Revista Claves
Febrero 1993
EL CATECISMO DE WOJTYLA Entre otros, en el punto 2106, el Catecismo repite las enseñanzas del Concilio y posconcilio acerca de la libertad religiosa. Dice textualmente:
«Que en materia religiosa nadie sea forzado a obrar en contra de su conciencia, ni impedido de obrar, dentro de los justos límites, siguiendo su conciencia en privado así como en público, sólo o asociado con otros» («Dignitatis humanae», 1 , 2).
Este derecho se funda en la naturaleza misma de la persona humana cuya dignidad la hace adherir libremente a la verdad divina que trasciende el orden temporal. Es por eso que (ese derecho) persiste aún en aquéllos que no satisfacen la obligación de buscar la verdad y adherir a ella» («Dignitatis humanae», 2).
2107.- Si en razón de circunstancias particulares en las cuales se encuentran algunos pueblos, un reconocimiento civil especial es acordado en el orden jurídico de la ciudad a una sociedad religiosa determinada, es necesario que al mismo tiempo sea reconocido y respetado el mismo derecho a la libertad en materia religiosa, a todos los ciudadanos y a todas las comunidades religiosas». (Id. ant.,6).
2108.- El derecho a la libertad religiosa no es el permiso moral de adherir al error, ni un derecho supuesto al error, sino un derecho natural de la persona humana a la libertad civil, es decir a la inmunidad de coacción externa, en sus justos límites, en materia religiosa, de parte del poder político. Este derecho natural debe ser reconocido en el orden jurídico de la ciudad de tal manera que constituya un derecho civil». (Id. ant., 2).
Este nuevo derecho de que nos hablan desde el Concilio -antes aún, Lamennais y Maritain- supone según el Concilio un progreso en la persona humana, con su consecuente progreso en la sociedad total, progreso al cual la Iglesia no puede ser ajena o desconocer. Reconocen en el hombre un mayor sentido de la responsabilidad, a la cual recurren: «De la dignidad de la persona humana tiene el hombre de hoy una conciencia cada día mayor, y aumenta el número de quienes exigen que el hombre en su actuación goce y use de su propio criterio y libertad responsable, no movido por coacción sino guiado por la conciencia del deber». (Id. ant. 1, 2)
Estas afirmaciones del Concilio, son viejas. Ya fueron pregonadas por Lamennais y Jacobo Maritain, maestro de Montini. Esencialmente lo que se nos propone como norma a seguir es la pulverización de los estados cristianos. Es una determinación francamente judaica, pérfida, de neto corte antropolátrico. Condenada por toda la Tradición de la Iglesia hasta Pío XII. Contiene tres errores básicos que conducen a la apostasía de las naciones:
1. Predica las libertades como derechos naturales de la persona humana;
2. De consiguiente, pondera como un progreso, una sociedad en la que está en vigor el reconocimiento de estas públicas libertades;
3. De consiguiente, pondera también como un progreso la alianza de la Iglesia con una sociedad que ha alcanzado este progreso y madurez.
Estos errores han sido denunciados por todos los últimos pontífices. Especialmente en Quanta Cura, de Pío IX; en el Sylllabus; en Immortale Dei, de León XIII, y muchos otros documentos que sería inútil citar pues han proliferado en respuesta a la revolución conciliar en los medios católicos.
El «Catecismo» nuevamente disuelve el Derecho Público de la Iglesia -termina con sus derechos inamisibles desde que le pertenecen por divina institución-; la iguala con los falsos cultos; profiere el indiferentismo más insolente y, finalmente, trata de conciliar sus enseñanazas con las de Pío XII y Pío IX, lo cual es, en rigurosa lógica, imposible.
Nadie puede ser obligado a abrazar la fe católica; pero nadie puede forzar un Estado -que como tal debe sumisión a Dios, a igualar la única verdadera Iglesia de Cristo, la Católica, Apostólica y Romana, con otros cultos. El hombre no tiene derecho a profesar libremente el error. El error no da derechos, sólo la verdad y el bien. «Los que propugnan el indiferentismo religioso pretextando que no constata de manera clara cuál sea la verdadera religión y que no existe juez competente que pueda dirimir tan difícil cuestión, en la práctica afirman que debe existir la libertad de conciencia, esto es, que cada uno debe practicar la religión que más le plazca, lo cual -dicen- no se lograría si el Estado profesara una religión determinada. Por lo cual el Estado debe mantenerse imparcial frente a todas las religiones, otorgándole su protección para que todas contribuyan igualmente a la prosperidad, moralidad y tranquilidad públicas. Así se legitima en la práctica el indiferentismo, introduciendo el principio de libertad de conciencia bajo la protección de la ley. El principio de la libertad de conciencia puede tener dos sentidos: uno recto y otro falso. La libertad de conciencia puede ser física o moral. La libertad física de conciencia existe. Así la Iglesia no impone sus doctrinas y sus normas contra la voluntad de los que la rechazan, sino sólo cuando éstos libremente las han aceptado. De otra manera el abrazar la religión no sería un acto humano ni meritorio. La libertad moral de conciencia es de suyo ilícita sino en este sentido, expuesto por León XIII en la Encíclica Libertas: únicamente como facultad de obra y hacer el bien. Cuando el hombre se adhiere libre y conscientemente a falsas opiniones o libremente abraza el mal, no puede alegar ningún derecho para hacerlo. Habida cuenta de la debilidad humana, de la propensión del hombre hacia el mal, tanto la Iglesia como el Estado, cada uno en su esfera, deben ayudar al hombre a evitar el mal y a hacer el bien». («Apuntes de Derecho Público Eclesiástico»; de Vicente M. Corro; Ed.Jus, Méxi-, co,1961).
Inútil es seguir avanzando en éste tema; basta lo dicho y lo citado para delimitar la posición del Catecismo de Wojtyla. Este Catecismo pasará a ser otra de las «fuentes» de la «tradición viviente», biológicamente evolutiva y transformista. Inmersa en el siglo y absorbida por el siglo y el mundo. He aquí el porqué de la relativización de las fuentes, tema del que ya nos ocuparemos.
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