Los mismos especialistas en obstetricia, que no quieren admitir que los progresos de la ciencia médica han obviado la necesidad del aborto terapéutico, reconocen, sin embargo, que modernamente se encuentran muy pocas indicaciones y noticias médicas sobre el aborto terapéutico. Tal es el tenor general del artículo sobre «Changing Indications for Therapeutic Abortion», del doctor Keith P. Russell, publicado con fecha 10 de enero de 1953 en el Journal of the American Medical Association.
En él se expresa de esta manera:
«Hasta hace unos diez o veinte años, el aborto terapéutico fué un procedimiento relativamente bastante común, bien aceptado por la mayoría de los médicos como el más apropiado para preservar la vida de la madre o su salud en complicaciones especiales del embarazo. Todos los textos modernos discuten este procedimiento, enumerando las indicaciones e incidencias y describiendo métodos aptos para provocar el aborto... Durante los pasados diez años, sin embargo, se ha ido señalando más y más el hecho de que muchas indicaciones sobre el aborto terapéutico son ya insostenibles a la luz de los progresos de la ciencia médica. Esta realidad ha estimulado a muchas instituciones y organizaciones a estudiar cuidadosamente este procedimiento y revalorar sus métodos en orden al feliz éxito en la solución de los problemas asociados con las complicaciones del embarazo. El gran decrecimiento de la mortalidad materna—llegando a menos del 1 por 1.000— ha evidenciado que muchas de las complicaciones, que antes se consideraban adversas a la vida de la madre, pueden ser tratadas ahora satisfactoriamente y con gran provecho para el bienestar de la misma.»
2) Desde un punto de vista científico, en casi todos los casos restantes de embarazos peligrosos las dificultades pueden haber sido previstas, y evitado, por tanto, el embarazo, ya rehusando el matrimonio, ya absteniéndose de su uso, o bien por una acertada aplicación del método del período agenésico. (A este respecto, llamamos la atención del lector sobre unas páginas del siguiente capítulo, donde se expone que las condiciones que originan la demanda del aborto terapéutico son casi siempre circunstancias que no son causadas por el embarazo, sino que más bien lo preceden o son independientes del mismo.)
Aun cuando el embarazo haya tenido lugar, en la práctica todos los casos difíciles pueden ser superados felizmente. Casi siempre en los casos desfavorables se debe éste a negligencias, dilaciones, fracasos en el procurarse una asistencia prenatal adecuada, en seguir los consejos de médicos competentes y también en la deficiencia de pericia y diligencia en otros. Es un hecho, que los médicos, como los demás hombres de ciencia, no todos tienen los mismos conocimientos, pericia y experiencia. El sentido común nos dice que hay casos que requieren los servicios de médicos especialistas muy experimentados. Los enfermos debieran buscar el médico adecuado a su caso, y los médicos debieran también ser lo suficientemente honrados para enviar sus enfermos a especialistas capaces, cuando prevén que la enferma requiere los servicios de algún otro doctor de más conocimientos de los que ellos poseen.
3) Hay que recordar de nuevo el principio básico ético con arreglo al cual el fin no justifica los medios. Ningún otro moralista está tan interesado como el católico en lo que se refiere a la salvación de la vida. Prueba eficiente de ello son los innumerables hospitales erigidos por hombres sacrificados y mujeres que consagran sus vidas al alivio del dolor. El verdadero cristiano desearía tanto como cualquier filántropo poner a salvo una vida en peligro, pero sabe que sería inmoral impedir deliberada y directamente que una vida inocente llegue a alcanzar su propio destino. El aborto directo, realizado con miras a salvar la vida de la madre, equivale sencillamente al asesinato de un niño aún no nacido para salvar a dicha madre. Cuando un hombre dispone directamente de una vida, asume una prerrogativa que compete tan sólo a Dios. Unicamente el Creador es el árbitro de la vida y de la muerte. El derecho, obligación y privilegio del hombre es hacer cuanto está a su alcance para conservar su vida. El derecho exclusivo de suprimir una vida pertenece sólo a Dios.
La ciencia médica católica siente profundamente su incapacidad para poner a salvo la vida en estos casos difíciles, aunque relativamente aislados, pero reconoce que la verdadera y mejor solución del problema está en proporcionar a las futuras madres clínicas prenatales científicas en condiciones adecuadas. Ya se van reálizando beneméritos trabajos en este sentido. Además, los hombres de ciencia católicos consagran incesante y sucesivamente su saber e ingenio al descubrimiento de medios lícitos para salvar la vida en tales coyunturas. Sin reparar en dispendios ni esfuerzos, la ciencia médica católica pondrá en práctica todo lo moralmente permisible en orden a salvar la vida humana. Pero nunca debe condescender con la supresión de una vida inocente para salvar otra vida.
4) Una apreciación exacta de la actitud de la Etica cristiana frente a esta materia, tan erizada de dificultades, sólo puede llevarse a cabo por quien posee una idea cristiana de la naturaleza y destino humanos. Para el cristiano se interpone un abismo infranqueable entre el mal moral (pecado) y el mal físico (sufrimiento, muerte). El mal moral es el único, absoluto y verdadero mal. El sufrimiento físico y la muerte representan la pérdida de bienes meramente temporales. Sin duda, alguna vez han de perderse la salud y la vida. Efectuar un aborto para salvar una vida es diametralmente opuesto a una jerarquía cristiana de valores. Es cometer una injusticia moral, un grave homicidio sólo por conservar durante un plazo un poco más largo de tiempo un bien temporal y físico: la vida. Tan sólo una comprensión profunda de este concepto cristiano de la finalidad de la vida y del destino del hombre puede hacer capaz a una persona para entender este problema a la luz de la verdad.
Estos pensamientos han sido maravillosamente expuestos por Su Santidad Pío XII en su discurso sobre La moral en la vida de los cónyuges, del 29 de octubre de 1951:
«Por eso, quien se acerca a esta cuna del devenir de la vida y ejercita ahí su actividad de uno u otro modo, debe conocer el orden que el Creador quiere que sea mantenido y las leyes que lo rigen. Porque no se trata aquí de puras leyes físicas, biológicas, a las que necesariamente obedecen agentes privados de razón y fuerzas ciegas, sino de leyes cuya ejecución y cuyos efectos están confiados a la voluntaria y libre cooperación del hombre.
En él se expresa de esta manera:
«Hasta hace unos diez o veinte años, el aborto terapéutico fué un procedimiento relativamente bastante común, bien aceptado por la mayoría de los médicos como el más apropiado para preservar la vida de la madre o su salud en complicaciones especiales del embarazo. Todos los textos modernos discuten este procedimiento, enumerando las indicaciones e incidencias y describiendo métodos aptos para provocar el aborto... Durante los pasados diez años, sin embargo, se ha ido señalando más y más el hecho de que muchas indicaciones sobre el aborto terapéutico son ya insostenibles a la luz de los progresos de la ciencia médica. Esta realidad ha estimulado a muchas instituciones y organizaciones a estudiar cuidadosamente este procedimiento y revalorar sus métodos en orden al feliz éxito en la solución de los problemas asociados con las complicaciones del embarazo. El gran decrecimiento de la mortalidad materna—llegando a menos del 1 por 1.000— ha evidenciado que muchas de las complicaciones, que antes se consideraban adversas a la vida de la madre, pueden ser tratadas ahora satisfactoriamente y con gran provecho para el bienestar de la misma.»
2) Desde un punto de vista científico, en casi todos los casos restantes de embarazos peligrosos las dificultades pueden haber sido previstas, y evitado, por tanto, el embarazo, ya rehusando el matrimonio, ya absteniéndose de su uso, o bien por una acertada aplicación del método del período agenésico. (A este respecto, llamamos la atención del lector sobre unas páginas del siguiente capítulo, donde se expone que las condiciones que originan la demanda del aborto terapéutico son casi siempre circunstancias que no son causadas por el embarazo, sino que más bien lo preceden o son independientes del mismo.)
Aun cuando el embarazo haya tenido lugar, en la práctica todos los casos difíciles pueden ser superados felizmente. Casi siempre en los casos desfavorables se debe éste a negligencias, dilaciones, fracasos en el procurarse una asistencia prenatal adecuada, en seguir los consejos de médicos competentes y también en la deficiencia de pericia y diligencia en otros. Es un hecho, que los médicos, como los demás hombres de ciencia, no todos tienen los mismos conocimientos, pericia y experiencia. El sentido común nos dice que hay casos que requieren los servicios de médicos especialistas muy experimentados. Los enfermos debieran buscar el médico adecuado a su caso, y los médicos debieran también ser lo suficientemente honrados para enviar sus enfermos a especialistas capaces, cuando prevén que la enferma requiere los servicios de algún otro doctor de más conocimientos de los que ellos poseen.
3) Hay que recordar de nuevo el principio básico ético con arreglo al cual el fin no justifica los medios. Ningún otro moralista está tan interesado como el católico en lo que se refiere a la salvación de la vida. Prueba eficiente de ello son los innumerables hospitales erigidos por hombres sacrificados y mujeres que consagran sus vidas al alivio del dolor. El verdadero cristiano desearía tanto como cualquier filántropo poner a salvo una vida en peligro, pero sabe que sería inmoral impedir deliberada y directamente que una vida inocente llegue a alcanzar su propio destino. El aborto directo, realizado con miras a salvar la vida de la madre, equivale sencillamente al asesinato de un niño aún no nacido para salvar a dicha madre. Cuando un hombre dispone directamente de una vida, asume una prerrogativa que compete tan sólo a Dios. Unicamente el Creador es el árbitro de la vida y de la muerte. El derecho, obligación y privilegio del hombre es hacer cuanto está a su alcance para conservar su vida. El derecho exclusivo de suprimir una vida pertenece sólo a Dios.
La ciencia médica católica siente profundamente su incapacidad para poner a salvo la vida en estos casos difíciles, aunque relativamente aislados, pero reconoce que la verdadera y mejor solución del problema está en proporcionar a las futuras madres clínicas prenatales científicas en condiciones adecuadas. Ya se van reálizando beneméritos trabajos en este sentido. Además, los hombres de ciencia católicos consagran incesante y sucesivamente su saber e ingenio al descubrimiento de medios lícitos para salvar la vida en tales coyunturas. Sin reparar en dispendios ni esfuerzos, la ciencia médica católica pondrá en práctica todo lo moralmente permisible en orden a salvar la vida humana. Pero nunca debe condescender con la supresión de una vida inocente para salvar otra vida.
4) Una apreciación exacta de la actitud de la Etica cristiana frente a esta materia, tan erizada de dificultades, sólo puede llevarse a cabo por quien posee una idea cristiana de la naturaleza y destino humanos. Para el cristiano se interpone un abismo infranqueable entre el mal moral (pecado) y el mal físico (sufrimiento, muerte). El mal moral es el único, absoluto y verdadero mal. El sufrimiento físico y la muerte representan la pérdida de bienes meramente temporales. Sin duda, alguna vez han de perderse la salud y la vida. Efectuar un aborto para salvar una vida es diametralmente opuesto a una jerarquía cristiana de valores. Es cometer una injusticia moral, un grave homicidio sólo por conservar durante un plazo un poco más largo de tiempo un bien temporal y físico: la vida. Tan sólo una comprensión profunda de este concepto cristiano de la finalidad de la vida y del destino del hombre puede hacer capaz a una persona para entender este problema a la luz de la verdad.
Estos pensamientos han sido maravillosamente expuestos por Su Santidad Pío XII en su discurso sobre La moral en la vida de los cónyuges, del 29 de octubre de 1951:
«Por eso, quien se acerca a esta cuna del devenir de la vida y ejercita ahí su actividad de uno u otro modo, debe conocer el orden que el Creador quiere que sea mantenido y las leyes que lo rigen. Porque no se trata aquí de puras leyes físicas, biológicas, a las que necesariamente obedecen agentes privados de razón y fuerzas ciegas, sino de leyes cuya ejecución y cuyos efectos están confiados a la voluntaria y libre cooperación del hombre.
Este orden, fijado por la inteligencia suprema, está dirigido rio por el Creador; comprende la obra exterior del hombre y la adhesión interna de su libre voluntad; implica la acción y la omisión voluntaria. La naturaleza pone a disposición del hombre toda la concatenación de las causas de las que surgirá una nueva vida humana; toca al hombre dar suelta a su fuerza viva, y a la naturaleza desarrollar su curso y conducirla a término. Después que el hombre ha cumplido su parte y ha puesto en movimiento la maravillosa evolución de la vida, su deber es respetar religiosamente su progreso, deber que le prohibe detener la obra de la Naturaleza e impedir su natural desarrollo.
De esta forma, la parte de la naturaleza y la parte del hombre están netamente delimitadas. Vuestra formación profesional y vuestra experiencia os ponen en situación de conocer la acción de la naturaleza y la del hombre, lo mismo que las normas y las leyes a que ambos están sujetos; vuestra conciencia, iluminada por la razón y la fe bajo la guía de la autoridad establecida por Dios, os enseña hasta dónde se extiende la acción lícita, y dónde, en cambio, se impone estrictamente la obligación de la omisión.
Ahora bien: «hombre» es el niño, aunque no haya todavía nacido; en el mismo grado y por el mismo título que la madre.
Todo ser humano, aunque sea el niño en el seno materno, recibe derecho a la vida inmediatamente de Dios, no de les padres, ni de clase alguna de sociedad o autoridad humana. Por eso no hay ningún hombre, ninguna autoridad humana, ninguna ciencia, ninguna «indicación» médica, eugénica, social, económica, moral, que pueda exhibir o dar un título jurídico válido para una disposición deliberada directa sobre una vida humana inocente; es decir, una disposición que mire a su destrucción, bien sea como fin, bien como medio para otro fin que acaso de por sí no sea en modo alguno ilícito. Así, por ejemplo, salvar la vida de la madre es un nobilísimo fin; pero la muerte directa del niño como medio para este fin, no es lícita.
La vida de un inocente es intangible, y cualquier atentado o agresión directa contra ella es la violación de las leyes fundamentales, sin las que no es posible una segura convivencia humana.
No tenemos necesidad de enseñaros en detalle la significación e importancia de vuestra profesión de esta ley fundamental; pero no olvidéis que por encima de cualquier ley humana, de cualquier «indicación», se eleva indefectiblemente la ley de Dios.»
Todo médico y enfermera, conscientes de su deber, se esforzarán por enseñar con la palabra y el ejemplo estas verdades fundamentalísimas a sus enfermos; en primer lugar, la grave inmoralidad que supone el deliberado y directo atentado de aborto. Además, deben instruir a las futuras madres sobre la obligación que tienen de evitar todas aquellas acciones que incidentalmente pueden conducir al mismo resultado. Es fácil encontrar buenas personas en el mundo, pero a la vez muy ignorantes en estos problemas. Tales personas deben ser enseñadas a apreciar y a amar reverentemente el don que Dios ha encomendado a sus cuidados.
La enfermera prudente les enseñará, por ejemplo, a evitar formas de ejercicios violentos y a abstenerse de tomar purgas fuertes. De este modo contribuirá en gran escala al bien espiritual, físico y social de todos los que están encomendados a su solicitud.
Ciertos escritores de nuestros días conceden derecho de aborto a la joven que ha sido víctima de un estupro criminal. La Etica cristiana reconoce que tal persona ha sido objeto de una agresión injusta. A este título, le concede derecho al uso de los medios necesarios para expeler o destruir el semen, pero a condición, nótese bien, de que esto se haga antes que tenga lugar la concepción.
La razón que hace permisible tal acto descansa en que el semen se hace presente por un acto de agresión injusta, y está aún en dicho momento violando injustamente los derechos naturales básicos de la joven.
Esta situación es a todas luces diferente del caso en que el semen se hace presente, consintiendo en ello la joven, o por el ejercicio de los derechos matrimoniales.
En estos dos últimos casos no hay fundamento para considerar a la persona como víctima de agresión injusta; de ahí que no surja ningún motivo racional para expeler o destruir el semen.
Digamos de pasada que el 2 de marzo de 1679 apareció una condenación oficial de la Iglesia contra todos los que intentaren procurar el aborto a fin de salvaguardar a las madres no casadas del castigo o pérdida de la reputación.
Se ha dicho que una mujer inocente, víctima de agresión injusta, puede expeler o destruir el semen con tal que esto se haga antes que tenga lugar la concepción, pero que nada puede hacerse una vez verificada esta. Una nueva vida ha venido entonces a la existencia. Este nuevo ser no es culpable de nada, y su inalienable derecho a la vida no puede ser conculcado bajo ningún pretexto.
La aplicación de ese principio presupone, como se ve, un cálculo sobre el tiempo probable en que tiene lugar la concepción. Es posible que la concepción ocurra al cuarto de hora después de la cópula; pero es también posible que tenga lugar después de varias horas. Cálculos más amplios conceden que, aun en los casos ordinarios, la concepción puede no verificarse hasta después de diez horas.
De esta forma, la parte de la naturaleza y la parte del hombre están netamente delimitadas. Vuestra formación profesional y vuestra experiencia os ponen en situación de conocer la acción de la naturaleza y la del hombre, lo mismo que las normas y las leyes a que ambos están sujetos; vuestra conciencia, iluminada por la razón y la fe bajo la guía de la autoridad establecida por Dios, os enseña hasta dónde se extiende la acción lícita, y dónde, en cambio, se impone estrictamente la obligación de la omisión.
Ahora bien: «hombre» es el niño, aunque no haya todavía nacido; en el mismo grado y por el mismo título que la madre.
Todo ser humano, aunque sea el niño en el seno materno, recibe derecho a la vida inmediatamente de Dios, no de les padres, ni de clase alguna de sociedad o autoridad humana. Por eso no hay ningún hombre, ninguna autoridad humana, ninguna ciencia, ninguna «indicación» médica, eugénica, social, económica, moral, que pueda exhibir o dar un título jurídico válido para una disposición deliberada directa sobre una vida humana inocente; es decir, una disposición que mire a su destrucción, bien sea como fin, bien como medio para otro fin que acaso de por sí no sea en modo alguno ilícito. Así, por ejemplo, salvar la vida de la madre es un nobilísimo fin; pero la muerte directa del niño como medio para este fin, no es lícita.
La vida de un inocente es intangible, y cualquier atentado o agresión directa contra ella es la violación de las leyes fundamentales, sin las que no es posible una segura convivencia humana.
No tenemos necesidad de enseñaros en detalle la significación e importancia de vuestra profesión de esta ley fundamental; pero no olvidéis que por encima de cualquier ley humana, de cualquier «indicación», se eleva indefectiblemente la ley de Dios.»
Todo médico y enfermera, conscientes de su deber, se esforzarán por enseñar con la palabra y el ejemplo estas verdades fundamentalísimas a sus enfermos; en primer lugar, la grave inmoralidad que supone el deliberado y directo atentado de aborto. Además, deben instruir a las futuras madres sobre la obligación que tienen de evitar todas aquellas acciones que incidentalmente pueden conducir al mismo resultado. Es fácil encontrar buenas personas en el mundo, pero a la vez muy ignorantes en estos problemas. Tales personas deben ser enseñadas a apreciar y a amar reverentemente el don que Dios ha encomendado a sus cuidados.
La enfermera prudente les enseñará, por ejemplo, a evitar formas de ejercicios violentos y a abstenerse de tomar purgas fuertes. De este modo contribuirá en gran escala al bien espiritual, físico y social de todos los que están encomendados a su solicitud.
Ciertos escritores de nuestros días conceden derecho de aborto a la joven que ha sido víctima de un estupro criminal. La Etica cristiana reconoce que tal persona ha sido objeto de una agresión injusta. A este título, le concede derecho al uso de los medios necesarios para expeler o destruir el semen, pero a condición, nótese bien, de que esto se haga antes que tenga lugar la concepción.
La razón que hace permisible tal acto descansa en que el semen se hace presente por un acto de agresión injusta, y está aún en dicho momento violando injustamente los derechos naturales básicos de la joven.
Esta situación es a todas luces diferente del caso en que el semen se hace presente, consintiendo en ello la joven, o por el ejercicio de los derechos matrimoniales.
En estos dos últimos casos no hay fundamento para considerar a la persona como víctima de agresión injusta; de ahí que no surja ningún motivo racional para expeler o destruir el semen.
Digamos de pasada que el 2 de marzo de 1679 apareció una condenación oficial de la Iglesia contra todos los que intentaren procurar el aborto a fin de salvaguardar a las madres no casadas del castigo o pérdida de la reputación.
Se ha dicho que una mujer inocente, víctima de agresión injusta, puede expeler o destruir el semen con tal que esto se haga antes que tenga lugar la concepción, pero que nada puede hacerse una vez verificada esta. Una nueva vida ha venido entonces a la existencia. Este nuevo ser no es culpable de nada, y su inalienable derecho a la vida no puede ser conculcado bajo ningún pretexto.
La aplicación de ese principio presupone, como se ve, un cálculo sobre el tiempo probable en que tiene lugar la concepción. Es posible que la concepción ocurra al cuarto de hora después de la cópula; pero es también posible que tenga lugar después de varias horas. Cálculos más amplios conceden que, aun en los casos ordinarios, la concepción puede no verificarse hasta después de diez horas.
Es posible, pero no probable, que la concepción ocurra aun uno o dos días después.
Por estas razones, la víctima de violación criminal puede hacer uso de todos los medios necesarios para expeler o destruir el semen hasta diez horas después del crimen. Este es, a la verdad, un cálculo generoso en su amplitud, pero ofrece solución moral al problema.
En la mayoría de los casos puede justamente decirse que, si la víctima de violación no hace nada por impedir su efecto por espacio de diez horas, las consecuencias lamentables son en gran parte resultado de su propia negligencia e ignorancia.
De donde se deduce que la enfermera, en estos casos, puede socorrer a la víctima inocente, facilitándole el correspondiente lavado dentro de las diez horas desde el criminal atentado. Transcurrido este lapso de tiempo sería inmoral hacer algo que pudiera originar la muerte o el aborto de un óvulo fecundado.
En vista del carácter gravemente inmoral del aborto, no hay por qué sorprenderse si la Iglesia sigue una norma tan estricta en esta materia. En el Código de Derecho Canónico Eclesiástico (c. 2350) se lee: «Las personas que procuran el aborto, no exceptuáda la madre, seguídose el efecto, incurren automáticamente en excomunión reservada al Ordinario». La pena de excomunión se extiende a cuantos cooperan a la procuración del aborto.
Están incluidos: a) la madre; b) todos los que consciente y libremente prestan la cooperación físicamente necesaria para cometer el crimen; c) cualquiera que comisiona a otro para cometerlo (por ejemplo, el director de un hospital que osara facultar a un doctor interno o enfermera para llevar a cabo esa acción); d) todo el que osare mandar ponerla en práctica (por ejemplo, los padres que quisieran obligar a sus hijas, por medio de amenazas, a someterse al aborto); e) quienquiera que cooperase formalmente al crimen, por ejemplo, quienes advierten, persuaden o instruyen a la madre acerca de su perpetración.
Nótese bien que en los casos en que se da mero atentado, no realización del aborto, y, además, no se destruye la vida del niño aún no nacido, se comete un pecado grave, es verdad, pero no se incurre en pena de excomunión.
Ya hemos visto que carece de fundamento la distinción entre el aborto criminal y el así llamado terapéutico. Se verá esto con más detención en el capítulo siguiente. Aquí hay que destacar que la ley civil los distingue claramente. La condenación del aborto estatuida en la ley civil comprende, pues, tan sólo el aborto criminal.
Según la ley civil, el aborto es una felonía que se castiga con severidad. Además, la ley civil considera reo de tal crimen, no sólo al autor principal, sino también a todos los cooperadores, sea antes o después de la comisión del delito.
Médicos y enfermeras saben que todo crimen es susceptible de ser castigado por el Estado. Ellos, al igual que otros miembros de la sociedad, están subordinados al Estado, que persigue la consumación del crimen. Y tales delitos pueden surgir, ya de la posición de un acto que la ley civil conceptúa criminal, o bien de omitir una acción que esa misma ley propone como obligatoria.
Esta doble división de delitos en actos de comisión y de omisión es familiar a todos. En tales casos hay siempre una «mala intención», o bien de «un acto criminal», o de una «criminal negligencia». Tocante a la «mala intención», la enfermera no debe olvidar que el pretexto de ignorancia de la ley no puede aceptarse como excusa para cometer el crimen.
Las leyes que regulan a la sociedad en general y a las profesiones médica y de enfermera en particular, han sido dictadas por las propias autoridades competentes. Estas leyes se promulgan según requisitos legalmente determinados. Posteriormente a tal publicación, la ignorancia de la ley no es tenida en cuenta como pretexto en un crimen cometido contra la ley.
Pesa sobre el personal médico la obligación de familiarizarse por entero con las leyes que regulan su profesión en el estado particular al que ocasionalmente consagra su actividad.
De ordinario no encontramos en la enfermera al principal autor del crimen del aborto. En la mayoría de los casos el papel que se les asigna es el de simple ayudante del doctor en este crimen. Pero la enfermera no debe relegar al olvido que hay leyes morales y civiles incomparablemente más fundamentales que cualquier orden dada por el doctor.
El debido respeto a los superiores es una virtud indispensable en una enfermera. Todas ellas deben tener presente como ideal la pronta obediencia a las órdenes recibidas. Estas virtudes de la profesión médica se presentan a la enfermera con tanta insistencia y fuerza que, sin darse cuenta, llega poco a poco a creer que una obediencia ciega es siempre debida a sus superiores.
Normalmente es ésta una actitud magnífica. Pero la enfermera no debe olvidar que las leyes natural y civil imponen ciertos limites al tipo de acción que un doctor cualquiera puede ordenar o sugerir. Cuando la orden o insinuación del doctor es inmoral o ilegal, ninguna enfermera puede llevarla a electo sin obrar inmoralmente, y quedando, por ende, expuesta a las penas ordenadas en la ley civil.
Cuando hay alguna duda razonable acerca de la legalidad o ilegalidad de la orden de un doctor y se carece de medios inmediatos para aclarar el derecho real en cuestión, la enfermera debe deponer su duda en favor del doctor, y ejecutar sin vacilación la orden.
Pero hay ciertos casos, tales como el del aborto criminal, que aun las enfermeras noveles reconocen como abiertamente inmorales e ilegítimos. Ninguna enfermera puede ejecutar o cooperar a tales acciones. La ley civil admite que la amenaza o violencia física indican una falta de mala intención; pero acentúa que la comisión de un crimen por parte de una enfermera nunca debe excusarse alegando que ella lo lleve a cabo por orden de un superior. Media una gran diferencia entre compeler y mandar. El simple mandato de un doctor nunca podrá justificar a la enfermera de haber realizado una acción inmoral e ilegítima.
Por lo demás, la enfermera debe mostrarse muy cauta en tales casos, ya que, aun realizado el crimen bajo coacción o amenaza grave, ha de presentar fuertes y sólidos argumentos para evidenciarlo ante el mismo tribunal. Se sabe que ella ha cometido un crimen y recae sobre ella la obligación de demostrar satisfactoriamente que fué llevada a realizarlo, no por una mera orden, sino forzada en absoluto por graves amenazas o violencia física. Con harta frecuencia resulta casi imposible probar esto aun siendo verdad.
La enfermera prudente sabrá prever y soslayar las ocasiones en que pueda ser coaccionada a recibir la orden de realizar un crimen. Ha de estar en disposición invariable de negarse a ejecutar toda orden del doctor, que, a juicio suyo, ponga en peligro la vida de sus pacientes y pueda ser considerada por la ley civil como un crimen.
La ley civil presume con razón que la enfermera graduada ha de poseer un caudal suficiente de saber profesional y de prudencia. Cuando realiza un acto que esa cultura debe señalar como inmoral e ilegal, la ley civil la hace responsable de tal acto. Cuando lleva a cabo una orden tal que los conocimientos que posee la presentan como peligrosa para sus enfermos, queda expuesta a un proceso criminal. En algunos casos la acusación contra ella puede ser punto menos que de homicidio. La reflexión sobre estos hechos proporcionará a la enfermera materia abundante de seria meditación.
Por lo regular, sólo el que físicamente comete el crimen es considerado por la ley civil como el autor principal.
Si un sujeto se halla presente a la comisión del crimen y coopera de algún modo a su perpretación, se le considera en la ley civil como autor principal de segundo grado a efectos de la consumación del acto criminal.
Por estas razones, la víctima de violación criminal puede hacer uso de todos los medios necesarios para expeler o destruir el semen hasta diez horas después del crimen. Este es, a la verdad, un cálculo generoso en su amplitud, pero ofrece solución moral al problema.
En la mayoría de los casos puede justamente decirse que, si la víctima de violación no hace nada por impedir su efecto por espacio de diez horas, las consecuencias lamentables son en gran parte resultado de su propia negligencia e ignorancia.
De donde se deduce que la enfermera, en estos casos, puede socorrer a la víctima inocente, facilitándole el correspondiente lavado dentro de las diez horas desde el criminal atentado. Transcurrido este lapso de tiempo sería inmoral hacer algo que pudiera originar la muerte o el aborto de un óvulo fecundado.
La ley eclesiástica y el aborto.
En vista del carácter gravemente inmoral del aborto, no hay por qué sorprenderse si la Iglesia sigue una norma tan estricta en esta materia. En el Código de Derecho Canónico Eclesiástico (c. 2350) se lee: «Las personas que procuran el aborto, no exceptuáda la madre, seguídose el efecto, incurren automáticamente en excomunión reservada al Ordinario». La pena de excomunión se extiende a cuantos cooperan a la procuración del aborto.
Están incluidos: a) la madre; b) todos los que consciente y libremente prestan la cooperación físicamente necesaria para cometer el crimen; c) cualquiera que comisiona a otro para cometerlo (por ejemplo, el director de un hospital que osara facultar a un doctor interno o enfermera para llevar a cabo esa acción); d) todo el que osare mandar ponerla en práctica (por ejemplo, los padres que quisieran obligar a sus hijas, por medio de amenazas, a someterse al aborto); e) quienquiera que cooperase formalmente al crimen, por ejemplo, quienes advierten, persuaden o instruyen a la madre acerca de su perpetración.
Nótese bien que en los casos en que se da mero atentado, no realización del aborto, y, además, no se destruye la vida del niño aún no nacido, se comete un pecado grave, es verdad, pero no se incurre en pena de excomunión.
La ley civil y el aborto en los Estados Unidos.
Ya hemos visto que carece de fundamento la distinción entre el aborto criminal y el así llamado terapéutico. Se verá esto con más detención en el capítulo siguiente. Aquí hay que destacar que la ley civil los distingue claramente. La condenación del aborto estatuida en la ley civil comprende, pues, tan sólo el aborto criminal.
Según la ley civil, el aborto es una felonía que se castiga con severidad. Además, la ley civil considera reo de tal crimen, no sólo al autor principal, sino también a todos los cooperadores, sea antes o después de la comisión del delito.
Médicos y enfermeras saben que todo crimen es susceptible de ser castigado por el Estado. Ellos, al igual que otros miembros de la sociedad, están subordinados al Estado, que persigue la consumación del crimen. Y tales delitos pueden surgir, ya de la posición de un acto que la ley civil conceptúa criminal, o bien de omitir una acción que esa misma ley propone como obligatoria.
Esta doble división de delitos en actos de comisión y de omisión es familiar a todos. En tales casos hay siempre una «mala intención», o bien de «un acto criminal», o de una «criminal negligencia». Tocante a la «mala intención», la enfermera no debe olvidar que el pretexto de ignorancia de la ley no puede aceptarse como excusa para cometer el crimen.
Las leyes que regulan a la sociedad en general y a las profesiones médica y de enfermera en particular, han sido dictadas por las propias autoridades competentes. Estas leyes se promulgan según requisitos legalmente determinados. Posteriormente a tal publicación, la ignorancia de la ley no es tenida en cuenta como pretexto en un crimen cometido contra la ley.
Pesa sobre el personal médico la obligación de familiarizarse por entero con las leyes que regulan su profesión en el estado particular al que ocasionalmente consagra su actividad.
De ordinario no encontramos en la enfermera al principal autor del crimen del aborto. En la mayoría de los casos el papel que se les asigna es el de simple ayudante del doctor en este crimen. Pero la enfermera no debe relegar al olvido que hay leyes morales y civiles incomparablemente más fundamentales que cualquier orden dada por el doctor.
El debido respeto a los superiores es una virtud indispensable en una enfermera. Todas ellas deben tener presente como ideal la pronta obediencia a las órdenes recibidas. Estas virtudes de la profesión médica se presentan a la enfermera con tanta insistencia y fuerza que, sin darse cuenta, llega poco a poco a creer que una obediencia ciega es siempre debida a sus superiores.
Normalmente es ésta una actitud magnífica. Pero la enfermera no debe olvidar que las leyes natural y civil imponen ciertos limites al tipo de acción que un doctor cualquiera puede ordenar o sugerir. Cuando la orden o insinuación del doctor es inmoral o ilegal, ninguna enfermera puede llevarla a electo sin obrar inmoralmente, y quedando, por ende, expuesta a las penas ordenadas en la ley civil.
Cuando hay alguna duda razonable acerca de la legalidad o ilegalidad de la orden de un doctor y se carece de medios inmediatos para aclarar el derecho real en cuestión, la enfermera debe deponer su duda en favor del doctor, y ejecutar sin vacilación la orden.
Pero hay ciertos casos, tales como el del aborto criminal, que aun las enfermeras noveles reconocen como abiertamente inmorales e ilegítimos. Ninguna enfermera puede ejecutar o cooperar a tales acciones. La ley civil admite que la amenaza o violencia física indican una falta de mala intención; pero acentúa que la comisión de un crimen por parte de una enfermera nunca debe excusarse alegando que ella lo lleve a cabo por orden de un superior. Media una gran diferencia entre compeler y mandar. El simple mandato de un doctor nunca podrá justificar a la enfermera de haber realizado una acción inmoral e ilegítima.
Por lo demás, la enfermera debe mostrarse muy cauta en tales casos, ya que, aun realizado el crimen bajo coacción o amenaza grave, ha de presentar fuertes y sólidos argumentos para evidenciarlo ante el mismo tribunal. Se sabe que ella ha cometido un crimen y recae sobre ella la obligación de demostrar satisfactoriamente que fué llevada a realizarlo, no por una mera orden, sino forzada en absoluto por graves amenazas o violencia física. Con harta frecuencia resulta casi imposible probar esto aun siendo verdad.
La enfermera prudente sabrá prever y soslayar las ocasiones en que pueda ser coaccionada a recibir la orden de realizar un crimen. Ha de estar en disposición invariable de negarse a ejecutar toda orden del doctor, que, a juicio suyo, ponga en peligro la vida de sus pacientes y pueda ser considerada por la ley civil como un crimen.
La ley civil presume con razón que la enfermera graduada ha de poseer un caudal suficiente de saber profesional y de prudencia. Cuando realiza un acto que esa cultura debe señalar como inmoral e ilegal, la ley civil la hace responsable de tal acto. Cuando lleva a cabo una orden tal que los conocimientos que posee la presentan como peligrosa para sus enfermos, queda expuesta a un proceso criminal. En algunos casos la acusación contra ella puede ser punto menos que de homicidio. La reflexión sobre estos hechos proporcionará a la enfermera materia abundante de seria meditación.
Por lo regular, sólo el que físicamente comete el crimen es considerado por la ley civil como el autor principal.
Si un sujeto se halla presente a la comisión del crimen y coopera de algún modo a su perpretación, se le considera en la ley civil como autor principal de segundo grado a efectos de la consumación del acto criminal.
En los casos en que un doctor o enfermera se ven coaccionados a cometer un crimen, la ley civil califica al instigador del acto como autor principal. Estas ideas deben servir de profunda meditación para los directores de hospitales (jefe del cuerpo, inspector mayor, inspector de enfermeras), que inducen a sus subordinados, mediante graves amenazas, a realizar o participar en acciones tales como el aborto criminal.
No debe olvidar la enfermera que puede llegar a verse enmarañada en dificultades de la ley civil, aun sin haberse hallado presente a la consumación de un crimen y sin tener siquiera conciencia de que el crimen ha sucedido en la realidad.
En otro capítulo hablamos del peligro que puede correr una enfermera con sólo insinuar a una mujer el doctor o el lugar en que podría procurar el aborto. En tal caso, aun cuando la enfermera no se hallase presente a la consumación del delito, si la mujer no llegase a procurar el aborto, las palabras de la enfermera bastarían ante la ley civil para ser considerada como participante en el atentado.
Análogamente, la ley civil la considera como participante en el crimen de aborto, si ante el tribunal oculta su conocimiento sobre esta materia. Y esto se hace extensivo también a aquellos casos en que la enfermera nada tenga en absoluto que ver con la consumación del delito.
Así, una enfermera puede venir en conocimiento de que un médico u otra enfermera ha procurado el aborto criminal, siguiéndose la muerte de la paciente. Aunque ella no tenga parte alguna en el crimen, la ley civil la consideraría como una cooperadora efectiva en circunstancias de descubrirse el haber ocultado su conocimiento del crimen al ser interrogada acerca del mismo en juicio.
En suma, la ley civil conceptúa a una persona como participante en el crimen, si conoce el aborto criminal y se vale de su conocimiento para obstaculizar a la justicia.
Ni la ley moral, ni la ley civil, justifican, a base del secreto profesional, al personal médico que niega la mencionada información. La ley civil no reconoce derecho alguno a mantener el secreto cuando el conocimiento tiene puntos de contacto con el crimen. La ley civil no concede derecho alguno a rehusar la información, porque el bien social reclama el castigo de los perpetradores de tales crímenes. La ley moral exime a médicos y enfermeras de la violación del secreto en tales casos sobre la base de que retener tal información redundaría en grave perjuicio suyo.
Asi como pueden fácilmente llegar a ser cooperadores del crimen antes de su consumación, de igual modo pueden hacerse participantes después de realizarse.
La ley civil considera a una persona «cooperadora después del hecho» cuando apoya al perpetrador del acto criminal de tal manera que le facilita escapar al castigo. Toda ayuda personal, prestada por una enfermera al ejecutor del crimen de aborto para evadir el castigo, hace a la misma enfermera participante en el crimen.
La ley civil adopta la actitud ya vista frente a toda felonía. Pesa sobre todo ciudadano el deber estricto de informar a las correspondientes autoridades sobre el conocimiento poseído de las felonías cometidas.
Homicidio, aborto criminal e infanticidio, son considerados prácticamente como crímenes en todos los países. La enfermera que ha venido en conocimiento de ellos, está obligada por la ley a informar a la autoridad correspondiente. La enfermera que oculta tal información y ayuda así al criminal a evadir el castigo, corre el riesgo de ser inculpada por la ley como cooperadora en el crimen.
La ley moral tilda al aborto con el dictado de uno de los crímenes más graves. La ley eclesiástica inflige la severa pena de excomunión a todos los que toman parte en él. La ley civil imputa el crimen de homicidio a todo aquel que coadyuve a su consumación.
Estas ideas deben ser suficientes para que médicos y enfermeras rehuyan aun el más remoto contacto con acción tan abominable.
Copiamos algunos artículos de la ley de 24 de enero de 1941 para la protección de la natalidad contra el aborto y la propaganda anticoncepcionista:
Art. 1. Es punible todo aborto que no sea espontáneo. Para los efectos de esta ley se considera aborto no sólo la expulsión prematura, violentamente provocada, del producto de la concepción, sino también su destrucción en el vientre materno.
Art. 2. El que causare el aborto a una mujer con su consentimiento, será castigado con la pena de prisión menor en sus grados medio y máximo. Si la mujer, por su edad o por otra causa, careciere de capacidad para consentir o si el consentimiento se obtuviere mediante violencia, intimidación, amenaza o engaño, se impondrá la pena señalada en el artículo anterior.
Art. 4. Cuando a consecuencia de aborto sobreviniere la muerte de la mujer embarazada o se le causare algunas de las lesiones comprendidas en el art. 423 del Código penal, se impondrá la pena correspondiente al delito más grave en su grado máximo.
Art. 6. La mujer que causare su aborto o consintiere que otra persona se lo cause, será castigada con prisión menor en sus grados mínimo y medio.
Art. 7. Cuando la mujer causare su aborto o consintiere que otra persona se le cause, para ocultar su deshonra, se le aplicará la pena del artículo anterior en su grado mínimo. En igual sanción incurrirán los padres cuando cooperaren al aborto para evitar la deshonra de su hija.
Art. 9. El médico, matrona, practicante o cualquiera otra persona en posesión de un título sanitario, que causare el aborto o cooperare a él, será castigado con las penas relativas señaladas en los artículos 2 y 3, en su grado máximo, multa de 2.500 a 50.000 pesetas e inhabilitación para el ejercicio de su profesión de diez a veinte años.
El solo hecho de indicar sustancias, medios o procedimientos para provocar el aborto, constituirá la cooperación penada en el artículo anterior.
En caso de habilitación se impondrán las penas superiores en grado y la inhabilitación será perpetua.
Art. 12. Los que sin hallarse en posesión de un título sanitario causaren un aborto o cooperaren a él, si se dedicaren habitualmente a esta actividad, serán castigados respectivamente con las penas establecidas en los artículos 2 y 3 en grado máximo y con multa de 1.000 a 15.000 pesetas. Asimismo quedarán para siempre inhabilitados para prestar cualquier género de servicios en clínicas, establecimientos, sanatorios o consultorios ginecológicos, públicos o privados.
Art. 13. El que ofreciere en venta, vendiere, expendiere, suministrare o anunciare en cualquier forma medicamentos, sustancias, instrumentos, objetos o procedimientos capaces de provocar el aborto, será castigado con pena de arresto mayor en toda su extensión y multa de 500 a 5.000 pesetas. Será castigada con igual pena la exposición pública y ofrecimiento en venta de objetos destinados a evitar la concepción.
Art. 16. Los médicos, practicantes y matronas que asistieren a un aborto, quedarán obligados a ponerlo en conocimiento de la autoridad sanitaria dentro del plazo de cuarenta y ocho horas. El incumplimiento de esta disposición será sancionado por la autoridad gubernativa con multa de 100 a 500 pesetas.
Art. 17. Con igual multa y por la misma autoridad serán sancionados los practicantes y matronas que prestaren asistencia a cualquier proceso que no fuere parto o aborto de evolución normal, cumpliendo, en todo caso, lo dispuesto en el artículo anterior.
No debe olvidar la enfermera que puede llegar a verse enmarañada en dificultades de la ley civil, aun sin haberse hallado presente a la consumación de un crimen y sin tener siquiera conciencia de que el crimen ha sucedido en la realidad.
En otro capítulo hablamos del peligro que puede correr una enfermera con sólo insinuar a una mujer el doctor o el lugar en que podría procurar el aborto. En tal caso, aun cuando la enfermera no se hallase presente a la consumación del delito, si la mujer no llegase a procurar el aborto, las palabras de la enfermera bastarían ante la ley civil para ser considerada como participante en el atentado.
Análogamente, la ley civil la considera como participante en el crimen de aborto, si ante el tribunal oculta su conocimiento sobre esta materia. Y esto se hace extensivo también a aquellos casos en que la enfermera nada tenga en absoluto que ver con la consumación del delito.
Así, una enfermera puede venir en conocimiento de que un médico u otra enfermera ha procurado el aborto criminal, siguiéndose la muerte de la paciente. Aunque ella no tenga parte alguna en el crimen, la ley civil la consideraría como una cooperadora efectiva en circunstancias de descubrirse el haber ocultado su conocimiento del crimen al ser interrogada acerca del mismo en juicio.
En suma, la ley civil conceptúa a una persona como participante en el crimen, si conoce el aborto criminal y se vale de su conocimiento para obstaculizar a la justicia.
Ni la ley moral, ni la ley civil, justifican, a base del secreto profesional, al personal médico que niega la mencionada información. La ley civil no reconoce derecho alguno a mantener el secreto cuando el conocimiento tiene puntos de contacto con el crimen. La ley civil no concede derecho alguno a rehusar la información, porque el bien social reclama el castigo de los perpetradores de tales crímenes. La ley moral exime a médicos y enfermeras de la violación del secreto en tales casos sobre la base de que retener tal información redundaría en grave perjuicio suyo.
Asi como pueden fácilmente llegar a ser cooperadores del crimen antes de su consumación, de igual modo pueden hacerse participantes después de realizarse.
La ley civil considera a una persona «cooperadora después del hecho» cuando apoya al perpetrador del acto criminal de tal manera que le facilita escapar al castigo. Toda ayuda personal, prestada por una enfermera al ejecutor del crimen de aborto para evadir el castigo, hace a la misma enfermera participante en el crimen.
La ley civil adopta la actitud ya vista frente a toda felonía. Pesa sobre todo ciudadano el deber estricto de informar a las correspondientes autoridades sobre el conocimiento poseído de las felonías cometidas.
Homicidio, aborto criminal e infanticidio, son considerados prácticamente como crímenes en todos los países. La enfermera que ha venido en conocimiento de ellos, está obligada por la ley a informar a la autoridad correspondiente. La enfermera que oculta tal información y ayuda así al criminal a evadir el castigo, corre el riesgo de ser inculpada por la ley como cooperadora en el crimen.
La ley moral tilda al aborto con el dictado de uno de los crímenes más graves. La ley eclesiástica inflige la severa pena de excomunión a todos los que toman parte en él. La ley civil imputa el crimen de homicidio a todo aquel que coadyuve a su consumación.
Estas ideas deben ser suficientes para que médicos y enfermeras rehuyan aun el más remoto contacto con acción tan abominable.
El aborto ante la legislación española.
Copiamos algunos artículos de la ley de 24 de enero de 1941 para la protección de la natalidad contra el aborto y la propaganda anticoncepcionista:
Art. 1. Es punible todo aborto que no sea espontáneo. Para los efectos de esta ley se considera aborto no sólo la expulsión prematura, violentamente provocada, del producto de la concepción, sino también su destrucción en el vientre materno.
Art. 2. El que causare el aborto a una mujer con su consentimiento, será castigado con la pena de prisión menor en sus grados medio y máximo. Si la mujer, por su edad o por otra causa, careciere de capacidad para consentir o si el consentimiento se obtuviere mediante violencia, intimidación, amenaza o engaño, se impondrá la pena señalada en el artículo anterior.
Art. 4. Cuando a consecuencia de aborto sobreviniere la muerte de la mujer embarazada o se le causare algunas de las lesiones comprendidas en el art. 423 del Código penal, se impondrá la pena correspondiente al delito más grave en su grado máximo.
Art. 6. La mujer que causare su aborto o consintiere que otra persona se lo cause, será castigada con prisión menor en sus grados mínimo y medio.
Art. 7. Cuando la mujer causare su aborto o consintiere que otra persona se le cause, para ocultar su deshonra, se le aplicará la pena del artículo anterior en su grado mínimo. En igual sanción incurrirán los padres cuando cooperaren al aborto para evitar la deshonra de su hija.
Art. 9. El médico, matrona, practicante o cualquiera otra persona en posesión de un título sanitario, que causare el aborto o cooperare a él, será castigado con las penas relativas señaladas en los artículos 2 y 3, en su grado máximo, multa de 2.500 a 50.000 pesetas e inhabilitación para el ejercicio de su profesión de diez a veinte años.
El solo hecho de indicar sustancias, medios o procedimientos para provocar el aborto, constituirá la cooperación penada en el artículo anterior.
En caso de habilitación se impondrán las penas superiores en grado y la inhabilitación será perpetua.
Art. 12. Los que sin hallarse en posesión de un título sanitario causaren un aborto o cooperaren a él, si se dedicaren habitualmente a esta actividad, serán castigados respectivamente con las penas establecidas en los artículos 2 y 3 en grado máximo y con multa de 1.000 a 15.000 pesetas. Asimismo quedarán para siempre inhabilitados para prestar cualquier género de servicios en clínicas, establecimientos, sanatorios o consultorios ginecológicos, públicos o privados.
Art. 13. El que ofreciere en venta, vendiere, expendiere, suministrare o anunciare en cualquier forma medicamentos, sustancias, instrumentos, objetos o procedimientos capaces de provocar el aborto, será castigado con pena de arresto mayor en toda su extensión y multa de 500 a 5.000 pesetas. Será castigada con igual pena la exposición pública y ofrecimiento en venta de objetos destinados a evitar la concepción.
Art. 16. Los médicos, practicantes y matronas que asistieren a un aborto, quedarán obligados a ponerlo en conocimiento de la autoridad sanitaria dentro del plazo de cuarenta y ocho horas. El incumplimiento de esta disposición será sancionado por la autoridad gubernativa con multa de 100 a 500 pesetas.
Art. 17. Con igual multa y por la misma autoridad serán sancionados los practicantes y matronas que prestaren asistencia a cualquier proceso que no fuere parto o aborto de evolución normal, cumpliendo, en todo caso, lo dispuesto en el artículo anterior.
Charles J. Mc Fadden, (Agustino)
ETICA Y MEDICINA
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