SEGUNDA PARTE
CAPITULO IV
En el que se declara que nada serio puede objetarse u oponerse contra
la afirmación o autoridad de los cardenales
Sobre esta cuestión, digo que
nada puede objetarse u oponerse contra la autoridad y palabras del colegio
cardenalicio, sino que debe creerse indudablemente cuanto ellos afirman sobre
el papado. Y aunque los adversarios de la verdad objeten muchas cosas, puede
responderse fácilmente a todo con la verdad.
Primero.—Objetan que los cardenales en este caso son partidistas, pues son enemigos capitales de Bartolomé a causa de los muchos gravámenes que les proporcionó, tratando, según dicen, de corregirlos y de reducir la Iglesia al estado de humildad. Por esta razón piensan muchos que no debe creérseles cuando hablan contra Bartolomé.
Primero.—Objetan que los cardenales en este caso son partidistas, pues son enemigos capitales de Bartolomé a causa de los muchos gravámenes que les proporcionó, tratando, según dicen, de corregirlos y de reducir la Iglesia al estado de humildad. Por esta razón piensan muchos que no debe creérseles cuando hablan contra Bartolomé.
Hay que decir que este asunto no
es particular o propio de los cardenales, sino de la Iglesia universal, en la
cual, según el derecho, pueden juzgar y testificar los cardenales más que otros
cualesquiera.
Es más, no deben llamarse
partidistas en este caso, sino jueces y testigos competentes, ni puede
objetárseles la enemistad con Bartolomé por los gravámenes que les proporcionó.
Y esto por tres razones:
a) Porque, en verdad, no les
causó ningún gravamen de consideración, sino tan sólo el aceptar con pertinacia
y temeridad la presente elección, evidentemente coaccionada y totalmente nula.
Este fue el máximo gravamen causado por Bartolomé a los cardenales. Por eso el
mismo Bartolomé, consciente de su nulísima elección, temiendo lo que sobrevino
más tarde, intentó retener consigo a los cardenales mediante alabanzas
adulatorias y excesivas promesas, halagándolos y honrándolos abundantemente en
privado, aunque en presencia del pueblo se mostrara con ellos bastante severo,
a fin de que si se separaban de él pudiera divulgarse la noticia —como ahora lo
vemos— de que se habían separado sólo por el rigor con que los trataba. Además,
cualquiera que sea discreto podrá conocer fácilmente el interés de Bartolomé en
corregir a los cardenales, si contempla ahora sus anticardenales, cuántos en
número, cuál es su vida y costumbres, cómo viven según el modo y la pompa
mundana; y no menos si mira a sus oficiales, nuncios y legados.
b) Aun cuando les hubiera causado
todos los gravámenes del mundo, los cardenales, por tal austeridad, de ningún
modo habrían perdido la autoridad de testificar y juzgar en los asuntos de la
Iglesia universal, como es la causa presente.
c) Porque, como se dijo en el
capítulo precedente, razón undécima, nadie que tenga temor de Dios debe juzgar
tan temerariamente la intención ajena, y más tratándose de tantos y tan
ponderados señores jueces y rectores de la Iglesia, atreviéndose a decir que,
llevados de singular odio contra Bartolomé, violentando sus conciencias,
quieren condenarse a sí mismos y al mundo entero. A este propósito decía el
apóstol a algunos que le juzgaban temerariamente: Quien me juzga es el Señor;
por tanto, no juzguéis antes de tiempo, mientras no venga el Señor, que
iluminará los escondrijos de las tinieblas y hará manifiestos los propósitos de
los corazones, y entonces cada uno tendrá la alabanza de Dios (1 Cor. IV, 4-5).
Segunda objeción.—Algunos cánones, y especialmente cierta Glosa
sobre aquel capítulo del Decreto que comienza: "Si dos..." (J, Gratianüs, Decretum, I,
dist, 79, c, 8 ; "Si dúo forte", Casus), parecen
indicar que cuando surge la duda sobre los elegidos al papado, entonces, a fin
de esclarecer la verdad, hay que convocar concilio general. Y los dos
cardenales italianos, el de Milán y el de Florencia, así lo quieren. Por lo
cual parece que debe convocarse.
Digo que para mayor determinación
sobre el papa, ni debe ni puede convocarse concilio general.
En primer lugar, digo que no debe
convocarse. Porque lo que hemos aducido en contra se refiere al caso en que los
cardenales estuvieran de tal modo divididos que ninguno de los dos bandos
tuviera en su favor dos partes de electores, como dice la Glosa citada. Y la
razón es porque entonces una de las partes de cardenales no tiene jurisdicción
sobre la otra en la declaración de papa. Luego en este caso tal vez habría de
ser convocado concilio universal para dicha determinación, aunque la Glosa no
dice que debe convocarse; dice, simplemente, que se convocará. Pero cuando hay
dos partes de cardenales, o más, como en nuestro caso, que se pronuncian con
firmeza por uno de los dos, declarándolo papa, y condenando al otro como
intruso y apostático, ningún cristiano debe dudar cuál ha de ser aceptado por
verdadero.
La razón de esto es clarísima,
pues según los cánones sagrados, dos partes, al menos, de cardenales forman
colegio apostólico en la Iglesia romana, especialmente tratándose de la
elección y declaración de papa. Y, en verdad, ningún fiel cristiano debe
esperar mayor determinación. La autoridad de dos cardenales en nada desvirtúa la
autoridad de todo el colegio apostólico, que defiende firmemente lo contrario,
sin hacer ningún cargo contra Clemente.
En segundo lugar, digo que no
puede convocarse este concilio universal, porque parecería que nuestro señor
Clemente, sumo pontífice, y los cardenales pondrían en duda una verdad notoria
para la Iglesia. Lo cual no conviene, por las muchas cosas graves y adversas
que podrían derivarse contra la Iglesia con la convocación de este concilio; y
también, porque a causa de las guerras existentes entre los príncipes
cristianos, así como por los ánimos encontrados y las opiniones sobre el papado
que actualmente, por el espíritu de desobediencia, tienen lugar en el mundo,
tal vez no pudiera convocarse en un lugar seguro. Y también, porque se teme, con
razón, que los italianos, los cuales tienen más prelados que el resto del
mundo, consiguieran por número algo en contra de la verdad para la Iglesia. Por
eso algunos italianos, confiando en el número, piden con audacia un concilio
general. Pero hay que recordar lo que comenta San Crisóstomo sobre un pasaje de
San Mateo: Se reunieron los fariseos en consejo, para vencer en número a quien
no pudieron vencer con razones; armándose de la multitud, se profesaron vacíos
de toda verdad.
Tercera objeción.—Según el
derecho, nadie puede ser arrojado de su posesión si previamente no se conoce su
causa. Siendo así que Bartolomé tuvo durante cuatro meses la posesión del
papado, parece que no debe arrojársele de él si su causa no se reconoce
previamente por el concilio universal.
Hay que decir a esto que el caso
está expreso, tratándose de la elección papal, en el Decreto 22: "En el
nombre del Señor...", y en el número 79: "Si alguien por
dinero...", y en otras muchas partes. Si alguien fuera elegido papa por
coacción o tumulto —como lo fue, según se dijo, este Bartolomé—, ha de ser
depuesto de su sede y posesión, sin consideración de ningún género. Los
cardenales reconocieron y declararon esto pública y solemnemente, como era su
deber. Pues, no existiendo un superior que casara la elección del intruso,
quedaba el intruso. Y entonces el canon citado proveía recta y suficientemente,
es decir, permitía a los cardenales arrojar de la sede apostólica a los
notoriamente intrusos.
Cuarta objeción.—Según nuestra fe
y las sentencias de los sagrados doctores, la Iglesia universal no puede errar
en materia de fe, es decir, que todos los fieles de Cristo crean como de fe una
cosa falsa. Yo he rogado por ti para que tu fe no desfallezca (Lc. XXII, 32). Ahora bien,
como todo el colegio de cardenales, sin excepción, y todos los fieles
cristianos creyeron primeramente, durante cierto tiempo, en Bartolomé,
defendiéndolo y confesando que era verdadero papa, prestándole obediencia como
si lo fuera, habría que decir que la Iglesia universal erró en la fe durante
cierto tiempo, lo cual va contra la promesa de Cristo.
Digo que, según los doctores
sagrados, puede darse algún error en la Iglesia acerca de las cosas de la fe,
habida cuenta de la conjetura y fragilidad humana; sin embargo, porque Cristo
es quien la rige, no puede haber un error pertinaz e incorregible o perdurable
en la Iglesia universal, pues siempre es corregido y enmendado por la gracia.
Por eso dice Santo Tomás que "en la Iglesia no puede haber un error
condenable" (Quodlibet 9, q. 8, art. único,
sed contra 1), como se explicó en el capítulo precedente, razón tercera,
hablando de los buenos profetas. Lo mismo ocurre en el colegio apostólico, ya
que después que Cristo dijo a Pedro: Satanás os busca para ahecharos como
trigo, pero yo he rogado por ti para que no desfallezca tu fe; y tú, una vez
convertido, confirma a tus hermanos (Lc. XXII, 31-32), no pasó mucho tiempo sin que Pedro le
negara, y otro tanto hicieron los demás apóstoles. Pero la gracia de Cristo los
volvió pronto a la verdad de la fe. Comentando este pasaje dice Teófilo:
"No dijo Cristo a Pedro: «Yo he rogado por ti para que no me niegues»,
sino para que no abandones la fe, pues aunque seas un poco zarandeado, has de
tener siempre escondida en el corazón la semilla de la fe. Aunque el viento
tempestuoso arrancare las hojas, quede vigorosa en el corazón la raíz de la fe.
Satanás pidió herirte, porque tenía envidia de mi amor hacia ti; mas, aunque yo
mismo he rogado por ti, con todo, caerás; pero después de convertido, afianza a
tus hermanos". Hasta aquí Teófilo. Verdaderamente, todo esto se da en
nuestro caso. Y tal vez por ello los cánones no nos obligan a aceptar por papa
a cualquiera que sea elegido en un principio y publicado por los cardenales.
Nos obligan a creer que es papa aquel que fué elegido canónicamente por el
colegio cardenalicio. Y ahora podemos enjuiciar nuestro caso de modo certísimo,
teniendo en cuenta la perseverancia de los mismos cardenales.
Quinta objeción.—Así como hubo
error en la primera elección, del mismo modo pudo haberlo en la segunda y en
cualquier otra. Parece que una razón no mueve más que la otra y, por
consiguiente, siempre estaríamos dudando del papa verdadero, lo cual sería un
peligro muy grande para la cristiandad. Es más, habría que creer siempre bajo
condición y de modo indeterminado en el papa auténtico, y esto es contra lo que
se dijo en la primera parte.
Digo que en los cardenales hay
que considerar dos formalidades: primera, que son hombres y, por tanto,
mortales, frágiles, pecadores; segunda, que son cardenales y columnas del
mundo, sobre cuya palabra estableció Cristo su Iglesia, especialmente en lo
referente a la elección de su vicario, que a ellos incumbe. Y considerados de
este modo son perpetuos, estables e infalibles, por providencia de Cristo. A
ellos puede aplicarse aquello del Eclesiástico: Columnas de oro sobre basas de
plata son las piernas sobre firmes talones en la mujer bella; cimientos sólidos
sobre roca firme (Ecdi. XX, 23-24). Por columnas doradas se entienden las sentencias
eclesiásticas, doradas por la sabiduría; por basas de plata son significados
los cardenales, sobre cuya autoridad se fundamenta la verdad de las sentencias
de la Iglesia; por los pies firmes se dan a entender los innumerables afectos
de los cristianos, y por los talones de la mujer son figurados los cardenales
de la Iglesia romana, sobre cuya determinación deben solidificarse
inconmoviblemente nuestros afectos, pues son cimientos eternos sobre roca
firme, esto es, sobre Cristo.
Si en toda elección papal los
cardenales son hombres y son quicios o columnas de la Iglesia de Dios, es
manifiesto que pueden errar por debilidad o conjetura humana; pero tal error no
puede ser pertinaz e incorregible o perseverante, como se acaba de decir. Sería
error demasiado incorregible si un elegido por papa por los cardenales, al cual
se adhirieran libre y perseverantemente —como
es el caso de Clemente— no fuera papa legítimo. Por tanto, hay que creer firmemente, sin dudas y sin
condiciones, que aquel que ha sido elegido por dos partes del colegio
cardenalicio y cuya elección defienden
libre y perseverantemente los cardenales —cual es nuestro Clemente—, este es,
sin lugar a duda, el verdadero papa. Por esta creencia ningún peligro se cierne
sobre los cristianos, pues quienes creen de este modo, hacen lo que pueden y
deben.
Sexta objeción.—Si dicho
propósito fuera verdadero, seguiríase que los cardenales podrían a su antojo
deponer al verdadero papa y crear uno falso, lo cual es manifiestamente
erróneo.
Digo que, aunque en todo el
pueblo cristiano ha de ser tenido por papa verdadero aquel que el colegio
cardenalicio asegura ser papa, y recusado por todos el que por ellos es
recusado, sin embargo, no se sigue de aquí que los cardenales puedan
indiferentemente negar el verdadero y aprobar el falso, ya que están regidos
por el Espíritu Santo, en particular en todo lo referente al estado de la
Iglesia universal.
Séptima objeción.—Muchos hablan
con temeridad, con sus lenguas mordaces, contra los cardenales, y ponen el
grito en el cielo y aseguran que, tratando Dios de extirpar de su Iglesia a los
que la regían defectuosamente, permitió un tumulto en la elección de Bartolomé,
no para que invalidara la elección, sino para que fuera ocasión de que los
cardenales se separaran de la Iglesia. Por tanto, no hay que creerles de ningún
modo, cuando hablan contra Bartolomé.
Digo que esta razón no tiene otro
fundamento que una malvada presunción de corazón para juzgar tan temerariamente
a los señores y rectores del mundo, y para infamar su vida y sus dichos.
Sin embargo, aun cuando en su
vida fueran los peores hombres del mundo, habría que aceptar su sentencia y
determinación, de modo particular en los asuntos de fe, frente a cuanto puedan
decir en contra los mejores y más ancianos varones del mundo. Pues Cristo dijo
a sus discípulos: En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y
fariseos. Haced, pues, y guardad lo que os digan, pero no los imitéis en las
obras (Mt. XXIII, 2, 3). Sobre este texto dice San Crisóstomo en una homilía: "Para que
nadie diga que ha sido más perezoso en sus actos porque fue malo el maestro,
quita la ocasión, diciendo: Haced y guardad cuanto os digan: no predican su
doctrina, sino la de Dios".
Octava objeción.—Objetan algunos
que dichos cardenales fueron depuestos y privados del oficio cardenalicio por
Bartolomé y, en consecuencia, no constituyen colegio apostólico, sino
apostático, y por eso no hay que darles crédito.
Digo que esta razón no tiene
eficacia. Porque presupone como verdadero y definido aquello sobre lo que versa
esta cuestión principal, esto es, que Bartolomé sea verdadero papa y tenga
poder para deponer a los cardenales. Y también porque se funda en algo
incierto, como se demostró en el capítulo precedente, razón quinta. Por último,
para quitar todo escrúpulo, los cardenales se separaron de él y lo
condenaron, eligiendo a Clemente y notificándolo al mundo, antes que Bartolomé
atentara tal demencia.
Novena objeción.—Dicen que al no
querer Bartolomé aceptar la elección que se le ofrecía, los cardenales juraron
haberle elegido libre y canónicamente y, por consiguiente, los que ahora dicen
lo contrario son infames y no merecen crédito. Además, que si eligieron, contra
el dictamen de sus conciencias, a un indigno, fueron privados automáticamente
por el derecho de la potestad electiva y, por tanto, no pudieron celebrar otra
elección. Es más, adhiriéndose a Bartolomé, según ellos antipapa, fueron
cismáticos de derecho, y de este modo se sigue lo anterior.
Hay que decir que tal juramento
es falso y ficticio, porque Bartolomé al instante aceptó con gran deseo y
ambición la elección nulísima y por ello no fue necesario interponer el
juramento de los cardenales. Pero aunque fuera verdadero, con todo, los
cardenales serían excusados de la infamia por la coacción y el miedo de muerte,
del mismo modo que tal miedo y coacción les librarían de las demás penas
señaladas.
Además, generalmente se imponen
muchas penas a los hombres por distintos delitos, los cuales no tienen lugar,
según el derecho, cuando se trata de los cardenales, que gozan de prerrogativa
de honor.
Décima objeción.—Todos los niños
y la gente del pueblo y muchas personas devotas, regulares y seculares, muchos
príncipes y doctores, están de parte de Bartolomé, sin dar crédito a los cardenales
que hablan en contra.
Hay que decir que estas creencias
son lazos del diablo para engañar a las almas incautas. En la Iglesia primitiva
nadie era excusado de la fe en Cristo, aunque la multitud de los doctores de la
ley y partidarios de opiniones contrarias se opusieran a la predicación de los
apóstoles. Se lee en San Mateo: Si no os reciben o no escuchan vuestras
palabras, saliendo de aquella casa o ciudad sacudid el polvo de vuestros pies (X, 14, 15).
En verdad os digo que más tolerable suerte tendrá la tierra de Sodoma y Gomorra
en el día del juicio que aquella ciudad (Mt X, 15). Del mismo modo, nadie es excusado ahora
de la firme y determinada creencia y obediencia al señor Clemente, por más que
se predique en contra de la notificación que sobre el caso han hecho los cardenales.
Sobre la quinta cuestión afirmo que de ningún modo hay que juzgar del papado según los profetas modernos, ni tampoco según los milagros aparentes, ni por las visiones. Esto se evidencia por tres razones:
CAPITULO V
En el que se declara que no hay que juzgar del papado
Sobre la quinta cuestión afirmo que de ningún modo hay que juzgar del papado según los profetas modernos, ni tampoco según los milagros aparentes, ni por las visiones. Esto se evidencia por tres razones:
Primera. Porque estas tres cosas
son muy ajenas para juzgar del caso. Desde el principio, el pueblo cristiano
fué establecido y organizado según la Providencia divina, que dio ciertas y
determinadas leyes, que han de observarse siempre indefectiblemente en la
Iglesia militante, y contra las cuales no se puede admitir ninguna profecía,
milagro o visión. Pues si los ángeles de Dios hablaran contra la determinación
de la Iglesia romana, no habría que creerlos, según dice San Pablo: Si un ángel
de Dios os anunciara un evangelio distinto del que hemos predicado, sea anatema
(Gal. I, 8). Sobre lo cual dice la Glosa: "Tan cierto está de la verdad de su
evangelio, que si un ángel predicara otro evangelio, no lo creería, sino que lo
anatematizaría". Es más, si el mismo Cristo se apareciera a alguien
diciéndole que creyera u obrara contra los estatutos generales de la Iglesia
romana, que han de ser indefectiblemente observados, según su Providencia,
habría que creer con seguridad que el aparecido no era Cristo. Por eso se dice
en los Proverbios: Escucha, hijo mío, las amonestaciones de tu padre, y no
desdeñes las enseñanzas de tu madre, porque serán corona de gloria en tu cabeza
y collar en tu cuello (Prov, I, 8, 9). Sobre lo cual dice la Glosa interlineal: "Debemos
amar a Dios y obedecerle, guardando la unidad de la Iglesia con caridad
fraterna". Por tanto, habiendo determinado la Iglesia romana, es decir, el
colegio cardenalicio, que Clemente es el verdadero papa, es evidente que no se
ha de creer en ningún milagro o visión en contra.
Segunda. Porque estas tres cosas
son muy falibles e inciertas, ya que no siempre vienen de Dios, sino que muchas
veces las hacen los demonios. Sobre las profecías, está claro en Jeremías: No
escuchéis las palabras de los profetas que os profetizan y os engañan. Lo que
os dicen son visiones suyas, no procede de la boca de Dios (Ier. XXIII, 16). Sobre los falsos
milagros, está claro en el Génesis (VII, 8), en donde se dice, hablando de los magos
del Faraón, que hicieron muchos milagros contra el siervo de Dios, Moisés. Y
sobre las falsas visiones, narra Casiano en las Colaciones de los Padres que
muchos y grandes varones que se fiaron de las visiones, fueron torpemente
decepcionados. Por lo cual dice el apóstol: "Satanás se transforma en
ángel de luz", para engañar a los hombres, según la Glosa. Debiendo, pues,
creer firmemente que es verdadero papa aquel que está defendido y afianzado por
la perseverancia del colegio cardenalicio, es claro que no debe darse crédito a
la infalibilidad o certeza de la profecía contraria, ni al milagro ni a la
visión.
Tercera. Y porque estas tres
cosas deben sernos muy sospechosas, ya que en tiempo del anticristo abundarán
en el mundo para engañar a los hombres. Se lee en San Mateo: Surgirán muchos
falsos cristos y falsos profetas y obrarán grandes señales y prodigios para
inducir a error, si posible fuera, aun a los mismos elegidos" (Mt XXIV, 25). Y otro
tanto en San Pablo: En los últimos tiempos apostatarán algunos de la fe, dando
oídos al espíritu del error y a las enseñanzas de los demonios, que
hipócritamente hablan la mentira (1 Tim. IV, 1-2)
Por cuanto nosotros estamos más
cerca del tiempo del anticristo, tanto más hemos de tomar como sospechosas
todas las nuevas profecías, milagros aparentes y visiones. Y, por ende, no
hemos de tomar de aquí argumento en lo que toca a la fe o a la Iglesia. Con
todo, algunos, demasiado fáciles en creer y pronunciarse por estas nuevas
profecías, que a veces se cumplen, se atreven a contradecir la determinación
del colegio cardenalicio, en el que se funda la Iglesia romana. Hay que
advertir que, permitiéndolo Dios, los demonios anuncian a los hombres, mediante
sus profetas, verdades futuras, a fin de engañarles con más facilidad (Cf. 2-2, q. 172, a. G. Colación del abad Moimu). Y
así, después de anunciar las verdades, entremezclan lo falso y logran adeptos.
A este propósito se lee en las Colaciones de los Padres que el demonio,
disfrazado de ángel bueno, se le apareció a cierto individuo y le reveló muchas
verdades. Y cuando le vio bien dispuesto a creerle en todo, le persuadió que se
circuncidara, ya que de no hacerlo no podría salvarse Por tanto, por más que
algunas profecías anuncien muchas verdades futuras, si dicen algo en contra de
Dios o de la Iglesia romana, deben recusarse como falsas y demoniacas. Se dice
en el Deuteronomio: Si se alzare en medio de ti un profeta o un soñador que te
anuncia una señal o prodigio, y se cumpliere la señal o el prodigio de que te
habló, y te dijere: Vamos tras los dioses extranjeros —dioses que tú
desconoces—, no escuches las palabras de este profeta o soñador (Deut XIII, 1-3).
También se dice que algunos
enfermos o que se encontraban en peligro, invocaron a Dios, pidiendo su
auxilio, condicionándolo a la legitimidad papal de Bartolomé, y que
inmediatamente han encontrado el remedio. Por eso defienden la causa de
Bartolomé, refrendada por milagros.
A pesar de ello, hay que notar
que, aun siendo verdad lo que dicen, se trata de tentaciones e ilusiones del
diablo, como se lee en las actas de San Bartolomé, que relatan la presencia de
un demonio en el templo de Astaroth, el cual se burlaba de tal modo de los que
adoraban al verdadero Dios, que les causaba dolores y enfermedades, dañes y
peligros. E invitándolos a que le ofrecieran sacrificio, cesaba en sus
tormentos, y así creían que les curaba.
Otros dicen que manteniendo y
defendiendo a Bartolomé han sido recreados en sus oraciones con gran dulzura de
espíritu y devoción de corazón, y creen por ello que el Espíritu Santo inclina
su corazón y su mente hacia Bartolomé para que lo crean verdadero papa.
Hay que señalar que esta dulzura
o fervor de corazón no siempre proviene del Espíritu Santo, sino que, con
frecuencia, nace del afecto y complacencia hacia la cosa pensada, como sucede a
veces a 1os buenos profetas. Y así, San Gregorio dice en la homilía primera,
comentando a Ezequiel: "A veces los profetas santos, cuando son
consultados, hablan llevados de su espíritu, debido al hábito de profetizar, aunque
creen que lo hacen llevados del espíritu profético. Pero como son santos porque
el Espíritu Santo habita en ellos, corregidos inmediatamente por el Espíritu de
Dios, escuchan lo verdadero y se reprenden a sí mismos por haber dicho cosas
falsas". Por eso nos dice San Juan en su primera epístola: Carísimos, no
creáis a cualquier espíritu, sino examinad los espíritus, si son de Dios (IV, 1). La
mejor prueba que puede darse en este caso es la conformidad con la
determinación de la Iglesia, esto es, ha de aceptarse lo que concuerda con ella
y ha de ser recusado como falsísimo lo que de ella disiente. Porque los
estatutos y determinaciones de la Iglesia remana son regla infalible de nuestra
vida, por lo cual, a los que piden profecías, milagros o visiones para determinarse
a creer en el verdadero papa, hay que recordarles la respuesta al rico epulón,
que estaba en el infierno y pedía a Abraham: Te ruego, padre Abraham, que
envíes a Lázaro a casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que ,
advierta, y no vengan también ellos a este lugar de tormentos Y Abraham le respondió: Tienen a Moisés y a
los profeta que los escuchen. Esto es: ya tienen las Escrituras sagrada y los
estatutos del sumo pontífice y de los cardenales; que le escuchen. Sobre lo
cual dice San Crisóstomo: "Todo lo que dicen las Escrituras lo dice el
Señor; por tanto, si resucitar un muerto y si descendiera un ángel del cielo,
más dignas de fe son las Escrituras sagradas, porque las compuso el Señor di
los ángeles, de los vivos y de los muertos".
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