10. Pero como hemos dicho que Fileas alcanzó alta reputación por sus conocimientos profanos, preséntese él testigo de sí mismo, monstrando por una parte quien era y dandonos, por otra, noticia sobre los mártires que en su tiempo sufrieron en Alejandría, más precisa de lo que nosotros pudiéramos hacer. Sus palabras son las siguientes:
De la carta de Fileas a los tmuitas.
"Como tengamos en las divinas y sacras Escrituras todos estos ejemplos, dechados de enseñanzas, los bienaventurados mártires que fueron con nosotros, sin vacilación alguna, fijando limpiamente la mirada de su alma en el Dios de todas las cosas y abrazando en su mente la muerte por la religión, se asieron tenazmente a su vocación por haber hallado en Nuestro Señor Jesucristo, que se hizo hombre por nuestro amor, primero para destruir de raíz todo pecado y darnos luego viático para el viaje hacia la vida eterna. Porque no tuvo Él por rapiña ser igual a Dios; sin embargo, se anonadó a si mismo, tomando la forma de siervo y, hallado en su figura como un hombre, se humilló a sí mismo hasta la muerte, y muerte de cruz (Phil. II, 6-8).
Por eso, los mártires portadores de Cristo, emulando los carismas mejores, soportaron todo linaje de trabajos y las múltiples invenciones de torturas, y eso no una vez sola, sino algunos hasta por dos veces; y ante las amenazas de la guardia soldadesca que rivalizaba en maltratarlos de palabra y obra, no rindieron su resolución, porque la perfecta caridad arroja fuera el temor (1 Io. IV, 18).
¿Qué discurso sería bastante a contar su valor y la fortaleza con que soportaron cada uno de los tormentos? Porque como todo el que quería tenía facultad para insultarlos, unos los golpeaban con palos, otros con varas, otros con azotes, otros con correas, otros con cuerdas. El espectáculo de los tormentos era en verdad variado y todo él rebosaba maldad. Unos, atadas atrás las manos, eran suspendidos en el potro, y luego, por medio de ciertas máquinas, les distendían todos los miembros y, en esta postura, los atormentadores, por orden del juez, les iban aplicando los instrumentos de suplicio, no sólo, como es uso para los asesinos, sobre los costados, sino sobre el vientre, las piernas y las mejillas.
Otros, colgados por una mano de un pórtico, estaban suspendidos en el aire, sufriendo el más violento dolor por la tensión de las articulaciones de sus miembros. Otros eran atados en columnas, unos frente a otros, sin que los pies tocaran el suelo, obligando el peso del cuerpo a apretarse más y más las ataduras. Y esto sufrían no sólo mientras el gobernador conversaba con ellos y se ocupaba en su causa, sino poco menos de un día entero. Porque cuando pasaba a otros, dejaba a sus ministros que estuvieran alerta sobre los primeros por si alguno, vencido por los tormentos, daba señal de rendirse, mandando apretar inexorablemente las ataduras y, de expirar algunos, bajarlos y arrastrarlos por tierra.
Pues no tenernos la más mínima consideración, sino pensar y obrar con nosotros como si ya no existiéramos, fué el segundo tormento, sobre el de los azotes, inventado por nuestros enemigos. Hubo también quienes, después de los tormentos, fueron puestos en el cepo, con ambos pies distendidos hasta el cuarto agujero, de suerte que por necesidad tenían que estar tendidos boca arriba sobre el cepo mismo, por serles imposible tenerse en pie a causa de las recientes llagas de los azotes, sembradas por todo su cuerpo. Otros yacían tirados sobre el suelo, abrumados por la enorme violencia de los tormentos sufridos, ofreciendo a quienes los miraban un espectáculo más cruel que cuando se los infligieron, pues llevaban en sus cuerpos las huellas de todas las variadas invenciones de tortura en ellos ensayadas.
En tales procedimientos, unos morían en medio de los tormentos mismos, cubriendo, con su constancia, de vergüenza al adversario; otros eran encerrados medio exánimes en la cárcel y, oprimidos de sus dolores, terminaban al cabo de pocos días la vida. Los demás, recobrando la salud por cuidado médico, el tiempo y el trato con los compañeros de prisión les infundían nuevos ánimos. El caso es que, cuando por edicto se les dió opción entre tocar el sacrilego sacrificio y verse libres de toda molestia, alcanzando de ellos la maldita libertad o, de negarse a sacrificar, recibir sentencia de muerte, todos, sin vacilar un momento, marcharon alegremente a la muerte. Y es que sabían lo que de antemano nos fué prescrito por las Sagradas Escrituras: El que sacrificare—dice—a dioses extraños será exterminado (Ex. XXII, 20). Y: No tendrás dioses ajenos fuera de mí" (Ex. XX, 3).
Tales son las palabras del mártir verdaderamente filósofo y juntamente amigo de Dios, escritas desde la cárcel antes de la sentencia final a los fieles de su Iglesia, exponiéndoles la situación en que él se hallaba; pero, sobre todo, incitándolos a mantenerse fuertemente asidos a la religión de Cristo, aun después de su muerte, que consideraba ya inminente. Mas ¿qué necesidad hay de prolongar la narración y añadir combates a combates, sostenidos en toda la extensión del Imperio por los santos mártires, sobre todo por aquellos a los que ya no se les aplicaba la ley común, sino que se los sitiaba como a ciudad enemiga en la guerra?
11. El caso es que ya una ciudad entera de cristianos, situada en la Frigia, fue sitiada por los legionarios, que le pegaron fuego y redujeron a cenizas con todos sus habitantes dentro, hombres, mujeres y niños, que invocaban a gritos al Dios del Universo. Y es que todos en masa, hasta el administrador de las públicas rentas, los duunviros y los magistrados todos con el pueblo entero, se habían confesado cristianos y se negaron a obedecer en lo más mínimo a los que les intimaban idolatrar.
Otro cristiano, llamado Adaucto, honrado con una dignidad romana, de familia ilustre de Italia, que había ido subiendo toda la escala de los honores cerca de los emperadores, hasta llegar a la administración de la llamada entre ellos magistratura del dominio privado y la de las finanzas generales, que desempeñaba irreprochablemente; habiendo después de todo esto brillado por sus merecimientos en la práctica de la religión y por su valor en confesar repetidas veces al Cristo de Dios, por fin, en pleno ejercicio de su cargo de intendente de las finanzas generales, vencedor en el combate por la fe, fue coronado con la diadema del martirio.
12. ¿A qué recordar ahora por sus nombres a los demás o contar la muchedumbre de los hombres o describir la variedad de tormentos de los bienaventurados mártires? Quiénes eran ejecutados a hachazos, como se hizo con los de Arabia; a otros se les quebraba las piernas, como sucedió a los de Capadocia; quiénes eran colgados de los pies, cabeza abajo y, encendido debajo un fuego suave, morían sofocados por el humo, como en el caso de los de Mesopotamia; en fin, no faltaron a quienes se les cortaba la punta de la nariz, de las orejas y de las manos y se hacían pedazos todos los otros miembros y partes de su cuerpo, como aconteció en Alejandría. ¿A qué reavivar la memoria de los de Antioquía, asados en parrillas con fuego, aparejado no para una rápida muerte, sino para prolongar la tortura?
Otros prefirieron meter ellos mismos su mano derecha en el fuego antes que tocar un sacrilego sacrificio. Algunos antioquenos, huyendo de la prueba a que pudieron exponer su fe, antes de venir a manos de sus pesquisidores, se precipitaron de lo alto de sus viviendas, teniendo la muerte por linaje de fuga a la maldad de los impíos.
Había en Antioquía una santa mujer, admirable por la virtud de su alma y la belleza de su cuerpo, ilustre además entre todos por su riqueza, alcurnia y buen nombre, que había criado a sus hijas en las leyes de la religión, una pareja de vírgenes, a la sazón en plena flor y belleza de su juventud. La envidia de muchos que las perseguían trataba por todos los medios de averiguar dónde estaban escondidas y, al fin, se supo que estaban en tierra extraña. Sus enemigos pusieron todo empeño en que volvieran a Antioquía y lograron, efectivamente, que cayeran en las redes de los soldados que las prendieron. Viéndose la madre a sí y a sus hijas en aquel trance desesperado, expúsoles los terribles sufrimientos que de parte de los hombres les esperaban; entre ellos, el más terrible e insoportable de todos, el peligro de violación, que ella se exhorta a sí y a sus hijas a no tolerar llegara ni a sus oídos. Por otra parte, entregar sus almas a la servidumbre de los demonios, decíales ella ser peor que todas las muertes, peor que cualquier extremo desastre. En fin, sólo les podía aconsejar en tan angustioso trance una solución: el refugio en el Señor. Dicho esto y viniendo todas en un mismo parecer, habiéndose decentemente compuesto sus vestidos, llegadas a la mitad del camino, pidieron autorización a sus guardias para apartarse un breve espacio y se arrojaron al río que corría allí cerca.
Estas, como se ve, se arrojaron voluntariamente; pero otra pareja de vírgenes piadosísimas y verdaderamente hermanas, ilustres por su familia, brillantes por su posición, jóvenes en la edad, hermosas de cuerpo, santas de alma, religiosas por su carácter, admirables por su fervor, como si la tierra no fuera digna de llevar sobre sí tales tesoros, fueron los ministros de los demonios quienes las mandaron arrojarse al mar. Tales fueron los casos de Antioquía.
En el Ponto sufrieron otros torturas tales que solo oírlas estremecen. A unos les hincaban en los dedos cañas punteagudas, clavándoselas por la punta de las uñas; a otros les vertían sobre las espaldas plomo derretido y les abrasaban las partes más necesarias del cuerpo; otros, en fin, en los miembros secretos y en sus mismas entrañas sufrieron tormentos vergonzosos y crueles que la palabra se resiste a nombrar. Con tales invenciones, como si se tratara de una nueva sabiduría, mostraban su talento aquellos nobles jueces, representantes de la ley, que, a la manera como se disputan los premios en público certamen, luchaban ellos por superarse los unos a los otros, excogitando siempre nuevos modos de tortura.
Como quiera que sea, las calamidades llegaron a su colmo, cuando, cansados ya de hacer tanto daño, rendidos de matar y hartos y hastiados de verter tanta sangre, se volvieron nuestros enemigos a lo que ellos consideraron benignidad y humanidad, de suerte que ya no les parecía se hacía contra nosotros nada que pudiera espantar a nadie. Porque no convenía decían ellos manchar las ciudades con sangre de los propios ciudadanos ni que se pudiera tachar de crueldad el supremo gobierno de los emperadores, benévolo y suave que era para todos; sino que era más bien preciso extender a todos el beneficio de su humano y regio poder, no castigando a nadie con pena de muerte; en fin, por la humanidad de los supremos gobernantes, este castigo quedaba abolido contra nosotros.
Entonces se ordenó que a los cristianos solo había de arrancárseles los ojos e inutilizarles una de las piernas, pues esto era para ellos acto de humanidad y el más suave castigo que se nos podía imponer. Así, como consecuencia de esta humanidad de los impíos, ya no era posible contar la muchedumbre de los mutilados: unos, a quienes se les había primero arrancado a hierro el ojo derecho y se le había luego cauterizado; otros, a quienes con cauterios también habían paralizado por las articulaciones el pie izquierdo. Así inutilizados, eran condenados a las minas de bronce de cada provincia, no tanto con miras al rendimiento, cuanto a maltratarlos y hacerlos perecer de miseria. Otros, en fin, pasaron por otros combates, cuyas hazañas, que superan todo discurso, no es posible ni enumerar. En esos combates habidos por toda la redondez de la tierra brillaron los magníficos mártires de Cristo, llenando con razón de estupefacción a cuantos por dondequiera fueron testigos de su valor y dando en sí mismos patentes pruebas de la divina y en verdad secreta fuerza de nuestro Salvador. Ahora bien, recordar por sus nombres a cada uno fuera cosa larga, por no decir imposible.
13. De los dirigentes de las Iglesias que sufrieron el martirio en ciudades célebres, el primero que hemos de inscribir como mártir en los monumentos erigidos a los piadosos en el reino de Cristo es Antimo, obispo de Nicomedia, que fue decapitado; de los mártires de Antioquia, el primero fue Luciano, que fue toda su vida ejemplar presbítero de aquella Iglesia, y también él en Nicomedia, en presencia del emperador, proclamó el celeste reino de Cristo, primero en un discurso apologético y luego también con sus obras.
De los mártires de Fenicia pueden tenerse por los más ilustres los que fueron pastores de las espirituales ovejas de Cristo, hombres de todo en todo caros a Dios: Tiranión, obispo de la iglesia de Tiro; Cenobio, presbítero de la de Sidón, y Silvano, obispo de la comarca de Emesa. Este, pasto de las fieras juntamente con otros en la misma Emesa, fué levantado a los coros de los mártires; los otros dos glorificaron en Antioquía la palabra de Dios por su paciencia hasta la muerte: Tiranión, arrojado a los abismos del mar; Cenobio, médico excelente, muerto valerosamente en las torturas que le aplicaron a los costados.
De los mártires palestinenses, Silvano, obispo de las Iglesias de la comarca de Gaza, fue decapitado con otros treinta y nueve en las minas de bronce de Feno, y allí mismo terminaron su vida por el fuego, con otros, los obispos egipcios Peleo y Nilo. Recordemos entre éstos al que fue gloria grande de la Iglesia de Cesarea, el presbítero Panfilo, el hombre más admirable de nuestro tiempo, cuyas valerosas hazañas nos proponemos describir en momento oportuno.
Entre los gloriosamente consumados en Alejandría, en todo el Egipto y la Tebaida, citemos primero a Pedro, obispo de la misma Alejandría, ejemplar divino de los maestros de la piedad cristiana, y a sus presbíteros Fausto, Dío y Ammonio, mártires perfectos de Cristo. Mártires también fueron Fileas, Hesiquio, Paquimio y Teodoro, obispos de Iglesias de Egipto, y otros infinitos más, todos lustres, cuya memoria guardan las Iglesias de cada comarca y lugar.
Escribir la historia de los combates que por todo lo descubierto de la tierra sostuvieron estos atletas de la religión divina y narrar puntualmente cuanto a cada uno de ellos aconteció, tarea es que no nos toca a nosotros, pero que pudieran muy bien tomar por suya los que fueron testigos de vista de los hechos.
Los que yo personalmente presencié, tengo propósito de darlos a conocer a la posteridad en obra aparte. En la presente sólo cumple añadir a lo ya dicho cómo se hubo de cantar la palinodia en lo hecho contra nosotros y qué acontecimientos se sucedieron desde el comienzo de la persecución, puntos que han de ser muy provechosos a los lectores.
14. Ahora bien, ¿qué discurso será bastante a explicar la prosperidad y bienandanza de que gozó el Imperio Romano antes de declararnos la guerra, todo el tiempo, decimos, en que las disposiciones de los supremos gobernantes eran amigables y pacíficas? En este período, los emperadores llegaron a cumplir el décimo y el vigésimo aniversario de su mando, fechas que se celebraron con fiestas y espectáculos brillantísimos, con banquetes y regocijos, en medio de una paz universal y sólida. Mas, cuando sin tropiezo alguno se acrecentaba y día a día se engrandecía su poder, he aquí, de pronto, cambian sus disposiciones de paz para con nosotros y nos declaran una guerra sin cuartel. Sin embargo, no se habían cumplido dos años desde esta agitación cuando sobrevino algo nuevo que, afectando al Imperio entero, vino a trastornar toda la marcha del Estado.
En efecto, una enfermedad fatal atacó violentamente al que ocupaba el primer puesto de la tetrarquía, poniendo en trance de extravío su inteligencia y obligándole, junto con el que ocupaba el segundo lugar del Imperio, a retirarse a la vida privada. Apenas cumplida esta abdicación, todo el Imperio quedó dividido en dos mitades, acontecimiento de que no se tenía hasta entonces memoria.
No mucho después, el emperador Constancio, que toda su vida había tratado con la mayor suavidad y amor a sus subditos y mostrado las más amigables disposiciones para la doctrina divina, dejando en su lugar a su hijo legítimo, Constantino, como emperador y Augusto, terminó su vida conforme a la ley común de naturaleza. Bondadoso y blando sobre todos los otros emperadores, él fue el primero que proclamaron dios, tributándole todo el honor que después de la muerte se le debiera a un emperador. Constancio fue el único de nuestro tiempo que ejerció el mando, desde que empuñó sus riendas, de manera digna del Imperio; y no sólo se mostró amigo y bienhechor de todos, sino que no tomó parte alguna en la guerra declarada contra nosotros. A los hombres religiosos que estaban bajo su dominio, él los guardó indemnes y sin molestia alguna; ni derribó las Iglesias ni consintió otra novedad alguna acerca de nosotros. Por ello alcanzó un fin dichoso y tres veces bienhadado, siendo el único que murió en sus propios dominios querido y glorioso, dejando por legítimo heredero a su propio hijo, de consumada prudencia y piedad.
Su hijo Constantino, proclamado desde el principio emperador perfectísimo y Augusto por el ejército, y antes que por éste, por el universal Emperador, Dios, hízose imitador de la piedad de su padre para nuestra doctrina. Tal fue Constantino.
En cuanto a Licinio, por común voto de los supremos gobernantes, subió, después de estos acontecimientos, a la categoría de emperador y Augusto. Esto irritó terriblemente a Maximino, que hasta entonces sólo llevaba, universalmente reconocido, el titulo de César; mas como era tirano por naturaleza, él mismo arrebató para sí la dignidad de Augusto, constituido tal por propia autoridad. En esto, convicto de tramar una conspiración para quitar la vida a Constantino, uno de los emperadores que tras la abdicación se vió patente su empeño por recobrar el poder, acabó con la muerte más ignominiosa. Este fue el primero, de quien, como hombre sacrilego e impío, se destruyeron las inscripciones honoríficas, las estatuas y cuantos honores por el estilo es costumbre tributar.
14. Su hijo Majencio, que había establecido la tiranía en Roma, en sus comienzos, para agradar y captarse a la plebe de la Urbe, fingió profesar nuestra fe y dió en consecuencia órdenes a sus ministros que aflojaran la persecución contra los cristianos, simulando una piedad que le hacía aparecer más benévolo y suave que todos sus predecesores. Sin embargo, no respondieron las obras a lo que habían prometido las esperanzas, sino que se abalanzó a toda clase de aberraciones, no dejó acción de mancilla y desvergüenza que no cometiera, adulterios y torpezas a que no se entregara. Separando de sus maridos a sus legítimas esposas, deshonradas con el último deshonor, se las remitía otra vez, y tales desmanes cometía no contra gentes oscuras e insignificantes, sino contra los más ilustres miembros del Senado romano.
Todos, populares y magistrados, nobles y plebeyos, estaban agazapados por el terror de aquella opresora tiranía; pero por más calma que guardaron, por más resignados que se mostraron en soportar la amarga servidumbre, no se veía cambio alguno en la carnicera crueldad del tirano. Con el más ligero pretexto, su guardia ejecutaba una matanza entre el pueblo, y miles de ciudadanos romanos caían en medio de la ciudad, no bajo las lanzas y espadas de escitas o bárbaros, sino bajo las armas de sus propios conciudadanos. No es posible ni calcular el número de senadores a quienes asesinó con miras de apoderarse de su hacienda.
Forjándose un pretexto u otro, fueron infinitos los que perdieron la vida. La magia fue como el coronamiento de todas las maldades del tirano. Para sus mágicas operaciones, unas veces hacía abrir en canal a mujeres encinta, otras examinar las entrañas de niños recién nacidos o degollar leones; practicaba, en fin, ritos abominables para evocar los demonios o ceremonias para conjuro de la guerra. En estas cosas, efectivamente, tenía él puestas todas sus esperanzas de alcanzar la victoria. Mientras éste tiranizó a Roma, no es posible decir las cosas que hizo para esclavizar a sus subditos. Los víveres más necesarios llegaron a escasear en tal extremo, como no recuerdan nuestros contemporáneos haber conocido igual ni en Roma ni en ninguna otra parte.
En cuanto al tirano de Oriente, Maximino, ligado con el de Roma, como hermano en maldad, con secreto tratado de amistad, trató por mucho tiempo de ocultarlo; pero descubierto al fin, recibió su justo castigo.
Era de admirar cómo uno y otro congeniaban y se hermanaban en perversidad o, mejor dicho, cómo el de Oriente se llevaba la palma de la maldad sobre el de Roma. En efecto, cerca de él encantadores y magos gozaban de los máximos honores. Espantadizo y supersticioso en sumo grado, equivocarse en una ceremonia de los ídolos y demonios era para él caso de mayor gravedad. De hecho, sin consultar los adivinos y sin sus oráculos, no se atrevía a mover una paja, por decirlo así, con la punta del dedo.
De ahí vino a desencadenar contra nosotros una persecución más violenta y continua que sus antecesores. Dió orden de levantar templos en todas las ciudades y reparar con todo cuidado los recintos sagrados que el tiempo había derribado; estableció por todos los lugares y ciudades sacerdotes de los ídolos, y sobre ellos, en cada provincia, un sumo sacerdote escogido entre los magistrados que más se hubieran distinguido en los cargos públicos y en todo servicio de la ciudad. A este sumo sacerdote le concedió una escolta de soldados armados.
En fin, a todos los magos y adivinos, sin distinción, les hacia gracia del gobierno de las provincias, de las más altas magistraturas, como a hombres, suponía él, piadosos y amigos de los dioses. Con estos principios de gobierno, no fue ya una sola ciudad o comarca, sino las provincias enteras que estaban bajo su dominio, las que se sintieron oprimidas por las exacciones de oro, plata y riquezas sin cuento, a lo que se añadían las más graves inculpaciones calumniosas e injustas condenas. Despojando a los ricos de los bienes adquiridos por sus antepasados, disponía de abundante riqueza y montones de dinero que regalar a los aduladores que le rodeaban.
A tales excesos de borrachera y embriaguez se dejaba llevar, que perdía en la bebida toda razón y discurso y ordenaba en plena embriaguez lo que al día siguiente, templado, tenía que revocar. En crápula y disolución no cedía a nadie la ventaja, constituyéndose maestro de maldad para cuantos le rodeaban, gobernantes y gobernados.
En el ejército introdujo la molicie, consintiendo todo linaje de placeres e intemperancia. A los gobernadores de provincia y jefes del ejército teníalos por compañeros de tiranía, poco menos que provocándolos a la rapiña y despojo de sus subordinados. ¿A qué recordar las torpezas que cometió arrastrado de su pasión, o contar la multitud de mujeres por él deshonradas? Baste decir que no podía pasar por una ciudad sin cometer una serie de adulterios y raptar algunas doncellas.
La cosa le iba prósperamente con todos, excepto los cristianos, pues despreciando éstos la muerte, no se les importaba nada de tan monstruosa tiranía. Los hombres, en efecto, preferían sufrir el fuego y el hierro, la crucifixión y las fieras salvajes, que se les descuartizara o quemara vivos, se les reventara y arrancara los ojos, se les cortara las extremidades todas de su cuerpo, el hambre, el frío, las minas y la cárcel; todo, repetimos, lo soportaban por la religión, antes que tributar a los ídolos el culto debido a Dios.
En cuanto a las mujeres, fortalecidas no menos que los hombres por las enseñanzas del Verbo divino, unas, sometidas a los mismos combates que aquéllos, alcanzaron premios iguales de valor; otras, arrastradas a la corrupción, prefirieron entregar antes su alma a la muerte que su cuerpo al deshonor.
El hecho fue que, de entre tantas mujeres violadas por el tirano, sólo una, cristiana, de las más ilustres y de más brillante posición en Alejandría, logró vencer por su heroica resistencia el alma apasionada e intemperante de Maximino. Era la mujer, entre otras cosas, famosa por sus riquezas, por su alcurnia y por su ilustración: pero todo pasaba para ella a segundo término en parangón con la castidad. Solicitóla insistentemente el tirano; pero ella estaba pronta a morir antes que rendirse. Así, no fue el tirano capaz de matarla, pues su concupiscencia tuvo esta vez más fuerza que su ira, y se contentó con desterrarla y confiscarlo sus bienes.
Otras, innumerables, por no soportar ni aun el oír la amenaza de violación por parte de los gobernadores de provincias, hubieron de pasar por todo género de tormentos, por el potro y otros mortales suplicios. Todas éstas fueron, sin duda, admirables; mas a todas las eclipsó aquella mujer de Roma, la más noble en verdad y la más casta de cuantas el tirano de allí, Magencio, imitador de Maximino, intentara ultrajar.
Efectivamente, cuando ella supo que estaban ya en casa los esbirros que el tirano tenía para estas fechorías (la mujer, desde luego, era cristiana), y que su marido, por cobardía, los autorizaba a llevársela consigo, y eso que era prefecto de Roma, rogó se le concediera un breve rato, como si fuera a arreglarse un poco. Entró, en efecto, en su habitación y, sola allí, se atravesó ella misma una espada, y, muriendo en el acto, dejó su cadáver a sus verdugos, y con hechos, más sonoros que toda voz, proclamó ante todos los hombres, los de entonces como los por venir, que la sola cosa invencible e imperecedera es la virtud de los cristianos.
Tal cúmulo de maldad confluyó en un solo y mismo tiempo por obra de los tiranos que se habían hecho dueños de Oriente y Occidente. Si se busca la causa de ello, ¿quién podrá dudar en afirmar que se debió a la persecución desencadenada contra nosotros? Sobre todo, si se tiene en cuenta que esta confusión no tuvo término hasta que los cristianos recobraron su libertad.
15. El hecho es que, durante los diez años que duró la persecución, jamás se interrumpieron las insidias y guerra entre ellos mismos. Los mares eran innavegables, y de cualquier punto que se abordara en los puertos del Imperio se sometía a interrogatorio a los navegantes, no procedieran del bando enemigo, infligiéndoles toda clase de torturas tendidos en el potro, desgarrados los costados, atormentados, en fin, con mil otros suplicios, terminando por empalarlos o quemarlos vivos. Todo era, además, fabricar escudos y corazas, preparar dardos y lanzas y todos los otros aprestos de guerra, construir por todas partes trirremes y demás armas navales.
Todo el mundo estaba diariamente a la expectativa de un nuevo estallido de guerra. A todo esto hay que añadir el hambre y la peste, que tras la guerra se abatían sobre el Imperio, sobre lo que a debido tiempo diremos lo conveniente.
16. Tal fue la situación a lo largo de toda la persecución, que a los diez años terminó, por gracia de Dios, completamente, y ya antes, el año octavo, había empezado a aflojar. Y fue así que en el punto en que la divina y celeste gracia mostró sernos benévola, y propicia aquella providencia que vigilaba sobre nosotros, nuestros gobernantes, aquellos mismos, por cierto, que fueron autores de toda la guerra que se nos había hecho, cambiando maravillosamente de modo de sentir, cantaron la palinodia, extinguiendo por medio de edictos favorables y disposiciones llenas de mansedumbre el incendio de la persecución, que tan ampliamente cundiera.
La causa de este cambio no fue cosa alguna humana ni, como pudiera alguien imaginar, sentimiento de lástima o benignidad de los príncipes, ni mucho menos. La prueba está en que desde el comienzo de la persecución hasta aquel momento, eran ellos los que, día a día, excogitaban nuevas y más maravillosas medidas contra nosotros, y por los más variados recursos, unas veces de una manera, otras de otra, siempre se inventaban nuevos suplicios que infligirnos.
La causa única fue la patente protección de la divina providencia, que, reconciliada con su pueblo, cayó sobre el que fue autor de todos nuestros males. El hecho es que alcanzó a éste un castigo celeste, que, empezando por su carne, llegó hasta su alma misma.
Sobrevínole, en efecto, un enorme absceso en el peritoneo y luego una úlcera fistulosa en lo profundo, cuyo estrago, de uno y otro mal, se extendía irremediable a las más íntimas entrañas. De allí le manaba una muchedumbre incontable de gusanos, despidiendo juntamente un hedor mortal. Y es que la masa de las carnes, proviniente del exceso de comidas, que antes de la enfermedad se había acumulado en una exagerada cantidad de grasa, corrompida ahora, ofrecía a los que se le acercaban el espectáculo más insoportable y horroroso. De los médicos, unos no eran capaces de soportar lo exagerado del mal olor, y se los mandaba degollar; otros, ante la imposibilidad de hallar remedio cuando toda la masa de carne se había hinchado y había el mal llegado a estado desesperado, eran inexorablemente ejecutados.
17. Abrumado por tan grandes males, dióse cuenta de las atrocidades que cometiera contra los hombres religiosos, y recogiendo en sí su pensamiento, confesó, en primer lugar, al Dios de todas las cosas; luego, llamando a sus servidores, dió orden de que sin pérdida de tiempo pusieran fin a la persecución contra los cristianos, y por una ley y mandamiento imperial permitió a éstos reconstruir, sin demora, sus iglesias y practicar en ellas el culto acostumbrado, haciendo oración por el emperador.
A las palabras siguieron en seguida las obras, y por todas las ciudades se proclamaron los edictos imperiales, que cantaban la palinodia en todo nuestro asunto y eran del tenor siguiente:
"El Emperador César Galerio Valerio Maximiano, invencible Augusto, Sacerdote máximo, Germánico máximo, Egipcio máximo, Tebeo máximo, Sármata máximo cinco veces, Persa máximo dos veces, Carpo máximo seis veces, Armenio máximo, Medo máximo, Abiadeno máximo, tribuno por veinte veces, imperator diecinueve veces, cónsul ocho veces, padre de la patria, procónsul:
Y el Emperador César Flavio Valerio Constantino, piadoso, feliz, invencible Augusto, Sacerdote máximo, tribuno del pueblo, imperator por cinco veces, cónsul, padre de la patria, procónsul:
Entre las otras medicas por nosotros decretadas para bien y provecho de nuestros subditos, nosotros anteriormente quisimos que todo volviera a dirigirse según las antiguas leyes y pública disciplina de los romanos y buscar la manera de que también los cristianos, que han abandonado la secta de sus propios padres, volvieran a buen propósito. Porque, no sabemos por qué razonamiento, se ha apoderado de ellos tamaño orgullo que se niegan a seguir lo estatuido por los antiguos, lo mismo tal vez que sus padres ordenaron, y por su propia cuenta y conforme al capricho de cada uno, ellos se han dado leyes a sí mismos y ésas guardan, y en diversas partes reúnen diversas muchedumbres. En vista de ello, nosotros publicamos un edicto ordenando volvieran a lo establecido por los antiguos, cuya consecuencia ha sido que muchos han corrido peligro de muerte; otros muchos, después de ser perturbados, han arrostrado todo género de suplicios y han muerto. Mas como, persistiendo la mayor parte de ellos en la misma locura, veíamos que ni daban el debido culto a los dioses celestes ni atendían tampoco al Dios de los cristianos, mirando a nuestra benignidad y a la no interrumpida costumbre de repartir nuestro perdón a todos los hombres, hemos creído que debíamos extenderlo también gustosísimamente al caso presente, otorgando que de nuevo existan cristianos y nuevamente dispongan las casas en que solían reunirse, de modo que nada hagan contra la disciplina. Por medio de otra carta nuestra daremos instrucciones a los jueces sobre la conducta que hayan de observar. Conforme a esta nuestra indulgencia, deben suplicar a su Dios por nuestra salud, por la del pueblo y la suya propia, a fin de que por todos los modos se procure la salud del pueblo y ellos mismos puedan vivir sin inquietud en su propio hogar."
Tal era el tenor del edicto, traducido en lo posible del latín al griego. Tiempo es de averiguar lo que después de esto sucedió.
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