(Pág. 9-20)
Por: JOSEPH RODDY.
Revista LOOK
25 Enero 1966.
En la sencillez de su fe la mayoría de los católicos apoyan sus creencias en las difíciles preguntas y no bien maduradas respuestas del catecismo. Los niños en las escuelas de la Iglesia memorizan sus páginas, que difícilmente olvidan el resto de su vida. En el catecismo aprenden que el dogma católico no cambia y más vivamente que los judíos mataron a Jesucristo. Por causa de este concepto cristiano, el antisemitismo se propagó, como una enfermedad social, por el organismo del género humano, durante 20 siglos que han pasado desde la muerte de Cristo. Su virulencia ha crecido en ocasiones y en ocasiones ha disminuido, pero antisemitas nunca han dejado de existir. Las mentes enfermas, siempre prontas a argumentar en todas las materias, parecen que se han unido en todas las ocasiones pare despreciar y atacar a los judíos. Fue un convenio de caballeros lo que llegó hasta la culminación de Auschwitz.
Es verdad que son pocos los católicos que directamente enseñan a odiar a los judíos. Sin embargo, la doctrina católica no había podido eludir la narración del Nuevo Testamento, según la cual los judíos provocaron la Crucifixión. Las cámaras de gas fueron tan sólo la última prueba de que los judíos no habían sido todavía perdonados. Pero la mejor esperanza de que la Iglesia de Roma no aparecerá de nuevo complicada en un genocidio de esta magnitud es el capítulo IV de la "Declaración (Conciliar) acerca de la Relación de la Iglesia con las Religiones no-Cristianas", la cual declaración fue promulgada por Paulo VI, como ley de la Iglesia, casi al fin del Concilio Vaticano II. En ningún lugar de su declaración o de sus discursos desde la Cátedra de San Pedro, el Papa menciona a Jules Isaac. Pero, quizás el Arzobispo de Aix, Charles D. Provencheres haya dejado perfectamente esclarecida la ingerencia de Isaac, en la proclamación de este decreto cuando dijo: "Es un signo de los tiempos el que un seglar y sobre todo un seglar judío haya originado un decreto del Concilio".
Jules Isaac era un famoso historiador, un miembro de la Legión de Honor y un Inspector de las escuelas en Francia. En 1943, tenía él 66 años de edad y vivía una vida desolada cerca de Vichy, después de que los alemanes se habían apoderado de su esposa y de su hija. Desde entonces, Isaac no podía menos de cavilar constantemente sobre la apatía con que el mundo cristiano había contemplado el hado de los judíos incinerados.
Su libro "Jesús e Israel" fue publicado en 1948, y su lectura impulsó al Padre Paul Démann a revisar cuidadosamente los textos escolares y a comprobar así la amarga queja de Isaac, según la cual los católicos, inadvertidamente, si no con toda intención, habían enseñado este desprecio y este odio hacia los judíos. Gregori Baum, sacerdote agustino, nacido en la ortodoxia judía, llamó a este libro "un conmovedor relato del amor que Jesús había tenido por su Pueblo, los judíos, y del desprecio y odio que, más adelante, los cristianos habían abrigado hacia ellos".
El libro de Isaac fue ampliamente difundido. En 1949, el Papa Pío XII concedió una breve audiencia a su autor. Pero debían pasar 11 años más para que Isaac pudiera ver una esperanza verdadera. A mediados de junio de 1960, la Embajada de Francia en Roma introdujo a Isaac a la Santa Sede. Isaac quería ver personalmente a Juan XXIII; sin embargo, él fue conducido ante el Cardenal Eugenio Tisserant, quien lo envió a entrevistarse con el archiconservador Cardenal Alfredo Ottaviani. Ottaviani, a su vez, lo envió al anciano Cardenal Andrés Jullien, de 83 años de edad, quien con la mirada fija y sin manifestación alguna de emoción, escuchó las palabras con que Isaac trataba de demostrar que la doctrina católica conducía inevitablemente al anti-semitismo.
Cuando hubo terminado su exposición, el judío calló, como si esperase una reacción del Cardenal, pero Jullien se mantuvo como una piedra: Isaac, que estaba medio sordo, fijamente observaba los labios del Prelado. El tiempo pasaba, y ninguno de los dos hablaba. Isaac pensó salir del aposento, pero antes decidió hacer esta pregunta: "¿A quién tengo que entrevistar yo para plantear este terrible problema?"; y, después de otra larga pausa, el viejo Cardenal finalmente dijo: 'A Tisserant". Isaac replicó que ya había visto a Tisserant. Otro largo silencio siguió luego. La siguiente palabra del viejo Cardenal fue: "Ottaviani". Isaac insistió diciendo que ya lo había visto. Y. al fin, después de otra pausa de silencio, brotó la tercera palabra: "Bea". Con esta consigna, Jules Isaac se encaminó a ver a Agustín Bea, el único jesuita miembro del Colegio de Cardenales, Tudesco de origen. "En él, dijo Isaac más adelante, encontré luego un decidido y poderoso colaborador".
Al día siguiente, Isaac tuvo un apoyo más fuerte. Juan XXIII, de pie, en el pasillo de los aposentos Papales del cuarto piso, estrechó la mano de Jules Isaac y le hizo sentar después a su lado. "Yo me presenté, como un no-cristiano, el promotor de la Amistad Judeo-Cristiana, un hombre muy sordo y viejo, dijo Isaac". Juan habló largamente de su devoción por el Antiguo Testamento, de su estancia como diplomático en Francia y preguntó a su visitante dóndo había nacido. Comprendió Isaac entonces que el Sumo Pontífice quería charlar con él y empezó a preocuparse por la manera cómo debía él dirigir esta conversación hacia el tema anhelado. "Vuestra política, dijo el judío al Papa, ha despertado grandes esperanzas en el Pueblo del Antiguo Testamento". Y agregó luego: "¿No es este mismo Papa, con su gran bondad, responsable de que nosotros hayamos concebido mejores esperanzas?". Juan sonrió afablemente. Isaac había ganado para su causa a uno que quería escucharle. El judío dijo después al Papa, que el Vaticano debería estudiar el anti-semitismo. Juan contestó entonces que él había estado pensando desde el principio de su conversación con el judío, la conveniencia de hacer este estudio. "Yo pregunté luego si podía yo llevar conmigo algún rayo de esperanza", recordó Isaac más adelante. A lo que Juan respondió diciendo que tenia derecho a algo más que a una esperanza; y, haciendo a los límites de su soberanía, añadió: "Yo soy la cabeza, pero debo consultar también a otros... esta no es una Monarquia absoluta". Para mucha gente en el mundo el gobierno de Juan parecía ser una monarquía benévola. Por causa suya, muchas cosas habían acaecido entre el catolicismo y el Judaismo.
Meses antes de que Isaac expusiese su querella en contra de los "Gentiles", el Papa Juan había organizado un Secretariado del Vaticano para la Promoción de la Unidad Cristiana, bajo la dirección del Cardenal Bea. Este Secretariado tenía por objeto presionar la reunión de la Iglesia Católica con las Iglesias, que Roma había perdido por la Reforma. Después que Isaac se separó, Juan manifestó claramente a los administradores de la Curia Vaticana, que una firme condenación del antisemitismo católico debía salir del Concilio que él había convocado.
Para el Papa Juan, el Cardenal germano era el legislador indicado para ejecutar este trabajo, aun teniendo en cuenta que su Secretariado por la Unidad Cristiana parecía a muchos tener una dirección combativa para realizar con esta base, este nuevo objetivo. Para entonces habíase ya establecido un gran diálogo entre las oficinas del Concilio Vaticano y los grupos judíos, y tanto el Comité judío-Americano como la Liga Anti-Difamatoria de la B'nai B'rith hablaron con vigor y claridad en Roma. El Rabino Abraham J. Heschel, del Seminario Teológico Judío de Nueva York, que había conocido 30 años antes en Berlín la personalidad y las actividades de Bea, entró en contacto con el Cardenal en Roma. Ya Bea había leído "La Imagen de los Judíos en la Enseñanza Católica", escrita y publicada por el Comité Judío Americano. Esta obra fue seguida por otro estudio del mismo Comité Judío Americano, de unas 23 páginas, "Los Elementos Antagónicos a los Judíos en la Liturgia Católica".
Hablando en nombre de ese Comité Judío Americano, Heschel manifestó a su Eminencia el Cardenal Bea su esperanza de que el Concilio Vaticano purgaría la doctrina católica de cualquiera palabra que sugiriera que los judíos son una raza maldita. Y, al hacer esto, esperaba Heschel que el Concilio se abstuviese de cualquiera exhortación o sugerencia para invitar a los judios a hacerse cristianos. Por ese mismo tiempo el Dr. Nahum Goldmann en Israel, Jefe de la "Confederación Mundial de Organizaciones Judías", entre cuyos miembros existen judíos de distintas tendencias (desde las más ortodoxas hasta las más liberales), urgía al Papa con idénticas aspiraciones.
La B' nai B'rith pedía a los católicos que desarraigasen de todos los servicios litúrgicos de la Iglesia cualquier lenguaje que, de alguna manera, pudiera insinuar el anti-semitismo. Ni entonces, ni en cualquier tiempo futuro sería fácil el realizar completamente estos anhelos. La liturgia católica, que fue sacada de los escritos de los primeros Padres de la Iglesia, no podría fácilmente tener una nueva edición. Aunque Mateo, Marcos, Lucas y Juan hayan sido mejores evangelistas que historiadores, sus escritos, según el dogma católico, fueron divinamente inspirados; y alterarlos sería tan imposible, por lo tanto, como cambiar el centro del sol. Esta dificultad puso en graves apuros teológicos así a los católicos, que tenían las mejores intenciones, como a los judíos, que tenían la más profunda comprensión del catolicismo. Y, al mismo tiempo, provocó la oposición de los conservadores de la Iglesia y, en cierto grado, las ansiedades de los Arabes en el Medio Oriente.
La acusación de los conservadores contra los judíos era que estos eran deicidas, culpables de dar muerte a Dios en la persona Divino-Humana de Cristo. Y que afirmar ahora que los judíos no eran deicidas era tanto como decir de una manera indirecta que Cristo no era Dios, porque el hecho de la ejecución en el Calvario era incuestionable para la teología católica. Sin embargo, la ejecución del Calvario y la religión de aquellos que creen en ella, son las razones por las cuales los antisemitas vituperan a los judíos como "asesinos de Dios" y, "asesinos de Cristo". Era evidente, por lo tanto, que las Sagradas Escrituras de los católicos tendrían que ser sometidas a juicio, si el Concilio se decidía a hablar acerca de los deicidas y de los judíos. Hombres sabios y viejos mitrados de la Curia aconsejaron que los Obispos del Concilio no debían tocar este tema delicado. Pero, una vez más, Juan XXIII ordenó que el problema se incluyera en la agenda del Concilio.
Si la inviolabilidad de la Sagrada Escritura era el problema más grave de la polémica en Roma, la guerra entre Arabes e Israelíes planteaba en el Oriente otro grave problema. El Israel de Ben-Gurión, según el punto de vista de la Liga Arabe, así como la China de Mao en el mundo fuera de Taiwan, realmente no existe. O solamente existe como un hueso atorado en la garganta de Nasser. Si el Concilio se atrevía a hablar en favor de los judíos, los Obispos Arabes verían el orden espiritual comprometido y sojuzgado por el orden político.
El siguiente paso sería luego el intercambio de diplomáticos, en una noche entre el Vaticano y Tel Aviv. Esta era una crisis que la Liga Arabe pensó poder superar con diplomacia. Los Estados Arabes, en contradicción con la política de Israel, tenían ya entonces algunos embajadores en la Corte Papal. Ellos tenían la consigna de recordar, de la manera más política, a la Santa Sede, que alrededor de 2.756,000 católicos romanos viven en las tierras árabes y mencionar también que 420 mil católicos Ortodoxos, separados de Roma, a los que el papado espera atraer, son también subditos de los países árabes. Obispos de estas dos ramas del catolicismo podían ser asociados para representar sus intereses ante la Santa Sede. Era demasiado pronto para las amenazas. En vez de esas amenazas los Arabes importunaron a Roma para hacerle ver que ellos no podían ser ni antisemitas ni antijudíos. Los Arabes, decían, también somos semitas y, entre nosotros, viven y han vivido miles de judíos refugiados. Los patriotas Arabes son solamente anti-sionistas, porque, para ellos, el sionismo es un complot que pugna por establecer el estado judaico en el centro del Islam.
En Roma, la opinión sostenida por el Medio-Oriente y los elementos conservadores era de que cualquier declaración acerca de los judíos sería inoportuna. Pero en Occidente, en donde solamente en Nueva York, viven 225,500 judíos más que en todo el Estado de Israel, la opinión dominante era que el hacer a un lado esta declaración significaría para el mundo una gran calamidad. Y en este atolladero intervino la ingenua y corpulenta personalidad de Juan XXIII, no para zanjar la disputa, sino más bien para prolongarla. Con una manera de pensar muy suya, el Papa estaba jugando con una idea, que la Curia Romana consideraba grotesca: los credos no católicos deberían enviar sus observadores al Concilio.
La perspectiva de ser invitados no causó ninguna crisis entre los protestantes, pero francamente no fue del agrado de los judíos. Para que acudiesen al llamado pontificio se sugirió a algunos judíos que la teología católica estaba relacionada con la teología judía; pero para permanecer afuera, después de esa invitación, se les hizo notar que los judíos no podían tener particular interés en ningún acercamiento a los católicos, mientras algunos católicos estrechasen las manos del anti-semitismo.
Cuando se supo que la declaración de Bea, enviada para su votación en la Primera Sesión del Concilio, contenía una clara refutación del cargo del Deicidio, el Congreso Mundial Judío hizo correr en Roma la noticia de que el Dr. Haim Y. Vardi, ciudadano del Estado de Israel, asistiría al Concilio como un observador no oficial. Pudiera ser que estos hechos no estuviesen entre sí relacionados, pero es indudable que parecen estarlo. Con estas noticias, se escucharon, en tono más alto, otros reportazgos. Los Arabes se quejaron a la Santa Sede. La Santa Sede respondió que ningún israelíe había sido invitado. Los israelíes negaron que ellos hubiesen nombrado a ningún observador para el Concilio. Los judíos de Nueva York pensaron que un judío americano podría ser el observador. En Roma todo terminó con un cambio en la agenda que hiciese manifiesto a todos el hecho de que la declaración en favor de los judíos no sería puesta a discusión del Concilio en aquella sesión.
Sin embargo, los Obispos tuvieron, fuera del Concilio, abundante lectura relacionada con los judíos. Una agencia publicitaria, suficientemente cercana al Vaticano para tener la dirección en Roma de los 2,200 Cardenales y Obispos que de afuera habían acudido al Concilio, entregó a cada uno de ellos un libro de 900 páginas "II Complotto contra la Chiesa" (El Complot contra la Iglesia). Entre las infamatorias páginas del libro, había algunos vestigios de verdad. La afirmación que dicho libro hace de que la Iglesia había sido infiltrada por los judíos, era una intriga eficaz para los anti-semitas; pero, es un hecho innegable que muchos judíos, ordenados de sacerdotes, estaban trabajando en Roma para obtener esa declaración en favor de los judíos. Entre ellos estaba el Padre Baum, como también Mons. Juan Oesterreicher, miembros del Secretariado de Bea. Y el mismo Cardenal Bea, según el Diario del Cairo "Al Gomhuria", era un judío llamado Behar.
Ni Baum ni Oesterreicher se hallaban con Bea al declinar la tarde del 31 de mayo de 1963, cuando un limousine estaba estacionado, en frente del hotel plaza de Nueva York, esperándole. El "ride" terminó seis calles más adelante, en las afueras de las oficinas del Comité Judío Americano. Allí, un Sanhedrín contemporáneo estaba esperando para dar la bienvenida al Jefe del Secretariado por la Unidad Cristiana. La reunión fue guardada en secreto para la prensa. Bea deseaba que ni la Santa Sede ni la Liga Arabe supiesen que él estaba allí para recibir las preguntas que los judíos deseaban que fuesen contestadas. "No tengo autorización, les dijo Bea, para hablar oficialmente". "Por lo tanto yo solamente puedo decir lo que en mi opinión puede y debe, en verdad, acaecer".
Entonces él explicó el problema. "En términos redondos, dijo, los judíos son acusados de ser culpables del Deicidio y se supone que pesa sobre ellos una maldición". El refutó ambas acusaciones. Porque, según las narraciones de los Evangelios, solamente los jefes de los judíos que estaban entonces en Jerusalén y un grupo muy pequeño de seguidores (de la Ley Mosaica) gritaron pidiendo la sentencia de muerte para Jesús: por lo tanto, "los ausentes y las generaciones de judíos que han nacido después, en manera alguna, dijo Bea, pueden estar implicados en el Deicidio. Por lo que se refiere a la maldición, raciocinó el Cardenal, no puede, en manera alguna, recaer sobre los crucificadores, porque las palabras de Cristo moribundo fueron una oración por su perdón".
Los rabinos presentes en el salón querían saber si la declaración, que el Cardenal Bea estaba preparando, especificaría el Deicidio, la maldición y el repudio divino del pueblo judío, como errores en la doctrina cristiana. Esta pregunta implicaba el problema más delicado del Nuevo Testamento. La respuesta de Bea no fue directa. El hizo ver a sus oyentes que una Asamblea tan heterogénea y difícil de manejar de Obispos, no podía descender a los detalles, a lo más podía convenir en las líneas generales; pero que esperaba lograr presentar de una manera simple lo que era muy complejo. "Actualmente, añadió, es un error buscar la causa principal del anti-semitismo en las solas fuentes religiosas, en los relatos evangélicos, por ejemplo. Estas causas religiosas, como son mencionadas, con frecuencia no son verdaderas causas; son solamente una excusa o un velo para encubrir otras razones más eficientes de la enemistad".
El Cardenal y los rabinos brindaron después de la charla con un vino de honor. Uno de los rabinos preguntó al Prelado sobre Mons. Oesterreicher, a quien muchos judíos consideran demasiado apostólico para conquistarlos. "Eminencia, dijo un reportero judío a Bea, Ud. sabe que los judíos no consideran a los judíos conversos al cristianismo como sus mejores amigos". Bea contestó gravemente: "tampoco nosotros a los cristianos convertidos al judaismo".
No mucho tiempo después de esta entrevista, apareció la obra teatral de Rolf Hochhutz "El Vicario", que presenta a Pío XII como al Vicario de Cristo que permaneció silencioso, mientras Hitler llevó a término la Solución Final.
En las páginas de la revista "América" de los jesuítas, Oesterreicher habló claramente al Comité Judío Americano y a la B'nai B'rith. "Las agencias judías de relaciones humanas, escribió, tienen que hablar claramente en contra de "El Vicario", con términos inequívocos; de lo contrario, ellas nulificarían su propio propósito".
En el "Tablet" de Londres, Juan Bautista Montini, el Arzobispo de Milán, escribió también un ataque a esa obra teatral, en defensa del Papa cuyo Secretariado Substituto de Estado él había sido. Pocos meses después, moría el Papa Juan XXIII y Montini era elegido su sucesor con el nombre de Paulo VI.
En la Segunda Sesión del Concilio, en el otoño de 1963, la Declaración sobre los judíos circuló entre los Obispos como el capítulo IV de la más larga Declaración sobre "El Ecumenismo".
El Capítulo V, que venía en pos del anterior, contenía la igualmente discutida Declaración sobre la Libertad Religiosa. Como sucede con las añadiduras a los proyectos de ley en el Congreso Americano, cada uno de los disputados capítulos era como un pesado vagón enganchado al nuevo tren del Ecumenismo. Casi al fin de esta Sesión, cuando llegó el turno para la votación, sólo debía abarcar los tres primeros capítulos del esquema. De esta manera los dos últimos capítulos (el de los judíos y el de la Libertad Religiosa) quedaron hechos a un lado y esta decisión política evitó el alboroto de un Concilio que con grandes dificultades pretendía ser ecuménico.
A los Obispos se les aseguró que la votación sobre la Declaración judía y la de la Libertad Religiosa vendrían pronto, en otra ocasión más favorable. Y mientras los Obispos esperaban ansiosos esta votación, tuvieron tiempo para leer el escrito "Los Judíos y el Concilio a la Luz de la Escritura y de la Tradición", una obra más pequeña, pero más venenosa que, "II Complotto".
Pero esta Segunda Sesión terminó, sin el voto sobre los judíos o la Libertad Religiosa, con una agria nota, claramente manifiesta, a pesar de la visita anunciada por el Papa a Tierra Santa. Esa peregrinación del Pontífice tenía que dar necesariamente amplio campo para los comentarios de la prensa, pero dejó sin embargo espacio para hacer importantes investigaciones sobre esas dos votaciones que habían sido pospuestas. "Algo ha sucedido detrás de bambalinas", comentó el National Catholic Welfare Conference. "Este es uno de los misterios de la Segunda Sesión".
Dos caballeros judíos que reflexionaron profundamente sobre estos misterios, fueron Joseph Lichten de la B'nai B'rith, Liga Antidifamatoria en Nueva York, de 59 años de edad, y Zacarías Shuster, de 63 años de edad, miembro del Comité Judío Americano.
Lichten que había perdido a sus padres, esposa e hija en Buchenwald, y Shuster, que también había perdido a unos de sus más cercanos parientes, estuvieron entrevistando en Roma a numerosos Obispos y a otros oficiales del Concilio. Estos dos "coyotes" o secretos agentes nunca aparecieron juntos cerca de San Pedro tomando un vino Rosso. Ambos tenían la consigna común de alcanzar la declaración más fuerte posible en favor de los judíos, pero cada uno pretendía el crédito de este triunfo para su propia organización. Esto, naturalmente, si se alcanzaba una declaración verdaderamente fuerte. Mientras tanto cada uno de ellos, independientemente entre sí, debía hacerse presente a la Jerarquía Americana, como el mejor barómetro en Roma para expresar el sentimiento de los judíos fuera de Roma, especialmente en los Estados Unidos.
Para darse cuenta de la marcha del Concilio, muchos Obispos de los Estados Unidos en Roma dependían de lo que podían leer en el periódico "New York Times". Lo mismo sucedía al Comité Judío Americano y a la B'nai B'rith. Ese periódico era el más eficaz para formar la opinión. Lichten pensaba que Shuster era un genio para llenar las páginas de este diario, aunque sus conocimientos teológicos no eran suficientemente profundos. Algo semejante pensaba Shuster sobre Lichten. Ninguno de los dos tomaba en cuenta a Fritz Becker que estaba en Roma como delegado del Congreso Mundial Judío y, sin buscar publicidad, había conseguido alguna.
El Congreso Mundial Judío, según Becker, estaba interesado en el Concilio, pero no pretendía dominarlo. "Nosotros no tenemos los puntos de vista de los Americanos, dijo, para pretender llevarlos a la imprenta".
El que estos temas se llevasen a la prensa empezó, sin embargo, a complacer al Vaticano. Un experto en relaciones públicas hubiera dicho que la Santa Sede se había mostrado poco experta en Tierra Santa. Cuando Paulo oró a lado del Patriarca barbado ortodoxo Atenágoras en el sector de Jordania, la visita pareció muy bien. Pero, cuando entró en Israel, tuvo palabras tajantes para el autor del "Vicario" y un discurso encaminado a la conversión de los judíos. Su visita fue tan corta que ni siquiera llegó a mencionar públicamente al joven país que estaba visitando.
Los observadores del Vaticano que estudiaron todos los movimientos de Paulo en Tierra Santa consideraron que había menos esperanza para una declaración en favor de los judíos. Las cosas se veían con más optimismo en el Waldorf-Astoria de Nueva York. Allí, con motivo del aniversario del Beth Israel Hospital, los invitados se enteraron de que el Rabino Abba Hillel Silver, años atrás, había expresado al Cardenal Francis Spellman los intentos hechos por Israel para obtener un asiento en las Naciones Unidas. Spellman había dicho que, para ayudar a esta causa, él personalmente se dirigiría a los gobiernos de Sud-América para invitarlos a que compartiesen con él el profundo deseo de que Israel fuera admitido. Más o menos por ese tiempo, el Papa americano (Spellman) dijo en una reunión del Comité Americano Judío que era "absurdo mantener que exista o pueda existir cualquiera culpabilidad hereditaria".
En Pittsburg, el Rabino Marc Tanebaum del Comité Americano Judío habló a la Asociación de Prensa Católica, sobre el cargo del Deicidio, y las respuestas editoriales de los periódicos católicos fueron abundantes.
En Roma, seis miembros del mismo Comité Americano Judio lograron tener una audiencia con el Papa. Uno de ellos, Mrs. Leonard M. Sperry acababa de donar el Centro Sperry para la Cooperación de Grupo en la Universidad Pro-Deo de la Ciudad Santa. El Papa dijo a sus visitantes que él estaba de acuerdo con lo que el Cardenal Spellman había dicho acerca de la culpabilidad judía. Esta vez los observadores vaticanos no pudieron menos de cambiar su modo de ver el asunto, augurando ahora un futuro color de rosa para la declaración.
El New York Times tuvo entonces su turno. El 12 de junio de 1964 informó que, en el último esquema de la Declaración, la negación del Deicidio había sido suprimida. En el Secretariado por la Unidad Cristiana del Cardenal Bea, uno de los dirigentes informó solamente que el nuevo texto era más fuerte. Pero ni la mayoría de los judíos, ni muchos católicos lo entendieron así. Antes de esta Sesión del Concilio y mientras el texto estaba todavía sub-secreto, apareció una mañana todo el esquema en el "New York Herald Tribune". No se encontraba allí ninguna mención del cargo del Deicidio. En su lugar había un claro llamamiento para extender el espíritu ecuménico, porque "la unión del pueblo judío con la Iglesia es una parte de la esperanza cristiana".
Entre los pocos judíos, que no se preocuparon al leer esto, se hallaban Lichten y Shuster. Ellos podían ver el esquema de una manera profesional. Ese esquema se lee mejor en el periódico de la mañana tomando una taza de café, que si el Papa mismo estuviese promulgándolo como una enseñanza católica. A otros judíos les causó un efecto galvánico. Su decepción indignó a algunos de los Obispos americanos, y Lichten y Shuster pudieron comprender la causa de esta indignación. Las posibilidades de que una declaración, sin la cláusula de la negación del Deicidio y con la sugerencia o invitación velada para que los judíos se convirtiesen al cristianismo, fuese aceptada por los Cardenales y Obispos americanos en el Concilio, era lo que este par de buenos agentes encubiertos podían llamar falta de lógica.
R.P. Joaquín Saenz A.
CON CRISTO O CONTRA CRISTO
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