que es de San Buenaventura. El Doctor Seráfico distingue tres clases de méritos. El mérito de pura congruidad, como es el del pecador, que por sus actos de fe, de esperanza, de contrición y de amor, se ha dispuesto próximamente, o con disposición próxima, a volver a la gracia de Dios. El mérito de dignidad; tal es, por ejemplo, el de un justo, que merece ser oído, cuando ruega por otro. Por fin, el mérito de condignidad, según el cual, a un acto hecho en caridad corresponde un acrecentamiento proporcional de gracia y de gloria. Bien consideradas las cosas, el mérito de dignidad no es má que un mérito de congruidad, pero superior en grado a los méritos ordinarios del mismo género. "Digo, pues —añade San Buenaventura—, una vez establecidas estas distinciones, digo que la Virgen Santísima antes de la Anunciación merecía con un mérito de congruidad concebir al Hijo de Dios, porque la inefable excelencia de su pureza, de su humildad, de su benignidad, la hacía apta para llegar a ser Madre de Dios (idónea). Pero en la Anunciación, cuando hubo dado su consentimiento al mensaje del Angel, y descendió a Ella el Espíritu Santo con la sobreabundancia de su gracia, no mereció ya solamente con un mérito de congruidad, sino con un mérito de dignidad, el ser cubierta y hecha fecunda por la virtud del Altísimo. Pero en cuanto al mérito de condignidad, no lo tuvo jamás, ni podía tenerlo; y esto por dos razones: primera, porque el privilegio de ser Madre de Dios sobrepuja a todo mérito; y segunda, porque es el fundamento de todos los méritos de Nuestra Señora. Sea que un Dios se haga hombre, sea que una mujer llegue a ser Madre de Dios, una y otra maravilla está por encima del estado debido a una simple criatura (por mucho que sea el mérito de que la supongamos adornada), y, por consiguiente, una y otra es obra puramente de benignidad" (S. Bonav., in III, D. IV, a. 2. q. 3). Excepto la diversidad de algunas expresiones, es la misma doctrina de Santo Tomás de Aquino, y también de Alberto Magno (Quaest. super Missus et, q. 142, Opp., t. XX, p. 96).
De intento hemos pasado en silencio varias cuestiones demasiado sutiles y menos necesarias, cuya discucion podemos hallar en nuestros teólogos.
Una de esas cuestiones es la de saber si la Santísima Virgen hubiera podido merecer con mérito de condignidad su maternidad divina, sin merecer también de condigno la Encarnación. Parece, en efecto, que este último punto está comprendido en el primero. Porque si la Virgen ha merecido de condigno ser Madre de Dios, ha debido merecer que Dios naciese en Ella, y, por consiguiente, que se hiciera hombre. En otros términos se diría: Ella ha merecido ser Madre de Dios; luego ha merecido producir en su carne al Hombre-Dios; luego ha merecido que este compuesto teándrico viniese a la existencia: lo que no es otra cosa sino el misterio mismo de la Encarnación. He aquí la solución dada por Suárez (Incarnat., t. I, D. 10, sect. 7, in fine): Este mérito de la maternidad divina puede ser considerado de dos maneras. Primero, absolutamente, independientemente de toda hipótesis. De esto modo encierra necesariamente el mérito de la Encarnación; porque si la Santísima Virgen puede, por razón de sus méritos exigir de cierta manera que Dios se haga hombre en Ella, y esto absolutamente, sin ninguna hipótesis previa, debe exigir también que se haga hombre, estando este último misterio comprendido, como decíamos, en el primero. Pero el mismo mérito de la maternidad divina puede ser considerado bajo la condición de que deba Dios tomar nuestra carne, y de esta manera el mérito de la maternidad se distinguiría del mérito de la Encarnación, puesto que presupondría su realidad futura. Un ejemplo hará comprender la cosa. Suponed que debiendo un príncipe venir a una ciudad, merece un ciudadano de ella que escoja su casa por morada, con preferencia a cualquier otra; este hombre no habrá merecido la venida del príncipe, pero habrá merecido la circunstancia que le presupone, es decir, el honor de recibirlo en su hogar cuando haya venido.
Hay una, sin embargo, que no es permitido omitir. Se podría objetar que los testimonios citados de los Santos Padres y de la Liturgia de la Iglesia no demuestran la doctrina que teníamos que probar. El mérito de que hablan esas citas puede entenderse en un sentido muy diferente. ¿No se dice, en efecto, que tal o cual persona, por razón de su belleza, de sus cualidades puramente naturales y de la fortuna que ha de heredar, merece ser escogida por esposa? Es el ejemplo que comúnmente se trae. He aquí otro, más en relación con el orden sobrenatural. Un niño que muere acabado de bautizar merece entrar en el cielo, y, sin embargo, ¿qué actos meritorios ha hecho libremente?
Confesamos que el nombre de mérito tiene a veces un significado muy amplio. Pero vuélvanse a leer los textos sobre los cuales nos hemos apoyado, y pronto quedarán todos convencidos de que en ellos tiene el mérito un sentido menos impropio, porque atribuyen principalmente a las virtudes de María el haber sido preferida por Dios para tan gloriosa dignidad. No se pregunte a cuáles virtudes. Es a todas sin excepción. Sin embargo, cuando descienden, por decirlo así, a pormenores los Santos Padres, alaban ya a su virginal pureza, ya su humildad, ya a su fe, ya a la caridad que abrazaba su corazón, y esta divergencia que, por otra parte, no es sino superficial, no debe sorprendernos. Es que cada una estas virtudes es necesaria en la Madre de Dios; es que también cada una, tomada en particular, brilla con tal esplendor en María, que no se la puede contemplar sin juzgar que a esa sola debe su cualidad de Madre.
San Fortunato, por ejemplo, hace hincapié particularmente en la pureza virginal de María:
"Virginatas felix quae partu es digna Tonantis
Quae meruit Domínum progenerare suum."
Venant. Fortunant., Miscellan., I. VIII, c. 6. De Virginitate. P. L., LXXXVIII, 268.
Conocidas son las preferencias de San Bernardo hacia la humildad sobre la virginidad. "Dios, según Ella misma lo proclama, ha mirado la humildad de su Sierva. María le agradó por su virginidad; pero por su humildad ha concebido; de donde resulta
esta consecuencia que si la virginidad de su Madre le agradó tanto a
Dios, efecto fué de la humildad". (hom. I super Missus est,
n. 5).
Mas no creamos que sólo sus virtudes prepararon a la Santísima Virgen para la maternidad divina. Sabemos qué admirable conjunto de privilegios recibió antes de todo mérito personal, aun después, independientemente del mismo mérito, para ser digna Madre de Dios. Esta doble preparación o este doble mérito, proviniendo el uno de la Virgen bajo el influjo de la gracia, y el otro del sólo Espíritu de Dios, recuérdalos la Iglesia en una de sus oraciones más familiares: "Dios todopoderoso y Eterno, que por la cooperación del Espíritu Santo habéis preparado el cuerpo y el alma de la gloriosa Virgen Madre María, a fin de que mereciese ser digna morada de tu Hijo, concédenos, etc.".
En otro lugar hemos recordado el axioma tan familiar a los Santos Padres, según el cual, María debió concebir al Hijo de Dios en su espíritu y en su corazón antes de concebirlo en su carne. ( Este axioma se presenta, además, bajo otra forma: La Virgen concibió
primero a Cristo por su fe, por su humildad y por su pureza inmaculada.).
¿Qué quiere decir esto, sino que esas dos concepciones se relacionan: la concepción en la carne, presuponiendo la concepción por el espíritu, y la del espíritu exigiendo la concepción según la carne? De donde nuevamente debemos deducir que la Santísima Virgen ha merecido su maternidad; en otros términos, que su mérito fué la condición requerida por Dios para que el Verbo se encarnase en sus castas entrañas.
He aquí, para concluir, un pasaje de un antiguo autor, donde tales ideas son expresadas con unción muy notable: "Así, pues, María ha sido hecha Madre de Dios por causa de los pecadores. Porque era imposible hallar en la familia humana una persona más casta, más santa y más humilde que Ella, con justicia escogió para tan excelente dignidad Aquel que ni ve, ni puede ver nada más casto, ni más santo, ni más sublime que El mismo porque, ¿hay cosa más grande que concebir en su carne a Dios hecho hombre y permanecer perpetuamente virgen? Ahora bien esta excelencia Dios la ha conferido a la Virgen María porque la ha visto, más que otra alguna, adherirse a El por la doble pureza de su corazón y de su cuerpo. ¡Oh, feliz adherencia que une, que pega en cierto modo a Aquel que sólo es verdaderamente, que sólo es soberanamente, que no falta jamás a la criatura sinceramente unida a El de corazón. Por tanto, ¡oh, piadosa Señora nuestra, porque Tú te has unido a El, El a su vez se ha unido a Ti y de la manera más dulce. Porque, en efecto, ¿que cosa más dulce que las relaciones de una madre con su hijo y de un hijo con su madre?" ( Tractat. de Concept. B. M. V., n. 25. P. L., CLIX, 312).
Así queda derrocada la objeción que nos oponían al principio. No, no ha sido la Virgen casualmente elegida Madre Dios; no ha sido un concurso puramente físico el que Ella pretó al Espíritu Santo para obra tan maravillosa. Antes de concebir a Jesucristo en su carne lo había concebido, por la excelencia de sus méritos, en su corazón, y esta concepción, según el espíritu, llamaba y atraía a la concepción de naturaleza.
Poco importa que María no supiese por adelantado adónde la conducían sus méritos. ¡Cuántas almas sencillas ignoran una multitud de bienes con los cuales le place a la divina munificiencia recompensar su fidelidad! Así, pues, también por esta razón podemos y debemos dar gracias a María de habernos dado al Dios Salvador y por El todas las gracias. Su libre voluntad no fue extraña al don de Dios, puesto que le preparó el camino por el cual Dios había resuelto hacer entrar a su Hijo en el mundo; una senda sin la cual no hubiera venido a salvar al mundo, degradado y perdido. Al lado de su concurso físico, vemos su concurso moral, y de éste depende aquél. Por consiguiente una vez más lo repetimos, la debemos con toda verdad el Salvador, todas las gracias que por El nos han venido. Así, pues, es una misma cosa para Ella dar a luz al Salvador y ser nuestra Madre.
He aquí lo que resalta ya de la consideración de su mérito y lo que aparecerá más claro todavía cuando hayamos meditado el consentimiento dado por Ella a la Encarnación del Verbo de Dios.
J. B. Terrien S.J.
MARIA MADRE DE DIOS Y...
III. Otra cuestión se ofrece aquí espontáneamente: ¿de qué mérito se trata? Porque hay varias clases. Seguramente no se puede decir que la Virgen Santísima haya merecido la substancia misma de la Encarnación del Verbo; hablamos del mérito propiamente dicho, del mérito de condignidad. Es un axioma en teología que el principio del mérito no puede caer bajo el mérito, porque este principio, sería entonces efecto y causa: efecto del mérito, porque sería su precio; causa del mérito, porque sería su origen. He aquí por qué ningún hombre puede merecer la primera gracia, y por qué la Encarnación, primer principio de la gracia, en virtud de la cual hacemos actos meritorios, no es, en modo alguno, fruto del mérito. Además, la Encarnación del Verbo es una gracia infinita en su orden, puesto que es unión con el ser personal entre la naturaleza humana y el Hijo Eterno de Dios; es, además, de un valor sin límites, puesto que por sí misma tiende al levantamiento de toda la familia humana. Así, pues, es claro que sobrepuja a todo mérito limitado en su valor, es decir, a todo mérito de una pura criatura.
S. Thom., 3 p., q. 2, a. 11. — La tesis sin embargo, no carece de objeciones. He aquí tres, que tomamos del lugar indicado de la Suma, y que insertamos con sus respuestas.
Primera objeción: La Encarnación presuponía méritos: porque la Glosa (en el salmo XXXII, 22) la atribuye a las oraciones y méritos de los Profetas. Respuestas: No se trata sino de un mérito impropiamente dicho: "los santos de la Ley antigua merecieron, es verdad, la Encarnación, por sus deseos y oraciones, pero era un mérito de pura conveniencia. Convenía, en efecto, a la divina bondad el escuchar los votos de los que la obedecían". Abraham, padre de los creyentes, oyó de la boca de Dios esta consoladora promesa: "Porque has hecho esto, y por obedecerme no perdonabas ni a tu hijo único.... he aquí que todas las naciones serán benditas en tu posteridad, in semine tuo" (Gén., XXII, 16-18). La recompensa prometida y merecida no era tanto el nacimiento del Verbo Encarnado como el honor para Abraham de tenerlo entre sus descendientes.
Segunda objeción: Todo el que merece una cosa, merece aquello sin lo cual no puede ser obtenida esa misma cosa. Ahora bien: por un lado, los antiguos Padres merecieron la vida eterna; del otro, no podían entrar en posesión de esa vida sino por la Encarnación del Verbo. Así, pues... Respuesta: "No es cierto que todo lo que presupone la posesión de la recompensa merecida sea objeto del mérito. Hay cosas, en efecto, que son no solamente presupuestas para la recompensa, sino también para todo mérito: por ejemplo, la divina Bondad, su gracia y la naturaleza misma del hombre. Semejantemente, el misterio de la Encarnación es el principio de todo mérito, porque escrito está: De su plenitud todos hemos participado" (Joan., I, 16).
Tercera objeción, relacionada directamente con María. La Iglesia afirma en sus cantos que "Ella ha merecido llevar al Señor de todas las cosas"; lo que manifiestamente se ha hecho por la Encarnación. Respuesta: "La Virgen Santísima ha merecido llevar al Señor, no porque haya merecido la Encarnación tomada en sí misma sino porque con el auxilio de la gracia ha merecido el grado de pureza y de santidad que le convenía a una Madre de Dios, ut congrue posset esse Mater" (1. cit-, ad 1, 2 et 3).
"Por consiguiente, la Santísima Virgen no ha merecido estrictamente la Encarnación, sino que, presupuesta la Encarnación, ha merecido que se hiciera por Ella, no con un mérito de condignidad, sino con un mérito de congruidad, en tanto en cuanto convenía que la Madre de Dios fuese una Virgen pura y perfectamente sana" (S. Thom., III Sent., D. 4, p. 8, a. 1, ad 6).
Meditemos estos últimos textos para hacernos bien cargo de su significación precisa. La Virgen Santísima no mereció, en el sentido estricto de la palabra, la maternidad divina, no solamente en tanto en cuanto comprende la Encarnación del Hijo, sino también en tanto en cuanto la presupone independiente de todo mérito.
Es que el mérito estrictamente dicho, el mérito de condignidad, no se da sin cierta igualdad entre el acto meritorio y la recompensa con la cual es divinamente pagado (S. Thom., in II Sent., D. 27, q. I, a. 3).
Ahora bien, lo sabemos, la dignidad de Madre de Dios es mayor que la más alta recompensa prometida a los méritos con
Hay que confesar que todos los teólogos no concuerdan en esta cuestión con el Doctor Angélico. Algunos sostienen que la Virgen Santísima ha merecido su maternidad divina con un mérito de condignidad. Pueden verse los nombres de estos autores en Suárez (t. I, de Incarn., D. 10, sect. 7) o en el P. Cristóbal de Vega. Un teólogo bastante autorizado. El P. Viva (Trutina theol. P. II, in propos. 26 et 31 e prohibitis ab. Alex. VIII, pp. 107, 108), tiene por muy probable esta opinión, y, ¡cosa rara!, se apoya para sostenerla en dos grandes teólogos que la han negado, quiero decir en Suárez y en Vázquez. He aquí cómo dos condiciones se requieren para constituir el mérito de condignidad: una proporción suficiente entre
Una palabra más sobre otro modo de ver, que es de San Buenaventura. El Doctor Seráfico distingue tres clases de méritos. El mérito de pura congruidad, como es el del pecador, que por sus actos de fe, de esperanza, de contrición y de amor, se ha dispuesto próximamente, o con disposición próxima, a volver a la gracia de Dios. El mérito de dignidad; tal es, por ejemplo, el de un justo, que merece ser oído, cuando ruega por otro. Por fin, el mérito de condignidad, según el cual, a un acto hecho en caridad corresponde un acrecentamiento proporcional de gracia y de gloria. Bien consideradas las cosas, el mérito de dignidad no es má que un mérito de congruidad, pero superior en grado a los méritos ordinarios del mismo género. "Digo, pues —añade San Buenaventura—, una vez establecidas estas distinciones, digo que la Virgen Santísima antes de la Anunciación merecía con un mérito de congruidad concebir al Hijo de Dios, porque la inefable excelencia de su pureza, de su humildad, de su benignidad, la hacía apta para llegar a ser Madre de Dios (idónea). Pero en la Anunciación, cuando hubo dado su consentimiento al mensaje del Angel, y descendió a Ella el Espíritu Santo con la sobreabundancia de su gracia, no mereció ya solamente con un mérito de congruidad, sino con un mérito de dignidad, el ser cubierta y hecha fecunda por la virtud del Altísimo. Pero en cuanto al mérito de condignidad, no lo tuvo jamás, ni podía tenerlo; y esto por dos razones: primera, porque el privilegio de ser Madre de Dios sobrepuja a todo mérito; y segunda, porque es el fundamento de todos los méritos de Nuestra Señora. Sea que un Dios se haga hombre, sea que una mujer llegue a ser Madre de Dios, una y otra maravilla está por encima del estado debido a una simple criatura (por mucho que sea el mérito de que la supongamos adornada), y, por consiguiente, una y otra es obra puramente de benignidad" (S. Bonav., in III, D. IV, a. 2. q. 3). Excepto la diversidad de algunas expresiones, es la misma doctrina de Santo Tomás de Aquino, y también de Alberto Magno (Quaest. super Missus et, q. 142, Opp., t. XX, p. 96).
Una de esas cuestiones es la de saber si la Santísima Virgen hubiera podido merecer con mérito de condignidad su maternidad divina, sin merecer también de condigno la Encarnación. Parece, en efecto, que este último punto está comprendido en el primero. Porque si la Virgen ha merecido de condigno ser Madre de Dios, ha debido merecer que Dios naciese en Ella, y, por consiguiente, que se hiciera hombre. En otros términos se diría: Ella ha merecido ser Madre de Dios; luego ha merecido producir en su carne al Hombre-Dios; luego ha merecido que este compuesto teándrico viniese a la existencia: lo que no es otra cosa sino el misterio mismo de la Encarnación. He aquí la solución dada por Suárez (Incarnat., t. I, D. 10, sect. 7, in fine): Este mérito de la maternidad divina puede ser considerado de dos maneras. Primero, absolutamente, independientemente de toda hipótesis. De esto modo encierra necesariamente el mérito de la Encarnación; porque si la Santísima Virgen puede, por razón de sus méritos exigir de cierta manera que Dios se haga hombre en Ella, y esto absolutamente, sin ninguna hipótesis previa, debe exigir también que se haga hombre, estando este último misterio comprendido, como decíamos, en el primero. Pero el mismo mérito de la maternidad divina puede ser considerado bajo la condición de que deba Dios tomar nuestra carne, y de esta manera el mérito de la maternidad se distinguiría del mérito de la Encarnación, puesto que presupondría su realidad futura. Un ejemplo hará comprender la cosa. Suponed que debiendo un príncipe venir a una ciudad, merece un ciudadano de ella que escoja su casa por morada, con preferencia a cualquier otra; este hombre no habrá merecido la venida del príncipe, pero habrá merecido la circunstancia que le presupone, es decir, el honor de recibirlo en su hogar cuando haya venido.
Confesamos que el nombre de mérito tiene a veces un significado muy amplio. Pero vuélvanse a leer los textos sobre los cuales nos hemos apoyado, y pronto quedarán todos convencidos de que en ellos tiene el mérito un sentido menos impropio, porque atribuyen principalmente a las virtudes de María el haber sido preferida por Dios para tan gloriosa dignidad. No se pregunte a cuáles virtudes. Es a todas sin excepción. Sin embargo, cuando descienden, por decirlo así, a pormenores los Santos Padres, alaban ya a su virginal pureza, ya su humildad, ya a su fe, ya a la caridad que abrazaba su corazón, y esta divergencia que, por otra parte, no es sino superficial, no debe sorprendernos. Es que cada una estas virtudes es necesaria en la Madre de Dios; es que también cada una, tomada en particular, brilla con tal esplendor en María, que no se la puede contemplar sin juzgar que a esa sola debe su cualidad de Madre.
San Fortunato, por ejemplo, hace hincapié particularmente en la pureza virginal de María:
Conocidas son las preferencias de San Bernardo hacia la humildad sobre la virginidad. "Dios, según Ella misma lo proclama, ha mirado la humildad de su Sierva. María le agradó
En otro lugar hemos recordado el axioma tan familiar a los Santos Padres, según el cual, María debió concebir al Hijo de Dios en su espíritu y en su corazón antes de concebirlo en su carne. (
¿Qué quiere decir esto, sino que esas dos concepciones se relacionan: la concepción en la carne, presuponiendo la concepción por el espíritu, y la del espíritu exigiendo la concepción según la carne? De donde nuevamente debemos deducir que la Santísima Virgen ha merecido su maternidad; en otros términos, que su mérito fué la condición requerida por Dios para que el Verbo se encarnase en sus castas entrañas.
He aquí, para concluir, un pasaje de un antiguo autor, donde tales ideas son expresadas con unción muy notable: "Así, pues, María ha sido hecha Madre de Dios por causa de los pecadores. Porque era imposible hallar en la familia humana una persona más casta, más santa y más humilde que Ella, con justicia escogió para tan excelente dignidad Aquel que ni ve, ni puede ver nada más casto, ni más santo, ni más sublime que El mismo porque, ¿hay cosa más grande que concebir en su carne a Dios hecho hombre y permanecer perpetuamente virgen? Ahora bien esta excelencia Dios la ha conferido a la Virgen María porque la ha visto, más que otra alguna, adherirse a El por la doble pureza de su corazón y de su cuerpo. ¡Oh, feliz adherencia que une, que pega en cierto modo a Aquel que sólo es verdaderamente, que sólo es soberanamente, que no falta jamás a la criatura sinceramente unida a El de corazón. Por tanto, ¡oh, piadosa Señora nuestra, porque Tú te has unido a El, El a su vez se ha unido a Ti y de la manera más dulce. Porque, en efecto, ¿que cosa más dulce que las relaciones de una madre con su hijo y de un hijo con su madre?" (
Así queda derrocada la objeción que nos oponían al principio. No, no ha sido la Virgen casualmente elegida Madre Dios; no ha sido un concurso puramente físico el que Ella pretó al Espíritu Santo para obra tan maravillosa. Antes de concebir a Jesucristo en su carne lo había concebido, por la excelencia de sus méritos, en su corazón, y esta concepción, según el espíritu, llamaba y atraía a la concepción de naturaleza.
Poco importa que María no supiese por adelantado adónde la conducían sus méritos. ¡Cuántas almas sencillas ignoran una multitud de bienes con los cuales le place a la divina munificiencia recompensar su fidelidad! Así, pues, también por esta razón podemos y debemos dar gracias a María de habernos dado al Dios Salvador y por El todas las gracias. Su libre voluntad no fue extraña al don de Dios, puesto que le preparó el camino por el cual Dios había resuelto hacer entrar a su Hijo en el mundo; una senda sin la cual no hubiera venido a salvar al mundo, degradado y perdido. Al lado de su concurso físico, vemos su concurso moral, y de éste depende aquél. Por consiguiente una vez más lo repetimos, la debemos con toda verdad el Salvador, todas las gracias que por El nos han venido. Así, pues, es una misma cosa para Ella dar a luz al Salvador y ser nuestra Madre.
He aquí lo que resalta ya de la consideración de su mérito y lo que aparecerá más claro todavía cuando hayamos meditado el consentimiento dado por Ella a la Encarnación del Verbo de Dios.
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