¿Están obligados los católicos a creer en un demonio personal? ¿Por qué creó Dios al demonio? Si Dios es bueno y la misma bondad, ¿por qué no destruye al demonio?
Dice así el IV Concilio de Letrán: "El diablo y otros demonios fueron creados buenos por Dios, pero ellos se hicieron malos por su culpa." El diablo no es otro que aquel espíritu maligno. Lucifer (Isaí. XIV, 12), que, lleno de malicia y de soberbia, se rebeló contra su Hacedor, y fue por El condenado al infierno con toda la multitud de ángeles que sedujo (Luc. X, 18; Judas I, 6; 2 Pedro II, 4; Apoc. XII, 7-9). Las Escrituras dicen que él tentó a nuestros primeros padres (Gén III, 1), a David (1 Paral. XXI, 1), a Nuestro Señor en el desierto (Mat. IV, 10), a Judas (Luc. XXII, 3) y finalmente tienta a todo el género humano (Luc. XXII, 31; Juan VII, 44; 1 Pedro V, 8). Si Dios hubiera sido forzado a cambiar su plan divino por la conducta de una de sus criaturas, por ejemplo, destruyendo al demonio, estaría por el mero hecho sometido a la voluntad de una criatura, y su acción, por tanto, dependería de la acción de una criatura; es decir, que entonces Dios no sería Dios. No cabe duda de que el poder que tiene Satanás y los espíritus malignos para tentarnos es grande, como confiesa el apóstol (Ef. VI, 11-12); pero, "fiel es Dios, que no permitirá que seáis tentados sobre vuestras fuerzas, sino que de la misma tentación os hará sacar provecho para que podáis sosteneros" (1 Cor X, 13).
¿Puede la razón sola probar que existe un infierno eterno? ¿No es cierto que la palabra judía sheol significa la tumba? ¿Por qué creen los católicos que hay un infierno eterno? ¿No fueron acaso universalistas muchos Padres primitivos?
La razón, por sí sola, no puede probar que el infierno es eterno; lo que sí puede probar es que la eternidad del infierno no envuelve contradicción alguna. Si sabemos que hay un castigo eterno, es porque Dios nos lo reveló. Ahora bien: si Dios lo reveló, la Iglesia católica no fue la que inventó que los que mueren en pecado mortal se condenan para siempre. Las definiciones, pues, de la Iglesia en este punto no son más que una aceptación de la revelación divina (Trento, sesión 14, canon 5). Es cierto que la palabra hebrea sheol. en el Antiguo Testamento, significa, en general, la sepultura, o también la otra vida, sea buena o mala. A veces significa esto mismo aun en el Nuevo Testamento (Hech. II, 27; Apoc. XX, 13). Los judíos, en un principio, tenían una idea muy vaga acerca de la otra vida, aunque Dios tomó a su cargo protegerlos contra los errores paganos entonces en boga, como el panteísmo, el dualismo y la metempsicosis. Creían, sí, en la otra vida, pero estaban demasiado pegados a ésta, siempre solícitos por el bienestar personal y por el engrandecimiento de su país.
En los libros del Pentateuco, Josué, los Jueces y los Reyes no se hace una distinción clara entre la suerte que correrán en la otra vida los buenos y los malos. Job es el primero que nos habla del premio que espera al justo en la otra vida, de donde se puede colegir que al malvado le esperará pena y castigo (Job XIV, 16, 8). Nos hablan de un juicio universal y divino los salmos (48, 72, 91, 95 y 109), el Eclesiastés (XI, 12), los Proverbios (10, 11, 14, 24) y los profetas Joel (III, 1-21) y Sofonías (I, 3); con lo cual indican que los reos serán castigados en la otra vida. Pero los que mencionan ya expresamente el castigo eterno que les espera a los malos son los profetas Isaías (76), Ezequiel (32) y Daniel (12).
El Nuevo Testamento no puede ser más explícito en este punto. San Juan Bautista ponía ante los ojos de sus oyentes el fuego del infierno para moverlos a hacer penitencia por sus pecados (Mat. III, 10-12; Juan III, 36). Jesucristo, al invitar a los hombres a que le siguiesen y creyesen en su Evangelio, los avisaba que mirasen por su salvación; pues si morían en sus pecados, se condenarían para siempre. Así, por ejemplo, los avisaba que se guardasen de pecar contra el Espíritu Santo (Mat. XII, 32) y que no escandalizasen (XVIII, 8); que fuesen caritativos con sus hermanos (V, 32) y que viviesen castamente. Los que desobedeciesen estos mandatos se condenarían para siempre. A los que hacen la voluntad del Padre celestial les espera el reino de los cielos; a los inicuos y perversos les espera el castigo del infierno (Mat. VII, 21-23). Muchas de las parábolas del Señor terminan con la condenación de los malos al infierno; por ejemplo, la parábola del trigo y la cizaña, la de la red de pescar, la de las fiestas nupciales, la de las vírgenes prudentes y las vírgenes necias, la de los talentos (Mat. XIII, 24-30; 47-50; XXII, 1-14; XXV, 1-13; 14-30), la del rico Epulón y Lázaro, la de la gran cena (Luc. XVI, 18-31;XIV, 16-26). En la descripción que hizo Jesucristo del juicio final pintó con vivos colores la separación de los malos y de los buenos. A los malos les dirá: "Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno" (Mat. XXV, 41). Algunos han creído que el Evangelio de San Juan contradice lo que Cristo había dicho sobre este punto en los sinópticos. Nada más falso. En el cuarto Evangelio se pinta el destino futuro del hombre con la misma alternativa: vida eterna, perdición eterna (Juan III, 3; XV, 16; 12, 25, 48, 50). Los apóstoles no se cansan de repetir la misma doctrina del Maestro. San Pedro dice que los profetas falsos y los maestros mentirosos perecerán y serán atormentados en el infierno como los ángeles rebeldes (2 Pedro II, 1, 4, 9, 12). San Judas habla de los impíos y de los que niegan a Jesucristo, los cuales, a imitación de los ángeles malos y de las ciudades nefandas Sodoma y Gomorra, sufrirán el castigo del fuego eterno y serán arrojados en las tinieblas eternas (Judas 4, 6, 7, 8, 12). San Pablo consuela a los tesalonicenses con la promesa del gozo venidero y del premio que les espera por su fe y su paciencia; y de sus perseguidores dice que serán desterrados del Señor para siempre, privados eternamente de su gloria, y reos de tribulación y castigo eterno para su destrucción (2 Tes I, 6-9). Los malvados no poseerán el reino de los cielos (1 Cor. VI, 9-10; Gál V, 19-21; Efes V, 5).
Según los universalistas, la palabra griega aionios no significa eterno, sino un período de duración muy largo (Mat. XXV, 46). Merece notarse que esa misma palabra griega es la que se usa para "vida eterna" y "castigo eterno". Como no se ha opinado jamás que el premio de los buenos ha de tener fin, no hay motivo para suponer que el castigo de los malos lo tendrá. Desde luego, si Jesucristo quiso decirnos que el castigo de los malos ha de ser eterno, no lo pudo haber dicho con palabras más claras y expresivas. Y, al contrario, si quiso decirnos que no será eterno, no pudo haber escogido palabras más a propósito para engañar a sus seguidores generación tras generación.
Según los universalistas, la palabra griega aionios no significa eterno, sino un período de duración muy largo (Mat. XXV, 46). Merece notarse que esa misma palabra griega es la que se usa para "vida eterna" y "castigo eterno". Como no se ha opinado jamás que el premio de los buenos ha de tener fin, no hay motivo para suponer que el castigo de los malos lo tendrá. Desde luego, si Jesucristo quiso decirnos que el castigo de los malos ha de ser eterno, no lo pudo haber dicho con palabras más claras y expresivas. Y, al contrario, si quiso decirnos que no será eterno, no pudo haber escogido palabras más a propósito para engañar a sus seguidores generación tras generación.
Es cierto que algunos Padres, como San Gregorio de Nisa (395), y, probablemente, San Gregorio Nacianceno (330-390), negaron la eternidad del infierno, engañados por Orígenes (185-255), que creyó en la apokatastasis o "restauración de todas las cosas". Pero no hay que olvidar que Orígenes fue condenado el año 543 en un sínodo de Constantinopla, y más tarde fue de nuevo condenado oficialmente en el V Concilio ecuménico, que tuvo lugar en Constantinopla el año 553. Dejadas a un lado estas excepciones, la regla fue que todos los Padres y escritores primitivos defendieron unánimemente con la Escritura la eternidad del infierno. San Ignacio de Antioquía (98-117) escribió que "los maestros falsos que corrompen la fe serán privados del reino de los cielos, e irán al sueño inextinguible" (Ad Eph 16, 2). San Justino, mártir (165), declara que si, por una suposición, no hubiese infierno, "o no existía Dios o, si existía, no se cuidaba de los hombres, o la virtud y el vicio eran cuentos de hadas" (Apol 2, 9). Tertuliano (160-240), refutando a Marción, dice que hay un infierno y que tiene que haberlo para que los hombres teman y practiquen la virtud. San Basilio (331-379) habla en muchos pasajes del castigo eterno del infierno, e insiste en la pena de daño y en la pena de sentido. "Los pecadores—dice—pretenden dudar de su existencia para seguir así pecando impunemente; pero nos certificaron de su existencia Jesucristo y los apóstoles" (De Sancto Spiritu 16).
San Juan Crisóstomo (344-407), además de condenar el universalismo de Orígenes, respondió valientemente a las objeciones de los herejes y paganos contra la eternidad del castigo. Nadie en todo el Oriente habló con tanta claridad sobre este punto como él, ni insistió tanto como él en sus sermones y homilías a la sociedad corrompida de Antioquía y Constantinopla. Basta leer algunas de sus homilías para convencerse de esta verdad.
San Agustín (354-430) prueba la doctrina del infierno por la Escritura y por la razón, y responde sapientísimamente a las dificultades que estaban en boga en su tiempo.
También prueba la existencia del infierno el convencimiento universal de todo el género humano que siempre ha creído, y cree, que los malos serán justamente castigados en la otra vida. Si quitamos el infierno, nos vemos obligados a tener que admitir una serie infinita de absurdos. El principal de ellos sería éste: que el hombre podría blasfemar a su antojo y odiar a Dios con la certidumbre de que Dios estaba obligado a perdonarle. Dios, en tal caso, sería impotente para hacerse obedecer y respetar por estas criaturas miserables que sacó de la nada.
San Juan Crisóstomo (344-407), además de condenar el universalismo de Orígenes, respondió valientemente a las objeciones de los herejes y paganos contra la eternidad del castigo. Nadie en todo el Oriente habló con tanta claridad sobre este punto como él, ni insistió tanto como él en sus sermones y homilías a la sociedad corrompida de Antioquía y Constantinopla. Basta leer algunas de sus homilías para convencerse de esta verdad.
San Agustín (354-430) prueba la doctrina del infierno por la Escritura y por la razón, y responde sapientísimamente a las dificultades que estaban en boga en su tiempo.
También prueba la existencia del infierno el convencimiento universal de todo el género humano que siempre ha creído, y cree, que los malos serán justamente castigados en la otra vida. Si quitamos el infierno, nos vemos obligados a tener que admitir una serie infinita de absurdos. El principal de ellos sería éste: que el hombre podría blasfemar a su antojo y odiar a Dios con la certidumbre de que Dios estaba obligado a perdonarle. Dios, en tal caso, sería impotente para hacerse obedecer y respetar por estas criaturas miserables que sacó de la nada.
Parece que hay contradicción en estos dos conceptos: Dios nos ama con amor infinito, y, sin embargo, nos condena a los tormentos eternos del infierno. Si es cierto esto del infierno, Dios tiene unas entrañas tan crueles que no hay hombre tan desalmado que se le pueda comparar. ¿Dónde se han visto padres tan crueles que atormenten de esa manera a sus hijos, por perversos que éstos sean? Además, la doctrina del infierno implica el triunfo de Satanás sobre Jesucristo Redentor.
El infierno es un misterio, y, como todos los misterios, está sobre el alcance de nuestra razón, que es finita. Los católicos sabemos que es un dogma revelado por Dios, y lo aceptamos sin dudar un momento de la palabra de Jesucristo, Hijo de Dios. Ya dijo el apóstol: "¡Cuán incomprensibles son los juicios de Dios, y cuán insondables son sus caminos!" (Rom XI, 32). ¿Acaso los científicos niegan un hecho porque no saben cómo explicarlo? Para los incrédulos, Dios es, o muy malo, o muy bueno. Hoy preguntan altivos: "¿Cómo va a ser Dios tan cruel que mande al infierno a sus criaturas?" Mañana preguntarán escépticos: "¿Cómo va a ser hechura de Dios, infinitamente bueno y sabio, este mundo villano que chorrea maldad y miseria?" De esta manera, el incrédulo cree poder negar impunemente hoy el infierno y mañana la divina Providencia. Y, sin embargo, en Dios todas las perfecciones están identificadas en una, su misericordia, su justicia, su poder y su amor, todas. La pequeñez de nuestro entendimiento es la que ve en Dios atributos que se contradicen. Las perfecciones en Dios no pueden estar más equilibradas. Ni la misericordia es mayor que la justicia o viceversa, ni puede apartarse un punto de lo recto sin dejar de ser Dios. El es la misma misericordia y la justicia misma. Es evidente que Dios pudo haber creado un mundo tal que el alma, por naturaleza, nunca cediese a la tentación. Los bienaventurados en el cielo, por ejemplo, son libres, y, sin ¿embargo, no pueden pecar. Pero la realidad es que Dios no creó mundo semejante. Dios ha prometido al mundo felicidad eterna si le sirve y obedece sus mandatos, y el mundo se ha empeñado en apartarse de Dios y en seguir los apetitos de la carne. ¿Quién podrá contar el número de pecados que se han cometido desde que Adán y Eva pecaron en el Paraíso? Y, sin embargo, el pecador es siempre libre para pecar o no pecar. Si peca, que no se queje después que Dios es injusto. Ahí está Jesucristo en el sagrario día y noche esperando al pecador. Si éste, en vez de enderezar sus pasos a la Iglesia, sale a dar rienda suelta a sus pasiones, que no se queje después que Dios es injusto. La misericordia de Dios es infinita; por eso espera año tras año al pecador para que se arrepienta y pueda así perdonarle. Si el pecador se olvida de Dios, si se ríe y mofa de la divina misericordia, que no se queje después que Dios es injusto. Esto es tan claro, que un ciego lo ve.
La Iglesia no se cansa de repetir que el que va al infierno es porque quiere y porque lo merece. Si pudiera disculparse delante de Dios diciendo que no supo que tal o cual cosa era pecado, o que la hizo por necesidad, Dios —nótese bien esto—no le condenará. "Dios quiere que todos los hombres se salven" (1 Tim II, 4). Por tanto el que va al infierno, va porque quiere. Yo me he encontrado con hombres tan perversos, que, a ciencia y conciencia, han corrompido a jóvenes inocentes de uno u otro sexo, enseñándoles a cometer los pecados más abominables. También he conocido a hombres que en la guerra se divertían y mataban el tiempo ejercitando la puntería en los prisioneros, a quienes ponían por blanco. He conocido a hombres que por pura malicia han arruinado la felicidad de una familia amiga, y hombres que se han complacido en apropiarse tramposamente los bienes de menores, dejándoles en la calle sin un céntimo. Ahora bien: supongamos que estos hombres mueren sin arrepentirse y sin pedir perdón a Dios por sus pecados. ¿Cómo van a esperar que el día del juicio les diga Jesucristo: "Venid, benditos de mi Padre, a poseer el reino que os tengo preparado desde el principio del mundo"? (Mat XXV, 24). Nada tan volteriano como pintar a Dios complaciéndose desde el cielo en los tormentos atroces de sus víctimas en el infierno, como si se negase con crueldad refinada a escuchar los ayes de perdón y misericordia de los condenados. Jamás ha habido ni habrá condenado alguno que levante sus ojos al cielo implorando perdón. La voluntad del condenado está confirmada en el mal para siempre. En cuanto al triunfo de Satanás sobre Jesucristo, decimos que lo sería ciertamente si Satanás pudiera prometer el cielo a los que han llevado una vida pecaminosa. La existencia del infierno está pregonando día y noche la derrota de Satanás y la supremacía de Jesucristo y de la ley divina, que no puede ser violada impunemente.
La Iglesia no se cansa de repetir que el que va al infierno es porque quiere y porque lo merece. Si pudiera disculparse delante de Dios diciendo que no supo que tal o cual cosa era pecado, o que la hizo por necesidad, Dios —nótese bien esto—no le condenará. "Dios quiere que todos los hombres se salven" (1 Tim II, 4). Por tanto el que va al infierno, va porque quiere. Yo me he encontrado con hombres tan perversos, que, a ciencia y conciencia, han corrompido a jóvenes inocentes de uno u otro sexo, enseñándoles a cometer los pecados más abominables. También he conocido a hombres que en la guerra se divertían y mataban el tiempo ejercitando la puntería en los prisioneros, a quienes ponían por blanco. He conocido a hombres que por pura malicia han arruinado la felicidad de una familia amiga, y hombres que se han complacido en apropiarse tramposamente los bienes de menores, dejándoles en la calle sin un céntimo. Ahora bien: supongamos que estos hombres mueren sin arrepentirse y sin pedir perdón a Dios por sus pecados. ¿Cómo van a esperar que el día del juicio les diga Jesucristo: "Venid, benditos de mi Padre, a poseer el reino que os tengo preparado desde el principio del mundo"? (Mat XXV, 24). Nada tan volteriano como pintar a Dios complaciéndose desde el cielo en los tormentos atroces de sus víctimas en el infierno, como si se negase con crueldad refinada a escuchar los ayes de perdón y misericordia de los condenados. Jamás ha habido ni habrá condenado alguno que levante sus ojos al cielo implorando perdón. La voluntad del condenado está confirmada en el mal para siempre. En cuanto al triunfo de Satanás sobre Jesucristo, decimos que lo sería ciertamente si Satanás pudiera prometer el cielo a los que han llevado una vida pecaminosa. La existencia del infierno está pregonando día y noche la derrota de Satanás y la supremacía de Jesucristo y de la ley divina, que no puede ser violada impunemente.
¿Cómo va a predestinar al infierno a un alma que es todo bondad? Parece que este decreto de Dios nos quita la libertad de escoger. Además, si Dios previó que yo me había de condenar, ¿por qué me crió?
Jamás ha dicho la Iglesia que Dios predestine a nadie al infierno. El que dijo esto fue Calvino, quien no vaciló en afirmar que una parte de los hombres nacía predestinada para el cielo y otra para el infierno, doctrina a todas luces impía, que tuvo que condenar el Concilio de Trento (sesión 6, canon 17). Dijo más Calvino: dijo que Dios, para que los predestinados al infierno no se pudiesen salvar, los predestinaba para que pecasen. Si esto fuese cierto, ningún hombre de razón se determinaría a adorar a un Dios autor del pecado, o a un Dios que nos quitaba la libertad de despojarnos de la facultad de merecer o desmerecer. A Calvino le condena la Escritura, que insiste en la misericordia de Dios y en los deseos que tiene de perdonar a los pecadores más empedernidos (Rom. II, 4; 2 Pedro III, 9). Jesucristo murió por todos los hombres (2 Cor. V, 15; Juan 1, 29; I Juan II, 2). Asimismo, "Dios quiere que todos los hombres se salven" (1 Tim II, 4). Absolutamente hablando, para Dios no hay ni pasado ni futuro; no hay más que un presente eterno: "Yo soy el que soy" (Exodo III, 14). Como es omnisciente, todo lo sabe. Si, pues, lo sabe todo, tiene que saber también lo futuro antes que suceda. Antes que hagamos una cosa, ya sabe que la vamos a hacer; pero —nótese bien esto—no la hacemos porque Dios previo que la haríamos, sino porque libremente la quisimos hacer. Si un individuo que apenas sabe nadar me dice a mi que va atravesar a nado un río de un kilómetro de ancho, y yo le digo que no haga semejante disparate, porque se ahoga, y él insiste y se lanza y perece ahogado, ¿con qué derecho se me va a culpar a mí de que fui la causa de su muerte, pues previ que se ahogaría? Una cosa es prever y otra muy distinta ser la causa. Dios avisa de mil modos al pecador que no se aventure a pecar, que resista a las tentaciones, porque "el que ama el peligro perecerá en él". Si el pecador se ríe de Dios y escoge libremente el pecado, ¿qué culpa tiene Dios de que este pecador se condene? Si alguno replica que la comparación no es exacta, sepa que en todas las comparaciones hay alguna inexactitud. Yo no pude impedir que el nadador se lanzase al agua y se ahogase; mientras que Dios pudo impedir que el pecador pecase dándole, por ejemplo, una gracia eficacísima, o para que no cayese, o para que se arrepintiese. ¿Por qué no se la dio? Esta pregunta no tiene respuesta. No sabemos cómo distribuye Dios su gracia. Esto es para nosotros un misterio impenetrable. Lo que sí sabemos con toda certeza es que Dios da al pecador gracia suficiente para que se salve si quiere, y que el que se condena es porque quiere. Aquí entra de lleno el problema de la libertad. Es ésta un don tan precioso, que por ella el hombre se parece a Dios más que por ninguna otra facultad. Es tal el respeto que Dios tiene a nuestra libertad, que antepone este respeto al deseo que tiene de nuestra felicidad. Al obrar libremente mostramos la caballerosidad o la villanía de nuestro corazón. Somos libres para amar a Dios sobre todas las cosas, y somos también libres para blasfemar y renegar de nuestro Hacedor; es decir, somos libres para escoger a Dios y salvarnos, y no somos menos libres para huir de Dios y condenarnos. No culpemos a Dios; culpémonos a nosotros mismos. Supongamos que Dios no pudiese crear un alma que previo se había de perder por el abuso de su libre albedrío y por su terquedad en resistir a la gracia divina. La consecuencia entonces sería ésta: todos los hombres, por el mero hecho de haber sido creados, y sin esfuerzo. alguno por su parte, estarían infaliblemente seguros de que se habían de salvar. En tal caso, correrían parejas la virtud y el vicio. No habría entonces sanción alguna por la ley moral.
¿Cuál es la doctrina de la Iglesia en lo referen te a los tormentos del infierno?
La Iglesia no ha definido nada acerca de la naturaleza de los tormentos que los condenados padecen en el infierno. Los teólogos convienen en que los condenados padecen un doble tormento, a saber: la pena de daño y la pena de sentido. La pena de daño consiste en la separación eterna que media entre Dios y el condenado, y en la convicción que éste tiene de que se condenó porque quiso (Mat. XXV, 41; Luc. XIII, 27; Apoc. XXII, 15).
Este es el tormento más angustioso, como dicen los Santos Padres. San Agustín dice que no conocemos un tormento que se le pueda comparar; y, según San Juan Crisóstomo: "El fuego del infierno es insoportable, y sus tormentos atroces; pero aunque se junte en uno el fuego de mil infiernos, no es nada comparado con el tormento que causa la convicción de que está uno excluido de Dios y de la visión beatífica en el cielo, odiado de Cristo, y obligado a oír de sus labios el "no te conozco" (Hom in Hat 23, 8).
La pena de sentido consiste en el tormento del fuego, tan frecuentemente mencionado en la Escritura (Mat. XIII, 30-50; XVIII, 8; Marc. IX, 42; Lucas XVI, 24; 2 Tes 1, 8; Apoc. XIX, 20). Se cree que el fuego del infierno, aunque real, no es material como el nuestro. Sabemos que las almas de los condenados estarán separadas de sus cuerpos hasta el día del juicio universal, y que los cuerpos serán entonces de tal naturaleza, que no los podrá destruir el fuego. Discutir la naturaleza de esos cuerpos me parece perder el tiempo en divagaciones. Mejor es confesar de una vez nuestra ignorancia. El cuerpo en sí es incapaz de padecer. Lo que padece es el alma, por ser el principio vital del cuerpo.
¿No le parece a usted que es injusto castigar unos años de pecado con un castigo eterno?
No, señor. No debemos establecer la comparación entre la cortedad de esta vida y la eternidad, sino entre la obstinación eterna del pecador y la santidad de Dios, "cuyos ojos son demasiado puros para contemplar el mal" (Habacuc 1, 13). Aunque viviese el pecador diez mil años en este mundo, el problema seguiría lo mismo, pues diez mil años son un soplo comparados con la eternidad. En realidad de verdad, deberíamos dar gracias a Dios por la cortedad de esta vida, gracias a la cual el peligro de caer es menor. No es el tiempo, sino la voluntad la que juega en esto el papel principal. Basta un minuto para escoger entre Dios y Satanás. Díganlo, si no, la conversiones a la hora de la muerte. Dios nos está diciendo en todo momento: "Te doy a escoger entre la vida o la muerte, entre la maldición y la bendición. Escoge, pues, la vida" (Deut. XXX, 19).
¿No sufre el hombre bastante en esta vida sin que sea necesario que Dios le sepulte luego en el infierno? ¿No bastaría un castigo temporal en la otra vida?
Nadie niega que el hombre tiene que pasar por una serie de pruebas, algunas muy costosas y dolorosas. El gusano de la conciencia nunca se cansa de roer cuando las cosas no van bien con Dios. Los mismos vicios son un manantial perenne de enfermedades, y las consecuencias de la mala vida son siempre desastrosas. Pero no es imposible mellar el aguijón del gusano de la conciencia para que no nos molesten más sus rejonazos, ni faltan medios para neutralizar los malos efectos del vicio, ni escasean los recursos con que podamos salir airosos de la posición vergonzosa en que nos precipitó nuestra vida silenciosa (cf. Balmes, Cartas a un escéptico, capítulo 3).
Precisamente una de las pruebas de la inmortalidad del alma es el hecho de que la maldad no castigada en esta vida exige que Dios la juzgue y la castigue en la otra. "Ay de vosotros los ricos (malos), que tenéis acá vuestra consolación" (Luc. VI, 24). "Hijo, acuérdate de que tú recibiste durante tu vida las cosas buenas y Lázaro las cosas malas; pero ahora él es consolado y tú eres atormentado" (Luc. XVI, 25). Con estas palabras nos enseña Jesucristo que los malos pueden vivir muy contentos en esta vida, pero que les espera el castigo en la otra.
Es curioso que los protestantes del siglo XVI negaron el purgatorio e insistieron ahincadamente en los tormentos del infierno, y los protestantes del siglo XX rechazan el infierno y quisieran que todos los castigos de la otra vida se pagasen en el purgatorio. Las dos negaciones van igualmente contra la Escritura y contra la tradición. El purgatorio no es sanción suficiente. Si el hombre supiera que no había condenación eterna, este mundo sería un caos. Un porcentaje elevadísimo de hombres se daría al vicio sin restricción alguna. Es. pues, menester que haya un infierno eterno para que el hombre, si no por amor, por el temor al menos, guarde la ley moral y se someta a Dios, su Creador y Redentor.
Parece que esta doctrina del infierno va contra el espíritu moderno.
De acuerdo. Supongo que por "espíritu moderno" entenderá usted el espíritu de estos incrédulos de nuestros días, que niegan la existencia de un Dios personal, que rechazan la divinidad de Jesucristo y su muerte redentora, que ponen en tela de juicio la libertad de la voluntad y la existencia del pecado, y, finalmente, se mofan de la autoridad divina, desconociendo la Escritura y la tradición apostólica. Los Estados modernos tienden a ser cada vez más indulgentes con los criminales, y si el reo es persona influyente, o por sus riquezas o por su situación política, se hace la vista gorda y se le deja en libertad. Ninguna nación toleraría hoy las mazmorras donde gemían los presos en épocas anteriores y con razón. Asimismo, se está haciendo mucho ambiente contra la pena de muerte, abogando por castigos meramente correctivos. Las leyes humanas están sujetas a cambios y mudanzas. La ley eterna de Dios no cambia con las leyes de los hombres. La doctrina sobre el infierno no nació de cabezas educadas en un ambiente de crueldad y fanatismo, sino que nos fue revelada por Jesucristo como la sanción y reivindicación de la ley moral. Los católicos no caerán jamás en la tentación de cambiar el significado de la revelación de Jesucristo por el mero hecho de que los nervios de los sentimentalistas modernos enfermen y se descompongan.
¿Qué quieren decir aquellas palabras del Credo de los apóstoles: "Bajó a los infiernos"? ¿Bajó Jesucristo al infierno de los condenados? ¿Qué cosa es el limbo?
Dice así el catecismo del Concilio de Trento: "Profesamos que inmediatamente después de la muerte de Jesucristo su alma bajó al infierno, y habitó allí todo el tiempo que el Cuerpo estuvo en el sepulcro; y que la única Persona de Jesucristo estuvo al mismo tiempo en el infierno y en el sepulcro... Hay que entender aquí por infierno aquellas moradas secretas donde estaban detenidas las almas que no habían obtenido aún la felicidad celeste."
Esta doctrina, definida formalmente por el cuarto Concilio de Letrán, está claramente contenida en la Escritura. "Pero Dios le ha resucitado, librándole de los dolores del infierno, siendo, como era, imposible quedar El preso en tal lugar" (Hech. II, 24). "Mas ¿por qué se dice que subió, sino porque antes había descendido a los lugares más ínfimos de la tierra?" (Efes. IV, 9). "En el cual (en el Espíritu de Dios) fue también a predicar a los espíritus encarcelados" (1 Pedro III, 19). Nuestro Señor mismo se refirió con frecuencia a este limbo de los Padres, donde estuvieron detenidos los justos hasta el día de la Ascensión, bajo la figura de un banquete (Mat. VIII, 11) o de una fiesta nupcial (Mat. XXV, 10). También lo llamó "seno de Abraham" en la parábola de Lázaro y el rico Epulón (Luc. XVI, 22), y "paraíso" en las palabras que dirigió al buen ladrón desde la cruz (Luc. XXIII, 43). Al presentarse allí Jesucristo, aquellas almas juntas empezaron a gozar de la visión beatífica, y el limbo quedó de repente cambiado en cielo. Por limbo de los niños se entiende el estado de felicidad natural de que gozan los que mueren en pecado original sin haber cometido jamás pecados personales graves. Santo Tomás opina que los niños gozan de felicidad positiva, estando unidos con Dios por un conocimiento y un amor proporcionados a su capacidad.
BIBLIOGRAFIA.
Apostolado de la Prensa, El dogma del infierno.Id., Eternidad de las penas del infierno.
Bonett, La filosofía de la libertad.
Bremond, Concepto católico del infierno.
R. Amado. ¡Si habrá infierno!
Portugal, La bondad divina.
Rosignoli, Verdades eternas.
Sutter, El diablo.
Martínez Gómez, El infierno.
Bujanda, Teología del más allá.
Id., Angeles, demonios, magos... y Teología Católica.