TERCERA PARTE
En la que se declara cómo ha de predicarse y divulgarse en el pueblo cristiano la verdad de la elección de Clemente.
Después de haber demostrado que el segundo electo, es decir, Clemente VII, es el verdadero papa y vicario universal de Jesucristo en este mundo, resta ver ahora cómo ha de divulgarse y predicarse al pueblo cristiano la verdad de este hecho. Y sobre ello se plantean cinco cuestiones:
1) Si es necesario para la salvación que todos informen en favor de Clemente.
2) Si la legitimidad de Clemente en el papado ha de ser necesariamente defendida por todos los cristianos.
3) Si hay que omitir esta información y defensa, frente a la prohibición de los príncipes o de otros cualesquiera.
4) Si la Iglesia universal está regida por el Espíritu Santo, durante este cisma tan grave.
5) Si este cisma de la cristiandad fue prefigurado divinamente en la sagrada Escritura.
CAPITULO I
En el que se declara que todos están obligados, como requisito necesario para salvarse, a informar al prójimo de la legitimidad de Clemente y de la Iglesia romana
Por lo que a la primera cuestión se refiere, afirmo que todos, si quieren salvarse, están obligados necesariamente a informar al prójimo que está en error, sobre la legitimidad del sumo pontífice y de la Iglesia romana, induciéndolo a la verdadera y determinada obediencia de nuestro señor Clemente VII, papa, Lo probamos por las razones siguientes:
Primera. Según se deduce de lo dicho, aquellos que están obligados como condición necesaria para su salvación, a creer firme y determinadamente que Clemente es verdadero papa, la creencia de su corazón les obliga a manifestar lo que ellos creen, especialmente cuando la verdad tiene contradictores. Así dice el Salmo: "Creí, y por eso hablé" (Ps. CXV, 1). Y la Glosa: "Quien cree, es necesario que hable, pues no cree rectamente quien no manifiesta lo que cree". Puedes ver en este lugar muchas cosas, referentes a la materia presente. Por tanto, quienes creen la verdad en su corazón y no se atreven a manifestarla por temor o por el amor de este mundo, son semejantes a aquellos de quienes se escribe: "Muchos creyeron en Jesús, pero no lo confesaban abiertamente para no ser echados de la sinagoga. Amaron la gloria de los hombres más que la gloria de Dios" (Io. X, 4-6). Por consiguiente, está claro nuestro propósito.
Segunda. Por precepto divino, cualquiera que vea al prójimo en error o en pecado está obligado a corregirlo e informarlo. Se dice en el Deuteronomio: Si encuentras perdidos el buey y la oveja de tu hermano, no pasarás de largo; llévaselos a tu hermano (Deut. XXII, 1). Es decir, si vieres errar o pecar a un hombre docto —figurado aquí por el buey— o a un indocto y simple —figurado por la oveja—, no seas negligente, sino exhórtales para que puedas llevarlos a tu hermano, a Cristo, según dicen las Glosas. Dice San Gregorio: "Quienes contemplan los males del prójimo y cierran su boca cuando pueden hablar son como aquellos que niegan la medicina a las llagas que tienen delante de sus ojos, y son ocasión de muerte porque no quisieron curar el veneno cuando podían" (Liber Pastoralis). Como vemos palpablemente que muchos yerran en la obediencia al sumo pontífice y a la Iglesia romana, de nuevo aparece claro nuestro propósito.
Tercera. Es más necesaria para la salvación del alma la información de la verdad que la hartura de pan. Según San Gregorio, "es de mayor mérito saciar el alma, que ha de vivir eternamente, con el pábulo de la palabra, que saciar el vientre mortal con pan terreno" (Homil. 6). Ahora bien, es indispensable para salvarse socorrer con pan y alimentos corporales al prójimo que se muere de hambre, pues, como dice San Ambrosio, "da de comer al que muere de hambre; si no le dieres de comer, lo has matado". Luego es más necesario para salvarse socorrer al prójimo que está en tan grave peligro de muerte espiritual, informándole de la verdad.
Cuarta. No es menor culpa descuidar la salud espiritual del prójimo que descuidar la salud corporal. Dice San Juan: El Espíritu es el que da vida; la carne para nada aprovecha (Io. VI, 63). Aquel por cuya negligencia se pierde la salud corporal del prójimo peca mortalmente, pues dice Ezequiel: Si el centinela, viendo llegar la espada, no toca la bocina y el pueblo no se refugia, y llegando la espada mata a alguno, éste quedará preso en su iniquidad, pero yo demandaré su sangre al centinela (Ez. XXXIII, 6). Luego mucho más pecan aquellos por cuya negligencia la espada del error y de la falsedad divide las almas y las mata. Por lo mismo se lee: ¡Oh hijo del hombre! Yo te he puesto por atalaya de la casa de Israel. Cuando oigas de mi boca la palabra, avísalos de parte mía. Si yo digo al impío: ¡Vas a morir!, si tú no le hablas para apercibirle de su mal camino y que viva, el impio morirá en su iniquidad, pero de su sangre te pediré a ti cuenta. Pero si tú apercibiste al impío de su camino para que se apartase de él, y no se apartó, él morirá en su iniquidad, pero tú habrás salvado tu alma! (Ez. XXXIII, 7-9).
Quinta. Nadie que a propósito daña a la Iglesia de Dios o a su prójimo está en vias de salvación, porque va contra la caridad. Quien no defiende la Iglesia ni informa al prójimo les daña manifiestamente. Por lo cual escribe San Jerónimo: "La santa rusticidad a ti solo aprovecha. Y tanto edifica por su mérito a la Iglesia de Cristo, cuanto la daña si no resiste a los que la destruyen" (Epist. ad Paulinum). Y San Gregorio, hablando de los que se retraen de informar al prójimo, dice: "Son reos de tantas almas, cuantas pudieron favorecer dándose al público" (Liber pastoralis, I, 5). De nuevo, pues, queda nuestro intento de manifiesto.
Sexta. Dice Santo Tomás que cuando surge algún error entre los cristianos, o amenaza peligro contra la fe, todo cristiano está obligado, si quiere salvarse, a enfrentarse con tal error o peligro, confesando públicamente la fe, en la medida que le sea posible (Cf 2-2, q. 3, a. 2). Porque, como escribe San Pablo, con el corazón se cree para la justicia, y con la boca se confiesa para la salud (Rom. X, 10). Ahora, en verdad, ha surgido un error grave en la Iglesia y amenaza el peligro contra la fe, ya que, como dice Santo Tomás, si determinar las cosas de fe atañe al sumo pontífice y a la Iglesia romana, cabeza de la cristiandad (Cf. 2-2, q. 1. a. 10), está claro que quien falla acerca del sumo pontífice y de la Iglesia romana está en peligro de errar en todas las cosas que pueden ser definidas de fe. Porque, como apunta el Filósofo, "un pequeño error al principio, es grande al final" (De caelo). Y más tratándose de aquellos que han de confesar públicamente la verdad de la Iglesia romana, sea para impugnar el error, sea para informar a los hombres.
Séptima y última. Ningún cristiano debe disimular la injuria o vituperio contra Dios. Por lo mismo escribe San Juan Crisóstomo: "Aprendamos de Cristo a sufrir con magnanimidad las injurias que se nos hacen, pero no suframos ni de oídas las injurias hechas a Dios. Pues es de alabar ser paciente en las propias injurias; pero disimular las injurias de Dios es muy impío" (Super Mt., c. 4). Es cierto que no aceptar al papa verdadero, sino rechazarlo y despreciarlo, redunda en gran injuria y vituperio para Dios. Así se lee en el libro I de los Reyes que, cuando los hijos de Israel no quisieron sujetarse más a la regencia de Samuel, sumo sacerdote, y pidieron un rey, habló el Señor a Samuel: No es a ti a quien rechazan, sino a mí, para que no reine sobre ellos (1 Reg. VIII, 7). Y Cristo decía a sus discípulos: El que a vosotros oye, a mí me oye; y el que a vosotros desecha, a mi me desecha; y el que me desecha a mí, desecha al que me envió (Lc. X, 16). Por tanto, está claro que nadie debe disimular tan gran injuria y vituperio contra el sumo pontífice y la Iglesia romana, sino que debe refutar públicamente a los que yerran, en cuanto le sea posible, e informarles de la verdad.
Sin embargo, esta información no obliga a todos de la misma manera, pues a quienes incumbe predicar de oficio están obligados a informar pública y solemnemente al pueblo cristiano de la verdad del sumo pontífice y de la Iglesia romana. A éstos se les dice en San Mateo: Lo que yo os digo en la oscuridad decidlo a la luz, y lo que os digo al oído, predicadlo sobre los tejados (Mt. 10, 27). Los que no tienen el oficio de predicar, no están obligados a informar públicamente al prójimo, pero tienen obligación de conducir en privado a sus prójimos a la verdad y obediencia del sumo pontífice Clemente y de la Iglesia romana. Por lo cual se dice en el Apocalipsis: El Espíritu y la esposa dicen: Ven. Y el que escucha diga; Ven (Apoc. XXII, 27). Como si dijera: así como Cristo y la Iglesia atraen y llaman a sí a los hombres, así también todo cristiano debe, en la medida de su posibilidad, con su información atraer a su prójimo a la obediencia de Cristo y de su Iglesia, diciendo: "Ven". Además, hay que notar que el precepto afirmativo de la corrección fraterna no obliga siempre, sino sólo en las debidas circunstancias, como se verá en el capítulo III.
CAPITULO II
En el que se declara que todos los cristianos, por necesidad, están obligados a defender y a ayudar la causa de clemente, que es la de la iglesia romana
Respecto a la segunda cuestión, la respuesta se deduce de lo dicho, a saber: que, por necesidad, todos los cristianos están obligados a defender y ayudar en lo que puedan a nuestro señor Clemente, sumo pontífice y a la verdad de la Iglesia romana. Sobre lo cual hay que notar que la Iglesia de Dios ha de ser ayudada o defendida por todos los cristianos de tres maneras: espiritual, vocal y corporalmente.
Primero. Ha de ser ayudada y defendida espiritualmente, esto es, con devotas oraciones, pidiendo auxilio y ayuda a Cristo, cabeza y esposo de la Iglesia, el cual prometió regirla y gobernarla. A este propósito leemos en los Hechos que, habiendo azotado Herodes a San Pedro, sumo pontífice y primer papa, y queriéndolo matar, todos los fieles rogaban a Dios por la salvación del mismo. Pedro era custodiado en la cárcel, pero la Iglesia oraba instantemente a Dios por él (Act. XII, 5). No sólo hemos de ayudar y defender al sumo pontífice y a la Iglesia con oraciones, sino también con obras espirituales, es decir, con ayunos, limosnas y cosas parecidas. Se dice en el Exodo: Mientras Moisés tenía elevadas las manos, vencía Israel; cuando las bajaba, prevalecía Amalech (Ex. XVII, 11). Sobre lo cual dice la Glosa interlineal: "Hemos de orar y obrar, si queremos vencer a los enemigos".
Segundo. Hemos de ayudar y defender al sumo pontífice y a la Iglesia romana vocalmente, a saber: con disputas verdaderas para destruir el error y la falsedad e informar a los fieles, como se demostró en el capítulo precedente. Se lee de Aarón: Venció a la muchedumbre, no con el poder del cuerpo ni con la fuerza de las armas, sino que con la palabra sujetó al que los castigaba, recordando el juramento y la alianza de los padres (Sap. XVIII, 22). Con todo, nadie debe confiar en su propio ingenio, ciencia o palabras, sino en el Señor Jesucristo, el cual prometió a sus discípulos. Yo os daré un lenguaje y una sabiduría a la que no podrán resistir ni contradecir vuestros adversarios (Lc. XXI, 15).
Tercero. Hemos de defender y ayudar al sumo pontífice y a la Iglesia romana corporalmente, es decir, con armas materiales, luchando y peleando contra los cismáticos y rebeldes sobre todo cuando lo pide la necesidad y lo manda la Iglesia. Pues si los miembros, por exigencia de la naturaleza, defienden y ayudan a la cabeza, en verdad, obrarían contra la naturaleza quienes no ayudaran por la verdad y la justicia al sumo pontífice y a la Iglesia remana cuando están en peligro. Y esta defensa no ha de ejercerse solamente peleando con el cuerpo, sino también exponiendo todos los bienes corporales para ayuda de la Iglesia. Así se lee en el Eclesiástico: Combate por la justicia en favor de tu alma, y lucha por la verdad hasta la muerte, y el Señor Dios combatirá por ti a tus enemigos (Eccli. IV, 33). Algunos, arrebatados por el espíritu de presunción, dicen incorrectamente que la verdad de la Iglesia hay que defenderla y ayudarla exponiéndose el hombre al peligro de muerte, esto es, lanzarse al fuego, pelear en duelo, o en otros peligros y pruebas, esperando un milagro. Pero, según San Agustín, quienquiera que se expone a la muerte para demostrar la verdad de la fe, comete doble pecado mortal: un homicidio, entregándose a la muerte, y una infidelidad, tentando a Dios. De estos pecados nadie pudo nunca excusarse, a no ser que lo hiciera impulsado por el Espíritu Santo, como se lee de algunos santos. Por lo mismo, cuando Satanás tentaba a nuestro Señor Jesucristo diciéndole: Si eres Hijo de Dios, échate de aquí abajo, el Señor le respondió: Escrito está: no tentarás al Señor tu Dios (Mt. IV, 6-7).
Para manifestar la verdad de la Iglesia no ha de hacerse prueba alguna de la que se espere un milagro, especialmente tratándose de una verdad declarada abiertamente por las Escrituras sagradas.
CAPITULO III
En el cual se declara que de ningún modo debe omitirse en el presente caso la información o la defensa de la verdad, a pesar de la prohibición de los príncipes
A la tercera cuestión respondo que, aunque medie prohibición, amenaza o promesa de un príncipe o de otro cualquiera, de ningún modo hay que omitir la información o defensa de la verdad.
En primer lugar, digo que no puede callarse esta información o defensa por causa de la prohibición de los príncipes o de otros cualesquiera. Porque aquello a que estamos obligados por precepto divino y se requiere necesariamente para la salvación, no puede omitirse por prohibición de un hombre. Se dice en los Hechos: Es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres (Act. V, 29). Es asi que por precepto divino y de necesidad para salvarnos estamos obligados a informar al prójimo de la verdad del sumo pontífice y de la Iglesia Romana, y a defender esta verdad, según se ha dicho. Luego se sigue nuestro intento. Por eso son reprendidos severamente quienes omiten la información o defensa de la verdadera Iglesia cuando media la prohibición de un príncipe. Se lee en Ézequiel: No habéis subido a las brechas, no habéis amurallado la casa de Israel para resistir en el combate el día del Señor (Ez. XIII, 5).
Segundo, digo que no debe omitirse esta información o defensa por cualquier amenaza de los hombres, pues hay que temer mucho más la muerte del alma que la aflicción o muerte del cuerpo. Siendo, pues, tal omisión la muerte del alma, según fluye de lo dicho, es cierto que no debe omitirse por cualquier pena o aflicción del cuerpo. Dice el Señor: A vosotros, mis amigos, os digo: No temáis a los que matan el cuerpo y después de esto no tienen ya mas que hacer. Yo os mostraré a quién habéis de temer: temed al que después de haber dado ¡a muerte tiene poder para echar en la gehenna. Así os digo: temed a ése (Lc. XII, 5). Por tanto, aquellos que omiten la información o defensa de la verdad por temor a la persecución temporal, son llamados por el Señor sal desvirtuada y vana: Vosotros sois la sal de la tierra. Mas si la sal se desvirtúa, ¿con qué se salará? (Mt. V, 13). Sobre lo cual dice San Agustín: "Muestra aquí el Señor que han de ser tenidos por fatuos los que, corriendo tras la abundancia de los bienes temporales, o temiendo su indigencia, pierden los bienes eternos, que no pueden darlos ni quitarlos los hombres. Por tanto, si la sal se desvirtúa, ¿con qué se salará? Esto es, si vosotros, por quienes han de ser condimentados en cierto modo los pueblos, perdiereis el reino celestial por miedo a las persecuciones temporales, ¿quiénes serán los hombres que os aparten del error, siendo así que Dios os escogió a vosotros para que disiparais el error de los demás? (De Serm. Domini in monte L. I, c. 6).
Tercero, digo que no debe omitirse esta información o defensa por cualesquiera promesas temporales, pues son mayores y mejores los premios celestiales que todos los bienes temporales. Los premios del cielo se prometen a quienes soportan vejámenes en este mundo por la causa de la verdad y de la justicia: Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia, porque suyo es el reino de los cielos (Mt. V, 10). Luego está claro nuestro intento. A este respecto leemos en Isaias que, habiendo omitido el profeta la corrección o información de Ozías, rey de Judá, vió luego la gloria del Señor, y avergonzándose de tanta gloria y dignidad, reprendióse severamente de la culpa de omisión, diciendo: ¡Ay de mí, que he callado! Pues soy hombre de labios impuros, y habito en medio de un pueblo de labios manchados (Is. VI, 5). Hay que notar aquí con cuidado, según expone Santo Tomás, que los preceptos negativos de la ley nos obligan de modo distinto que los afirmativos. Pues los negativos, al prohibir los actos pecaminosos, que son de suyo malos, nos obligan siempre, para siempre y en todo lugar; los preceptos afirmativos, al inducirnos a los actos de virtud, que requieren siempre circunstancias oportunas, no nos obligan siempre ni en todo lugar, ni de todos modos, sino cuando se dan las circunstancias debidas, exigidas por el fin. De este modo, como la información y defensa de la verdad caen bajo precepto afirmativo, nos obligan solamente cuando se dan las circunstancias debidas, que han de guardarse según exigencia del propio fin, que consiste en la enmienda o mejoramiento del prójimo. Mas si, en vez de mejorar, se previera el empeoramiento, entonces no estamos obligados a dicha información, porque entonces el omitirla sería un acto de caridad, para no dañar al prójimo o para que no se alzara contra nosotros (Cf. 2-2, q. 33, a. 2). A este propósito se lee en San Mateo: No deis las cosas santas a los perros ni arrojéis vuestras perlas a los puercos, no sea que, revolviéndose, os destrocen (Mt. VII, 6). Cuando ocurra el caso en que buscando la mayor corrección y enmienda del prójimo se omite durante cierto tiempo tal información, no será, en verdad, pecado, sino prudencia y virtud. Por eso se dice en los Proverbios: Quien es parco en palabras, es sabio y prudente (Prov. XVII, 27). Mas cuando urge la necesidad o la utilidad, entonces, despreciando las prohibiciones y promesas de todos, hay que hacer la información y defensa sin preocuparse de la confusión que puede producir en algunos. Leemos en San Mateo que, cuando los discípulos dijeron al Señor que los fariseos estaban encandalizados de sus palabras, les respondió: Dejadlos [turbarse]; son ciegos que guían a ciegos (Mt. XV, 14).
CAPITULO IV
Por lo que respecta a la cuarta cuestión, digo que durante este cisma tan grave la Iglesia de Cristo, continuamente y sin interrupción, es regida y se regirá siempre por el Espíritu Santo. Por las siguientes razones:
Primera. Es cierto que Dios no tiene menor cuidado o amor a su Iglesia que el que tenía por la sinagoga de los judíos. Dice el salmo: Ama Dios las puertas de Sión más que todas las tiendas de Jacob (Ps. LXXXVI, 2). Como si dijera, según indica la Glosa: Ama la ciudad espiritual, esto es, la Iglesia, más que las cosas que la figuraban. El Señor prometió que regiría siempre la sinagoga de los judíos, pues leemos en Isaías que cuando los judíos estaban cautivos en Babilonia, habiendo sido destruido el templo y arruinada la ciudad, creyéronse olvidados y abandonados por Dios. Entonces el Señor les dijo que nunca los abandonaría ni olvidaría. Dice así el texto: Sión decía: El Señor me ha abandonado, se ha olvidado de mí. ¿Puede la mujer olvidarse del fruto de su vientre, no compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ella se olvidara, yo no te olvidaría. Mira, te tengo grabada en mis manos, tus muros están siempre delante de mí (Is. XLIX, 14-16). De este modo queda claro que el Señor Jesucristo, nunca, ni durante este cisma, ni en cualquier otra tribulación, abandonará la regencia de su Iglesia.
Segunda. Porque asi lo prometió a sus discípulos: Yo estaré siempre con vosotros, hasta la consumación del mundo (Mt. XXVIII, 30). Y en San Juan: No os dejaré huérfanos: vendré a vosotros (Io. XIV, 18). Yo rogaré al Padre y os dará otro Abogado, que estará con vosotros para siempre (Io. XIV, 16).
Tercera. Porque todos los males que por permisión divina se ciernen sobre la Iglesia son ordenados por la bondad divina para utilidad y gloria de los elegidos. Lo cual se ve claramente en el cisma actual, del cual, por providencia de Dios, se siguen muchos bienes para sus elegidos. Pues mediante las injurias, vituperios y persecuciones que por amor a la verdad soportan con paciencia, conquistan una corona muy grande en el cielo. Porque continuamente se afianzan mediante estas cosas en una mayor humildad y prudencia. Debido a la adversidad que sufre la Iglesia, los rectores eclesiásticos se corrigen de muchos vicios. Y también porque los fieles de Cristo son avisados e instruidos claramente para el tiempo del anticristo, a fin de que ninguno, por nada del mundo, ya intervenga la multitud o grandeza de los príncipes, prelados, doctores o quienquiera que sea, se aparte de la verdad de la fe.
Porque si ahora vemos en especial tantos y tan graves prelados y príncipes cristianos, doctores y religiosos, desviados de la verdad y caminando en el error del cisma, sin duda alguna, por estas utilidades y por muchas otras, la sabiduría de Dios permite que este grave cisma dure en su Iglesia, teniendo presente que, como expresa San Pablo, para los que aman a Dios todo coopera al bien; para aquellos que, según sus designios, son llamados santos (Rom. VIII, 28). Y San Agustín dice: "El Dios óptimo, siendo sumamente bueno, de ningún modo dejaría que se mezclara el mal en sus obras, si no fuera tan bueno y tan óptimo que supiera sacar bien del mismo mal" (Enchiridion).
CAPITULO V
En el que se declara que este cisma fué figurado divinamente en la sagrada escritura
A la quinta cuestión respondo que, aunque pudieran adaptarse y exponerse a este respecto muchas autoridades y figuras de la sagrada Escritura, sin embargo, de modo más singular y más propio lo encuentro prefigurado divinamente en una frase de San Pablo y en una figura de Daniel.
Primeramente, el apóstol San Pablo, queriendo apartar a los tesalonicenses de la opinión que tenían sobre la venida de Jesucristo, por la que creían que iba a llegar de un momento a otro, dice: Por lo que toca a la venida de nuestro Señor Jesucristo y a nuestra reunión con Él. os rogamos, hermanos, que no os turbéis de ligero perdiendo el buen sentido, y no os alarméis ni por espíritu, ni por discurso, ni por epístola, como si fuera nuestra, que digan que el día del Señor es inminente. Que nadie en modo alguno os engañe, porque antes ha de venir la apostasía (II Thess. II, 1-3); de lo contrario no vendrá el Señor a juzgar, añade la Glosa. Exponiendo brevemente estas palabras del Apóstol, dice San Agustín: "No vendrá el Señor a juzgar si no sobreviene antes la separación de las iglesias en la obediencia espiritual a la Iglesia romana" (Epistola ad Hesichium). Esta separación de la obediencia a la Iglesia romana la experimentamos ahora de modo especial, y hay que temer muy mucho que dure hasta la venida del anticristo y fin del mundo. Porque a continuación de las palabras del Apóstol, se añade: "Del Señor". Y entonces, manifestada ya la apostasía, se manifestará el inicuo —aparecerá el anticristo, según la Glosa—, a quien el Señor Jesús matará con el aliento de su boca, y lo destruirá con la manifestación de su venida (II Thess. II, 8). Y sigue: El misterio de iniquidad —la muerte de los santos y la persecución de los fieles, apunta la Glosa— está ya en acción—el diablo está ya en acción, anota la misma Glosa—; sólo falta que el que le retiene sea quitado de en medio (Ibid. II, 7). Es decir, quien posea la fe y la obediencia a la Iglesia romana, persevere en ella hasta que el anticristo se revele manifiestamente, como expone la Glosa.
En segundo lugar, parece que el profeta Daniel vió, por divina ilustración, el cisma presente, pues dice: Yo miraba durante mi visión nocturna, y vi irrumpir en el mar Grande los cuatro vientos del cielo, y salir del mar cuatro grandes bestias, diferentes entre sí. La primera bestia era como una leona con alas de águila. Yo estuve mirando hasta que le fueron arrancadas las alas y fué levantada de la tierra, poniéndose sobre dos pies a modo de hombre, y le fué dado corazón de hombre. Y he aquí que una segunda bestia, semejante a un oso, y que tenía en su boca tres costillas entre los dientes, se estaba a un lado y le dijeron: Levántate a comer mucha carne. Seguí mirando después de esto, y he aquí otra tercera, semejante a un leopardo, que tenia alas como las aves, en número de cuatro, y tenia cuatro cabezas, y le fué dado el dominio. Seguía yo mirando en la visión nocturna y vi la cuarta bestia, terrible, espantosa, sobremanera fuerte, con grandes dientes de hierro, con los que devoraba y trituraba, y las sobras las machacaba con los pies. Era muu diferente de todas las bestias anteriores y tenía diez cuernos (Dan. VII, 2-7).
Según la Glosa, los cuatro vientos cine irrumpen en el mar Grande son las cuatro potestades angélicas, que presiden los reinos que están establecidos en las cuatro partes del mundo, y los hacen pelear entre sí: las cuatro bestias son, según nuestro propósito, los cuatro cismas crueles que, de distinta manera, se han consumado en la Iglesia católica. La primera bestia significa el cisma de los judíos, bajo la regencia de Juan. Los judíos tienen crueldad de león: pero ahora sus enormes alas han sido arrancadas y han sido sacados de la tierra de los fieles de Cristo y echados a una esquina del mundo, en donde perseveran en sus pensamientos y afectos de corazón depravado. De esta bestia puede entenderse lo que decía Job: Se meterá la bestia en su cubil y morará en su antro (Job. XXXVII, 8). La segunda bestia significa el cisma de los sarracenos, guiados por Mahoma. Los sarracenos, por las muchas fatuidades y demencias de su secta, son comparados al oso, que tiene la cabeza temblorosa. Y los tres órdenes de dientes significan sus tres malicias, con las que devoren y por las que son devorados, a saber: la multiplicidad de errores, la repudiación de doctores y la invasión por las armas. Por eso se dice a esta bestia: Levántate a comer mucha carne, es decir, a los hombres carnales. Por eso mandó el Señor muchas veces los dientes de tales bestias sobre su pueblo para corrección y castigo de los pecados. Pues había predicho en el Deuteronomio: Mandaré contra ellos los dientes de las fieras (Deut. XXXII, 24).
La tercera bestia significa el cisma de los griegos, acaudillados por el emperador de Constantinopla. Los griegos, a causa de muchas falsedades que creen mezcladas con la verdad, son comparados al leopardo, que tiene muchos colores. Las cuatro alas son cuatro preeminencias de las que vanamente se jactan: el romano imperio, el estudio de las letras, la abundancia de doctores y la cátedra patriarcal. Las cuatro cabezas son sus cuatro errores capitales: primero, dicen que el Espiritu Santo procede solo del Padre: segundo, niegan el purgatorio en el otro mundo: tercero, afirman que la Eucaristía debe hacerse sólo de pan fermentado; cuarto, niegan que el romano pontífice tiene la plenitud de potestad de Pedro, y de este modo se apropian continuamente la potestad del romano pontífice. Con todo, no hay que temer el vano poder de esta bestia, como dice Job: No temerás a las fieras de la tierra, sino que harás alianza con las piedras del campo (Job V, 22-33), es decir, con los fieles cristianos.
La cuarta bestia representa el cisma actual de los romanos, bajo el poder del intruso Bartolomé. Los romanos mostraron gran terribilidad en la coacción que hicieron para que se eligiera un romano o un italiano. Por eso su cisma se llama terrible. Se dice también que causa admiración, porque admira que Dios haya permitido prevalezca tanto mal en su Iglesia. Dicese también que es muy fuerte, porque se han sumado a él muchos y grandes dientes. Tiene grandes dientes de hierro, que significan las rabiosas detracciones y temerarias usurpaciones con que intenta aniquilar los actos y la autoridad de nuestro señor Clemente, sumo pontífice, y de los cardenales.
En verdad, esta grave y férrea bestia es distinta de las demás referidas. Los diez cuernos son las diez razones sofísticas en que vanamente se apoya, de las que hemos hablado en la segunda parte, capítulo II. El daño y perjuicio que causa esta bestia cruelísima lo llora Dios Padre, cuando dice: Una fiera pésima ha comido a mi hijo; una bestia ha devorado a José (Gen. XXXVII, 33).
Hay que temer muy mucho que esta bestia cruel, el cisma de los romanos, viva y dure hasta el fin, pues Daniel, hablando de esta cuarta bestia, añade: Estuve mirando hasta que fueron puestos los tronos, y vi sentarse a un anciano de muchos días (Dan VII, 9).
A pesar de todo, poderoso es nuestro David, nuestro Señor Jesucristo, que goza de brazo robusto y tiene aspecto agradable, y que mató al león y al oso, para matar también esta bestia cruel y desterrarla radicalmente de los confines de su Iglesia predilecta, todo para alabanza, gloria y honor de su santo nombre y utilidad de los fieles cristianos. Así sea.
fin del tratado del cisma moderno
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