Características que alejan a veces al médico militar de la buena medicina.
Deberes de estado del médico militar. — Conocimiento y aplicación de los reglamentos. Conciencia particular de los cuidados. Adaptación a las necesidades militares.
Medicina militar en tiempo de paz. — Aplicación hasta en los pequeños cuidados: cultura personal. Conferencias profilácticas: deben ser médicas y no pornográficas.
Medicina militar en tiempo de guerra. — Ni temeridad, ni cobardía: el bien de los heridos. Simuladores, mutilados voluntarios, desertores; deberes de caridad. Enfermos y heridos rebeldes: respeto a la personalidad humana y a la justicia. El sufrimiento; ¿la eutanasia ordenada? Los heridos enemigos.
La asistencia religiosa a los heridos y enfermos. — La ley francesa de 1905 y la libertad de cultos. Importancia del factor religioso desde el punto de vista médico. El médico militar debe dar a heridos y enfermos las facilidades requeridas para beneficiarse con el derecho que les reconoce la ley. En tiempo de guerra, simulacro de organización oficial. La iniciativa de los sacerdotes soldados, el respeto anticipado a las conciencias, el conocimiento de los valores espirituales, el deber de humanidad y de caridad en los médicos y en los oficiales, deben permitir un servicio religioso efectivo.
Bibliografía.
La medicina militar se distingue de la medicina civil por cierto número de caracteres, cuyas repercusiones desde el punto de vista religioso deben ser contempladas. Estos caracteres son especialmente: la obligación del soldado de ser atendido por un médico que él no elige; la designación de un médico en un lugar determinado a pesar de sus gustos, sus aptitudes o ineptitudes; la subordinación de los cuidados a líneas directivas de orden militar; el encuadre en una reglamentación que limita la iniciativa y la acción del médico; la asignación durante años a servicios poco atrayentes o poco instructivos desde el punto de vista de la medicina; inicial y finalmente, la elección de la carrera médica militar por motivos a menudo extraños al fondo mismo de esa carrera: prestigio del uniforme, gusto por la aventura, por el mando, razones pecuniarias, ocupación provisoria a la espera de algo mejor, etc.
Es fácil concebir que algunos de estos elementos no son muy favorables para el ejercicio de una ciencia eficaz y que, a pesar de la solidez de los estudios en la Escuela del Servicio Sanitario y el gran valor de ciertos médicos militares, hayan resultado ciertos modos de ser y de actuar que dieron al término "médico militar" un sentido algo peyorativo.
El médico militar de carrera o de la reserva (todo lo que diremos concierne a uno y otro) se hallará, pues, en presencia de condiciones que a menudo exigirán de su parte un real esfuerzo para cumplir plena y concienzudamente su deber de médico. Necesitará a la vez iniciativa y espíritu de adaptación, para utilizar lo mejor que puede una situación en la que no está libre de proceder a su gusto.
Deberes de estado del médico militar
El médico militar tiene como primer deber, lo mismo que todo médico, el de cuidar sus enfermos, serles útil: espíritu de caridad y de ciencia comunes con el médico civil; pero dado que su ejercicio médico está subordinado a reglamentos, es necesario que conozca muy exactamente estos reglamentos para obtener de ellos las mayores ventajas para sus pacientes. Hemos visto, durante la guerra, enfermos privados de los medicamentos o aparatos que necesitaban, por la falta del médico, generalmente de la reserva, que no se dedicó a compulsar algunos reglamentos o circulares que indicaban el procedimiento que debía seguirse. Hemos visto proponer a las comisiones de excepción soluciones diferentes de las impuestas por los reglamentos, y el resultado fue que muchos soldados enfermos recorrieron inútilmente los caminos del frente a la retaguardia y a la inversa, a veces llevando al frente mejorías ilusorias, a veces agravando inútilmente un estado de salud precario, a veces demorando en la retaguardia o en el país a soldados aptos para combatir.
¡Cuánto pesan sobre el presupuesto de pensiones, "recuperados" que no han estado en el ejército más que el tiempo necesario para ser inscriptos para una prebenda, o inválidos admitidos a pensiones desproporcionadas con su verdadera enfermedad! El bien de los enfermos y el bien del Estado exigen que un médico militar no sea sólo un buen médico, sino también un médico adaptado a conciencia a sus funciones militares.
Por eso tratará a sus enfermos y heridos lo mejor posible, en primer lugar por ellos mismos, pero también para devolver rápidamente al país los defensores de que tiene necesidad. Las negligencias en los cuidados constituyen una falta contra los enfermos (a la que en tiempo de guerra éstos se adaptan gustosos), son también una falta contra la patria; son una falta contra los camaradas del enfermo, que soportan solos esfuerzos y fatigas que su presencia podría aliviar. En la medicina civil la negligencia de un médico no tiene más que consecuencias individuales; en la medicina militar puede tener malas consecuencias colectivas.
Finalmente, el médico necesitará subordinar los mejores cuidados a las necesidades bélicas, y éste es uno de los puntos más dolorosos para la conciencia del médico y uno de los más atroces de la guerra. Ese enfermo que ya no amenaza a nadie, que es la víctima de políticos ambiciosos o incapaces, que sufre y no tiene defensa, sufrirá por necesidades militares la restricción de los cuidados que requiere, será trasladado a pesar de su imposibilidad o, al contrario, será abandonado sin socorros y a todos los peligros. César es responsable de la salud de todos, tiene el derecho de hacer el tirano para salvar a la nación, tiene el derecho a la obediencia de los individuos; el médico militar debe obedecer a César y es solamente en los límites de esa obediencia que puede hacer el máximum de bien en torno suyo, siendo además esa obediencia la colaboración al bien que César se esfuerza en proporcionar al resto del ejército y de la nación.
Medicina militar en tiempo de paz
Es a menudo una medicina monótona y fastidiosa: comprende la visita de jóvenes con enfermedades tontas, cuyos casos "interesantes" se dirigen al hospital; comprende las visitas de enrolamiento, las de contralor sanitario, etc., objeto deleznable para el espíritu médico. Mas esto, cumplido atentamente, puede rendir buenos servicios. Y luego, las horas de cuartel ¿no pueden emplearse para aumentar el capital de los conocimientos teóricos, para llegar a ser el más apto, cuando se presenten las funciones activas?
Un punto difícil y delicado de la medicina militar en tiempo de paz es el de las conferencias profilácticas. Algunos autores materialistas quisieran proteger contra las enfermedades venéreas sin restringir el libertinaje, y grandes jefes adoptan esa manera de ver y quisieran conferencias en que se tratara solamente de los medios materiales de protección, sin indicaciones de continencia ni de moral. El médico católico no puede aceptar esa limitación, que no depende ni de la medicina ni de las necesidades militares, sino solamente de las ideas filosóficas o... pornográficas de los autores y dirigentes en cuestión.
La conciencia del médico debe obligarlo a decir la verdad exacta sobre tal asunto: es decir, que ningún recurso profiláctico preconizado es de eficacia segura; solamente la continencia da la seguridad. Por otra parte, como la exposición de los medios de profilaxis materiales corresponde en fin de cuentas a una concepción filosófica particular, la que admite y favorece el libertinaje, el médico militar que debe mantenerse neutral, no puede silenciar los motivos profilácticos morales de otras concepciones filosóficas: motivos religiosos de las distintas religiones, motivos que surgen de la simple moral llamada natural, respeto de sí mismo, respeto de la futura esposa, deberes para con los hijos por venir, etc.
La disciplina obliga al médico militar católico a enseñar los medios que facilitan el libertinaje, disminuyendo sus riesgos, como obliga al soldado a matar o a derribar las puertas de las iglesias y los conventos. La responsabilidad del robo, del asesinato o de la inmoralidad recae sobre los dirigentes. Pero la disciplina no puede forzar al médico a ser un mal médico, a no enseñar la totalidad de la profilaxis venérea: profilaxis material y moral; no puede obligarlo a ofender los sentimientos legítimos de sus oyentes cristianos y los suyos propios, no exponiendo la ayuda que la salud moral aporta a la salud física.
Es evidente que el médico militar católico no debe tener ningún escrúpulo en organizar los servicios profilácticos prescritos por los reglamentos. Debe efectuar esa organización lo mejor que puede, pero con discreción, señalando siempre la inseguridad de la profilaxis realizada de ese modo.
Medicina militar en tiempo de guerra
En los ejércitos en campaña se presentan otros problemas. En primer lugar, ¿cómo debe comportarse el médico militar frente al peligro? Deberá cuidarse a la vez de ser combatiente y de manifestar una prudencia excesiva. El papel del médico es el de dar la seguridad a los combatientes, estando a su alcance y en su lugar; de ese modo contribuye a su valor moral, les asegura los socorros físicos y salvaguarda el máximum de vidas para el ejército. Eso vale más que un gesto, por hermoso que sea, o una seguridad vergonzosamente asegurada. Exponerse lo necesario al peligro para llevar un socorro eficaz a los heridos; buscar toda la seguridad posible para cuidarlos y evacuarlos, ése es el deber netamente trazado. Es evidente que el médico, que, para ponerse al abrigo del peligro, se atribuyera aptitudes de cirujano que no posee, sería gravemente culpable en razón de los riesgos que impondrá a los heridos que le serán confiados a raíz de su engaño.
Entre los heridos y enfermos que se presentan, hay simuladores y mutilados voluntarios. Grave conflicto para la conciencia del médico, acostumbrado al dogma del secreto médico y a su libertad de decisión en la vida civil. Si habla, un hombre pasa al consejo de guerra y puede ser fusilado; si calla, recompensa la cobardía, permite adquirir una pensión injustamente, y el ejemplo puede ser contagioso y peligroso para el ejército; no es permitido dudar: el médico debe conformarse estrictamente a lo que prescriben los reglamentos: éstos están hechos para el bien del ejército y de la patria; las opiniones personales no pueden sustituírseles más que por un bien del mismo orden evidente, por ejemplo, en el caso de un oficial que desobedece los reglamentos o una orden de avanzar o retirarse, en razón de una situación especial que se presenta a su iniciativa y cuyo aprovechamiento puede ofrecer la mayor utilidad para el ejército. Mas no es éste el caso del simulador o del mutilado voluntario. El médico no puede oponer al reglamento más que el interés del culpable y su propia piedad para con éste. Y eso es realmente insuficiente para infringir un reglamento establecido por "César" en el interés de todos. Lo mismo ocurre para los desertores, de quienes el médico deberá apreciar el estado mental: la piedad personal no debe imponerse al deber de dar a la autoridad militar la información médica exacta: el médico militar no es un juez, es un ciudadano que debe a su país íntegramente su saber de médico. Es por lo tanto en los límites del reglamento, que el médico podrá dar libre curso a su piedad o a su indulgencia. El médico militar católico debe saber unir su deber y el máximo de caridad para hombres que la locura de la guerra arranca a sus hogares, a sus afectos, y expone al peligro.
Más difícil y delicado todavía es el caso de los heridos o enfermos que se rehusan a exámenes e intervenciones, ya por falta de confianza en un médico que no han elegido, ya por temor a una mejoría o una curación que permitirá su vuelta al fuego. En el primer caso, el médico cristiano, como indica el doctor Guéniot (1916), no se molestará; "deberá poner en práctica todo lo que el corazón y el espíritu de caridad le sugieran, para ganar su confianza y devolverlos, si puede, a una sana concepción de su deber. Para el mismo fin, les propondrá todas las garantías que pueden ofrecer las consultas especiales y de su elección".
En el segundo caso, deberá comprender el estado de ánimo del herido y esforzarse en llevarlo a la resolución realmente oportuna para su estado, sin perder de vista el interés del ejército. Si se trata de un acto médico muy benigno, debe predominar el interés del ejército. Si se trata de un acto médico peligroso, deben primar el interés y la opinión del enfermo. En el primer caso, en realidad, el leve inconveniente no equilibraría su deber para con el país, que, no debemos olvidarlo, puede exigirle que exponga la vida. En el segundo caso, sería injusto imponer un peligro cierto a un hombre, con el solo fin de poderlo exponer a los peligros de la guerra, mientras que sus demás conciudadanos están expuestos solamente a los últimos.
Por esta razón en plena guerra, en 1916, la Comisión consultiva del Servicio Sanitario francés opinó que "puede ser impuesto cualquier tratamiento que no importe una intervención operatoria". El soldado no es por lo tanto simple material humano; es una personalidad que tiene derechos sobre los cuales la autoridad militar puede imponerse solamente dentro de ciertos límites: hasta tanto la ley no prevea la corrección obligatoria de enfermedades o defectos que excluyen del servicio militar o determinan la clasificación para servicios auxiliares, no se tiene en absoluto el derecho de imponer la corrección de un defecto análogo al soldado que lo adquiera en la guerra. El médico católico tendrá siempre presente en su mente estos derechos de la persona humana y no atentará contra ellos más que en la medida en que lo obliga la ley. Ir más allá, sería a la vez contrario a la justicia y a la caridad.
Hablando del sufrimiento (al final del Capítulo XXII), hemos visto la situación del médico frente a los enfermos o heridos sometidos a violentos dolores y sin esperanza: aliviar hasta donde eso no es atentatorio para la vida. Por lo que se refiere al herido caído entre las líneas, en tierra de nadie, o al que se está por abandonar a un enemigo cruel, el médico no tiene ciertamente el derecho de darle la muerte por su propia iniciativa. ¿Puede hacerlo por orden formal del comando? Seguramente, el comando no tiene un derecho absoluto de vida y de muerte sobre sus hombres; lo tiene sólo en razón de las operaciones militares; no puede por lo tanto ordenar la eutanasia por sí misma; pero si esa eutanasia tiene por fin salvaguardar la moral de las tropas y mantener su capacidad combativa, garantizándoles un fin libre de crueldades, podrá ser tal vez un acto militar legítimo, análogo a la destrucción de un puente o de una obra aun ocupada por una fracción del ejército, pero cuyo sacrificio es útil al resto del ejército. Y ¿por qué erigir al médico en juez de las resoluciones del comando? ¿El médico es médico militar más por los heridos que por el bien colectivo? Y finalmente: ¿el médico militar, sometido al comando, puede rehusar su obediencia a éste, por una acción que puede justificarse militarmente? Parece muy difícil contestar en otra forma que la negativa a estas tres preguntas. La eutanasia ordenada del campo de batalla podría ser entonces una forma del deber de obediencia a "César", que en tiempo de guerra exige muchos actos reprochables en sí. Mas el médico, antes de ceder, debería, si es posible, tratar de obtener el retiro de la resolución, sin dejar por ello de suministrar hipnóticos capaces de hacerlos en cierta medida insensibles a los sufrimientos que les amenazan. Lo que sería tan difícil de realizar como lo es de resolver el caso de conciencia.
Una cuestión más simple es la de los deberes del médico frente a los heridos enemigos. Él debe cuidarlos como los propios, con la misma conciencia, con la misma atención. No es admisible que por un espíritu de "bluff" que a veces se ha visto, los "acaricie" más que a sus compatriotas; es inadmisible que en un ambiente de odio los descuide o intente sobre ellos intervenciones que consideraría imprudentes o crueles para los connacionales. El herido no es ya un combatiente, es un prójimo a quien debe cuidarse con caridad. Si hay alguna ventaja que no puede ser acordada a todos, se dará al más grave, independientemente de la nacionalidad, y si no puede ser acordada más que a pocos, será justo reservarla a los connacionales. Parece que todo esto se comprende sin decirlo; pero en la gran guerra se vió que era y es necesario recordar algunas consideraciones muy simples.
La asistencia religiosa a los heridos y enfermos
El médico tiene el deber de vigilar para que enfermos y heridos puedan practicar su religión, por un lado, porque la ley les asegura este derecho:
"El libre ejercicio del culto es asegurado en los establecimientos públicos, hospicios y prisiones y para las tropas de tierra y mar en tiempo de guerra" (Ley francesa de Separación de 1905).
Por otro lado, dada la importancia de lo moral en las enfermedades, sería antimédico no proporcionar a los pacientes el socorro del factor religioso, del que hemos visto en otro lugar la importancia.
El médico militar de conciencia y respetuoso de la libertad de pensamiento hará por lo tanto todo lo posible para que los enfermos y los enfermeros que dependen de él, puedan cumplir sus deberes religiosos. Dará las autorizaciones necesarias para que los ministros del culto puedan tener libre acceso a sus correligionarios enfermos, y les proporcionará las facilidades requeridas para que ejerzan su ministerio decorosamente. En realidad, la ley reconoce en Francia el libre ejercicio del culto, mas no lo organiza; depende pues del celo de los fieles y de los ministros de cada religión, y los médicos de los establecimientos hospitalarios deben tomar la iniciativa para que la ley se cumpla.
En tiempo de guerra (se encuentran capellanes militares desde el siglo VIII; el antiguo régimen tenía uno por regimiento), hay un simulacro de organización oficial. Se encuentran capellanes en el grupo sanitario de abastecimientos de los cuerpos de ejército, en el hospital de evacuación primaria, en el hospital complementario de armada. Desde el punto de vista administrativo, dependen no ya del Servicio de Sanidad, sino del Estado Mayor (Circ. francesa del 20 de septiembre de 1921). Es evidente que esos capellanes forman más bien un cuadro simbólico y no práctico. El legislador quiso darse el beneficio de un respeto de las conciencias que no posee, y de una amplitud de miras que no se encuentra realmente más que entre la gente que sabe lo que es el peligro; éste no es casi nunca su caso, por eso se ha evitado realizar en el ejército un servicio religioso efectivo.
Afortunadamente, las leyes sectarias han distribuido en Francia los sacerdotes entre las tropas, y la camaradería del fuego, que no es la de la política, sabe ofrecerles las posibilidades de llenar su ministerio para con las víctimas de la guerra. ¿Tendría menos derecho el soldado a los servicios del sacerdote, que a los del cocinero, del peluquero o del cómico? El médico militar, cualesquiera sean sus ideas religiosas, y con más razón el médico católico, deberá manifestar la buena fraternidad de armas facilitando su ministerio a los sacerdotes movilizados y proporcionando a sus heridos y enfermos la asistencia de estos sacerdotes. El heroísmo demostrado por sacerdotes-soldados para llevar a sus camaradas los socorros religiosos durante la guerra de 1914-18, es una de las páginas más hermosas de la devoción sacerdotal. El lugar y el papel del sacerdote en el ejército los conoce cualquier hombre de corazón. El médico militar tiene a menudo la posibilidad y el deber de llenar las lagunas de una legislación y de una organización para la que no tiene sentido el término "valor espiritual". El hombre que tal vez va a morir por su país, merece toda la solicitud del médico católico, preocupado en realizar el antiguo adagio médico: "curar algunas veces, aliviar a menudo, consolar siempre", y deseoso de proporcionar a todos los beneficios inestimables de la gracia divina.
BIBLIOGRAFIA
Grandmaison, G. de, y Veuillot, Fr. : L'aumónerie militaire pendant
la guerre, Bloud, París, 1923.
Duéniot, Dr. : Le devoir des médecins
militaires et la liberte individuelle du malade, en Bull. Soc. méd. St.
Luc., 1917, pág. 133.
Pannier, J.: L'aumonerie militaire. Lois,
décrets, circulaires de 1880 a 1918, Berger-Levrault, París, 1918.
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