Motu
proprio
de San Pío X
Entre
los cuidados propios del oficio pastoral, no solamente de esta Cátedra, que por
inescrutable disposición de la Providencía, aunque indigno, ocupamos, sino
también de toda iglesia particular, sin duda uno de los principales es el de
mantener y procurar el decoro de la casa del Señor, donde se celebran los
augustos misterios de la religión y se junta el pueblo cristiano a recibir la
gracia de los sacramentos, asistir al santo sacrificio del altar, adorar al
augustísimo sacramento del Cuerpo del Señor y unirse a la común oración de
la Iglesia en los públicos y solemnes oficios de la liturgia.
Nada, por consiguiente, debe ocurrir en el templo que turbe, ni siquiera
disminuya, la piedad y la devoción de los fieles; nada que dé fundado motivo
de disgusto o escándalo; nada, sobre todo, que directamente ofenda el decoro y
la santidad de los sagrados ritos y, por este motivo, sea indigno de la casa de
oración y la majestad divina.
Ahora no vamos a hablar uno por uno de los abusos que pueden ocurrir en esta
materia; nuestra atención se fija hoy solamente en uno de los más generales,
de los más diflciles de desarraigar, en uno que tal vez debe deplorarse aun allí
donde todas las demás cosas son dignas de la mayor alabanza por la belleza y
suntuosidad del templo, por la asistencia de gran número de eclesiásticos, por
la piedad y gravedad de los ministros celebrantes: tal es el abuso en todo lo
concerniente al canto y la música sagrada.
Y en verdad, sea por la naturaleza de este arte, de suyo fluctuante y variable,
o por la sucesiva alteración del gusto y las costumbres en el transcurso del
tiempo, o por la influencia que ejerce el arte profano y teatral en el sagrado,
o por el placer que directamente produce la música y que no siempre puede
contenerse fácilmente dentro de los justos límites, o, en último término,
por los muchos prejuicios que en esta materia insensiblemente penetran y luego
tenazmente arraigan hasta en el ánimo de personas autorizadas y pías; el hecho
es que se observa una tendencia pertinaz a apartarla de la recta norma, señalada
por el fin con que el arte fue admitido al servicio del culto y expresada con
bastante claridad en los cánones eclesiásticos, los decretos de los concilios
generales y provinciales y las repetidas resoluciones de las Sagradas
Congregaciones romanas y de los sumos pontífices, nuestros predecesores.
Con verdadera satisfacción del alma nos es grato reconocer el mucho bien que en
esta materia se ha conseguido durante los últimos decenios en nuestra ilustre
ciudad de Roma y en multitud de iglesias de nuestra patria; pero de modo
particular en algunas naciones, donde hombres egregios, llenos de celo por el
culto divino, con la aprobación de la Santa Sede y la dirección de los
obispos, se unieron en florecientes sociedades y restablecieron plenamente el
honor del arte sagrado en casi todas sus iglesias y capillas. Pero aún dista
mucho este bien de ser general, y si consultamos nuestra personal experiencia y
oímos las muchísimas quejas que de todas partes se nos han dirigido en el poco
tiempo pasado desde que plugo al Señor elevar nuestra humilde persona a la suma
dignidad del apostolado romano, creemos que nuestro primer deber es levantar la
voz sin más dilaciones en reprobación y condenación de cuanto en las
solemnidades del culto y los oficios sagrados resulte disconforme con la recta
norma indicada.
Siendo, en verdad, nuestro vivísimo deseo que el verdadero espíritu cristiano
vuelva a florecer en todo y que en todos los fieles se mantenga, lo primero es
proveer a la santidad y dignidad del templo, donde los fieles se juntan
precisamente para adquirir ese espíritu en su primer e insustituible manantial,
que es la participación activa en los sacrosantos misterios y en la pública y
solemne oración de la Iglesia.
Y en vano será esperar que para tal fin descienda copiosa sobre nosotros la
bendición del cielo, si nuestro obsequio al Altísimo no asciende en olor de
suavidad; antes bien, pone en la mano del Señor el látigo con que el Salvador
del mundo arrojó del templo a sus indignos profanadores.
Con este motivo, y para que de hoy en adelante nadie alegue la excusa de no
conocer claramente su obligación y quitar toda duda en la interpretación de
algunas cosas que están mandadas, estimamos conveniente señalar con brevedad
los principios que regulan la música sagrada en las solemnidades del culto y
condensar al mismo tiempo, como en un cuadro, las principales prescripciones de
la Iglesia contra los abusos más comunes que se cometen en esta materia. Por lo
que de motu proprio y ciencia cierta publicamos esta nuestra Instrucción, a la
cual, como si fuese Código jurídico de la música sagrada, queremos con toda
plenitud de nuestra Autoridad Apostólica se reconozca fuerza de ley, imponiendo
a todos por estas letras de nuestra mano la más escrupulosa obediencia.
INSTRUCCIÓN ACERCA DE LA MÚSICA SAGRADA
I.
PRINCIPIOS GENERALES
Como parte integrante de la liturgia solemne, la música
sagrada tiende a su mismo fin, el cual consiste en la gloria de Dios y la
santificación y edificación de los fieles. La música contribuye a aumentar el
decoro y esplendor de las solemnidades religiosas, y así como su oficio
principal consiste en revestir de adecuadas melodías el texto litúrgico que se
propone a la consideración de los fieles, de igual manera su propio fin
consiste en añadir más eficacia al texto mismo, para que por tal medio se
excite más la devoción de los fieles y se preparen mejor a recibir los frutos
de la gracia, propios de la celebración de los sagrados misterios.
Por consiguiente, la música sagrada debe tener en grado
eminente las cualidades propias de la liturgia, conviene a saber: la santidad y
la bondad de las formas, de donde nace espontáneo otro carácter suyo: la
universalidad.
Debe ser santa y, por lo tanto, excluir todo lo profano, y no sólo en sí
misma, sino en el modo con que la interpreten los mismos cantantes.
Debe tener arte verdadero, porque no es posible de otro modo que tenga sobre el
ánimo de quien la oye aquella virtud que se propone la Iglesia al admitir en su
liturgia el arte de los sonidos.
Mas a la vez debe ser universal, en el sentido de que, aun concediéndose a toda
nación que admita en sus composiciones religiosas aquellas formas particulares
que constituyen el carácter específico de su propia música, éste debe estar
de tal modo subordinado a los caracteres generales de la música sagrada, que
ningún fiel procedente de otra nación experimente al oírla una impresión que
no sea buena.
II.
GÉNEROS DE MÚSICA SAGRADA
Hállanse en grado sumo estas cualidades en el canto
gregoriano, que es, por consiguiente, el canto propio de la Iglesia romana, el
único que la Iglesia heredó de los antiguos Padres, el que ha custodiado
celosamente durante el curso de los siglos en sus códices litúrgicos, el que
en algunas partes de la liturgia prescribe exclusivamente, el que estudios
recentísimos han restablecido felizmente en su pureza e integridad.
Por estos motivos, el canto gregoriano fue tenido siempre como acabado modelo de
música religiosa, pudiendo formularse con toda razón esta ley general: una
composición religiosa será más sagrada y litúrgica cuanto más se acerque en
aire, inspiración y sabor a la melodía gregoriana, y será tanto menos digna
del templo cuanto diste más de este modelo soberano. Así pues, el antiguo canto gregoriano tradicional deberá restablecerse
ampliamente en las solemnidades del culto; teniéndose por bien sabido que
ninguna función religiosa perderá nada de su solemnidad aunque no se cante en
ella otra música que la gregoriana.
Procúrese, especialmente, que el pueblo vuelva a adquirir la costumbre de usar
del canto gregoriano, para que los fieles tomen de nuevo parte más activa en el
oficio litúrgico, como solían antiguamente.
Las supradichas cualidades se hallan también en sumo grado
en la polifonía clásica, especialmente en la de la escuela romana, que en el
siglo XVI llegó a la meta de la perfección con las obras de Pedro Luis de
Palestrina, y que luego continuó produciendo composiciones de excelente bondad
musical y litúrgica.
La polifonía clásica se acerca bastante al canto gregoriano, supremo modelo de
toda música sagrada, y por esta razón mereció ser admitida, junto con aquel
canto, en las funciones más solemnes de la Iglesia, como son las que se
celebran en la capilla pontificia.
Por consiguiente, también esta música deberá restablecerse copiosamente en
las solemnidades religiosas, especialmente en las basílicas más insignes, en
las iglesias catedrales y en las de los seminarios e institutos eclesiásticos,
donde no suelen faltar los medios necesarios.
La Iglesia ha reconocido y fomentado en todo tiempo los
progresos de las artes, admitiendo en el servicio del culto cuanto en el curso
de los siglos el genio ha sabido hallar de bueno y bello, salva siempre la ley
litúrgica; por consiguiente, la música más moderna se admite en la Iglesia,
puesto que cuenta con composiciones de tal bondad, seriedad y gravedad, que de
ningún modo son indignas de las solemnidades religiosas.
Sin embargo, como la música moderna es principalmente profana, deberá cuidarse
con mayor esmero que las composiciones musicales de estilo moderno que se
admitan en las iglesias no contengan cosa ninguna profana ni ofrezcan
reminiscencias de motivos teatrales, y no estén compuestas tampoco en su forma
externa imitando la factura de las composiciones profanas.
Entre los varios géneros de la música moderna, el que
aparece menos adecuado a las funciones del culto es el teatral, que durante el
pasado siglo estuvo muy en boga, singularmente en Italia.
Por su misma naturaleza, este género ofrece la máxima oposición al canto
gregoriano y a la polifonía clásica, y por ende, a las condiciones más
importantes de toda buena música sagrada, además de que la estructura, el
ritmo y el llamado convencionalismo de este género no se acomodan sino malísimamente
a las exigencias de la verdadera música litúrgica.
III. TEXTO LITÚRGICO
La lengua propia de la Iglesia romana es la latina, por lo
cual está prohibido que en las solemnidades litúrgicas se cante cosa alguna en
lengua vulgar, y mucho más que se canten en lengua vulgar las partes variables
o comunes de la misa o el oficio.
Estando determinados para cada función litúrgica los
textos que han de ponerse en música y el orden en que se deben cantar, no es lícito
alterar este orden, ni cambiar los textos prescriptos por otros de elección
privada, ni omitirlos enteramente o en parte, como las rúbricas no consienten
que se suplan con el órgano ciertos versículos, sino que éstos han de
recitarse sencillamente en el coro. Pero es permitido, conforme a la costumbre
de la Iglesia romana, cantar un motete al Santísimo Sacramento después del
Benedictus de la misa solemne, como se permite que, luego de cantar el ofertorio
propio de la misa, pueda cantarse en el tiempo que queda hasta el prefacio un
breve motete con palabras aprobadas por la Iglesia.
El texto litúrgico ha de cantarse como está en los libros,
sin alteraciones o posposiciones de palabras, sin repeticiones indebidas, sin
separar sílabas, y siempre con tal claridad que puedan entenderlo los fieles.
IV.
FORMA EXTERNA DE LAS COMPOSICIONES SAGRADAS
Cada una de las partes de la misa y el oficio deben
conservar musicalmente el concepto y la forma que la tradición eclesiástica
les ha dado y se conservan bien expresadas en el canto gregoriano; diversa es,
por consiguiente, la manera de componerse un introito, un gradual, una antífona,
un salmo, un himno, un Gloria in excelsis, etc.
En este particular obsérvense las normas siguientes:
A) El Kyrie, Gloria, Credo, etc., de la misa deben conservar la unidad de
composición que corresponde a su texto. No es, por tanto, lícito componerlos
en piezas separadas, de manera que cada una de ellas forme una composición
musical completa, y tal que pueda separarse de las restantes y reemplazarse con
otra.
B) En el oficio de vísperas deben seguirse ordinariamente las disposiciones del
Caeremoniale episcoporum, que prescribe el canto gregoriano para la salmodia y
permite la música figurada en los versos del Gloria Patri y en el himno.
Sin embargo, será lícito en las mayores solemnidades alternar, con el canto
gregoriano del coro, el llamado de contrapunto, o con versos de parecida manera
convenientemente compuestos.
También podrá permitirse alguna vez que cada uno de los salmos se ponga
enteramente en música, siempre que en su composición se conserve la forma
propia de la salmodia; esto es, siempre que parezca que los cantores salmodian
entre sí, ya con motivos musicales nuevos, ya con motivos sacados del canto
gregoriano, o imitados de éste.
Pero quedan para siempre excluidos y prohibidos los salmos llamados de
concierto.
C) En los himnos de la Iglesia consérvese la forma tradicional de los mismos.
No es, por consiguiente, lícito componer, por ejemplo, el Tantum ergo de manera
que la primera estrofa tenga la forma de romanza, cavatina o adagio, y el
Genitori de allegro.
D) Las antífonas de vísperas deben ser cantadas ordinariamente con la melodía
gregoriana que les es propia; mas si en algún caso particular se cantasen con música,
no deberán tener, de ningún modo, ni la forma de melodía de concierto, ni la
amplitud de un motete o de una cantata.
V.
CANTORES
Excepto las melodías propias del celebrante y los
ministros, las cuales han de cantarse siempre con música gregoriana, sin ningún
acompañamiento de órgano, todo lo demás del canto litúrgico es propio del
coro de levitas; de manera que los cantores de iglesia, aun cuando sean
seglares, hacen propiamente el oficio de coro eclesiástico.
Por consiguiente, la música que ejecuten debe, cuando menos en su máxima
parte, conservar el carácter de música de coro.
Con esto no se entiende excluir absolutamente los solos; mas éstos no deben
predominar de tal suerte que absorban la mayor parte del texto litúrgico, sino
que deben tener el carácter de una sencilla frase melódica y estar íntimamente
ligado el resto de la composición coral.
Del mismo principio se deduce que los cantores desempeñan
en la Iglesia un oficio litúrgico; por lo cual las mujeres, que son incapaces
de desempeñar tal oficio, no pueden ser admitidas a formar parte del coro o la
capilla musical. Y si se quieren tener voces agudas de tiples y contraltos,
deberán ser de niños, según uso antiquísimo de la Iglesia.
Por último, no se admitan en las capillas de música sino
hombres de conocida piedad y probidad de vida, que con su modesta y religiosa
actitud durante las solemnidades litúrgicas se muestren dignos del santo oficio
que desempeñan. Será, además, conveniente que, mientras cantan en la iglesia,
los músicos vistan hábito talar y sobrepelliz, y que, si el coro se halla muy
a la vista del público, se le pongan celosías.
VI.
ÓRGANO E INSTRUMENTOS
Si bien la música de la Iglesia es exclusivamente vocal,
esto no obstante, también se permite la música con acompañamiento de órgano.
En algún caso particular, en los términos debidos y con los debidos
miramientos, podrán asimismo admitirse otros instrumentos; pero no sin licencia
especial del Ordinario, según prescripción del Caeremoniale episcoporum.
Como el canto debe dominar siempre, el órgano y los demás
instrumentos deben sostenerlo sencillamente, y no oprimirlo.
No está permitido anteponer al canto largos preludios o
interrumpirlo con piezas de intermedio.
En el acompañamiento del canto, en los preludios,
intermedios y demás pasajes parecidos, el órgano debe tocarse según la índole
del mismo instrumento, y debe participar de todas las cualidades de la música
sagrada recordadas precedentemente.
Está prohibido en las iglesias el uso del piano, como
asimismo de todos los instrumentos fragorosos o ligeros, como el tambor, el
chinesco, los platillos y otros semejantes.
Está rigurosamente prohibido que las llamadas bandas de música
toquen en las iglesias, y sólo en algún caso especial, supuesto el
consentimiento del Ordinario, será permitido admitir un número juiciosamente
escogido, corto y proporcionado al ambiente, de instrumentos de aire, que vayan
a ejecutar composiciones o acompañar al canto, con música escrita en estilo
grave, conveniente y en todo parecida a la del órgano.
En las procesiones que salgan de la iglesia, el Ordinario
podrá permitir que asistan las bandas de música, con tal de que no ejecuten
composiciones profanas. Sería de apetecer que en tales ocasiones las dichas músicas
se limitasen a acompañar algún himno religioso, escrito en latín o en lengua
vulgar, cantado por los cantores y las piadosas cofradías que asistan a la
procesión.
VII.
EXTENSIÓN DE LA MÚSICA RELIGIOSA
No es lícito que por razón del canto o la música se haga
esperar al sacerdote en el altar más tiempo del que exige la liturgia. Según
las prescripciones de la Iglesia, el Sanctus de la misa debe terminarse de
cantar antes de la elevación, a pesar de lo cual, en este punto, hasta el
celebrante suele tener que estar pendiente de la música. Conforme a la tradición
gregoriana, el Gloria y eI Credo deben ser relativamente breves.
En general, ha de condenarse como abuso gravísimo que, en
las funciones religiosas, la liturgia quede en lugar secundario y como al
servicio de la música, cuando la música forma parte de la liturgia y no es
sino su humilde sierva.
VIII.
MEDIOS PRINCIPALES
Para el puntual cumplimiento de cuanto aquí queda
dispuesto, nombren los obispos, si no las han nombrado ya, comisiones especiales
de personas verdaderamente competentes en cosas de música sagrada, a las
cuales, en la manera que juzguen más oportuna, se encomiende el encargo de
vigilar cuanto se refiere a la música que se ejecuta en las iglesias. No cuiden
sólo de que la música sea buena de suyo, sino de que responda a las
condiciones de los cantores y sea buena la ejecución.
En los seminarios de clérigos y en los institutos eclesiásticos
se ha de cultivar con amor y diligencia, conforme a las disposiciones del
Tridentino, el ya alabado canto gregoriano tradicional, y en esta materia sean
los superiores generosos de estímulos y encomios con sus jóvenes súbditos.
Asimismo, promuévase con el clero, donde sea posible, la fundación de una
Schola cantorum para la ejecución de la polifonía sagrada y de la buena música
litúrgica.
En las lecciones de liturgia, moral y derecho canónico que
se explican a los estudiantes de teología, no dejen de tocarse aquellos puntos
que más especialmente se refieren a los principios fundamentales y las reglas
de la música sagrada, y procúrese completar la doctrina con instrucciones
especiales acerca de la estética del arte religioso, para que los clérigos no
salgan del seminario ayunos de estas nociones, tan necesarias a la plena cultura
eclesiástica.
Póngase cuidado en restablecer, por lo menos en las
iglesias principales, las antiguas Scholae cantorum, como se ha hecho ya con
excelente fruto en buen número de localidades. No será difícil al clero
verdaderamente celoso establecer tales Scholae hasta en las iglesias de menor
importancia y de aldea; antes bien, eso le proporcionará el medio de reunir en
torno suyo a niños y adultos, con ventaja para sí y edificación del pueblo.
Procúrese sostener y promover del mejor modo donde ya
existan las escuelas superiores de música sagrada, y concúrrase a fundarlas
donde aún no existan, porque es muy importante que la Iglesia misma provea a la
instrucción de sus maestros, organistas y cantores, conforme a los verdaderos
principios del arte sagrado.
IX.
CONCLUSIÓN
Por último, se recomienda a los maestros de capilla,
cantores, eclesiásticos, superiores de seminarios, de institutos eclesiásticos
y de comunidades religiosas, a los párrocos y rectores de iglesias, a los canónigos
de colegiatas y catedrales, y sobre todo a los Ordinarios diocesanos, que
favorezcan con todo celo estas prudentes reformas, desde hace mucho deseadas y
por todos unánimemente pedidas, para que no caiga en desprecio la misma
autoridad de la Iglesia, que repetidamente las ha propuesto y ahora de nuevo las
inculca.
Dado en nuestro Palacio apostólico del Vaticano en la fiesta de la virgen y
mártir Santa Cecilia, 22 de noviembre de 1903, primero de nuestro pontificado.
Pío X
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