Sobre el Santísimo Rosario
Del 8
de Septiembre de 1892
Venerables
Hermanos: Salud y bendición apostólica
I.
Amor y gratitud de León XIII a María
Siempre
que se Nos presenta ocasión de excitar y aumentar en el pueblo cristiano el
amor y el culto de la augusta Madre de Dios, Nos sentimos llenos de
satisfacción y felicidad, no solamente por la excelencia y la múltiple
fecundidad del asunto en sí mismo, sino porque responde dulcemente a los
sentimientos más íntimos de Nuestro corazón. En efecto, la devoción a María
Santísima, devoción que, por decirlo así, Nos recibimos con la leche que Nos
nutrió, ha ido creciendo y arraigándose en Nuestra alma a medida de la edad,
según íbamos viendo más claramente cuán digna de amor y veneración es
Aquélla a quien el mismo Dios amó y prefirió desde el principio sobre todas
las criaturas, y a quien, enriqueciéndola con señaladísimos privilegios,
escogió para Madre suya. Las muchísimas y espléndidas pruebas de generosa
bondad con que Nos ha favorecido, y que no podemos recordar sin que los ojos se
Nos llenen de lágrimas de gratitud, son nuevos y poderosos estímulos para
mantenernos fieles a tal devoción. Porque en las muchas, varias y difíciles
circunstancias de nuestra vida recurrimos siempre a la Santísima Virgen, a Ella
volvemos amorosamente Nuestro ojos, y, desahogando en su corazón temores y
esperanzas, la hemos pedido siempre que se digne asistirnos piadosa como madre,
y nos alcance la gracia de que podamos corresponder a su amor con un verdadero
cariño filial. Elevado más tarde, por inescrutable designio de la Providencia,
a esta Sede del bienaventurado Apóstol San Pedro, es decir, a representar en la
Iglesia la Persona misma de Jesucristo, movido por la inmensa pesadumbre
del cargo y desconfiando de Nos mismo con afecto más intenso aún, buscamos el
divino auxilio en la maternal protección de la Santísima Virgen. Y -¡bien se
alegra Nuestra alma al publicarlo!- Nuestra esperanza, como en otro tiempo, pero
más especialmente en el desempeño del supremo Apostolado, ni fue vana ni fue
estéril.
II.
Celebración del mes del Rosario
Así
es que ahora, bajo los auspicios y por la mediación de la Virgen, esta misma
esperanza se levanta más confiada y ardorosa para obtener por su intercesión
mayores bendiciones y gracias que produzcan dichosamente la salud de la
cristiana familia, juntamente con la mayor gloria de la Santa Iglesia. Oportuno
es, por consiguiente, Venerables Hermanos, que renovando por vuestro medio
Nuestros consejos, excitemos a todos Nuestros hijos, a fin del que el próximo
mes de Octubre, consagrado a Nuestra Reina y Señora del Rosario, se celebre por
todos con el aumento del fervor que exigen las necesidades, cada vez más
apremiantes y angustiosas.
III.
Maldad y corrupción de la época
Sabido
es de todos por qué abundancia y variedad de medios corruptores la malicia del
siglo se esfuerza arteramente en disminuir, y, si pudiera, destruir enteramente
en las almas la fe cristiana y el respeto a la ley divina, que alimenta y hace
fructífera a la fe de tal modo, que podría decirse que el soplo de la
ignorancia, del error y de la corrupción se extiende funesto por doquiera,
esterilizando y desolando el campo evangélico. Y lo más triste de todo es que,
esa tan perniciosa y desvergonzada audacia, en vez de ser reprimida y castigada
por quienes pueden y tienen estrecha obligación de hacerlo, encuentra en ellos
indiferencia y hasta protección para proseguir su obra devastadora.
Síguese
de aquí cuán justamente hay que lamentar que deliberadamente se arroje a Dios
de las escuelas públicas, cuando en ellas no se ve blasfemado, y que se dé
impúdica licencia para imprimir y decir cuanto se quiera en afrenta de Cristo y
de la Iglesia Católica, Ni hay menos motivo para deplorar el abandono y tibieza
con que se va mirando por muchos la práctica de los deberes cristianos, lo
cual, si no es franca apostasía, es, en realidad, una inclinación hacia ella,
por l mismo que la común norma de vida va apartándose cada vez más de los
preceptos de la fe. No es, pues, maravilla que con tanta ruina y perversión las
naciones giman bajo la diestra justiciera del Señor y tiemblen consternadas
ante el temor de mayores desventuras.
IV.
Remedio de males y arma: el Rosario
Para
aplacar a la ofendida Majestad Divina y oponer el oportuno remedio a los males
que lamentamos, no hay, seguramente, medio más adecuado que la ferviente y
perseverante oración, siempre que vaya unida, por supuesto, a la celosa
práctica de la vida cristiana, para conseguir todo lo cual estimamos
singularmente oportuno el Santo Rosario, cuya eficacia claramente se ve cuánta
sea en su conocidísimo origen, hermosa página de la historia que muchas veces
hemos recordado.
Cuando
la secta de los Albigenses, llena de aparente celo por la integridad de la fe y
la pureza de las costumbres, las escarnecía públicamente y en muchas comarcas
labraba la perdición de los fieles, la Iglesia combatió contra todas las
torpísimas formas de aquel error sin más armas ni otras fuerzas que las del
Santo Rosario, cuya institución y predicación fue inspirada al glorioso
patriarca Santo Domingo por la Santísima Virgen. Por tal medio la Iglesia
salió victoriosa, y como en aquélla tempestad la Iglesia ha podido después,
con triunfos siempre espléndidos, proveer al bien común. Pero en las
circunstancias actuales, circunstancias que lamentan todos los buenos, que son
tan tristes para la Religión y tan nocivas para la sociedad, conviene de un
modo especialísimo que, unidos todos en concordia de pensamiento y acción,
supliquemos e instemos a la Virgen Santísima por medio del Santo Rosario a fin
de experimentar en nosotros mismos sus potentísimos efectos.
V.
María, Madre de Misericordia
Recurrir
a María Santísima es recurrir a la Madre de la Misericordia, dispuesta de tal
modo en nuestro favor que cualesquiera que sean nuestras necesidades y,
especialmente las del alma, movida por su misma caridad y aun adelantándose a
nuestras súplicas, nos socorre siempre y siempre nos infunde los tesoros de
aquélla gracia con que desde el principio la adornó Dios para que fuera digna
Madre suya. Entre todas las demás, esta especialísima prerrogativa es la que
coloca a la Santísima Virgen encima de todos los hombres y de todos los
ángeles, y la que la acerca a Dios: "Gran cosa es en cualquier santo
que tenga tanta gracia que baste para la salvación de muchos; pero cuando
tuviese tanta que bastase para la de todos los hombres, esto constituiría
máxima virtud, como fue en Cristo y en la Virgen María" [i].
Así, pues, cada vez que la saludamos con la salutación angélica, y
repitiéndola, tejemos en honor de la Virgen una devota corona, verdaderamente
no se puede decir cuán grato es a sus ojos nuestro obsequio. Con aquel saludo
le recordamos su exaltación sublime y el principio de nuestra salud en la
encarnación del Verbo, y al mismo tiempo su divina e indisoluble unión con las
alegrías y dolores y con las humillaciones y los triunfos de su Hijo Jesús en
el gobierno y la santificación de las almas. Que si en su inmensa bondad quiso
Él parecerse tanto a los hombres que se llamó y se presentó como Hijo del
Hombre, y por consiguiente, hermano Nuestro, a fin de que brillara más su
misericordia, debió en todo asemejarse a sus hermanos para ser
misericordioso [ii];
del mismo modo la Virgen Santísima, que fue elegida para ser Madre de Nuestro
Señor Jesucristo, que es Nuestro hermano, tuvo entre todas las madres la
misión singularísima de manifestarnos y derramar sobre nosotros su
misericordia. De aquí se sigue que, así como somos deudores a Cristo por
habernos comunicado en cierto modo su propio derecho para llamar Padre a Dios y
tenerle por tal, también le somos deudores de habernos comunicado benignamente
el derecho de llamar madre a María Santísima y de tenerla por tal. La misma
naturaleza ha hecho dulcísimo este nombre y ha señalado a la madre como tipo y
modelo del amor previsor y tierno; pero aunque la lengua no acierta a
expresarlo, las almas piadosas experimentan y saben lo que esa ardiente llama de
caridad es en María nuestra Madre, no según la naturaleza, sino por
Jesucristo.
VI.
María puede y desea socorrernos
María
conoce todos nuestros negocios, sabe los auxilios que necesitamos, ve los
peligros públicos o particulares que nos amenazan, y los trabajos que nos
afligen; pero singularmente descubre los terribles enemigos con quienes tenemos
que luchar para la salvación de nuestras almas, Y en todas estas pruebas y
peligros, cualesquiera que sean, María puede eficazmente, y desea
ardientemente, venir en auxilio de sus amados hijos, por lo cual hemos de acudir
a María alegres y confiados, invocando esos lazos maternales que la unen a
Jesús y a nosotros. Invoquemos su socorro humilde y devotamente,
valiéndonos de la oración que Ella misma nos ha enseñado, y que tan agradable
le es, y abandonémonos con corazón gozoso y confiado en lo brazos de nuestra
mejor Madre.
VII.
El Rosario enseña las principales verdades de nuestra fe
A
las ventajas que procura el Rosario en virtud de la misma oración que lo
compone, se añade otra, ciertamente bien noble, que consiste en el facilísimo
medio que proporciona de enseñar las principales verdades de nuestra santa fe.
Por la fe se acerca directa y seguramente el hombre a Dios y aprende a reconocer
con el corazón y el entendimiento la unidad y la majestad inmensa de su
naturaleza y su universal dominio, y lo sumo de su saber, poder y providencia, por
cuento el que llega a Dios debe creer que Dios existe y que es remunerador de
los que le buscan [iii].
Mas desde que el Verbo se hizo carne y se nos mostró visiblemente camino,
verdad y vida, es necesario que nuestra fe abrace también los altos misterios
de la augustísima Trinidad de las Personas y del Unigénito del Padre, hecho
Hombre: La vida eterna consiste en conocerte a Ti, solo Dios verdadero y a
Jesucristo, a quien Tú enviaste [iv].
Inestimable beneficio de Dios es la fe, por la cual no solamente somos
levantados sobre todas las cosas humanas para ser como espectadores y
partícipes de la naturaleza divina, sino además constituye para Nosotros un
preciosísimo mérito para la vida eterna; tanto es así, que alimenta y
fortifica a la par Nuestra esperanza de llegar algún día a contemplar sin
velos y gozar sin límites de la esencia de la infinita bondad, que ahora apenas
podemos entrever y amar en la pálida semejanza de las cosas
creadas.
VIII.
Nos recuerda los principales misterios
Pero
son tales y tantos los cuidados y distracciones de la vida que, sin el frecuente
auxilio de las enseñanzas, el cristiano desmiente fácilmente las grandes
verdades que más debía conocer, verdades que la ignorancia va oscureciendo
cuando no es que destruye totalmente la fe. En su maternal vigilancia, la Santa
Iglesia no omite medios a fin de preservar a sus hijos de ignorancia tan
funesta, y ciertamente no es el último entre los que recomienda, la práctica
del rezo del Santo Rosario. Porque se une en el Santo Rosario, la hermosísima y
fructuosa oración ordenadamente repetida, la enunciación y consideración de
los principales misterios de nuestra Religión. Así es, en verdad. Primero nos
recuerda los que se refieren al Verbo, hecho hombre por nosotros y a María,
Virgen inmaculada y madre, que con santa alegría desempeña con Él los oficios
maternos; luego los dolorosos de Nuestro Señor, sus tormentos, su agonía, su
muerte, precio infinito de nuestro rescate; finalmente los misterio de gloria:
el triunfo sobre la muerte, la Ascensión al cielo, la venida del Espíritu
Santo, con más la glorificación admirable de Nuestra Señora y, con la Madre y
el Hijo, la gloria inmarcesible de todos los santos.
Esta
serie de inefables misterios se trae diariamente a la memoria de los fieles y
quedan bien manifiestos ante sus mismos ojos, por donde rezando bien el Santo
Rosario se experimenta dentro del alma una suavísima unción, como si oyéramos
la voz misma de nuestra tierna Madre celestial que amorosamente Nos instruyese
en los divinos misterios y Nos dirigiera por el camino de la salvación. No hay
exageración en afirmar que no debe temerse que la ignorancia y el error
destruyan la fe en las comarcas, las familias y las naciones donde la práctica
de rezar el Santo Rosario se mantenga en el primitivo honor.
IX.
Su influjo en nuestras acciones
No
es menos recomendable y preciosa otra ventaja que la Iglesia quiere
cuidadosamente procurar a sus hijos con el Rosario, a saber, el más esmerado
celo en conformar su vida a la norma de costumbres trazada en el Santo
Evangelio. en efecto: si es cierto, como todos lo creen fiados en la divina
palabra, que la fe sin obras está muerta [v],
puesto que la fe vive de la caridad y ésta es fecunda en buenas obras, de nada
servirá al cristiano para alcanzar la vida eterna el tener fe si no obra
cristianamente. ¿De qué servirá, hermanos míos, el que uno diga tener fe,
si no tiene obras? ¿Por ventura, a este tal la fe podrá salvarle? [vi]
Antes bien ha de decirse que en el tribunal de Dios este género de cristianos
son más culpables que los infelices que ignoran la fe, porque estos tales, como
carecen de la luz del Evangelio, no viven como aquellos, contradiciendo sus
creencias con sus obras, y su ignorancia les hace, en algún modo, excusables o
menos culpables. Así, pues, para que a la fe que profesamos corresponda gran
abundancia de frutos, en los mismos misterios que va contemplando la mente ha de
inflamarse la voluntad para obrar virtuosamente.
X.
Ejemplos de Cristo
La
obra de la Redención consumada por Nuestro Señor Jesucristo, ¡cómo
resplandece maravillosamente fértil en hermosísimos ejemplos! Por exceso de
caridad hacia los hombres, Dios, desde su omnipotente grandeza se humilla a la
ínfima condición humana, vive entre los hombres como uno de ellos, les habla
como amigo, enseña a los individuos y a las multitudes y les instruye en todos
los órdenes de la justicia, dejando trasparentarse en la excelencia de su
magisterio el esplendor de su autoridad divina; a todos se acerca benéfico;
compasivo como padre; cura a los que sufren de los males del cuerpo, y más
todavía, les remedia los del alma, diciéndoles: Venid a Mí todos los que
andáis agobiados con trabajos y cargas, que Yo os aliviaré [vii].
Y cuando nos estrecha sobre su Corazón y descansamos en Él, nos infunde aquel
místico fuego que le trajo del cielo a la tierra, nos comunica piadoso la
mansedumbre y humildad que en Él atesora, para que gocen nuestras almas de
aquélla paz celestial que sólo Él puede y quiere darnos: Aprended de Mí,
que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis el reposo para vuestras almas [viii].
XI.
Ingratitud y gratitud humanas
Con
tanta luz de celestial sabiduría, con tan gran número de beneficios como
venía a hacer a los hombres, no solamente no consigue su amor, sino se atrae el
odio, la injusticia y la crueldad humanas, y, derramada toda su Sacratísima
Sangre, expira clavado en una cruz, aceptando gustoso la muerte para dar vida a
los hombres. Al recordar memorias tan tiernas, no es posible que el cristiano no
se sienta hondamente conmovido de gratitud hacia su amantísimo Redentor; y el
ardor de la fe, si ésta es como debe ser, que ilustra el entendimiento del
hombre y le toca en el corazón, le excitará a seguir sus huellas hasta
prorrumpir en aquélla protesta tan digna de un San Pablo: ¿Quién podrá
separarnos del amor de Cristo? ¿Será la tribulación? ¿o la angustia? ¿o el
hambre? ¿o la desnudez? ¿o el riesgo? ¿o la persecución? ¿o la espada? [ix]
Yo vivo, o más bien no soy yo el que vivo, sino que Cristo vive en mí [x].
XII.
Ejemplos de virtud de María
Para
que la humana flaqueza no se acobarde con los altísimos ejemplos del
Hombre-Dios, a la vez que los misterios del Hijo se nos ofrece la contemplación
de los de su Santísima Madre, que aunque nacida de la regia estirpe de David,
nada le queda del esplendor y riquezas de sus mayores. Vive ignorada en humilde
ciudad, y en casa más humilde todavía, contenta con su pobreza y soledad, en
que su alma puede más libremente elevarse a Dios, su amor y suma delicia. Pero
el Señor es con ella y la llena y hace dichosa con su gracia; y de ella, a
quien se lo anuncia el celestial mensajero, deberá nacer en carne humana por
obra del Espíritu Santo, el esperado Redentor de las gentes. A tanta
exaltación, cuanto mayor es su asombro y más engrandece el poder y sabiduría
del Señor, tanto más profundamente se humilla, recogiéndose dentro de sí
misma; y mientras queda hecha Madre de Dios, ante Él se confiesa y ofrece
devotísima esclava suya. Como la ofreció santamente con pronta generosidad,
comienza aquélla comunidad de vida que deberá perpetuarse con su divino Hijo,
así en los días de gozo como en los de dolor; y alcanzará de este modo gloria
tan subida que ningún hombre ni ningún ángel le aventajarán nunca, porque
ninguno se le comparará en la virtud y los méritos. Será Reina del cielo y de
la tierra, de los ángeles y de los hombres, porque será Reina de los
mártires. Se sentará en la celestial Jerusalén al lado de su Hijo, ya que
constante en toda la vida y singularmente en el Calvario, bebiera con Jesús el
amarguísimo cáliz de la Pasión. Ved pues, cómo la Bondad y la Providencia
divinas nos muestran e María el modelo de todas las virtudes, formado
expresamente para nosotros; y al contemplarla y considerar sus virtudes, ya no
nos sentimos cegados por el esplendor de la infinita majestad, sino que,
animados por la identidad de naturaleza, nos esforzamos con más confianza en la
imitación.
XIII.
Con su socorro es fácil imitarla
Si
implorando su socorro nos entregamos por completo a esta imitación, posible nos
será reproducir en nosotros mismos algunos rasgos de tan gran virtud y
perfección, y, copiando siquiera aquélla su completa y admirable resignación
con la voluntad divina, podemos seguirla por el camino del cielo. Al cielo
peregrinamos, y por áspero y lleno de tribulaciones que el camino sea, no
dejemos, en las molestias y fatigas, de tender suplicantes Nuestras manos hacia
María y de decirle con palabras de la Iglesia: A ti suspiramos gimiendo y
llorando en este valle de lágrimas... Vuelve a nosotros esos tus ojos
misericordiosos... Danos una vida pura; ábrenos seguro camino, para que viendo
a Jesús nos alegremos eternamente [xi].
Y María, que aunque no lo ha experimentado, conoce bien la debilidad de nuestra
corrompida naturaleza, y que es la mejor de las madres, pronta y benigna se
moverá a socorrernos, confortándonos y alentándonos con su virtud. Y si
seguimos constantemente el camino que se regó con la sangre de Jesús y las
lágrimas de su bendita Madre con seguridad y sin grandes trabajos llegaremos a
participar también de su inmarcesible gloria.
XIV.
El Rosario y la Sagrada Familia
Así
pues, el Rosario de Nuestra Señora, en el cual se hallan eficaz y
admirablemente reunidos una excelente forma de oración, un precioso medio de
conservar la fe, y ejemplos insignes de perfección y virtud, merece, por todos
los conceptos, que los cristianos lo tengan frecuentemente en la mano y lo recen
y mediten. Y de un modo especialísimo, recomendamos la práctica de esta manera
de orar a los individuos de la Asociación Universal de la Sagrada Familia,
bella Asociación que recientemente hemos alabado y dado en forma regular
Nuestra aprobación. Si el misterio de la vida de silencio y oscuridad de
Nuestro Señor en la casa de Nazaret constituye la razón de ser de esa
Asociación, en la cual las familias cristianas se aplican con todo celo a
imitar los ejemplos de aquélla Sagrada Familia, divinamente constituida,
también es verdad que la Sagrada Familia está íntimamente relacionada con los
misterios del Rosario, principalmente con los gozosos, todos los cuales se
condensan en el hecho de que, después de haber manifestado su sabiduría en el
templo, Jesús "fue con María y José a Nazaret, a allí vivió
sometido a ellos" [xii],
preparando en cierto modo los otros misterios que más tarde habían de
referirse a la divina enseñanza y redención de los hombres. Los asociados de
la Sagrada Familia deben considerar cuán propio es de ellos ser devotos
del Rosario, y aún sus propagadores.
XV.
Indulgencias
Por
Nuestra parte, mantenemos y confirmamos los favores e indulgencias concedidos en
años anteriores a los que cumplen regularmente, durante el mes de Octubre, las
condiciones prescriptas sobre este particular, y esperamos mucho, Venerables
Hermanos, de vuestra autoridad y celo para que se suscite, siquiera en las
naciones católicas, una santa emulación de piedad para tributar a Nuestra
Señora, que es auxilio de los cristianos, el devoto culto del Rosario.
XVI.
El Papa profesa su amor a María y pide amor al pueblo cristiano
Para
terminar esta exhortación como la hemos empezado, queremos declarar nueva y
más expresamente todavía, lo afectos de devoción y confiada gratitud que
experimentamos hacia Nuestra Señora la Madre de Dios, Pedimos al pueblo
cristiano que al pie de los altares de María Santísima ruegue por la Iglesia,
tan combatida y probada en estos tiempos de desorden, y también por Nos, que
nos hallamos en edad tan avanzada, abrumado de trabajos, en lucha con todo
género de dificultades, y que sin contar con ningún socorro humano dirigimos
el timón de la nave de la Iglesia. Nuestra confianza en María, en esta tan
benigna y amorosa Madre, diariamente se acrece con la experiencia y Nos llena de
júbilo. A su intercesión debemos los numerosos e insignes beneficios que hemos
recibido del Señor; a Ella atribuimos también, en la efusión de Nuestra
gratitud, el favor que Nos ha alcanzado de llegar al año quincuagésimo de
Nuestra consagración episcopal. Porque es muy grande tal favor, como lo han de
ver cuantos consideren el largo espacio de tiempo que Nos llevamos en el
ministerio pastoral, agitado por gravísimos cuidados, y muy principalmente
desde que gobernamos toda la grey cristiana. Durante todo este tiempo, conforme
lo exige la condición de la vida humana, y se observa en los misterios de la
vida de Nuestro Señor y de su Santísima Madre, no Nos han faltado motivos de
júbilo, ni tampoco de dolor. Unos y otros, sometiéndonos agradecidos en todo a
la voluntad del Señor, hemos procurado que redunden en bien y decoro de la
Iglesia, y puesto que lo que Nos resta de vida no diferirá de los que hemos ya
vivido, si brillasen para Nos nuevas glorias, o si Nos entristecieran nuevos
dolores, o si algún nuevo destello de gloria se añadiera a Nuestro
Pontificado, todo lo aceptaremos con igual espíritu y los mismos afectos, y con
la mirada y el corazón puestos en Dios, esperando únicamente de Él el premio
de la celestial recompensa. Nos gozaremos en repetir aquellas davídicas
palabras: Sea bendito el nombre del Señor... No a nosotros, Señor, no a
nosotros sino a tu Nombre, da toda gloria [xiii].
A decir verdad, de Nuestros hijos, cuya piedad y benevolencia Nos es bien
conocida, más que alabanzas y fiestas, esperamos singularmente solemnes
acciones de gracias a la soberana bondad del Señor, y súplicas y oraciones por
Nos, y Nos sentiremos felices si alcanzan que tanto como Nos quede de fuerzas y
vida y haya en Nos autoridad y gracia, otro tanto resulte en bienes para la
Iglesia, y sobre todo la vuelta y reconciliación de los enemigos y de los
extraviados, a quien Nuestra voz está llamando hace tanto tiempo.
XVII.
Fiesta jubilar del Papa
Que
Nuestra fiesta jubilar, si es que el Señor Nos concede llegar a ella, sea
ocasión para todos Nuestros amadísimos hijos de recoger abundantes frutos de
justicia, de paz, de prosperidad, de santificación, y de todo bien, que es lo
que suplicamos a Dios en Nuestro paternal afecto, y lo que decimos con sus
propias palabras: Escuchadme vosotros, que sois prosapia de Dios, y brotad
como rosales plantados junto a las corrientes de las aguas. Esparcid suaves
olores como el Líbano. Floreced como azucenas; despedid fragancia y echad
graciosas ramas, y entonad cánticos de alabanza y bendecid al Señor en sus
obras. Engrandeced su Nombre y alabadle con la voz de vuestros labios, y con
cánticos de vuestra lengua, y al son de las cítaras... Con todo el corazón y
a boca llena, alabad a una y bendecid el Nombre del Señor [xiv].
Dígnese
Dios benigno, por mediación de la Santísima Reina del Rosario, perdonar a los
impíos, que se ríen de lo que ignoran, si se burlasen de estos consejos y
deseos. Y vosotros, Venerables Hermanos, en prenda del favor divino y testimonio
de Nuestra especial benevolencia, recibid la Bendición Apostólica, que
amorosamente en el Señor os concedemos a vosotros y a vuestro clero y
pueblo.
Dada
en Roma, junto a San Pedro, el 8 de septiembre del año 1892, decimoquinto de
Nuestro Pontificado. León XIII
[i]
Sto
Tomás, op. 8 super salut. angelica.
[ii]
Hebr.
2, 17.
[iii]
Hebr.
9, 6.
[iv]
Juan
17, 3.
[v]
Santiago, 2, 20.
[vi]
Santiago, 2, 14.
[vii]
Mat. 9, 28.
[viii]
Mat. 9, 29.
[ix]
Rom.
9, 35.
[x]
Gal.
2, 20.
[xi]
Sagrada
liturgia. De la "Salve".
[xii]
Luc.
2, 51.
[xiii]
Sal.
112, 2: 113, 9.
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