Este capítulo es una hermosa página de la vida real, en múltiples casos repetida, en la que únicamente se han modificado los detalles necesarios para mantener en el anónimo a los protagonistas.
Hace ya algunos años, con motivo de una visita a cierta población, se me presentó por primera vez Mari Carmen a consultarme su vocación.
Tenía algo más de veinte años, pertenecía a una familia de clase media que se debatía entre estrecheces económicas, y estaba colocada en una oficina, donde ganaba un sueldo nada despreciable.
He aquí cómo me planteó el problema: «Padre: hace mucho tiempo que viene preocupándome el porvenir, y creo que, dado los años que tengo, ha llegado el momento de decidir mi vida. ¿Por dónde quiere Dios que yo vaya?
No me parece que me llama por el camino del matrimonio, hacia el cual no siento atractivo alguno. A veces me inclino a creer que Dios me quiere religiosa. El convento me encanta.
Las monjitas, tan abnegadas, siempre sacrificándose por los demás, me entusiasman; pero, sobre todo, me obsesiona la idea de una reja, y detrás de ella, una virgen de Cristo arrodillada en constante oración y penitencia para expiar los pecados de los demás.
Porque mi tragedia es horrible. Papá no practica la religión, y hasta alardea de anticlerical; mamá, contagiada por él, acaso a fuerza de condescendencia, se ha acostumbrado a una vida de tibieza nada propia de una persona cristiana. No se la ve rezar, deja la misa con facilidad, y este año..., ¡qué pena me da decirlo!, no ha cumplido con Pascua.
Mi hermana pequeña aún conserva la influencia del colegio y frecuenta algo los sacramentos; pero la siguiente a mí ya ha perdido esta influencia, y se limita a cumplir, oyendo apresuradamente los domingos una misa de última hora, a la que, con frecuencia, llega tarde y, hasta más de un día, ha dejado tranquilamente para irse de excursión.
Cuando me permito recordarles sus deberes religiosos, mamá me dice que no sabe a quién he salido tan ñoña, mi hermana mediana se ríe de mí, llamándome monjina, y papá se enfada.
Este es el que más me preocupa. Es el más extraviado. Porque mamá, fuera de su tibieza, que seguramente cambiaría si papá cambiase, es muy buena. Pero papá.. , y ¡le quiero tanto! También él me quiere. Me dicen que soy su ojo derecho, y, sin embargo, no consigo nada...
¿Se condenará papá? Esta duda me hurga constantemente. Tengo que convertirlo; pero ¿cómo?
Acaso yéndome monja, a fuerza de oraciones y penitencias, conseguiría su salvación.
Pero esto es imposible. Jamás me dará permiso para meterme en un convento. Sólo pretenderlo lo consideraría como un insulto.
Además, en casa hace falta mi sueldo. Mientras mi hermana pequeña no se coloque no puedo pensar en nada.
¿Qué hago? ¿Qué me aconseja usted?»
Hace ya algunos años, con motivo de una visita a cierta población, se me presentó por primera vez Mari Carmen a consultarme su vocación.
Tenía algo más de veinte años, pertenecía a una familia de clase media que se debatía entre estrecheces económicas, y estaba colocada en una oficina, donde ganaba un sueldo nada despreciable.
He aquí cómo me planteó el problema: «Padre: hace mucho tiempo que viene preocupándome el porvenir, y creo que, dado los años que tengo, ha llegado el momento de decidir mi vida. ¿Por dónde quiere Dios que yo vaya?
No me parece que me llama por el camino del matrimonio, hacia el cual no siento atractivo alguno. A veces me inclino a creer que Dios me quiere religiosa. El convento me encanta.
Las monjitas, tan abnegadas, siempre sacrificándose por los demás, me entusiasman; pero, sobre todo, me obsesiona la idea de una reja, y detrás de ella, una virgen de Cristo arrodillada en constante oración y penitencia para expiar los pecados de los demás.
Porque mi tragedia es horrible. Papá no practica la religión, y hasta alardea de anticlerical; mamá, contagiada por él, acaso a fuerza de condescendencia, se ha acostumbrado a una vida de tibieza nada propia de una persona cristiana. No se la ve rezar, deja la misa con facilidad, y este año..., ¡qué pena me da decirlo!, no ha cumplido con Pascua.
Mi hermana pequeña aún conserva la influencia del colegio y frecuenta algo los sacramentos; pero la siguiente a mí ya ha perdido esta influencia, y se limita a cumplir, oyendo apresuradamente los domingos una misa de última hora, a la que, con frecuencia, llega tarde y, hasta más de un día, ha dejado tranquilamente para irse de excursión.
Cuando me permito recordarles sus deberes religiosos, mamá me dice que no sabe a quién he salido tan ñoña, mi hermana mediana se ríe de mí, llamándome monjina, y papá se enfada.
Este es el que más me preocupa. Es el más extraviado. Porque mamá, fuera de su tibieza, que seguramente cambiaría si papá cambiase, es muy buena. Pero papá.. , y ¡le quiero tanto! También él me quiere. Me dicen que soy su ojo derecho, y, sin embargo, no consigo nada...
¿Se condenará papá? Esta duda me hurga constantemente. Tengo que convertirlo; pero ¿cómo?
Acaso yéndome monja, a fuerza de oraciones y penitencias, conseguiría su salvación.
Pero esto es imposible. Jamás me dará permiso para meterme en un convento. Sólo pretenderlo lo consideraría como un insulto.
Además, en casa hace falta mi sueldo. Mientras mi hermana pequeña no se coloque no puedo pensar en nada.
¿Qué hago? ¿Qué me aconseja usted?»
Nuestra conversación fué larga, y en vista de sus declaraciones me pareció manifestarse clara la voluntad de Dios en aquel caso.
—De momento, no se inquiete usted por su porvenir. Ahora su puesto está en el hogar paterno, junto a los suyos, para quienes tiene que hacer el oficio de ángel. No lo dude; su padre se convertirá: Dios no deja de escuchar jamás las súplicas y sacrificios de una hija por su padre.
Trazamos el plan de campaña y la despedí.
Algún tiempo después recibí carta suya:
«Todo continúa lo mismo... Sigo sus consejos al pie de la letra. Rezo mucho y procuro ser ejemplar, siempre la primera en el sacrificio... El ya se ha dado cuenta de esto. Un día sorprendí una conversación con mi madre en la que lo reconocía... A pesar de esto, no se observa ventaja alguna. Unicamente mi hermana pequeña, que he conseguido ganarme completamente, es más piadosa, y sin decirle yo nada ha comenzado a inquietarse con el mismo problema mío...»
Meses más tarde, otra carta llena de alegría.
«Papá ha ido a misa. El día de mi santo me dijo que me iba a hacer un regalo. «Acompáñame a misa el domingo —le dije—, es el mejor regalo que puedes hacerme.» Se puso muy serio y me dijo que me dejara de idioteces Pero al domingo siguiente me acompañó a misa. No puede figurarse lo satisfecha que estoy. Todos me lo notaron. El también...»
A los pocos días otra carta triste y desilusionada. La hazaña no se había vuelto a repetir.
Después de esto pasaron dos o tres años sin que la situación mejorase. Mari Carmen no cejaba; pero ¡le era tan difícil mantener la esperanza!
«No consigo nada —me escribía—, y hay momentos en que me siento desfallecer... ¿Me lo concederá el Señor?
He leído la vida de..., y me ha hecho mucho bien. Yo también quisiera ofrecerme a Dios como víctima expiatoria por la conversión de mi papá. ¿Me autoriza usted?»
Le contesté prohibiéndole constituirse en víctima. Tal oblación es algo heroico que no está al alcance de todas las almas. «Limítese —le decía— a ofrecer a Dios por su padre cuantos sacrificios, mortificaciones y sufrimientos le imponga la vida y algunas otras que estén al alcance de sus fuerzas.»
Pero ella quería más, y, en su afán de inmolación, aparecía tan heroica, que hube de ceder.
«He ofrecido a Dios mi vida por mi padre. ¡Qué ilusión me hace pensar que, sacrificando la vida terrena de él recibida, puedo yo darle la vida celestial!...»
No obstante este ofrecimiento heroico, la situación no cambió, y una carta rebosante de pena me comunicaba que su madre había comulgado por Pascua, mas no su padre.
Volví a visitar aquella población, y Mari Carmen se apresuró a verme. Estaba contenta del prestigio de que gozaba en su casa. Se contaba con ella para todo; cuanto decía, se hacía; excepto en el terreno religioso, donde, sin embargo, se observaban ciertos avances. La hermana segunda, tan despistada, había consentido que la pusieran en comunicación con un director espiritual, que, poco a poco, la iba orientando. La madre oía misa todos los domingos, aunque un poco formulariamente. Algo se había logrado. Pero su padre...
La situación económica había mejorado gracias a que Mari Carmen, con trabajos extraordinarios, ganaba un sobresueldo elevado.
Pero este exceso de trabajo iba agotando su salud sin que ella se diese cuenta. Le observé una tosecilla inquietante. Se lo advertí, y me contestó sonriente:
—No me preocupa nada. Acuérdese que tengo ofrecida mi vida. Acaso enferma alcance lo que sana no consigo.
La primera carta tras de esta entrevista me trajo dos noticias:
Su padre le acompañaba a misa de una los domingos y después los dos daban un paseo antes de comer. Se le veía feliz. Su ilusión más querida se iba a realizar.
La otra noticia quedaba relegada a segundo plano y consignada tan sólo de manera incidental. Por las noches, después de largas horas de tecleo sobre la máquina, un dolor agudo se le clavaba como un cuchillo en el costado.
Se cruzaron entre nosotros varias cartas en las que yo le recomendaba prudencia en el trabajo, que debía disminuir, aun cuando ganase menos, cuidados para su salud, que indudablemente exigía reposo, sobrealimentación y moderación en las madrugadas, aunque para ello fuese necesario dejar la comunión diaria.
Ella quitaba importancia al quebranto de su salud que, poco a poco, se agudizaba. Se negaba a trabajar menos, porque ello equivalía a complicar la situación económica de su casa; y, sobre todo, se oponía a dejar de comulgar. «Esto nunca; no podría entonces realizar el ideal de mi vida. Tengo que comulgar por papá.» Y sobre estas preocupaciones flotaba la alegría o la tristeza al ritmo de los avances o retrocesos del extraviado padre.
Un día recibí carta de su hermana; Mari Carmen estaba enferma de mucho cuidado. La tuberculosis había hecho su aparición. Se habían dado cuenta tarde, cuando ya los dos pulmones estaban cogidos.
Aprovechando un viaje, fui a verla. Me recibió su padre.
—Es el ángel de la casa —me dijo entre lágrimas—. No puede usted figurarse cómo se sacrificaba por todos. Nunca había que reñirla. No tenía más que un defecto: tenía la manía de madrugar para ir a la iglesia.
La encontré derribada en la cama, hundidos los ojos febriles, pálidos los labios, sonrosadas las mejillas con rosetones siniestros y una tosecilla impertinente hormigueando en el pecho.
Estaba alegre, satisfecha. Sólo una ansiedad le torturaba: «Todavía no ha comulgado; pero en todo lo demás ha cambiado; no deja la misa los domingos; alguna noche reza el rosario conmigo. Cuando tengo hemorragias manda que todos recen...»
Unos meses, y el desenlace fatal. Un golpe de tos fuerte, una hemorragia, el colapso... y la vida se apagó.
Ahora es el padre el que me escribe: «Ha muerto Mari Carmen. Era el ángel de la casa... Le estamos diciendo unas misas y he comulgado por ella... No la olvidaré nunca..., quisiera ser como ella.»
¡Bendita sea la hija que sabe ser el ángel bueno de su padre extraviado!
—De momento, no se inquiete usted por su porvenir. Ahora su puesto está en el hogar paterno, junto a los suyos, para quienes tiene que hacer el oficio de ángel. No lo dude; su padre se convertirá: Dios no deja de escuchar jamás las súplicas y sacrificios de una hija por su padre.
Trazamos el plan de campaña y la despedí.
Algún tiempo después recibí carta suya:
«Todo continúa lo mismo... Sigo sus consejos al pie de la letra. Rezo mucho y procuro ser ejemplar, siempre la primera en el sacrificio... El ya se ha dado cuenta de esto. Un día sorprendí una conversación con mi madre en la que lo reconocía... A pesar de esto, no se observa ventaja alguna. Unicamente mi hermana pequeña, que he conseguido ganarme completamente, es más piadosa, y sin decirle yo nada ha comenzado a inquietarse con el mismo problema mío...»
Meses más tarde, otra carta llena de alegría.
«Papá ha ido a misa. El día de mi santo me dijo que me iba a hacer un regalo. «Acompáñame a misa el domingo —le dije—, es el mejor regalo que puedes hacerme.» Se puso muy serio y me dijo que me dejara de idioteces Pero al domingo siguiente me acompañó a misa. No puede figurarse lo satisfecha que estoy. Todos me lo notaron. El también...»
A los pocos días otra carta triste y desilusionada. La hazaña no se había vuelto a repetir.
Después de esto pasaron dos o tres años sin que la situación mejorase. Mari Carmen no cejaba; pero ¡le era tan difícil mantener la esperanza!
«No consigo nada —me escribía—, y hay momentos en que me siento desfallecer... ¿Me lo concederá el Señor?
He leído la vida de..., y me ha hecho mucho bien. Yo también quisiera ofrecerme a Dios como víctima expiatoria por la conversión de mi papá. ¿Me autoriza usted?»
Le contesté prohibiéndole constituirse en víctima. Tal oblación es algo heroico que no está al alcance de todas las almas. «Limítese —le decía— a ofrecer a Dios por su padre cuantos sacrificios, mortificaciones y sufrimientos le imponga la vida y algunas otras que estén al alcance de sus fuerzas.»
Pero ella quería más, y, en su afán de inmolación, aparecía tan heroica, que hube de ceder.
«He ofrecido a Dios mi vida por mi padre. ¡Qué ilusión me hace pensar que, sacrificando la vida terrena de él recibida, puedo yo darle la vida celestial!...»
No obstante este ofrecimiento heroico, la situación no cambió, y una carta rebosante de pena me comunicaba que su madre había comulgado por Pascua, mas no su padre.
Volví a visitar aquella población, y Mari Carmen se apresuró a verme. Estaba contenta del prestigio de que gozaba en su casa. Se contaba con ella para todo; cuanto decía, se hacía; excepto en el terreno religioso, donde, sin embargo, se observaban ciertos avances. La hermana segunda, tan despistada, había consentido que la pusieran en comunicación con un director espiritual, que, poco a poco, la iba orientando. La madre oía misa todos los domingos, aunque un poco formulariamente. Algo se había logrado. Pero su padre...
La situación económica había mejorado gracias a que Mari Carmen, con trabajos extraordinarios, ganaba un sobresueldo elevado.
Pero este exceso de trabajo iba agotando su salud sin que ella se diese cuenta. Le observé una tosecilla inquietante. Se lo advertí, y me contestó sonriente:
—No me preocupa nada. Acuérdese que tengo ofrecida mi vida. Acaso enferma alcance lo que sana no consigo.
La primera carta tras de esta entrevista me trajo dos noticias:
Su padre le acompañaba a misa de una los domingos y después los dos daban un paseo antes de comer. Se le veía feliz. Su ilusión más querida se iba a realizar.
La otra noticia quedaba relegada a segundo plano y consignada tan sólo de manera incidental. Por las noches, después de largas horas de tecleo sobre la máquina, un dolor agudo se le clavaba como un cuchillo en el costado.
Se cruzaron entre nosotros varias cartas en las que yo le recomendaba prudencia en el trabajo, que debía disminuir, aun cuando ganase menos, cuidados para su salud, que indudablemente exigía reposo, sobrealimentación y moderación en las madrugadas, aunque para ello fuese necesario dejar la comunión diaria.
Ella quitaba importancia al quebranto de su salud que, poco a poco, se agudizaba. Se negaba a trabajar menos, porque ello equivalía a complicar la situación económica de su casa; y, sobre todo, se oponía a dejar de comulgar. «Esto nunca; no podría entonces realizar el ideal de mi vida. Tengo que comulgar por papá.» Y sobre estas preocupaciones flotaba la alegría o la tristeza al ritmo de los avances o retrocesos del extraviado padre.
Un día recibí carta de su hermana; Mari Carmen estaba enferma de mucho cuidado. La tuberculosis había hecho su aparición. Se habían dado cuenta tarde, cuando ya los dos pulmones estaban cogidos.
Aprovechando un viaje, fui a verla. Me recibió su padre.
—Es el ángel de la casa —me dijo entre lágrimas—. No puede usted figurarse cómo se sacrificaba por todos. Nunca había que reñirla. No tenía más que un defecto: tenía la manía de madrugar para ir a la iglesia.
La encontré derribada en la cama, hundidos los ojos febriles, pálidos los labios, sonrosadas las mejillas con rosetones siniestros y una tosecilla impertinente hormigueando en el pecho.
Estaba alegre, satisfecha. Sólo una ansiedad le torturaba: «Todavía no ha comulgado; pero en todo lo demás ha cambiado; no deja la misa los domingos; alguna noche reza el rosario conmigo. Cuando tengo hemorragias manda que todos recen...»
Unos meses, y el desenlace fatal. Un golpe de tos fuerte, una hemorragia, el colapso... y la vida se apagó.
Ahora es el padre el que me escribe: «Ha muerto Mari Carmen. Era el ángel de la casa... Le estamos diciendo unas misas y he comulgado por ella... No la olvidaré nunca..., quisiera ser como ella.»
¡Bendita sea la hija que sabe ser el ángel bueno de su padre extraviado!
Emilio Enciso Viana
LA MUCHACHA EN EL HOGAR