Están tomadas de los Santos Padres.—Todas, inmediatamente o mediatamente, se refieren a la divina maternidad.
Volvamos con la Teología sobre la doctrina expuesta por los Santos Padres, no para completarla, sino para sistematizar las pruebas, y así demostrar, si posible fuera, con más evidencia aún, cómo todo, en esta cuestión, se refiere a la maternidad divina y todo se deduce de ella.
I. Ante todo, como ya hemos comprobado, de la concepción del Verbo en el seno inmaculado de María, en otros términos, de la maternidad divina resulta inmediatamente la razón última de la Asunción. "Hay —dice Bossuet— un encadenamiento admirable entre los misterios del Cristianismo, y el de la Asunción de María tiene una relación particular con la Encarnación del Verbo Materno. Porque si la divina María recibió al Salvador Jesús, justo es que el Salvador reciba, a su vez, a la Bienaventurada María, y no habiéndose desdeñado de descender a Ella, debía, pues, elevarla a sí para hacerla entrar en su gloria..." (Bossuet, exordio del serm. 1 para la fiesta de la Asunción). En efecto, como quiera que se considere este misterio, pide como consecuencia la Asunción de la santa Madre de Dios. Su Hijo es la vida por esencia, y el autor de la vida; poseerle por algunos momentos en el Sacramento de su amor, es recibir en sí un germen de resurrección y de inmortalidad. ¿Se puede creer, después de esto, que aquella que es Madre de la Vida se convierta en pasto de la corrupción, y que habiendo poseído tan particularmente en su carne el principio de la inmortalidad gloriosa, no ocupe un orden aparte de la común victoria sobre la muerte? (San Germán, de Constant., y todos los demás).
Ahondemos más en el misterio de la Encarnación del Verbo. Ya vimos, cuando hablábamos de las armonías de la divina maternidad, cuán celoso se mostró Jesucristo de presentarse en el mundo como Hijo del hombre, y para tener este título, para ser de nuestra estirpe, tomó carne de una madre mortal. Con frecuencia, en el Evangelio se da este nombre, delante de sus amigos y de sus enemigos. El Hijo del hombre es el que anuncia la buena nueva; el Hijo del hombre es el que hace la voluntad de su Padre; el Hijo del hombre, el que padece y muere en la cruz; pero también es el Hijo del hombre quien sale vivo y glorioso del sepulcro y va a sentarse a la diestra del Padre, de donde bajará a juzgar a los vivos y a los muertos. Juan, en su Apocalipsis, lo contempló como Hijo del hombre, coronado con todo el esplendor de su poder, y las Escrituras casi se cierran con este mismo título (Apoc., XIV, 14; I, 3). ¿No es pues, cosa conveniente que, queriendo recibir como Hijo del hombre las adoraciones, no sólo de la tierra, sino del cielo tenga alli cerca de su cuerpo, el cuerpo inmaculado de su Madre, como un argumento sensible y palpable de esa cualidad de que hizo tanta estima?
Por doquiera se revelan nuevas armonías entre la Encarnación del Hijo y la Asunción de la Madre. Es justo que la recepción hecha por Jesús a María responda a la que María hizo en si misma a Jesús, cuando vino a Ella. Sabemos que María no recibió a Jesús a medias. Antes de concebirlo en sus purísimas entrañas, lo había concebido ya en su corazón, de tal modo, que la recepción en la carne iba indisolublemente unida a la recepción que había tenido lugar en el alma. Y siendo esto asi, ¿por qué Jesucristo al llamar a su Madre a compartir sus triunfos, no había de darle como un doble nacimiento, es decir, el nacimiento del alma y el del cuerpo, a la vida gloriosa? ¿Qué cosa más natural que llamarla a sí toda entera, cuando Ella toda entera lo había recibido?
Recordemos, en fin, esta última deducción que leemos en San Andrés Cretense (hom. 2, in Dormit. S. M. Deip. P. G., XCVII, 1032, sq.; col. m. 1, 1056). Después de haber demostrado el Santo Obispo cuánto convenía al Verbo encarnado preparar a su Madre un destino semejante al suyo, trae como testimonio el sepulcro mismo de María; porque, estando vacío, es una atestación sin réplica de que el tesoro que encerraba fue transportado, no a cualquier lugar desconocido de la tierra, sino al cielo.
Entiéndase bien la fuerza del argumento (Aunque supongamos que el sepulcro es desconocido, el argumento conserva toda su fuerza). El sepulcro de la Virgen no guarda ya su precioso depósito; nadie en el mundo puede preciarse, ni se preció nunca, de poseer aquellos despojos virginales. Por consiguiente, el cuerpo de nuestra Santísima Madre resucitó, como el del Señor. Y ¿por qué esta conclusión? Porque si se hubiera consumido todo en el sepulcro, si la piedad de los cristianos no hubiera podido arrancar de la destrucción la menor partícula, hubiera hecho Jesucristo menos por su Madre que por millares de sus elegidos. En efecto, los cuerpos de los Santos, sin hablar de aquellos que la mano divina ha conservado incorruptos; de esos cuerpos, decimos, por descompuestos y deshechos que estén por la muerte, consérvanse reliquias en nuestros altares, engastadas en oro y piedras preciosas, y nuestros homenajes los vindican, en cierto modo, del oprobio de la tumba. Y mientras el Señor honra de este modo los restos mortales de sus amigos, porque fueron templos del Espíritu Santo e instrumentos de la justicia, el lecho del Esposo encarnado, el arca de la santificación, el tabernáculo mil veces más puro y sagrado que todo corazón de hombre, aquel que los Santos Padres nos representaron todo resplandeciente con el oro del Espíritu Santo, ¿permanecería perdido en la destrucción común, ignorado hasta la hora del último despertar y privado del honor del cielo y de la tierra?
¿Quién podrá admitir esto y quién no pensará, al sostenerlo, que ofende más al Hijo que a la Madre? Se ha de confesar, con la antigua tradición de los cristianos y con toda la Iglesia, que el cuerpo de la Madre de Dios no hizo más que pasar por la muerte, y que, reunido prontamente con su alma bienaventurada, fue llevado de la tierra al cielo incorruptible y glorioso. Pensar de otro modo, repetimos, sería hacer injuria al amor, al respeto, a la gratitud del mejor de los hijos hacia la más santa y más amante de las madres.
Consideremos, además, con nuestros antiguos doctores, que, en virtud del misterio de la Encarnación del Verbo en el seno de la Virgen, la carne de Jesús y la de María son una misma carne. ¿Y va a dividirse, en cierto modo, esta carne entre el cielo y la tierra, entre el esplendor del triunfo y la ignominia del sepulcro? ¿Allí, revestida de gloria y de incorruptibilidad; aquí, pasto de gusanos, polvo y ceniza? Parecería que Jesucristo no había subido entero a la gloria; algo suyo quedaría en manos de la muerte, y su victoria sobre ella tendría alguna sombra. Entonces, verdaderamente, la carne de Jesús podría decir a la de María: "Yo no me creo bastante glorificada mientras no estés también tú glorificada" (San Hildebert. Pedro de Cella (Moutier-le-Celle), Ludovico Blosio, el Traité de l'Assumption, etc.).
Y ¿por qué no lo hemos de decir con los Santos Padres? La demostración palpable de que Nuestro Señor quiso darnos de nuestra futura resurrección no tendría, sin la resurrección de su Madre, toda la fuerza de convicción que ahora tiene. Para que la duda sea como imposible, no nos basta el saber que nuestra carne vive eternamente en una persona divina; necesitamos verla glorificada en una pura criatura como nosotros, y esta persona creada debe ser, entre todas, la Madre de nuestro Salvador. ¿Por qué? Porque ninguna otra lo ha merecido como Ella, por razón de su maternidad; porque, no habiendo estado ninguna otra tan unida con la sangre al Redentor, su singular resurrección es, por eso mismo, el testimonio más indudable de la virtud vivificante propia de la sangre divina; porque Ella, la Mujer por excelencia, saliendo del sepulcro es especialmente para su sexo, la prenda palpable de resurrección, como Jesucristo lo fue para el hombre; en fin, por que Ella es, en virtud de su maternidad divina, la Madre universal de los hijos de adopción, y la suerte de los hijos debe ser algún día conforme con la de su Madre.
En conformidad con estas ideas, exhortaba San Bernardo a sus oyentes, después de haber descrito la alegría del cielo a la llegada de la Madre de Dios, a compartir este gozo, aunque María dejase la tierra: "Nosotros tampoco —le decía— tenemos aquí morada permanente; ¿no deseamos aquella donde la Virgen bendita hace y su entrada? Nuestra Reina se nos ha adelantado, nos precede, es tal el esplendor de su triunfo, que nosotros, sus siervos, tenemos esperanza de seguirla. Sí, le suplicamos, llenos de confianza: ¡atráenos en pos de Ti! (Cant. I, 3). Peregrinos del destierro, hemos envíado delante de nosotros una abogada admirablemente hábil para negociar los intereses de nuestra causa, puesto que es la Madre del juez, la Madre de la Misericordia y nuestra Madre" (San Bernard., in Assumpt., serm. 1, n. 1 et 2. P. L., CLXXXIII, 415)
II. Si en la maternidad divina, considerada en si misma, hallamos títulos positivos del privilegio de la Asuncion, no los hallaremos menos en las prerrogativas derivadas de la maternidad. Ya dejamos asentado, cuando hablábamos de la Concepción Inmaculada de María: todo en Ella es orden y concierto, por lo cual, lo que en otros sería extraordinario, es en Ella como natural (Cf. L. IV, c. 3, n. 1, pp. 255, sqq.) Esta verdad se aplica en particular al Tránsito de la Madre de Dios, después de una vida como la suya, su muerte hubiera tenido el mismo carácter y las mismas consecuencias que en los demás hombres; habría en esto una manifiesta anomalía que no se podría ni explicar, ni justificar. Un destino común y ordinario por término de una vida en que todo hasta entonces había sido sobrenatural y milagroso, sería una disonancia en el más hermoso de los conciertos. Tal fue una de las razones más poderosas que tuvieron los Santos Padres para afirmar el misterio particular de la Asunción (Juan de Eucania, San Andrés de Creta, San Juan Damasceno, etc.).
Pero no solamente del conjunto de las prerrogativas de María se deduce la Asunción, sino también de cada una de ellas considerada en su realidad particular. El primer misterio que debemos considerar es el de la Concepción inmaculada de María; añadámosle su corolario natural, que es la gracia de la integridad, es decir, la extinción de la concupiscencia y de todo desorden de los sentidos. ¿Quién no ve que ese privilegio debía eximir a la Santísima Virgen de la sentencia pronunciada contra Adán prevaricador y contra su descendencia: "Polvo eres y en polvo te convertirás"? (Gen. III, 19). Porque, en efecto, "el pecado entró en el mundo por un solo hombre, y la muerte por el pecado; y así, la muerte ha pasado a todos los hombres por aquel en quien todos pecaron" (Rom., V, 12). El introductor de la muerte es el pecado original. Con él penetra en los hijos de Adán; por él se deposita su germen en todos los hombres que vienen a este mundo. El acto mismo que transmite la vida al nuevo ser lo condena a la muerte, porque lo hace pecador. Así, estas dos muertes, la del cuerpo y la del alma, están unidas la una a la otra por un lazo de origen, y la una es consecuencia de la otra.
Por eso María, preservada de la muerte del alma por razón de su divina maternidad, debe serlo también de la corrupción, que es propiamente la muerte del cuerpo. La misma ley que nos sujeta a nosotros a la corrupción, la exceptúa a Ella; porque, según esta ley, la muerte es efecto del pecado. Para que María la sufriera, hubiera sido preciso un milagro, pero un milagro de disfavor para con Ella, pues hubiera pasado por una degradación cuyo título y primer germen no había recibido.
Murió, sin embargo; pero con una muerte que no es la de los pecadores (De aquí la condenación de la proposición 73 de
Bayo: "Nemo, praeter Christum, et absque peccato originali: hinc Beata
Virgo mortua est propter peccatum ex Adamo contractum..." (Denzinger,
Enchiridion, n. 953)). La muerte, como efecto del pecado, trae consigo la corrupción de la carne, de esta carne de pecado que, aun después de la purificación del alma, ha de ser destruida y renovada antes de participar de la vida gloriosa. Por lo cual, no a la muerte sencillamente, sino a la muerte que disuelve y corrompe, condenó el Soberano Juez al hombre caído y culpable (Gen., III. 29). Pero no podía ser, ni fue así, la muerte de la inocentísima María. Si convino que viviese, como nosotros, en un cuerpo pasible, y que su alma bienaventurada se separase por un instante de su cuerpo, fue esto consecuencia de una economía superior, cuyas razones hemos dado más arriba; pero estas mismas razones no pedían más que un Tránsito breve, en que no tuviese parte la corrupción, en que la mortalidad se apresuraría a dejar sitio a la inmortalidad (Cf. L. VIII, c. 1, pp. 476, sqq.).
Y da a esta prueba una confirmación más decisiva el don de integridad, fruto inmediato de la Concepción inmaculada de María, como quiera que por sí solo demuestra que ese cuerpo virginal no es la carne de pecado, el cuerpo de muerte (Rom., VII, 24; VIII, 3) que pesa sobre el alma, que la aprisiona, y que no podría poseer el reino de Dios (I Cor., XV, 50) mientras no sea totalmente reformado sobre el modelo del Adán celestial (Phil., III, 12).
A estos títulos, los Santos Padres han añadido, de común acuerdo, la santa virginidad. "Ella es —dice Bossuet, resumiendo lo que aquéllos escribieron— como un bálsamo divino que preserva de corrupción el cuerpo de María, y quedaréis convencidos si meditáis atentamente cuánta fué la perfección de su pureza virginal" (Bossuet, serb. 1, por la féte de l'Assumption, punto segundo). Dios mismo, a quien nada se le oculta, no descubrió nunca en Ella la menor mancha. Nada impuro, nada manchado en su alma; ni un deseo, ni un movimiento, ni un atractivo que no fuera inmaculado, y nada en sus miembros que no respondiese a la pureza de su alma. La misma gloria de la maternidad, que en las otras mujeres es incompatible con la virginidad del cuerpo, elevó la de María a un grado eminente, la convirtió en la plenitud misma de la virginidad. Ya lo dejamos demostrado de manera que no es preciso insistir en este punto; pero sí conviene recordar que este privilegio de la virginidad fue lo que preservó a esta Bienaventurada Madre de los ataques de la muerte común y le valió el no entrar sn el sepulcro sino para dejar en él la mortalidad.
Porque, ¿cómo admitir que el seno virginal de Maria, prevenido con tanta pureza, colmado de tantas bendiciones, revestido de tantas gracias, angelízado, por decirlo así, terminase en esa horrible descomposición que vemos, en un cadaver, y que el mismo Dios, que para glorificar la viriginidad libra a veces de la corrupción los despojos mortales de sus vírgenes, no preservase más gloriosamente los de la Virgen por excelencia? ¿Cómo concebir que aquel mismo poder y aquel mismo amor que fueron tan celosos en conservar la integridad de la Madre divina antes del parto, en el parto y después del parto, la olvidase después hasta dejar que se convirtiese en un montón de podredumbre? ¿No sería esto desmentirse a si mismo y quebrantar su designio primero? (Tal fué la fuerza de esta prueba, que llegó,
según hemos visto, hasta hacer dudar a San Epifanio de la muerte misma de
María: "Tibi Rex omnium Deus quae supra naturam sunt, impertit, impertit: sicut enim
in partu te virginem custodivit ita in sepulcro corpus tuum servavit
incorruptum, divinaque translatione glorificavit, te matrem utpote
filius donis augens." (Joan Damasc., In Menaeis, dic. 15 aug. ad Matut.)).
Pero no paran aquí las divinas armonías de los privilegios de la Virgen con su Asunción. Según veremos pronto, María, en cuanto Madre, estuvo asociada a Jesucristo en la Cruz para hacer morir allí nuestra común muerte. La parte única que tomó en los padecimientos y en el triunfo de su Hijo basta, a quien lo sepa entender, para ver en Ella un doble titulo a la resurrección anticipada que celebra la Iglesia. Un titulo en la comunidad de padecimientos (Luc., XXIII, 25 sq.). Por éstos entró el Hijo viviente en su gloria; luego su Madre debió seguirlo, por cuanto estuvo igualmente asociada a su martirio. Otro título, en la comunidad del triunfo: porque ¿podríase decir que con su Hijo y por su Hijo triunfó de la muerte y de la corrupción, si, mientras Él rompe los lazos con que quiso la muerte aprisionarlo, María quedase cautiva de ella y encadenada hasta el fin de los siglos? Parécenos que los ángeles y los santos del cielo se asombrarían, y con razón, si no viesen sentada junta al Triunfador de la muerte, con su carne glorificada, a la Mujer compañera de su lucha y particionera de su victoria sobre esa misma muerte.
J.B. Terrien S.J.
MARIA MADRE DE DIOS...
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