Fiel en todas las circunstancias y a pesar de todo, al observar las leyes de la Iglesia, hijo mío, respetarás el viernes, y desde que hayas
cumplido la edad, el grave precepto del ayuno.
No murmures contra estas obligaciones, frente a las cuales la naturaleza insaciable es tentada de rebelión: la ley del ayuno y de la abstinencia es una ley muy sabia; favorece la salud del cuerpo y provoca en el alma dos virtudes de primer orden: la mortificación y el valor cristiano.
Es bien para nuestra alma que privemos de tiempo en tiempo a nuestro cuerpo y que, voluntariamente, le hagamos sufrir; es el gran medio de hacernos sus dueños en eso y de esquivar así su abyecto dominio.
A veces, lo que hace que se viole con frecuencia esta ley, no es solamente la molicie y la sensualidad: es el respeto humano; no se afirma la propia fe por el temor a ser ridiculizado al obrar consecuentemente con su propia conciencia.
Tú, hijo mío, no seas de esos cristianos medrosos y cobardes que se avergüenzan de sus convicciones, y que, comiendo carnes que se sirven en la mesa del mundo, son el escándalo del mismo mundo.
Desde que entres en la sociedad, muéstrate fiel; una primera concesión llamaría a otra, y como dice la Escritura: "¡Tú te beberías la iniquidad como el agua!"
Se te dirá: ¿Qué importa que sea comida de carne o de vigilia? ¡Lo que entra en el cuerpo no es lo que mancha el alma! ¡Lo que mancha el alma es la rebelión contra el deber!
Acuérdate, cuando te sientas desfallecer, del anciano y heroico judío Eleazar, que "prefiriendo una muerte llena de gloria a una vida aborrecible, resolvió no hacer por amor a la vida, ninguna cosa contra la Ley". Y murió mártir.
Esta ley, para nuestros, padres, era una ley sagrada, que todos observaban estrictamente en memoria de la Pasión del Señor; hazlo como ellos.
Acepta humilde y alegremente esta patriótica penitencia; la penitencia purifica el alma, nos libra del yugo de las pasiones y abre las puertas del cielo.
cumplido la edad, el grave precepto del ayuno.
No murmures contra estas obligaciones, frente a las cuales la naturaleza insaciable es tentada de rebelión: la ley del ayuno y de la abstinencia es una ley muy sabia; favorece la salud del cuerpo y provoca en el alma dos virtudes de primer orden: la mortificación y el valor cristiano.
Es bien para nuestra alma que privemos de tiempo en tiempo a nuestro cuerpo y que, voluntariamente, le hagamos sufrir; es el gran medio de hacernos sus dueños en eso y de esquivar así su abyecto dominio.
A veces, lo que hace que se viole con frecuencia esta ley, no es solamente la molicie y la sensualidad: es el respeto humano; no se afirma la propia fe por el temor a ser ridiculizado al obrar consecuentemente con su propia conciencia.
Tú, hijo mío, no seas de esos cristianos medrosos y cobardes que se avergüenzan de sus convicciones, y que, comiendo carnes que se sirven en la mesa del mundo, son el escándalo del mismo mundo.
Desde que entres en la sociedad, muéstrate fiel; una primera concesión llamaría a otra, y como dice la Escritura: "¡Tú te beberías la iniquidad como el agua!"
Se te dirá: ¿Qué importa que sea comida de carne o de vigilia? ¡Lo que entra en el cuerpo no es lo que mancha el alma! ¡Lo que mancha el alma es la rebelión contra el deber!
Acuérdate, cuando te sientas desfallecer, del anciano y heroico judío Eleazar, que "prefiriendo una muerte llena de gloria a una vida aborrecible, resolvió no hacer por amor a la vida, ninguna cosa contra la Ley". Y murió mártir.
Esta ley, para nuestros, padres, era una ley sagrada, que todos observaban estrictamente en memoria de la Pasión del Señor; hazlo como ellos.
Acepta humilde y alegremente esta patriótica penitencia; la penitencia purifica el alma, nos libra del yugo de las pasiones y abre las puertas del cielo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario