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lunes, 4 de junio de 2012

Asunción, Coronación y Gloria

La Asunción corporal de la Santísima Virgen se deriva de su maternidad divina. Doctrina de los Santos Padres, de los Doctores y de la Sagrada Liturgia sobre las múltiples y necesarias conveniencias que hay entre estos dos misterios.
Volvamos a nuestro fin principal de mostrar cómo la maternidad divina es para María el centro y la fuente de todas sus prerrogativas. La Asunción corporal de la gloriosísima Virgen no es excepción de esta regla; y esto es lo que vamos a ver en el presente capítulo. A decir verdad, probado está ya en el capítulo precedente; porque todos los argumentos en favor de este privilegio, ya se tomen de la Sagrada Escritura, ya de los monumentos de la tradición, nos llevan a la bienaventurada maternidad como al título fundamental del misterio. Pero importa poner esta verdad en plena evidencia. Para lo cual vamos a interrogar a los más antiguos e ilustres panegiristas y defensores de la Asunción corporal de María sobre cuál fué, según ellos, el primer principio de gracia tan maravillosa (Sucede que los Santos Padres atribuyen inmediatamente la Asunción a otros privilegios de María que no son su maternidad; pero estos otros privilegios se deducen de la misma maternidad). Sus respuestas, a la vez que glorifican más y más a María, en cuanto Madre de Dios, confirmarán las dos reglas por donde, según decíamos en el segundo libro de esta obra, se puede juzgar de sus privilegios de gracia y de gloria.

I. Demos primero la palabra a los Padres de la Iglesia de Oriente; cuanto más, que en ellos hallamos, por lo menos en los primeros tiempos, los panegíricos más frecuentes de la Asunción corporal de María.
He aquí, en primer lugar, a San Germán de Constantinopla, que nos dice: "Imposible era que permaneciese encerrado en el sepulcro de los muertos aquel cuerpo virginal, vaso donde Dios mismo se había encerrado, templo animado de la santísima divinidad del Hijo Unigénito" (San Germán Constant., serm. 1 in Dormit. B. M. P. G., XCVIII, 345).
Y en otro lugar: "¿Cómo hubieras podido sufrir la  corrupción y disolverte en polvo, tú, que, por la carne que el Hijo Dios recibió en ti, libraste al género humano de la corrupción la muerte? Verdad que desapareciste de entre los hombres; pero fue para confirmar, con tu muerte, la realidad del adorable misterio del Verbo encarnado, para que el Dios nacido de ti fuera manifestado como hombre perfecto, que procedía de una verdadera mujer de una verdadera Madre... ¿No fué esta misma razón la que movió a tu Hijo, el Dios de todas las cosas, a gustar la muerte en su carne? Así, hizo dos cosas dignas de admiración: una, en su sepulcro vivificante; otra, en tu tumba vivificada; porque ambos recibieron vuestros cuerpos, pero no los entregaron a la corrupción.
"Era imposible, diré de nuevo, que ese vaso de tu cuerpo, que fue lleno de Dios, se resolviera en polvo como una carne cualquiera, porque aquel que se anonadó en ti es Dios en el principio, y, por consiguiente, la Vida anterior a todos los siglos, y era preciso que la Madre de la vida cohabitara con la Vida; que se acostase en la muerte como para dormitar algunos instantes, y que el tránsito de esta Madre de la Vida fuese como un dulce despertar.
Un hijo muy amado desea la presencia de su madre, y la madre, a su vez aspira a vivir con su hijo. Era, pues, justo que tú subieras hasta tu Hijo; tú, cuyo corazón se abrasaba de amor por Dios, fruto de tus entrañas; justo también que Dios, por el afecto filial que tenía a su Madre, la llamase a su lado para que viviese con Él en la intimidad. Así, muerta a las cosas caducas, emigraste a aquellos tabernáculos eternos donde Dios tiene su morada; y de aquí en adelante, ¡oh, Madre de Dios!, no dejarás su dulcísima compañía. Tú fuiste la casa de carne donde reposó; a su vez, ¡oh, gloriosa Virgen! Él es el lugar de tu reposo en esa carne, ¡oh, Madre de Dios!, que de ti recibió... Él, pues, te atrajo hacia sí, exenta de toda corrupción, queriendo tenerte junta, pegada a sus labios y a su corazón, si así puedo expresarme. He aquí por qué te concede todo lo que le pides para tus infortunados hijos y pone su virtud divina al servicio de tus oraciones" (San Germán Constant., serm. 1 in Dormit. B. M. P. G., XCVIII, 846, 848).
Continuemos escuchando a este santo Patriarca, porque en él y por él nos habla toda la Iglesia oriental de su tiempo. En otro discurso, después de haber descrito magníficamente los privilegios de la Virgen y los bienes sin número que por Ella nos han venido, prosigue el Santo en estos términos: "Nadie puede alabarte a par de tu mérito; tan excelente es tu grandeza. Pero tú tienes de ti misma tu propia alabanza, puesto que eres la Madre de Dios... Por esta razón, no podía ser que tu cuerpo, un cuerpo que había llevado a Dios, fuese presa de la corrupción de la muerte. Fuiste, como nosotros, depositada en el sepulcro; pero este mismo sepulcro, que quedó vacío, atestigua que pasaste de esta vida perecedera a la vida inmortal de los cielos" (Idem, serm. 2 de Dormit. Ibíd., 357).
En otro lugar, el mismo Santo hace hablar así al Hijo de esta Madre: "La muerte no podrá alabarse de ti, porque tú llevaste la Vida en tu seno. Tú fuiste el vaso donde yo estuve contenido, y este vaso no será roto por la muerte; las tinieblas no lo envolverán en su obscuro ropaje. Apresúrate a venir a tu Hijo; quiero pagarte en gozo mi deuda de niño; quiero asegurarte la paga que merecen la hospitalidad que recibí en tus entrañas, y la leche con que me alimentaste, y los cuidados que me prodigaste, Madre mía. Yo soy tu Hijo Unico; es natural que tu deseo sea habitar conmigo; no tienes otro hijo que comparta tu cariño" (San Germán. Constant., serm. 3 de Dormit. Ibíd., 361).
A las mismas causas atribuye San Teodoro Studita la gloriosa Asunción "de la Reina y Soberana del universo". "Ahora —exclama este Santo—, ahora que posee la inmortalidad bienaventurada, levanta hacia Dios, por la salud del mundo, esas manos que llevaron a Dios... Blanca y pura paloma, elevada en su vuelo a las alturas del cielo, no cesa de proteger nuestra región inferior. Nos dejó con el cuerpo, pero con el espíritu está con nosotros. Entrada en el cielo, ahuyenta desde allí a los demonios, pues se convirtió en nuestra Mediadora cerca de Dios. En otro tiempo, la muerte, introducida en el mundo por Eva, lo esclavizaba en su dura presión; hoy ha querido acometer a la hija bienaventurada de una madre culpable, y ha sido expulsada; y su derrota ha venido de donde salió antes su poder... ¡Oh, Virgen!, más te veo dormida que muerta; transportada fuiste de la tierra al cielo, y, con todo, no dejas de proteger al género humano ... Madre, quedaste virgen; aquel a quien diste a luz era el mismo Dios. Y esto mismo hace también tu muerte viviente, tan diferente de la nuestra; tú sola tienes, y es justo, la incorrupción del alma y la del cuerpo" (Theodor. Stud. (m. 826), hom. 5, in Dormit. B. Deip. P. G., XCIX, 720, sqq.).
También Modesto, patriarca de Jerusalén, atribuye a la maternidad divina de María las razones de su victoria sobre la muerte y sobre la corrupción del sepulcro: "Cuando aquella nave racional que llevó a Dios en su seno hubo acabado su carrera mortal, abordó al puerto eternamente tranquilo, donde la esperaba el Dueño Soberano del mundo, aquel mismo que por Ella había salvado al género humano del diluvio de la impiedad... Dios mismo envió desde el cielo una legión de ángeles para transportar hasta él su arca santa, este arca, de quien su antepasado David había cantado: "Levántate, Señor, en tu reposo, tú y el arca de tu santificación... (Psalm. CXXXI, 8). arca incomparable, hecha, no ya de mano de hombres, sino por Dios mismo; no ya revestida de oro material sino toda resplandeciente con el fuego del santo y vivificante Espíritu, que había descendido sobre ella" (Modest. Hieros., Encom. in Dormit. D. N. Deiv-, n. 4. P. G„ LXXXVI, 3.288, 3.289).
"Cristo Dios, a quien esta siempre Virgen había revestido, por la operación del Espíritu Santo, de una carne animada de un alma razonable, la llamó a sí y la revistió a su vez de una incorruptibilidad semejante a la suya; y, coronándola de una gloria sin igual, la hizo entrar en comunión de su herencia, porque Ella es su santísima Madre. Así se realizó la palabra del Salmista: "Veo de pie, a tu derecha, ¡oh, Príncipe mío!, a la Reina vestida de oro, enriquecida de maravillosa variedad... (Psalm. XCIV, 10). ¡Oh! Bienaventurado el sueño de la gloriosísima y siempre Virgen María, puesto que el cuerpo, vaso preciosísimo y santísimo donde se había encerrado la Vida, no padeció la corrupción de la tumba, guardado como estaba por el Todopoderoso Cristo Salvador, formado de esta carne virginal" (Idem, ibid., nn. 5 y 7, 3.290, 3.293).
Difícil es hallar nada más sólido, más nuevo y más ponderativo que el discurso pronunciado sobre el mismo asunto, hacia la mitad del siglo XI, por el monje Juan Mauropo, metropolitano de Eucania. Citemos sólo algunos pasajes:
"Hoy celebramos el Sueño de la Madre de Dios, la Deposición de la Madre de Dios, la Resurrección, la Ascensión y la Exaltación de la Madre de Dios; maravillas añadidas a maravillas, porque la Madre de Dios es Hija de Dios, Esposa de Dios; esta esposa es Virgen, y esta Reina quiere ser, ante todo, esclava, plenitud inefable y variadísima de todos los dones divinos. He aquí que su vida deja hoy esta tierra de muerte. Elévase al cielo esta Virgen, que es el misterio de los cielos, la admiración de los ángeles, la fuerza de los hombres, la honra de nuestra estirpe, la esperanza de los fieles, un tesoro sin comparación, mayor que todos los tesoros del mundo. Dejando este mundo mortal a los mortales, vase Ella a la vida, a la Vida misma que Ella engendró" (Joan. Euchait., cp., serm. in SS. Deip. Dormit., n. 3. P. G„ CXX, 1.080).
Ni es mucho que así suceda, porque, "¡cuántos otros privilegios y otras maravillas sin igual en esta Bienaventurada Virgen! Ya la consideremos antes del nacimiento del Verbo, ya en este nacimiento, ya después de él, en todas partes y siempre, nuevos prodigios... Y para todos una fuente, siempre la misma, fuente augustísima y nobilísima, la divina asunción de la naturaleza humana, que en su seno hizo del hombre un Dios. Esos privilegios y esos misterios celébranse cada uno en su día; pero la solemnidad presente es el sello y la consumación estable de todos, porque es la última de las fiestas de la Virgen y, a la vez, la primera y la mayor: la última en el orden del tiempo; la primera y principal, por la dignidad y la virtud ...
"Se va: el trono animado de Dios es transportado de la tierra al cielo; el arca de la gloria sube a las alturas; la fuente de la luz y el tesoro de la vida pasan a la vida. Pero, ¡qué de maravillas la acompañan! De una parte, Cristo que desciende del cielo con el glorioso cortejo de las Virtudes para salir al encuentro a su Madre. Vedle cómo estrecha contra su corazón, con amor filial, a aquella que tantas veces lo había llevado, de niño, en sus brazos. ¡Admirable abrazo el de la Madre y el Hijo, y dulcísima reciprocidad de efusiones! Contemplad a la Soberana llevada por el Soberano, Domina a Domino; a la Reina por el Rey, a la Esposa por el Esposo, a la Madre por el Hijo, a la Virgen por el Inmaculado, a la Santa por el Santo, a aquella que está más alta que todas las criaturas por aquel que las domina a todas; el cielo recibe un alma más grande que el cielo, y los ángeles acompañan a una Mujer más gloriosa que los ángeles.
"De otra parte, he aquí que de todas las comarcas y de las más diversas regiones llegan al mismo tiempo multitud de hombres, precedidos de los Apóstoles, para reunirse en un mismo cuerpo; o, mejor dicho, he aquí que llueven a un tiempo del cielo sobre la tierra. ¡Lluvia de nuevo género, viajeros volantes caminantes del aire! "¿Quién son éstos que vuelan como nubes?" (Isa.. LX, 18), pregunta Isaías, con nosotros. ¿Cuál es la causa de acontecimiento tan extraño? Hombres traídos sobre las nubes, un ejército terrenal viniendo del cielo. No son ya un Elias, un Habacuc, quienes comunican a través de los aires; ni un Pablo, elevado de la tierra al tercer cielo. Pablo desciende hoy de lo alto a la tierra, con muchos otros, porque para el noble misterio que va a cumplirse requiérese numerosa asamblea de ministros...
"¿Va a entrar la muerte en posesión de las primicias de la vida? ¿Podrá encarcelar el sepulcro a Aquella que por su parto vivificante ha de dejar vacíos los sepulcros? No lo temáis. La novedad atrae a la novedad, y las continuas maravillas cumplidas en la Virgen hasta ahora atraen otras maravillas. La tierra no guardó para sí lo que era del cielo, ni la corrupción invalidó lo que no había tenido mancha alguna. El alma toda inmaculada se va primero; pero el cuerpo, igualmente exento de toda corrupción, la sigue de de cerca, rodeado de los mismos honores y llevado por la misma gloriosa escolta al mismo eterno reposo bienaventurado" 
En Joan. Euch.; op., ibíd., nn. 17-20, 1092, sqq. Hállase en este discurso la piadosa leyenda que se repite constantemente en las homilías de los Griegos sobre el mismo asunto; esto es, la llegada de los Apóstoles, traídos sobre las nubes, de las extremidades de la tierra, para asistir a los últimos momentos de la Santísima Virgen; el atentado sacrilego de un Judío que pretende derribar el ataúd de María, cuando la llevan al sepulcro; los cantos sagrados de los apóstoles y de los fieles que acompañan los restos mortales de la Virgen; los últimos coloquios esta divina Madre con los discípulos reunidos alrededor de su lecho; la descripción de los perfumes que se escapan de su cuerpo y del sepulcro donde la han depositado; los milagros que consagran su tumba; en fin, y sobre todo, la solicitud maternal con que María; reinando el cielo, es la Mediadora, la esperanza y el socorro universal de los cristianos; la fuente toda gracia y bendición después de Jesucristo.

El discurso de San Juan Damasceno sobre la preciosa muerte y Asunción corporal de María es un himno perpetuo que canta el Santo en honor de la Virgen bendita. Todos sus privilegios, todas sus gracias, todos los tesoros de que fué pródigamente enriquecida en el cielo son aquí ensalzados y referidos a la maternidad divina como rayos a su centro. No citaremos sino lo que más directamente hace a nuestro asunto. 
"No —dice este Santo Padre—, no convenía que la Santísima Virgen fuese encerrada en las entrañas de la tierra. El cuerpo santisimo que Dios había tomado de Ella para unirlo a su persona resucitó al tercer día, sin que la corrupción le hubiese tocado; así, también Ella había de ser sacada del sepulcro y pasar, como Madre, a la morada de su Hijo... Convenía al Verbo de Dios en sus entrañas fuese también admitida por su Hijo en los tabernáculos eternos...; es decir, en el palacio del gran Rey, en el reino de nuestro Dios... Convenía que el Hijo de Dios, que al nacer conservó la virginidad sin mancha de su Madre, la preservase de la descomposión común después de la muerte... Convenía que el Padre, que la había desposado como Esposa con su Hijo, la introdujese en el cielo como en un lecho nupcial. Convenía que aquella cuyo corazón fué traspasado por una aguda espada cuando vió a su Hijo pendiente de la Cruz le viese también sentado a la diestra del Padre. Convenía, por último que la Madre de Dios poseyese el reino de su Hijo para ser honrada por todas las criatuaras... Porque el Hijo ha sometido todas las cosas a su Madre (San Joan. Damasc.. hom. 2, in Dormit. B. V. M., n. 14. P. G., XCVI, 741).
"Eva, por haber prestado oído a las pérfidas sugestiones de la serpíente enemiga... fué condenada a la tristeza, a las lágrimas, a los dolores del parto, a la muerte; y era de toda justicia Pero, ¿cómo esta Virgen Bienaventurada, que se mostró dócil a la palabra de Dios, que fué Madre por obra del Espíritu Santo, que concibió sin placer sensual, que parió sin dolor a la persona misma del Verbo de Dios? ¿cómo esta Virgen, unida por todo su sér a Dios, podía ser presa de la muerte y cautiva de la tumba? ¿Cómo se atrevería la corrupción a acometer a aquella que nos dió la Vida? En verdad, ¿no son estas cosas incompatibles con un alma con una carne que llevó a Dios? Por eso la muerte misma no se acercó a Ella sino temblando (Idem, ibíd., n. 3, 728).
"Ahora bien: Virgen Sacratísima, ¿qué nombre dar al misterio que se obró en ti? ¿Diremos que es la muerte? Es cierto que tu alma santísima y dichosísima, siguiendo las leyes de la naturaleza, se separó de tu cuerpo inmaculado; pero ese mismo cuerpo, aunque fué depositado en el sepulcro, no permaneció en la muerte, ni se disolvió como los otros; antes, por una transformación maravillosa, se convirió en ese tabernáculo divino sobre el cual la muerte no tendrá imperio alguno, y que permanecerá vivo por los siglos de los siglos.
"Aunque el sol sea velado por la luna y parezca haber perdido su radiante esplendor, no deja de ser en sí mismo fuente inagotable de luz. Así también tú, fuente de la Luz verdadera, tesoro inagotable de la Vida; tú, de quien nos viene toda la bendición, aunque estuviste algún tiempo envuelta en las sombras de la muerte, derramas a torrentes la luz, la vida inmortal, la felicidad verdadera, la gracia, las curaciones y las bendiciones, sin agotarse jamás... Por eso no diremos de tu sagrado Tránsito que es una muerte. ¿Qué es, pues? Un sueño, una salida de este mundo, tu entrada en la morada y en la gloria de Dios (San Joan. Damasc., hom. 1. in Dormit. B. V. M., n. 10, 716).
"De nuevo lo proclamo: tu cuerpo inmaculado no se quedó en la tierra; fuiste llevada viva a las moradas reales del cielo; tú, la Reina; tú, la Dueña y Soberana; tú, la muy verdadera Madre de Dios (Idem, ibíd., hom. 2, in Dormit. U. V. M.. n. 12, 720). 
"¿Cómo Aquella que dió a todos la Vida podía ser esclava de la muerte? Se somete a la ley a que se sometió también el Hijo que había engendrado; hija de Adán, sufre la sentencia lanzada contra el primer padre, porque su Hijo, siendo la Vida misma, no se eximió de cumplirla. Pero, porque es la Madre de Dios vivo, es justo que suba hasta Él viva también... ¿Cómo era posible que la que engendró la Vida por esencia, la Vida eterna sin principio ni fin, no estuviese siempre en posesión de la vida?" (Idem, ibíd., hom. 2, ín Dormit., n. 2, 725).
Demos ahora la palabra a San Andrés Cretense, Padre griego del siglo VII. Fué monje y sacerdote en Jerusalén, antes de subir a la Silla arzobispal de Creta; de aquí proviene que se llame unas veces Andrés de Creta, y otras Andrés de Jerusalén. Tenemos dos homilías suyas sobre el Sueño de la Virgen. El mismo tema y el mismo ardor que en los otros Padres griegos de la misma época. Como ellos, celebra la Asunción corporal de la Virgen, y, como ellos también, para confirmar tan glorioso privilegio, apela al sepulcro vacío que se mostraba en su tiempo en Jerusalén, prueba palpable de que el tesoro que había contenido había sido arrebatado de la tierra.

"Y nadie —dice— rehuse creer tan asombrosa maravilla. Acordáos de Elias y de Enoch, entrambos arrebatados al cielo sin haber pasado por el polvo del sepulcro... Pero, ¿a qué recurrir a ejemplos extraños? ¿No bastan los muchos privilegios concedidos a esta Virgen para persuadirnos de esta nueva prerrogativa?... Fué, ciertamente, un espectáculo muy nuevo, un espectáculo que excede los limites de nuestra razón: una Mujer, cuya pureza sobrepuja a la de los mismos cielos, penetrando en las profundidades celestiales, con el tabernáculo de su cuerpo; una Virgen, a quien su milagroso alumbramiento había elevado muy por encima de los serafines, subiendo muy cerca de Dios, autor universal de todos los seres; la Madre de la Vida mostrando en sí misma un fin parecido al de su fruto, milagro digno de Dios y de nuestra fe" (San Andr. Cret., hom. 2, in Dorm. S. Ai. P. G., XCVII, 1.084).
Del mismo modo, un discurso publicado entre las obras de San Atanasio, aunque es de época posterior, relaciona la Asunción corporal de María con su divina maternidad. Nos presenta a la Virgen Santísima, en pie, como Reina y Soberana, a la derecha de su Hijo, Rey y Señor de todas las cosas, "no sólo con su alma glorificada, sino con la incorruptibilidad de su carne virginal... Porque de su carne y de sus huesos se formó el sagrado cuerpo de que el nuevo Adán está eternamente revestido. Y he aquí que, como nueva Eva y Madre de Vida, reina en lo más alto de los cielos con todo el esplendor de la gloria, primicias de la vida inmortal de todos los vivientes... ¡Intercede, pues, por nosotros, Soberana nuestra, Señora Nuestra, Reina y Madre del Verbo, porque tú eres hija de nuestra raza, tú y Aquel que nacido de ti, lleva nuestra carne, Cristo nuestro Dios!" 
Pseudo-Athan., de Annunciant., n. 13, sqq. P. G., XXVIII, 937, 940. Una prueba perentoria de que este discurso no es de San Atanasio, es que en él se refutan ex profeso las herejías de Nestorio y de Eutiques. Es, pues, posterior al siglo IV. Por otro lado, el silencio que guarda acerca del Monotelismo, parece probar que es anterior a esta nueva forma de error. Será, pues, de una época media entre las dos primeras herejías y la tercera.
II. Los latinos concuerdan también, como los griegos, en proponer la maternidad de María como causa primera de su Asunción. Entre las obras de San Agustín se halla un tratado sobre esta materia, que, aunque no sea del gran doctor, no menos merece ser estudiado.
De Assumpt. Virg. líber unus. Append. ad Opp. San August. P. L., XL, 1.141, sqq. Se cree generalmente que este libro fué escrito en tiempo de Carlomagno. Es, según dice el prefacio, una respuesta a varias cuestiones que entonces se hacían sobre este misterio de María, porque no estaba aún universalmente admitido en la Iglesia. En una de las Capitulares editadas por Migne se lee, en el núm. 19, después de la enumeración de las fiestas del año, "quae per omnia venerari debent": "De adsumptione sanctae Mariae interrogandum reliquimus." (Capitula de Presbyteris. P. L., XCVII, 326.) ¿Será el tratado actual una respuesta a las interrogaciones el gran emperador? Como quiera que sea, eran necesarias estas advertencias para seguir mejor la argumentación de su autor.
El autor concede que este misterio no está contenido en las Sagradas Escrituras (Quiere decir, evidentemente, que no está contenido de un modo explícito). "Pero —añade— es de aquellas verdades que, a pesar del silencio de nuestros Libros Santos, pueden ser aceptadas con justa razón, porque la conveniencia de las cosas induce a creerlas." Trae varios ejemplos, y prosigue en estos términos: "¿Qué se ha de pensar, pues, de la muerte y de la Asunción de María, puesto que la divina Escritura calla acerca de una y otra? Buscar, con ayuda de la razón, lo que concuerde mejor con la verdad, de tal modo que la verdad venga a ser la autoridad misma, esta verdad sin la cual la misma autoridad no tiene valor. Recordando, pues, la condición humana, no tememos decir que la Virgen pasó por la muerte temporal; igualmente Cristo, su Hijo, Dios y hombre a un tiempo, sintió su acometida; y esto, porque era hombre, formado en las entrañas de la mujer y salido de un seno maternal.
"¿Diremos también que esta misma Virgen fué detenida en los lazos de la muerte para resolverse, bajo los dientes de los gusanos, en podredumbre y polvo, como todos? Antes de responder veamos primero si era cosa conveniente a tanta santidad; digamos, mejor, a las prerrogativas de este magnífico palacio del Dios Eterno. Sabemos que fué dicho al primer hombre: "Polvo eres y en polvo te convertirás" (Gen., III, 19). Si se entiende de la muerte, la sentencia es general. Si se interpreta de volver al polvo, la carne de Cristo, tomada de María, no sufrió ese oprobio... El Santo de los Santos, que al tercer día subió victorioso de los infiernos, no vió la corrupción. La carne que tomó de su Madre, muerta por causa de la humana condición, volvió a la vida por la virtud de Dios... Así, pues, la naturaleza formada de la carne virginal de María escapa de la ley general. Y si esto no conviniera a María, conviene al Hijo que Ella engendró. Quod si non Mariae congruir, congruit tamen filio quem genuit (Op. cit., c. 2 y S, 1.144). 
"De manera que la sentencia pronunciada contra Adán no alcanzó a Cristo, Hijo de María. Veamos —dice nuestro autor— si la sentencia que hiere a Eva y a todas las mujeres en ella (Gen., III, 16). admite una excepción en favor de esta Madre Bienaventurada, y si muestra en María una virginidad fecunda, una esposa no sometida al peso del poder marital, un parto sin dolor. "Y todo esto lo debe a su inestimable santidad, a la gracia singular que la hizo Madre de Dios. Es, pues, justo que sea exceptuada de las leyes generales aquella que con tal gracia es preservada y tiene dignidad tan prodigiosa... Siendo así que tantos privilegios la distinguen, ¿será impío decir que, aunque pasó por la muerte común, no fué detenida por los lazos de la muerte, aquella en quien el Señor quiso nacer y hacerse semejante a nosotros en la carne? Sabemos que Jesús lo puede todo, porque Él mismo ha dicho: Se me ha dado toda potestad en el cielo y en la tierra (Matth., XXVIII, 18). Si, pues, quiso conservar intacta la casta virginidad de su Madre, ¿por qué no querría salvarla de las verguenzas de la corrupción?" (Op. cit., c. 4 y 6, 1.144, sqq.). He aquí, ciertamente, una sólida presunción en favor de la Asunción corporal de María.
El autor, fiel a su método, va después desarrollando las pruebas de alta conveniencia que deben hacérnosla creíble. No hay una que no se apoye en su cualidad de Madre. Dice primero: "Responda quien ha conocido el pensamiento del Señor o quien ha estado en su consejo: ¿no es propio de la bondad del Señor el conservar Él el honor de su Madre; del Señor, digo que no vino a destruir la ley, sino a cumplirla? (Matth., V, 17). Ahora bien; la misma ley que manda al hijo honrar a su madre, le prohibe hacer o permitir lo que sería un oprobio para ella. Por tanto, puédese creer piadosamente que el mismo Hijo de Dios, que tan maravillosamente honró a su Madre viva encarnándose en sus entrañas, la honrase también en la muerte, salvándola de toda corrupción... Porque, al fin, la podredumbre y los gusanos son oprobio de la condición humana" (Op. cit.. c. 5, 1.145).
A esta primera prueba se agrega otra aún más eficaz. Propio es de la gracia unirnos con Jesús, como miembros de su cabeza. Esta unión de gracia es ya un privilegio singular de María, porque ¿dónde hallar una plenitud de gracia, no igual, pero ni comparada a la suya?
Pero, además de esta unidad de gracia, hay entre Jesús y su Madre cierta unidad de naturaleza, porque la carne de Jesús es la carne de María; nos referimos a la carne que Jesús glorificó en su resurrección, puesto que esta carne gloriosa es identicamente aquella misma que tomó de su Madre. Si pues Jesús, como Él mismo dijo, quiere tener consigo en la gloria a los que están unidos con Él por gracia (Joan., XVII, 11, 20), ¿dónde ha de estar su madre, que estuvo unida con Él no sólo por una gracia excelentísima, sino por el lazo estrechísimo de la naturaleza? ¿dónde ha de estar sino en compañía de su Hijo?
Allí estará, como los otros Santos, por la dichosa y beatífica visión de Dios; pero estará, además, con su propia carne. Porque, si la presencia en espíritu responde a la unión por espíritu, ¿no es fuerza que la presencia en la carne responda también a la unión por la carne? Cuanto más, que desde la Ascensión de su Hijo Nuestro Señor, María tenía ya en Él su cuerpo en el cielo; no el cuerpo por el cual había engendrado, sino aquel que Ella había engendrado: si non suum per quod genuit, temen suum quod genuit. ¿Era conveniente separar, en cierto modo, este doble cuerpo de la Virgen

uno viviendo en la gloria, otro puliéndose en el sepulcro? "No; mientras no me pongan una autoridad manifiesta, creeré firmemente que no están desunidos."
"En verdad —continúa nuestro autor— es por extremo conveniente que el trono de Dios, que el hecho nupcial del Señor, que la morada y el tabernáculo de Cristo estén allí donde está Cristo. El cielo, y no la tierra, debe guardar tan precioso tesoro... Que mi carne se convierta en abyecto pasto de gusanos, es justo y fácil de concebir; pero que le espere igual suerte a la carne purísima de María, a aquella carne de la cual tomó Cristo su cuerpo para hacerlo cuerpo de Dios, no lo puedo pensar, y me estremecería de decirlo: tanto la gracia incomparable de la maternidad divina rechaza semejante idea". (Op. cit., c. 5 et 6, 1.145, sqq.).
Añadid una nueva consideración, basada en aquellas palabras del Señor: "Si alguno me sirve, me seguirá, y donde yo esté, allí estará también mi servidor" (Joan., XII, 26). Sentencia y promesa general que se extienden a cuantos han servido a Cristo Jesús con su fe y con sus obras; pero que se aplica infinitamente mejor a la Virgen María. Porque Ella sola sirvió a Jesús desde el primer instante de su existencia hasta el último, desde Belén hasta el Calvario, desde el pesebre hasta la cruz, y con cuántas fatigas, cuántas tristezas y cuántas angustias. Ella sola podría decirlo, y le sirvió con fe sin igual, con amor y abnegación sin medida.
"Si, pues, Ella no está donde quiere Cristo que estén sus ministros, ¿dónde estará? Y si está allí, ¿creeré que es con la gracia ordinaria? Pero entonces, ¿dónde estará el juicio justo del Señor, que da a cada uno según sus méritos? Y ¿cómo, después de haber colmado en vida a María de una gracia superior a la que derramó en los demás, la reduciría, después de su muerte, a la medida ordinaria? No es posible que Dios obre así con su Madre. Si es precisa la muerte de todos los Santos, debió serlo en grado eminente la de María, cuya gracia fué tan grande, que lleva el nombre de Madre de Dios, y lo es, en efecto" (Op. cit., c. 7, 1.146, 1.147).
He aquí ahora la conclusión que formula el piadoso autor: "Después de haber considerado todas estas cosas y consultado la recta razón, entiendo que debemos confesar de María que está en Cristo y con Cristo: en Cristo, puesto que en Él tenemos el sér, el movimiento y la vida; con Cristo, preservada de la degradación que sigue a la muerte, de las mordeduras de los gusanos devoradores, transportada gloriosamente a los goces eternos del paraíso. Era como un deber para la bondad del Señor el reservarle una suerte más honrosa, después de haberla ensalzado tanto, que la hizo su propia Madre. Nadie, en efecto, negará que pudo concederle este privilegio. Ahora bien; si pudo, quiso; porque quiere todo lo que es justo y conveniente: omnia quae sunt justa et digna. Se puede, pues, según parece, concluir o deducir razonablemente que María goza, así en su cuerpo como en su alma, de una bienaventuranza inenarrable en su Hijo, con su Hijo y por su Hijo. Hase librado de la corrupción de la muerte Aquella cuya integridad virginal fué consagrada con el alumbramiento de un Hijo tan excelente: vive toda entera Aquella de quien tenemos la vida perfecta; está con Aquel a quien llevó en su seno, con Aquel a quien concibió, parió y alimentó con su substancia: Madre de Dios. Nodriza de Dios, Servidora de Dios, Compañera inseparable de Dios. En cuanto a mí, no tengo la presunción de hablar de otro modo, porque no me atrevería a pensar de otro modo tampoco... Si lo que he escrito es verdad, te doy gracias, ¡oh, Cristo!, de haberme hecho la merced de no pensar de la Virgen Santísima, tu Madre, sino lo justo, lo piadoso y lo digno. Si, pues, he hablado como debía, yo te ruego, Señor, con todos los que son tuyos, que me lo apruebes, y si no ha sido así, perdóname tú y los tuyos" (Op. cit., c. 8 et 9, 1.148, sqq. Vese nquí la huella de las dudas ocasionadas probablemente por la carta que atribuían a San Jerónimo dirigida a Paula y a Eustaquio).
Citemos aún algunos testimonios de la Edad Media. He aquí, primero, a Pedro, Abad de Celia y después Obispo de Chartres. Aplicando a María el texto del Profeta: "Virgen de Israel, vuelve a tus ciudades" (Jerem., XXXI, 21), dice: "Una voz ha salido de las moradas reales llamando a María, cargada de infinitas cosechas de virtudes, para que vuelva a la tierra de su nacimiento y a la casa de la eternidad. ¡Oh, Virgen de Israel!, vuelve a tus ciudades, es decir, el reino, ¡oh, Reina del cielo!, que te fué preparado desde el principio del mundo, espera tu vuelta, espera tu llegada, impaciente de ofrecerte sus homenajes y de sujetarse a tu amabilísimo imperio... ¡Oh!, si supieras con cuánta curiosidad las Virtudes del cielo, que no salen nunca o que salen rara vez de su palacio, preguntan a los ángeles destinados por Dios para guarda de los elegidos: ¿Cuándo vendrá nuestra Señora, nuestra Reina, nuestra Hermana, la Madre de Nuestro Señor y nuestro Rey? ¡Con qué anhelos del corazón envían recados diciendo: Virgen de Israel, vuelve a tus ciudades, sube a las alturas, entra en nuestros palacios, en nuestras bodegas; aquí todo es tuyo; esta es tu casa, tu señorío, tu herencia...! ¡Oh, Sulamitis!, vuelve para que te veamos (Cant., VI, 12). Vuelve de la cautividad del mundo, porque no es razón esté sujeta a la cautividad Aquella por quien los cautivos son libertados de su servidumbre. Vuelve de un medio de los hombres; pero sin pasar por la disolución de la carne, porque, estando exenta de la corrupción del pecado, justo es que entres en la vida inmortal y que veas cómo en ti la gracia divina absorve a la mortalidad. Vuelve a la libertad de la gloria de los hijos de Dios, porque, no habiendo reinado nunca el pecado en tu carne, es justo que goces en esa misma carne de la completa libertad, de la cual los ángeles, desde su creación, o, mejor dicho, desde su confirmación en gracia, han gozado en su substancia espiritual. Vuelve de la dignidad de los ángeles a la sobreeminente hermosura de los espíritus beatificados, porque con el mismo deseo con que miramos el rostro de tu Hijo, con ese mismo anhelamos fijar nuestras miradas en la hermosura de tu faz para que nos ilumine con su esplendor" (Petr. Cellens., serm. 68, de Assump., 2, P. L„ CCII, 850, 851).
Pedro de Celia, hablando del mismo asunto en otro lugar, desarrolla una idea muy del agrado de los escritores de Occidente: que la carne del Salvador y la de la Virgen María son una misma carne. El Verbo tomó una parte, que deificó en su persona e hizo instrumento de santificación para todo el género humano. "¿Y se quiere que desdeñase esta misma carne, que la abandonase a la podredumbre, que se olvidase de su lecho nupcial, de su templo, del lugar de su origen, de su paraíso de su Madre, cuando Él mismo dice: Si una madre se olvidare de su hijo, yo no me olvidaré de ti?" (Isa., XLIX, 15). Nadie odia a su propia carne; por esto, Cristo Jesús no tardó en romper los lazos carnales que detenían a su Madre y en prepararle cerca de sí la morada que merecía por tantos títulos" (Idem, ibíd., serm. 73, de Assump., 866).
Hermosos pensamientos, que hallamos también expresados por Pedro de Blois: "Parecíale a Cristo que no había subido entero al cielo, mientras no se llevó junto a sí a Aquella cuya carne y sangre habían formado su divino cuerpo. Deseaba, pues, apasionadamente tener consigo aquel vaso de elección, quiero decir el cuerpo virginal en el cual había puesto su complacencia; cuerpo inmaculado, donde nada ofendía la mirada de Dios, donde sobreabundaba la plenitud de todas las gracias y de todas las virtudes, embalsamado con todos los perfumes del cielo (Petr. Blesens, serm. 33, in Assumpt. B. M. P. L., CCVII, 661, 662).
"¿Por qué, pues, la había dejado durante algún tiempo sobre la tierra, si tan ardientemente deseaba tenerla en el cielo? Para que comunicase a sus discípulos de todo lo que había visto con más intimidad en su Hijo, de todo lo que tan largo tiempo había conferido en su corazón (serm. 33, in Assumpt. B. M. P. L„ CCVII, 661, 662).
"¿Y qué hace esta Madre en el cielo? Allí está como trono de misericordia. Gracias a su presencia, gracias a su oración, gracias a sus méritos, concede su Hijo la libertad a los cautivos, la luz a los ciegos, el descanso a los fatigados, la salud a los enfermos, la abundancia a los indigentes... Quitad el sol del mundo, y todo será noche. Quitad a María del cielo, y he aquí a todos los hombres hundidos en las tinieblas, en el error y en la ceguedad más extremada" (Idem, ibid.) 
He aquí otro testimonio de San Hildeberto de Mans: "El hombre y la mujer —dice este Santo Obispo— son dos en una sola carne. Más expresamente aún: la madre y el hijo son una carne única, lo cual, los Santos Padres, bajo la inspiración del Espíritu Santo decretaron que si uno de los esposos deja el siglo para entregarse a Dios, el otro no puede quedarse en el mundo, estimando que una misma carne no podía estar así dividida de sí misma. Con harta más razón sería inconveniente que una parte de la misma carne virginal estuviese en el cielo y la otra en el sepulcro; que esta estuviese disuelta en polvo y aquélla libre de la corrupción. Por esto, la Virgen, después de haber sido preservada de la maldición que condena a la mujer a parir con dolor, lo es también de la sentencia que condena al hombre y a la mujer a convertirse en ceniza" (Hildebert. Cenom., de Assumpt.    Ii. V. P. L.. CLXXI, 627).

III. Esto mismo que afirman los Padres, lo proclaman justamente las antiguas Liturgias occidentales. Véase cómo habla de la Asunción de María el Misal gótico, por ejemplo: "Aquella cuyo nacimiento nos ha colmado de gozo, cuyo parto nos ha llenado de indecible alegría, nos glorifica con su Tránsito. Hubiera sido muy poco para Cristo santificar la entrada en el mundo de tal Madre, si no hubiera realzado magníficamente también su salida. Con justicia, pues, te ha recibido felicísimamente en su Asunción, a ti, que tan piadosamente lo recibiste cuando lo concebiste a Él mismo por la fe. Ajena y desasida de las cosas de la tierra, no podías tú quedarte cautiva. ¡Cuán gloriosamente fuiste redimida tú, a quien sirven los Apóstoles; tú a quien los ángeles honran con sus cánticos y Cristo con sus abrazos; tú, a quien las nubes sirven de carro, y que por tu Asunción entras en el paraíso para reinar allí, en medio de los coros de las Vírgenes!" (Missa Assump. In Contestat. P. L., LXXII, 245, sq.).
El Breviario corresponde al Misal: "No es permitido en modo alguno creer que la Madre de tal Hijo pudiera morir de nuestra muerte, ni que su carne sagrada se disolviera en polvo. Durmió, cierto, el último sueño; la reclinaron en el sepulcro; pero fué para que su Hijo la sacase de allí y la transportase luego al cielo" (Breviar, goth. in Sanctorali, ad    15 ang. P. L., LXXXVI, 1.187. Véase también el comentario de San Gregorio el Grande. P. L. LXXVIII, 133, 401).
A estos extractos de la Liturgia latina sería fácil añadir muchos otros, igualmente claros y convenientes, tomados de las Liturgias orientales. Pero fuerza es limitar la extensión de estas citas, fuera de que esos textos no harían más que repetirnos, en otra forma, lo que nos han dicho los Santos Padres (Cf. Biblioth. graec. apud Fabric. IX, p. 166, (t. P. Sim. Wangnerek, S. J. Pieras Mariana Graecor. (Monachii, 1647), centuria 5). Con todo, no omitiremos el incomparable Prefacio que cantaba la antigua Iglesia de las Galias, antes de que Carlomagno introdujese en su imperio la Liturgia romana. No puede hallarse doctrina más amplia y sólida, ni más santo entusiasmo:
"Digno es y justo, oh Dios todopoderoso, que os demos grandes y merecidas acciones de gracias en este tiempo solemne, en este día célebre entre todos, en que el pueblo fiel ha salido de Egipto, en que la Virgen María, Madre de Dios, ha pasado de este mundo a Cristo. Ella, que no ha contraído las manchas de la corrupción, y que no ha pasado por la descomposición del sepulcro; Ella, libre de toda impureza, glorificada en su Germen, llena de seguridad en su Asunción; agraciada, por una preferencia insigne, con la dote del paraíso; pura de todo contacto perjudicial a la virginidad, recibiendo homenajes por el Fruto de sus entrañas, libertada de los dolores del parto y de la angustia de último trance. Lecho espléndidamente bello, de donde sale el Esposo glorioso; luz de los pueblos, debeladora de los demonios, confusión de los judíos; vaso de la vida, tabernáculo de la gloria, templo celestial; Virgen cuyos méritos tanto más resplandecen cuanto más se comparan con los ejemplos de la antigua Eva.
"Porque si ésta introdujo en el mundo la ley de la muerte, Aquélla trajo la vida. Una nos perdió con su prevaricación; otra, con su alumbramiento, nos salvó. La primera, por la fruta del árbol, nos hirió desde la raíz; la segunda llevó sobre su tallo la flor que había de reanimarnos con su perfume y curarnos con su fruto. Aquélla engendra la maldición en el dolor; ésta asegura la bendición en la salud. La perfidia de aquélla dió su asentimiento a la serpiente infernal, engañó a su esposo, perdió a su estirpe; la obediencia de ésta nos concilio al Padre, nos mereció al Hijo, pagó la deuda de su posteridad...
"Pero ya es tiempo de que las antiguas lamentaciones den lugar a nuevos goces. Volvemos, pues, a ti, Virgen fecunda, Madre intacta, que no has conocido varón; joven Madre, nunca marchitada, sino honrada con tu fruto. ¡Oh tú, Bienaventurada, por quien los goces de arriba han bajado hasta nosotros!; después de haber festejado tu nacimiento, celebrado con alegría el precio de tu parto virginal, ahora glorificamos tu último Tránsito. Muy poco fuera, sin duda, que Cristo te hubiera santificado sólo en tu entrada y no hubiese hecho aún más hermosa a tal Madre en su salida. Sí; Aquel mismo te ha recibido muy felizmente en tu Asunción, a quien tú recibiste piadosamente para concebirlo por la fe; de tal suerte, que, no conociendo la tierra, no fueses detenida cautiva del sepulcro. Alma verdaderamente engalanada con un adorno celestial, a quien los Apóstoles ofrecen sus homenajes, los ángeles sus cantos, Cristo sus abrazos, las nubes un carro triunfal y la Asunción el paraíso, la gloria y, en fin, el primer grado en el coro de las Vírgenes. Por Cristo Nuestro Señor, a quien ángeles y arcángeles no cesan de clamar diciendo: Santo, Santo, Santo..." (Ex Missa in Assumptione. P. L., LXXII, 245, 246).
Para gustar toda la hermosura de este canto, donde se expresan la fe de nuestros Padres y sus elevadas ideas de la Virgen Santísima, sería menester leerlo en su texto original, pues no hay traducción que pueda reproducir su movimiento lírico y su sublime concisión.
De esta manera, por todas partes, aun antes de la aurora de la Edad Media, elévase por doquier la misma voz, la cual afirma que la Virgen Santísima, la nueva Eva, "habiendo Ella sola llevado en sus entrañas sagradas al Dios y Señor de cielo y tierra, había de subir en su carne hasta las más altas cimas de la gloria" (Ex Misaali Mozarab., in festo Assumpt., P. L., LXXXV 824), y que en el trono donde la ha colocado su Hijo es "Suffragatrix incomparabilis coram filio: una Orante, una Intercesora, una Abogada incomparable cerca de su Hijo" (Ibídem).
J.B. Terrien S.J.
LA MADRE DE DIOS...

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