El Apóstol de Italia San Bernardino de Sena escribe una espiritual enseñanza convenientísima para cuando en una familia enferma cualquier personas, y dice el glorioso santo, que la primera diligencia ha de ser el recurso a Dios nuestro Señor, de quien depende la viday la muerte, como lo dice la divina Escritura (Eccli. XI, 14).
Todos los de la casa, dice el Santo, se han de confesar, y purificar sus conciencias, para que sus peticiones sean gratas al Señor, acordándose de lo que dice David, que si Dios atiende y observa las iniquidades en el corazón humano, dejará de atender a las oraciones y peticiones de la misma criatura, que por el pecado mortal es enemiga suya: Iniquitatem si aspexerit in corda meo, non exaudid Dominus (Psalm., LXV, 18).
Hecha esta primera diligencia, que es la mas importante, se ha de recurrir a los medios humanos; porque de todo se sirve Dios nuestro Señor; y se ha de llamar al médico terreno, porque Dios crió la medicina, como dice el Sabio, y quiere que honremos a los médicos, por la necesidad que de ellos tenemos, como también se dice en el sagrado texto (Eccli., XXXVIII, 1).
Ante todas cosas el enfermo se lia de confesar bien, porque si su enfermedad fuere castigo de alguna culpa suya, si no quita la causa, no se quitará el efecto; y aunque llame todos los médicos del mundo, no acertarán a curarle; porque no hay remedio contra la voluntad de Dios (Eccli., XXXVIII, 15).
A mas de lo dicho, debe poner su voluntad la persona enferma con perfecta resignación en la disposición divina, sin apetecer con exceso la vida ni la muerte, la salud ni la enfermedad, dejándose todo en la voluntad de Dios; y desengáñense los enfermos, que si Dios no quiere, el médico no acierta (Prov., VI, 15).
La seráfica madre santa Teresa de Jesús deseaba mucho la salud de una religiosa enferma, y multiplicaba las oraciones por ella para que no muriese, si fuese la voluntad divina, por la mucha falta que la parecía habia de hacer en su convento. Estando la santa madre en este fervoroso deseo, entró el médico en la celda de la paciente, y vió la santa que un ángel corría un velo a los ojos del médico, y a la sierva de Dios la dijo no se fatigase, porque el Altísimo quería a aquella criatura suya para la gloria, y no acertaría el médico su curación, porque no quería el Señor darla salud.
Si prosigue la enfermedad, deben los diligentes padres de familia recurrir a las diligencias espirituales de la Iglesia, para que el enfermo reciba en tiempo oportuno los santos sacramentos, que dan y aumentan la salud del alma, y también la del cuerpo, cuando es la voluntad del Señor, conforme se explica en el catecismo romano.
Se debe tener mucho cuidado de no caer en aquella fea barbaridad, que vemos experimentada en las casas autorizadas y profanas del mundo, que neciamente imaginan su abreviará la vida del enfermo si le entran con el cristiano desengaño de que le han de dar los sacramentos. Esta barbaridad indigna de católicos la reprenden todos, y pocos la enmiendan.
Un discreto dijo, que regularmente todos los ricos y autorizados del mundo se mueren de repente (Prov., XXIV, 22); porque aun siendo largas sus enfermedades, siempre les dicen que no es cosa de cuidado; y cuando se llega el punto fuerte de decirles que están de peligro, ó ya están espirando, ó les falta muy poco para perder los sentidos y operaciones racionales; con que tan presto están muertos, como saben que se mueren.
Yo no sé adonde está la cristiana conciencia de los asistentes, y cómo no les hace gravísimo escrúpulo el engañar tan gravemente a los moribundos, mediando una cosa de tanta importancia, como es la salvación eterna de sus almas; siendo, como es, estatuto general, que una vez hemos de morir; como dice el apóstol san Pablo (Hebrae. IX, 27).
Verdaderamente que los pobres son en esto y en todo mas felices y bien afortunados, porque claramente se les avisa de su peligro, sin reparo alguno; y teniendo ménos de que disponer, alcanzan mas tiempo para el bien eterno de sus almas. A los pobres dijo Cristo, que eran bienaventurados, y nunca lo dijo a los ricos (Matth., V, 3).
En la divina historia de la Mística Ciudad de Dios se dice una cosa de grandísimo consuelo, y es, que en habiéndole dado el sagrado viático a un enfermo, se queda un ángel de Dios, para que defienda aquella habitación y aposento del paciente de los insultos del demonio, que en aquella hora anda mas solicito, conociendo se le acaba el tiempo; como se dice en el santo concilio Tridentino (Ses. XXIV, c. 10).
Consideren los ricos y autorizados del mundo el grande bien de que privan a sus enfermos, por dilatarles hasta mas no poder, que reciban el santísimo Sacrameuto por viático. Yo he visto sobre esto grandes pesadumbres en algunas casas autorizadas, conjurándose contra el ministro de Dios toda la parentela; y en cierta ocasion quedó bien desengañada de su indigna temeridad, muriémdose el enfermo, aun sin las disposiciones interesales pertenecientes a este mundo.
Y aunque a los médicos del cuerpo pertenece dar aviso puntual del peligro del enfermo, para que reciba los santos sacramentos en tiempo oportuno; le embarazan muchas veces los parientes con sus inconsiderables representaciones, y esperanzas vanas de que tiempo habrá, que ya querrá Dios, que mejor será aguardar hasta mañana; y no saben los ignorantes, si para el enfermo habrá mañana, como para otros no la ha habido; y aunque mañana viva, no saben si se le habrá turbado la cabeza y perdido el juicio: Ne glorieris in crastinum, dice un proverbio de Salomon.
En lo que mucho importa, conviene andar a lo seguro; y el mismo Dios dice, que si hoy se oye su voz, no se deje el responder para mañana (Psalm., CXIV, 8). No le matará al enfermo el santísimo Sacramento, que lo es de vida. A la primera insinuación del médico se ha de atender, sin alegar excusas. Si el enfermo se muriese sin el consuelo del sagrado viático, nada le aprovecharán las insipiencias de los que dicen: ¡Quién lo creyera! ¡quién lo pensará! Estas son salidas de necios.
Contra los médicos descuidados, que no ordenan el sagrado viático en el principio de la grave enfermedad, hay apretadísimos decretos apostólicos (Ex Const. Pii V); y disponiéndolo el médico, por no faltar a su conciencia, deben los parientes no faltar a la suya, oponiendo razones frivolas y mundanas para que no se ejecute lo que el médico juzga conveniente. No se ande en contemplaciones humanas sobre cosa que tanto importa.
Eos diligentes y virtuosos padres de familia procuren andar muy desvelados en este punto principalísimo de su obligación; y pues asisten al cuerpo del enfermo para que se cure, no pongan en olvido su alma, para que se salve. Bueno es dar de comer al enfermo para que no se muera; pero desengáñense, que como dice el Espíritu Santo, hay un manjar mejor que otro: Est cibus cibo melior; y este manjar mejor es el que está preparado para el alma en el Santísimo Sacramento de la Eucaristía (Eccli., XXXVI, 20).
Sea quien fuere el enfermo que los virtuosos padres de familia tuvieren en su casa, será bien que luego recurran humildes y caritativos al Médico celestial, que es Cristo Señor nuestro, como lo hicieron la Cananea por su hija, la Magdalena por su hermano, y el fervoroso Centurión por su criado. Para este fin hará la espiritual diligencia que dejámos advertida con el serafín de Sena.
El ministro de Dios para la confesion sacramental sea siempre el que pidiere el enfermo (Trid., ses. XIV, c. 6, de Extr. Unct.); pero estén advertidos los padres de familia, que si el enfermo no les pide confesor determinado, sino el que le quisieren llamar, no le llamen al mismo confesor con quien los amos se confiesan, sino otro desconocido, pero docto y virtuoso; porque el demonio en todo tiempo anda muy desvelado, y trabaja con mayor astucia en el tiempo de las graves enfermedades, como ya lo dejámos advertido.
Desde el punto que la persona enferma se pone de cuidado, procuren los padres de familia, que allí no se tengan conversaciones ociosas, ni ménos jocosas y de risa; porque aquel precioso tiempo ya no es para reir, sino para llorar las culpas, hacer actos heroicos de las tres virtudes teologales, Fe, Esperanza y Caridad, desear ver a Dios, hacer fervorosos actos de contrición, perdonar injurias, llamará la Virgen santísima y a los santos del cielo, y sobre todo invocar el dulcísimo nombre de Jesús, y esperar firmemente de la infinita misericordia de Dios nuestro Señor el perdon de sus pecados y la salvación eterna de su alma, por los infinitos merecimientos de nuestro Señor Jesucristo. Una es la entrada de todos los hombres en el mundo, dice Salomon, y es llorando, y semejante ha de ser la salida (Sap., VII, 6).
Si no se hallare presente algún señor sacerdote, cuando el enfermo se pone a morir, cualquiera seglar caritativo será bien que despierte en el moribundo los afectos referidos, y otro eche agua bendita sobre la cama, y por todo el aposento, para que huyan los demonios, y no se acerquen al paciente, que esta es la maravillosa virtud del agua bendita, como ya lo dejámos explicado en otra parte: otros digan el credo, otros la salve, y todos la letanía de la Virgen santísima, para que la soberana Reina de los ángeles asista al pobre enfermo en aquella última hora.
En orden a los testamentos, lo mejor seria tenerlos hechos en perfecta salud, y no dejarlos para la presura inevitable de la última enfermedad. San Agustín dice, que regularmente la penitencia de los enfermos es enferma, y lo mismo puede entenderse de todas las disposiciones testamentales, que piden tiempo libre, y el de las últimas angustias es muy apresurado.
Mil excusas dan los mortales inconsiderados para no hacer en sana salud sus testamentos, diciendo se han de variar las cosas de su casa; pero no advierten, que eso tiene fácil remedio, porque en los testamentos se puede añadir, quitar y mudar; pues no tiene cumplida permanencia el testamento hasta la muerte del testador, como lo escribe el apóstol san Pablo (Hebrae., IX, 17).
Algunos ignorantes dicen, que si explican su voluntad, tendrán muchas pesadumbres con las personas interesadas; pero no consideran que lo mismo será a la hora de la muerte, y con mas peligrosa molestia. A mas, que para evitar ese grave inconveniente, se halla un remedio fácil, que es hacer el testamento cerrado. Si vive, nadie sabe lo que ha dispuesto; y si muere, no habiéndose de leer su testamento sino en presencia de su cuerpo difunto, no tendrá qué sentir, y habrá cumplido con su conciencia, sin respetos humanos. Uno ha de ser nuestro cuidado, y es de no errar, como dice el apóstol (Gal., VI, 7).
En esta materia sustancial viven ciegas muchas personas; porque conociendo que si mueren sin hacer su testamento, se han de seguir muchos pleitos y graves inconvenientes, no hay remedio para que se dejen convencer de la razón, y tengan hecho su testamento para todo caso. Quiera Dios no les falte el tiempo, como al rico fatuo, de quien dice el evangelio, que hacia la cuenta de su vida muy larga, y le salió muy corta (Luc., XII, 9 et 20).
No son aquellas últimas horas de la vida mortal para embarazar con pesadumbres, amarguras, inquietudes y pleitos sobre las disposiciones de los bienes terrenos, sino para llenarlas con actos heróicos de las virtudes teologales; comprendiendo bien, que en aquel último tiempo cada punto vale una eternidad. Quien tiene bien hecho el testamento en perfecta salud, tiene mucho andado para morir con sosiego santo, y descansar en paz con los dichosos que menciona en su Apocalipsis san Juan evangelista.
Algunos testamentos escandalosos suelen hacerse dejando en olvido las precisas obligaciones de hijos y parientes, y llamando a los extraños. Esto verdaderamente no parece hien, ni es lícito el hacerse; porque el mismo Dios dice, que si vieres al pobre desnudo, le socorras, pero que no desprecies tu carne y sangre (Isai., LVIII, 7). Entre dos igualmente necesitados, antes el propio que el extraño.
Es el testamento la última y perpétua voluntad de la criatura, firmada con su muerte; por lo cual no es para despiques humanos el último testamento de los hombres. Donde cayere el leño, allí quedará para siempre, dice el Sabio en sus verdaderos desengaños (Eccli., XI, 3). El testamento es para morir, y con la muerte se eterniza; y el morir no es para explicar venganzas con las disposiciones injustas, sino para perdonar ofensas, para que Dios nos perdone, así como nosotros perdonamos.
Otros testamentos se descubren injustos con motivos aparentes de obras pias, dejando pereciendo el hijo al padre, y el padre al hijo y al pariente cercano. Buena es la oferta a la Iglesia, y a la religión y al templo santo, pero ha de ser atendiendo primero a la obligación que a la devocion. Primero es sustentar al padre y a la madre, que ofrecer al templo, como lo dijo el Maestro soberano en su santo evangelio. (Matth., XV, 5, et seq.)
Otro desorden escandaloso hay en algunos testamentos; y es, que olvidando las madres a sus propios hijos con insipientes confianzas, dejan absolutamente su hacienda a sus maridos por complacerlos, y sucede muchas veces que se casan con otra mujer, y los hijos del primer matrimonio quedan perdidos. Yo no sé con qué conciencia pueden las madres desheredar a sus hijos, teniendo derechos los hijos de la hacienda de sus padres. Las riquezas las dan los padres a los hijos, dice Salomon (Prov., XIV, 11).
Algunas veces sucede también, que las mujeres de pocos años de matrimonio mueren sin tener hijos, y dejan toda 1a hacienda absolutamente a sus maridos, sin atender a sus padres, que se la ganaron, y se la dieron de buena voluntad. Esta es una tiranía escandalosa. Dicen que la señora usa de su derecho: yo digo que abusa. No siempre conviene todo lo que se puede, dice san Pablo (I Cor., X, 12).
Que al marido se le deje un reconocimiento de amor, está bien; pero no conviene dejarle la hacienda, viviendo aun sus padres que la dieron su ser.
Yo conocí a una pobre señora, que con sus arbitrios y desvelos habia juntado hasta quinientos escudos, los cuales dió en dote a una hija suya. Esta vivió solos ocho meses, y en su testamento los dejó todos a su marido, y en ese brevísimo tiempo se quedó su pobre madre sin hija, y sin el caudal que la habia costado de ganar muchos años. ¿Quién puede decir que esto sea bueno? La justicia no puede ser injusta; ni sobre fundamento de injusticia se puede levantar cosa firme, como dice Jeremías profeta en cap. XXII, 13.
Otro yerro capital suelen hacer algunos hombres perdidos y necios contra sus mujeres y contra sus hijos; y es, hacer obligar a sus pobres mujeres sus haciendas y dotes en algunas escrituras de grandes intereses. De esto resulta, que si el marido falta, su mujer queda perdida, y sus hijos en la calle; y no hay constante fortaleza en algunas pobres señoras para resistirse a esta injusta violencia y cruel tiranía de sus maridos; ni estos quieren atender a lo que dice el Sabio, que quien sale fianza por otro, deja clavadas sus manos para que le desnuden si quisieren (Prov., XII).
Se han visto horrores en estos puntos principales de testamentos disparatados y obligaciones fatuas, que llaman confidenciales; pero no son sino insipientes y necias, porque corren los tiempos, mueren los hombres, salen las escrituras, y alegándose por los pobres hijos, que aquellas obligaciones y empresas de sus padres se hicieron en confianza, les responden, que se ha de estar a lo escrito, y con eso hemos acabado con todo. Así se cumple la sentencia que dice, lloran los pobres hijos los yerros de sus infelices padres. (Eccli., XIV, 8 et seq.)
R.P. fray Antonio Arbiol
LA FAMILIA REGULADA
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