De cómo la bienaventurada Virgen María quedó en medio de la Iglesia naciente, después de la Ascensión de su Hijo, para ejercer "sensiblemente" las funciones de la maternidad espiritual que debe llenar "invisiblemente" hasta el fin de los siglos, y demostrar así que las funciones de esa maternidad no se terminaron en el Calvario.
I. Jesucristo, después de haber consumado la Redención de los hombres con su sangrienta inmolación, y consagrado los cuarenta días que siguieron a su resurrección a dar las últimas disposiciones reclamadas para el establecimiento de la Iglesia, deja la tierra y se eleva gloriosamente al cielo. ¿Quién que no hubiese leído la Sagrada Escritura dejaría de creer que el Salvador mismo haría entonces participar a su Santísima Madre de su triunfo, como había participado del combate, y que ella subiría también de este valle de lágrimas a la tierra de los vivos, apoyada en su Amado? Todo parece que exigía que le siguiera. Su misión entre nosotros había terminado, puesto que para concebir, dar a luz y conducir hasta el ara de la cruz a nuestra universal Víctima, era para lo que milagrosamente había recibido la vida. En aquella hora su santidad traspasaba ya todos los límites; era, pues, soberanamente digna de ocupar a la diestra de su Hijo el trono de la gloria, por encima de toda criatura, ya humana, ya angélica. Y, además, ¿su corazón y toda su vida no estarían de aquí en adelante en el cielo, allí en donde estaba su único tesoro? Y, ¿era forzoso que la unión que hasta aquel momento la tuvo cerca de Jesucristo en todos sus misterios, quedara rota tan dichosamente para Él, tan dolorosamente para Ella? En fin, ¿podemos suponer siquiera que el Hijo, que iba a gozar en paz de los esplendores de la patria, dejaría tras de Sí a su Madre en las tristezas del destierro? Y si Jesucristo hubiera subido, sólo Él, al cielo, nos costaría menos trabajo concebir el abandono en que habría dejado en la tierra a su Santísima Madre. Mas Él lleva consigo a aquellos millones de almas bienaventuradas que su muerte libertó de sus cadenas; y aunque de ello no teníamos certeza, podemos creer con una gran probabilidad que vanas de esas almas, en particular la de José, el virginal Esposo de María, estaban ya, como la suya, reunidas con sus cuerpos gloriosos (Matth. XXVII. 53). Y puesto que era un privilegio el acompañarle en este misterio, todo grandeza y gloria, la Virgen, que debía ser la más privilegiada de las criaturas, ¿no debió ser la primera en seguirle en su gloriosa Ascensión?
Sí; sin duda, Ella le hubiera seguido, si sólo fuera Madre de Dios. Mas no olvidemos que llegó a ser Madre de los hombres y, de consiguiente, Madre de la Santa Iglesia. Y he aquí, si no nos engañamos, por qué María debió permanecer sobre la tierra después de la partida de su Hijo glorificado. La Iglesia era un Jesucristo recién nacido, un Jesucristo en pañales, un Jesucristo en la cuna. En el Calvario es donde recibió la vida en medio de increíbles dolores. Y la prueba de que la naciente Iglesia era el mismo Jesucristo, está en que el Señor gritó desde lo alto de los cielos a Pablo, el perseguidor encarnizado de los primeros fieles: "Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?... Yo soy Jesucristo, al que tú persigues" (Act., IX, 4-5). Jesús, para su ser físico, había necesitado una madre que velase sobre su infancia; había crecido bajo su égida maternal, en edad, en sabiduría, en gracia delante de Dios y de los hombres. ¿No era, pues, conveniente que el mismo Jesús, en su ser místico, que es la Santa Iglesia, tuviese una madre para acompañar de un modo sensible sus primeros años, hasta el día en que también la Iglesia, más próxima a la madurez de su edad, fuera por todo el mundo a predicar el Evangelio del Reino y a convertir a las naciones? Y, ¿quién otra que María podía ser esta Madre visible, puesto que Ella era la que, después del Dios encarnado, la había engendrado en el Calvario?. Nada nos impide considerar también a la Iglesia como Esposa de Jesucristo, el Hijo de María. Estamos autorizados a ello por nuestros Libros Santos. ¿Acaso el Apóstol no ha propuesto la unión de Cristo con su Iglesia como el ejemplar más perfecto de la unión que debe existir, entre cristianos, entre el esposo y la esposa? (Efesios, V, 24 y sigs.) ¿Y no sabemos que el Cantar de los Cantares, en un sentido principal, tiene por objeto celebrar este divino enlace? Ahora bien; a esta Esposa, a quien el Salvador acababa de unirse después de haberla sacado de su costado entreabierto, habíala casi en seguida abandonado, "dejándola viuda y desolada, entre los primeros esfuerzos de su reciente aflicción" (Bossuet, Segundo Serm. para la Asunción, primer punto). Madre del Esposo, María, por derecho, era también Madre de la Esposa. Era, pues, soberanamente justo y razonable que la Madre permaneciera cerca de aquella que el Esposo privaba de su presencia visible: tanto tiempo al menos cuanto por su edad tierna tuviera particular necesidad de ser consolada, sostenida y fortalecida.
Sí; sin duda, Ella le hubiera seguido, si sólo fuera Madre de Dios. Mas no olvidemos que llegó a ser Madre de los hombres y, de consiguiente, Madre de la Santa Iglesia. Y he aquí, si no nos engañamos, por qué María debió permanecer sobre la tierra después de la partida de su Hijo glorificado. La Iglesia era un Jesucristo recién nacido, un Jesucristo en pañales, un Jesucristo en la cuna. En el Calvario es donde recibió la vida en medio de increíbles dolores. Y la prueba de que la naciente Iglesia era el mismo Jesucristo, está en que el Señor gritó desde lo alto de los cielos a Pablo, el perseguidor encarnizado de los primeros fieles: "Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?... Yo soy Jesucristo, al que tú persigues" (Act., IX, 4-5). Jesús, para su ser físico, había necesitado una madre que velase sobre su infancia; había crecido bajo su égida maternal, en edad, en sabiduría, en gracia delante de Dios y de los hombres. ¿No era, pues, conveniente que el mismo Jesús, en su ser místico, que es la Santa Iglesia, tuviese una madre para acompañar de un modo sensible sus primeros años, hasta el día en que también la Iglesia, más próxima a la madurez de su edad, fuera por todo el mundo a predicar el Evangelio del Reino y a convertir a las naciones? Y, ¿quién otra que María podía ser esta Madre visible, puesto que Ella era la que, después del Dios encarnado, la había engendrado en el Calvario?. Nada nos impide considerar también a la Iglesia como Esposa de Jesucristo, el Hijo de María. Estamos autorizados a ello por nuestros Libros Santos. ¿Acaso el Apóstol no ha propuesto la unión de Cristo con su Iglesia como el ejemplar más perfecto de la unión que debe existir, entre cristianos, entre el esposo y la esposa? (Efesios, V, 24 y sigs.) ¿Y no sabemos que el Cantar de los Cantares, en un sentido principal, tiene por objeto celebrar este divino enlace? Ahora bien; a esta Esposa, a quien el Salvador acababa de unirse después de haberla sacado de su costado entreabierto, habíala casi en seguida abandonado, "dejándola viuda y desolada, entre los primeros esfuerzos de su reciente aflicción" (Bossuet, Segundo Serm. para la Asunción, primer punto). Madre del Esposo, María, por derecho, era también Madre de la Esposa. Era, pues, soberanamente justo y razonable que la Madre permaneciera cerca de aquella que el Esposo privaba de su presencia visible: tanto tiempo al menos cuanto por su edad tierna tuviera particular necesidad de ser consolada, sostenida y fortalecida.
No opongáis que el espíritu santo había descendido sobre la Iglesia, y que permaneciendo Jesucristo invisiblemente con ella hasta el fin de los siglos, no necesitaba del ministerio extremo de María. Lo concedemos, si habláis de una necesidad absoluta; mas hay también necesidades de conveniencia. Jesucristo, cuando vino al mundo, estaba lleno en su humanidad santa de gracia y de verdad. El Espíritu de Dios había reposado sobre Él con la plenitud de sus dones. Más aún: el cielo y la tierra estaban a sus órdenes, Dios, sin embargo, se confió por largos años a la amorosa solicitud de una madre. Así ocurrió con el Cristo místico, providencia tanto más admirable cuanto que esta continuidad de cuidados maternales atestiguaba la unidad de Cristo en su doble estado y casi nos atrevemos a decir en su doble personalidad.
Añadamos otra consideración, no menos importante que la primera. Ya lo hemos meditado: María, consagrada Madre de los hombres en el Calvario, no terminó allí de ejercer las funciones de su maternidad. Debe prolongarlas a través de los siglos, como ministro universal de su Hijo en la aplicación de los méritos y en la formación de los hijos de Dios. Esto es lo que nos dicen las palabras de Jesucristo expirando en la Cruz. Pero es preciso, además, que la verdad contenida en estas divinas palabras sea plenamente comprendida y grabada de un modo indeleble en lo más profundo de los corazones. Sin duda, suponiendo que la bienaventurada Virgen hubiera, al mismo tiempo que su Hijo, subido al cielo, sus beneficios hubiesen servido de testimonio de su oficio de Madre. No obstante, éstos no hubieran dado la prueba sensible, palpable, que nos suministra su presencia prolongada largos años todavía sobre la tierra.
El Espíritu Santo, prometido por el Salvador, desciende siempre y siempre reposa con sus dones sobre la Iglesia y sobre los hijos de la Iglesia. Mas, porque tiene invisiblemente su morada en nosotros, convenía que el primer advenimiento de ese Espíritu, primicias y prenda de los que debían seguirle, fuese visibles a todos los ojos, y por eso su descendimiento en Pentecostés primero, y sobre los primeros convertidos del judaismo y del paganismo después, se manifestó por medio de señales exteriores, de las que los Hechos de los Apóstoles nos hacen con tanta frecuencia el emocionante relato. Así, pues, ¡oh, Virgen, Madre nuestra!, consolaos de permanecer aún en el destierro. Os sería más gustoso ir a tomar posesión del trono y de la diadema que habéis merecido. Mas nosotros, hijos pequeñitos vuestros, necesitamos de vuestra presencia sensible. Mostrad que sois nuestra Madre y que llenaréis siempre las funciones de tal, y esto de un modo tan claro y palpable, que jamás podemos ni desconocerlo, ni olvidarlo, cuando hayáis sido substraída a las miradas de nuestra carne.
Según los Santos y Doctores, lo que la Iglesia podía entonces pedir a María, su Madre, para Ella y para sus hijos, era el consuelo, la luz divina, el socorro de una oración eficaz y constante, el ejemplo de la vida perfecta. Ahora bien; esto mismo fué lo que encontró en ella, de superabundante modo, y por lo que demostró María prácticamente que ella ejerce siempre, aun después de consumada la Pasión, su oficio de Madre. León XIII no ha olvidado este punto de doctrina en sus Encíclicas sobre el Rosario: '"Cristo sobre la Cruz nos había confiado, en la persona de San Juan, como hijos a su Madre. Esta tan grande y laboriosa función María la aceptó con corazón magnánimo, y ya en el Cenáculo consagró los principios de ella. Desde entonces, en efecto, vésela sostener admirablemente a las primicias del pueblo cristiano con la santidad de sus ejemplos, la autoridad de sus consejos, la suavidad de sus consuelos y la eficacia de sus oraciones: siendo verdaderamente Madre de la Iglesia, Maestra y Reina de los Apóstoles, a quienes comunicaba literalmente los divinos oráculos conservados en su corazón." Encícl. Adiutricem populi (5 sep. 1895). Y en otra Encíclica, después de haberla mostrado saboreando en silencio la gloria de su Hijo, victorioso de la muerte, y siguiéndole con su ternura maternal, añadía inmediatamente: "Pero, por más digna que sea del cielo, está detenida en la tierra para que sea la perfecta consoladora y la maestra de la naciente Iglesia. Ella, que ha penetrado más allá de cuanto es dado concebir en las insondables profundidades de la divina sabiduría..., y la contemplamos en el Cenáculo... atrayendo sobre la Iglesia la superabundante efusión del Paráclito, don supremo de Cristo." Encícl. lucunda semper (8 sept. 1894).
Añadamos otra consideración, no menos importante que la primera. Ya lo hemos meditado: María, consagrada Madre de los hombres en el Calvario, no terminó allí de ejercer las funciones de su maternidad. Debe prolongarlas a través de los siglos, como ministro universal de su Hijo en la aplicación de los méritos y en la formación de los hijos de Dios. Esto es lo que nos dicen las palabras de Jesucristo expirando en la Cruz. Pero es preciso, además, que la verdad contenida en estas divinas palabras sea plenamente comprendida y grabada de un modo indeleble en lo más profundo de los corazones. Sin duda, suponiendo que la bienaventurada Virgen hubiera, al mismo tiempo que su Hijo, subido al cielo, sus beneficios hubiesen servido de testimonio de su oficio de Madre. No obstante, éstos no hubieran dado la prueba sensible, palpable, que nos suministra su presencia prolongada largos años todavía sobre la tierra.
El Espíritu Santo, prometido por el Salvador, desciende siempre y siempre reposa con sus dones sobre la Iglesia y sobre los hijos de la Iglesia. Mas, porque tiene invisiblemente su morada en nosotros, convenía que el primer advenimiento de ese Espíritu, primicias y prenda de los que debían seguirle, fuese visibles a todos los ojos, y por eso su descendimiento en Pentecostés primero, y sobre los primeros convertidos del judaismo y del paganismo después, se manifestó por medio de señales exteriores, de las que los Hechos de los Apóstoles nos hacen con tanta frecuencia el emocionante relato. Así, pues, ¡oh, Virgen, Madre nuestra!, consolaos de permanecer aún en el destierro. Os sería más gustoso ir a tomar posesión del trono y de la diadema que habéis merecido. Mas nosotros, hijos pequeñitos vuestros, necesitamos de vuestra presencia sensible. Mostrad que sois nuestra Madre y que llenaréis siempre las funciones de tal, y esto de un modo tan claro y palpable, que jamás podemos ni desconocerlo, ni olvidarlo, cuando hayáis sido substraída a las miradas de nuestra carne.
Según los Santos y Doctores, lo que la Iglesia podía entonces pedir a María, su Madre, para Ella y para sus hijos, era el consuelo, la luz divina, el socorro de una oración eficaz y constante, el ejemplo de la vida perfecta. Ahora bien; esto mismo fué lo que encontró en ella, de superabundante modo, y por lo que demostró María prácticamente que ella ejerce siempre, aun después de consumada la Pasión, su oficio de Madre. León XIII no ha olvidado este punto de doctrina en sus Encíclicas sobre el Rosario: '"Cristo sobre la Cruz nos había confiado, en la persona de San Juan, como hijos a su Madre. Esta tan grande y laboriosa función María la aceptó con corazón magnánimo, y ya en el Cenáculo consagró los principios de ella. Desde entonces, en efecto, vésela sostener admirablemente a las primicias del pueblo cristiano con la santidad de sus ejemplos, la autoridad de sus consejos, la suavidad de sus consuelos y la eficacia de sus oraciones: siendo verdaderamente Madre de la Iglesia, Maestra y Reina de los Apóstoles, a quienes comunicaba literalmente los divinos oráculos conservados en su corazón." Encícl. Adiutricem populi (5 sep. 1895). Y en otra Encíclica, después de haberla mostrado saboreando en silencio la gloria de su Hijo, victorioso de la muerte, y siguiéndole con su ternura maternal, añadía inmediatamente: "Pero, por más digna que sea del cielo, está detenida en la tierra para que sea la perfecta consoladora y la maestra de la naciente Iglesia. Ella, que ha penetrado más allá de cuanto es dado concebir en las insondables profundidades de la divina sabiduría..., y la contemplamos en el Cenáculo... atrayendo sobre la Iglesia la superabundante efusión del Paráclito, don supremo de Cristo." Encícl. lucunda semper (8 sept. 1894).
II. Y, ante todo, Ella es por excelencia la consoladora. Grande fué, ciertamente, la alegría de los discípulos cuando vieron a su Maestro, después de tantas ignominias y sufrimientos, subir triunfante al cielo, vencedor de la naturaleza y de la muerte. Mas, también, qué pena el no oír más sus palabras ni gozar de su presencia; pena tan inmensa, que les hacía llamar a la muerte con todos sus deseos, para estar con Cristo (Phil., I, 23; II Cor., V, 8). María les endulza la privación de Jesús; les parece que aún le contemplan, al verle en cierto modo redivivo en los rasgos, en la fisonomía, en la conversación de su divina Madre.
Pronto viene una nueva causa de tristeza. "Contemplad —escribe un autor antiguo— los principios de la Iglesia en su infancia, cuando, semejante a una recién desposada, buscaba ardorosamente los primeros abrazos de Cristo. ¡Oh, buen Jesús!, ¡cuán furiosos asaltos le fueron hechos; qué pérfidas maquinaciones fueron puestas por obra para lograr apartarlas de su divino Esposo!" (Guillebert. Abad, In Cant.. serm. 12. n. 2. P. I,., CLXXXIV. 64).
María será también la que la sostenga en estas terribles pruebas, en lugar de Jesús ausente. Cuando toda la Iglesia estaba en oración por la libertad de Pedro la bienaventurada Virgen fué, a no dudarlo, como en la víspera de Pentecostes, el centro y el alma de la piadosa reunión, sosteniendo los corazones quebrantados, animando a la oración, implorando la eficaz asistencia de su Hijo. Y siempre en medio de estas primeras tribulaciones de la Iglesia se la encontró ejerciendo maternalmente su oficio de consoladora. "Ella veía a su Hijo en todos sus miembros; su compasión era una plegaria para todos los que sufrían; su corazón estaba con el de todos los que gemían, para ayudarles a pedir misericordia; en las llagas de todos los heridos, para ayudarles a implorar su alivio" (Bossuet, Segundo Serm. para la fiesta de la Asunción, segundo punto).
Esto es lo que significan las palabras llenas de emoción que San Juan Damasceno ha puesto en los labios de los Apóstoles y de los demás discípulos, reunidos alrededor de la Virgen moribunda: "¡Oh, Vos, nuestro consuelo sobre la tierra, no nos abandonéis; no nos dejéis huérfanos a nosotros, expuestos a tantos peligros por el nombre del amabilísimo y misericordiosísimo Hijo de quien sois Madre" (Hom. 1. in Dormit. B. V. Deip. n. 8, P. G. XCVI, 736). Nos figuramos, pues, a María renovando con la Iglesia, tan joven ya y tan cruelmente probada, lo que hizo con Jesús, tierno niño, cuando el dolor le hacía derramar lágrimas; Ella la estrecha contra su seno, le dice esas palabras que sólo una madre sabe arrancar de su corazón, secando sus lágrimas y reanimando las almas a fuerza de amor. Si ha habido alguna vez alguien que ha podido decir con voluntad, como el gran Apóstol, y mejor que él: "¿Quién es débil sin que yo sea débil? ¿Quién se escandaliza sin que yo me abrase?", seguramente sería la compasiva y misericordiosa Madre de Dios y Madre nuestra.
Mas no paraba en esto el oficio sensible y maternal de María. Hace poco que León XIII nos la mostraba como la maestra más excelente de la Iglesia en su cuna, una maestra que había sondeado más allá de cuanto puede concebirse, en el abismo infinito de la divina sabiduría, de tal modo, que parece como abismada en esta luz inaccesible. San Bernard., Serm. de XII Praerog. B. V. M.. n. 2. P. L., CXXXIII, 431. ¡Cuántas veces los Doctores y escritores eclesiásticos no han señalado este oficio de la Virgen bendita! "¿Por qué —pregunta el aventurado Amadeo de Lausana—, por qué retardar aún un instante (después de la Ascensión) la subida de la Virgen al cielo, y por qué imponerle una separación tan dolorosa? ¿Por qué diferir para ella el cumplimiento de tan ardientes y santos deseos? Porque este aplazamiento, sin perjudicar a la Madre, era de inmenso consuelo y de no menor utilidad para la salud de los hombres. El Señor quería que después de su vuelta al cielo los Apóstoles pudiesen gozar de los alientos y de las lecciones de su Madre. Ellos asistían, es cierto, a la escuela del Espíritu Santo; mas, no obstante, mucho podían aprender cerca de aquella que había dado al mundo el Sol de Justicia y hecho correr, a pleno cauce, el manantial de toda sabiduría que manaba de su pradera virginal" (B. Amad. Lausan., Hom. 7 de B. V., obitu, P. L., CLXXXVIII, 1337).
Pronto viene una nueva causa de tristeza. "Contemplad —escribe un autor antiguo— los principios de la Iglesia en su infancia, cuando, semejante a una recién desposada, buscaba ardorosamente los primeros abrazos de Cristo. ¡Oh, buen Jesús!, ¡cuán furiosos asaltos le fueron hechos; qué pérfidas maquinaciones fueron puestas por obra para lograr apartarlas de su divino Esposo!" (Guillebert. Abad, In Cant.. serm. 12. n. 2. P. I,., CLXXXIV. 64).
María será también la que la sostenga en estas terribles pruebas, en lugar de Jesús ausente. Cuando toda la Iglesia estaba en oración por la libertad de Pedro la bienaventurada Virgen fué, a no dudarlo, como en la víspera de Pentecostes, el centro y el alma de la piadosa reunión, sosteniendo los corazones quebrantados, animando a la oración, implorando la eficaz asistencia de su Hijo. Y siempre en medio de estas primeras tribulaciones de la Iglesia se la encontró ejerciendo maternalmente su oficio de consoladora. "Ella veía a su Hijo en todos sus miembros; su compasión era una plegaria para todos los que sufrían; su corazón estaba con el de todos los que gemían, para ayudarles a pedir misericordia; en las llagas de todos los heridos, para ayudarles a implorar su alivio" (Bossuet, Segundo Serm. para la fiesta de la Asunción, segundo punto).
Esto es lo que significan las palabras llenas de emoción que San Juan Damasceno ha puesto en los labios de los Apóstoles y de los demás discípulos, reunidos alrededor de la Virgen moribunda: "¡Oh, Vos, nuestro consuelo sobre la tierra, no nos abandonéis; no nos dejéis huérfanos a nosotros, expuestos a tantos peligros por el nombre del amabilísimo y misericordiosísimo Hijo de quien sois Madre" (Hom. 1. in Dormit. B. V. Deip. n. 8, P. G. XCVI, 736). Nos figuramos, pues, a María renovando con la Iglesia, tan joven ya y tan cruelmente probada, lo que hizo con Jesús, tierno niño, cuando el dolor le hacía derramar lágrimas; Ella la estrecha contra su seno, le dice esas palabras que sólo una madre sabe arrancar de su corazón, secando sus lágrimas y reanimando las almas a fuerza de amor. Si ha habido alguna vez alguien que ha podido decir con voluntad, como el gran Apóstol, y mejor que él: "¿Quién es débil sin que yo sea débil? ¿Quién se escandaliza sin que yo me abrase?", seguramente sería la compasiva y misericordiosa Madre de Dios y Madre nuestra.
Mas no paraba en esto el oficio sensible y maternal de María. Hace poco que León XIII nos la mostraba como la maestra más excelente de la Iglesia en su cuna, una maestra que había sondeado más allá de cuanto puede concebirse, en el abismo infinito de la divina sabiduría, de tal modo, que parece como abismada en esta luz inaccesible. San Bernard., Serm. de XII Praerog. B. V. M.. n. 2. P. L., CXXXIII, 431. ¡Cuántas veces los Doctores y escritores eclesiásticos no han señalado este oficio de la Virgen bendita! "¿Por qué —pregunta el aventurado Amadeo de Lausana—, por qué retardar aún un instante (después de la Ascensión) la subida de la Virgen al cielo, y por qué imponerle una separación tan dolorosa? ¿Por qué diferir para ella el cumplimiento de tan ardientes y santos deseos? Porque este aplazamiento, sin perjudicar a la Madre, era de inmenso consuelo y de no menor utilidad para la salud de los hombres. El Señor quería que después de su vuelta al cielo los Apóstoles pudiesen gozar de los alientos y de las lecciones de su Madre. Ellos asistían, es cierto, a la escuela del Espíritu Santo; mas, no obstante, mucho podían aprender cerca de aquella que había dado al mundo el Sol de Justicia y hecho correr, a pleno cauce, el manantial de toda sabiduría que manaba de su pradera virginal" (B. Amad. Lausan., Hom. 7 de B. V., obitu, P. L., CLXXXVIII, 1337).
El bienaventurado, confirmando lo que decíamos ahora mismo, añade inmediatamente: "Fué
también por efecto de una admirable condescendencia para con la Iglesia
primitiva, a quien ya no le era dado ver a Dios presente en carne, por
lo que le dejó la vista soberanamente amable de su Madre. ¿Hay algo más
encantador y más deleitable que el contemplar a la Madre del Criador y
del Redentor universal? Si tan ardientemente se desea ver la tumba del
Salvador, que aún posee Jerusalén; si la piedra sobre la que descansa
el pimpollo sagrado de la raíz de Jessé atrae hacia ella todos los
corazones, ¿cuál sería el placer de ver a la Madre de Dios, cuando la
bondad divina la permitía vivir entre los hombres y compartir su vida
ordinaria? ¡Oh, bienaventurada la generación que mereció contemplar
semejante espectáculo! Bienaventurada, repito, la nación santa en medio
de la cual aparecía visiblemente el árbol que llevé el fruto de la vida,
el manantial de la luz verdadera, la fuente cerrada y sellada de donde
manó la sangre que lava los pecadas del mundo." (Idem, ibid.)
No, no lo olvidamos: los Apóstoles tenían un Maestro, el Espíritu Santo, que les enseñaba toda verdad, para que los hijos de la Iglesia aprendiesen después de su boca lo que debían creer y lo que debían hacer. Mas esto no hacía superfluas las enseñanzas de María. Jesús, niño, tomaba de Ella lecciones; El, que desde el primer instante de su terrenal existencia estuvo, aun en su naturaleza humana, lleno de gracia y de verdad.
Seguramente María no trató nunca de arrogarse las funciones atribuidas por su Hijo a los maestros únicos de la fe. Ella no lo ignoraba; no había sido a Ella a quien se había dicho: "Id y predicad el Evangelio a toda criatura." De todas las ovejas confiadas a Pedro, fue siempre la más humilde, la más sencilla y la más dócil. Esto es lo que hemos explicado lo bastante extensamente en La Madre de Dios, y ya no es oportuno insistir en ello de nuevo (P. L., l. VII, c. 5 y 6, t. I, pp 455 y sigs; pp. 461 y sigs.). Por la misma razón, no diremos tampoco cómo podía, sin traspasar las limitaciones establecidas para su sexo, edificar a los fieles de Cristo, y las maravillas operadas por sus maternales entrevistas. Bástenos añadir aquí algunas explicaciones sobre lo que Ella fué, desde el punto de vista doctrinal, para los depositarios mismos de la ciencia de Cristo.
El Espíritu Santo no alumbraba de tal suerte a los Apóstoles y escritores sagrados que quedasen por eso totalmente dispensados de recurrir a los medios externos de información puestos a su alcance. El mismo les impulsaba eficazmente a hacerlo y les dirigía en esta investigación. El Concilio de Jerusalén es de ello una prueba notable. Dios hace que sirva todo para sus fines, y la gracia no excluye a la naturaleza, lo mismo que la fe no excluye a la razón. He aquí por qué los Evangelistas, particularmente, aun cuando escribiesen bajo la inspiración del Espíritu Santo, se rodearon de todas las luces que una información detenida cerca de los testigos podía suministrarles. Esto es lo que expresamente nos declara San Lucas, al principio de su Evangelio (Luc., I, 4), y esto es lo que da tan grande autoridad a sus escritos, aun para aquellos que no los tienen por inspirados. Fuera de la divina certeza que de esta inspiración les viene, tienen, además, la certeza histórica que resulta del empleo concienzudo de los más seguros medios de investigación.
Y no es solamente en los Evangelistas en los que encontramos esta alianza del elemento humano con el elemento divino, del testimonio de Dios con el del hombre.
Los Apóstoles, en sus predicaciones más elevadas, no se contentan con confirmar su enseñanza por medio de milagros. Se presentan como testigos de lo que anuncian de Cristo Jesús. Así hace Pedro (II Petr., I, 17, 18; Act., II, 32; III, 15, etc.), así el discípulo amado del Señor (I Joan., II. 2), así el Apóstol San Pablo (Gal., I, 11 y 12; Act., XXVI, 13 y sigs.; I Cor., XV, 6. etc.), como puede comprobarse por sus epístolas. Jesucristo mismo recomendó estos dos órdenes de testimonios, cuando decía a sus Apóstoles: "Cuando el Paráclito haya venido... él dará testimonio de Mí, y vosotros también daréis testimonio, porque estáis conmigo desde el principio" (Joan., XV, 26 y 27).
He aquí por qué una de las condiciones que indispensablemente se requerían para elegir al Apóstol que había de reemplazar a Judas entre los doce, era que hubiera seguido a Jesucristo, desde el bautismo de Juan hasta el día de la Ascensión (Act., I, 21, 22). Tal es la economía divina que presidió a la primera predicación, ya oral, ya escrita, del Evangelio. Era necesario que se apoyara en cierta medida sobre la autoridad del testimonio humano.
¿No veis ya cuál es el cargo necesario reservado a la Madre de Jesús? La vida pública, "a partir del bautismo de Juan hasta la Ascensión del Señor", tiene sus testigos autorizados en el colegio apostólico y en una multitud de discípulos; mas, ¿quién atestiguará sobre los años anteriores? ¿A qué fuente la primitiva Iglesia irá a buscar su conocimiento cierto, entero y vivo? Isabel, Zacarías, José, los Pastores, los Magos, Simeón, Ana la Profetisa, han tenido el honor de contemplar cada uno su parte en los misterios de la divina infancia. Mas, ¿quién de entre ellos los ha conocido todos, los más secretos así como los más visibles? ¿Estaban presentes al coloquio de Gabriel con María? ¿Han oído el mensaje del Angel y las respuestas de la Virgen? No, ni aun el mismo José. Y, además, ¿dónde están cuando llega el momento de rendir testimonio ante los Apóstoles y ante la Iglesia? Solamente María lo ha visto todo, lo ha oído todo, lo ha sabido todo; de Ella sola se dice varias veces, y no sin razón: "Y su madre guardaba todas estas cosas, confiriéndolas en su corazón" (Luc., II, 19, 51). He aquí, pues, la fuente que buscamos, llena de gracia y de verdad; el corazón maternal y virginal de María. De Ella aprenderá San Lucas, pará enseñárnoslo a su vez, todo lo que sabemos del misterio de la concepción, del nacimiento y de la vida oculta de Jesús. Ella es el testigo por excelencia, testigo único, testigo tanto más seguro cuanto Ella es más humilde y ha estado más tiempo reducida al silencio (Gerson, Tract. II super Mangnificat, opusc., t. IV, p. 255). No vayamos a creer que María no hizo estas revelaciones más que a San Lucas. ¡Cuántas veces, sin duda, no sería interrogada por los Apóstoles, por los primeros discípulos y por aquellos fieles que venían en masa a nutrir el rebaño de Jesucristo! Para todos era una Madre, su Madre y la Madre del Dios humanado. Juzgamos por nosotros mismos. Si hubiéramos tenido la dicha de vivir cerca de Ella, ¡con qué curiosidad tan filial y llena de confianza no la hubiéramos interrogado sobre Jesús, sobre su amor, sobre su vida! ¡Con qué alegría tan santa no hubiéramos sabido de su boca maternal todo lo que había contemplado y recordaba acerca de nuestro amado Salvador y Maestro! Hubiéramos sido el hermanito humilde y pequeñuelo que no se cansa de pedir a la madre, a la mejor de las madres, el relato de las virtudes, de las grandezas, de los sufrimientos y de las glorias del primogénito.
No nos atrevemos a precisar hasta dónde alcanzaba este misterio oculto de María. Todo cuanto sabemos es que debió de ser fecundo y duradero, y que casi el sobrevivir la divina Virgen a la Ascensión de su Hijo no hubiese tenido otra utilidad más que la señalada, se explicaría el por qué Nuestro Señor no la había llevado consigo en su triunfo. La necesitaba para educadora de su Iglesia naciente.
Y esto no somos nosotros quien lo dice. Al testimonio de un grande y sabio obispo, que ya hemos citado, sería fácil añadir otros más, que nos ofrecerían a porfía los teólogos y los Santos. Así es como el autor del hermoso libro de la Excelencia de la Virgen nos asegura "que, según su opinión, la presencia de la bienaventurada Virgen en medio de los Apóstoles, después de la Ascensión de su Hijo, era útil, necesaria aun a nuestra fe. Sin duda, nota él también que ellos habían recibido toda verdad del Espíritu Santo; mas la divina Madre había adquirido, por la gracia del mismo Espíritu, un conocimiento incomparablemente más profundo y más claro de esta misma verdad, y Dios por Ella les enseñó sobre los misterios de Cristo muchas cosas que Ella sabía y que Ella sola podía saber, no solamente por ciencia especulativa, sino prácticamente, por los efectos, por experiencia, ipso effectu, ipso experimento" (Eadmer., L. de Excellent. B. V. M.. c. 7, P. L., t. CLIX, c. 571).
Hacia la misma época, el piadoso y sabio abad Ruperto no temía llamar a María "Maestra de les maestros, es decir, de los Apóstoles" (Rupert. in Cant.. 1. I. P. L., t. CLXVIII, c. 850). No quisiéramos decir con él que esta bendita Virgen tuviera parte principal en sus deliberaciones y en sus decisiones dogmáticas o prácticas. Hay en eso exageración; mas estas exageraciones mismas prueban qué sentimiento fué el que se tuvo siempre acerca del insigne concurso que aportó la Virgen a la educación de la Iglesia. Por lo cual vemos que se le dieron también los títulos de Maestra de las naciones, Maestra de los Evangelistas, Maestra de los Apóstoles y de todas las Iglesias, por una porción de personajes notables y en los escritos de los Santos (Véase, por ejemplo. S. Ildeph.. Serm. 5. de Assumpt. (dudoso); S. Antonin, de Florencia, Sum.. II p., tit. 15, c. 14; S. Thomas a Villan., Conc. de Assumpt., 3, n. 7: el piadoso Idiota, Contemplat., p. III, contempl. 8; Dionisio el Cartujano, in I Sent., D. 16, 9, 2, en el que se refiere a su tratado De laudibus B. Matris Dei, para el más amplio desarrollo de la materia, etc.).
Seguramente María no trató nunca de arrogarse las funciones atribuidas por su Hijo a los maestros únicos de la fe. Ella no lo ignoraba; no había sido a Ella a quien se había dicho: "Id y predicad el Evangelio a toda criatura." De todas las ovejas confiadas a Pedro, fue siempre la más humilde, la más sencilla y la más dócil. Esto es lo que hemos explicado lo bastante extensamente en La Madre de Dios, y ya no es oportuno insistir en ello de nuevo (P. L., l. VII, c. 5 y 6, t. I, pp 455 y sigs; pp. 461 y sigs.). Por la misma razón, no diremos tampoco cómo podía, sin traspasar las limitaciones establecidas para su sexo, edificar a los fieles de Cristo, y las maravillas operadas por sus maternales entrevistas. Bástenos añadir aquí algunas explicaciones sobre lo que Ella fué, desde el punto de vista doctrinal, para los depositarios mismos de la ciencia de Cristo.
El Espíritu Santo no alumbraba de tal suerte a los Apóstoles y escritores sagrados que quedasen por eso totalmente dispensados de recurrir a los medios externos de información puestos a su alcance. El mismo les impulsaba eficazmente a hacerlo y les dirigía en esta investigación. El Concilio de Jerusalén es de ello una prueba notable. Dios hace que sirva todo para sus fines, y la gracia no excluye a la naturaleza, lo mismo que la fe no excluye a la razón. He aquí por qué los Evangelistas, particularmente, aun cuando escribiesen bajo la inspiración del Espíritu Santo, se rodearon de todas las luces que una información detenida cerca de los testigos podía suministrarles. Esto es lo que expresamente nos declara San Lucas, al principio de su Evangelio (Luc., I, 4), y esto es lo que da tan grande autoridad a sus escritos, aun para aquellos que no los tienen por inspirados. Fuera de la divina certeza que de esta inspiración les viene, tienen, además, la certeza histórica que resulta del empleo concienzudo de los más seguros medios de investigación.
Y no es solamente en los Evangelistas en los que encontramos esta alianza del elemento humano con el elemento divino, del testimonio de Dios con el del hombre.
Los Apóstoles, en sus predicaciones más elevadas, no se contentan con confirmar su enseñanza por medio de milagros. Se presentan como testigos de lo que anuncian de Cristo Jesús. Así hace Pedro (II Petr., I, 17, 18; Act., II, 32; III, 15, etc.), así el discípulo amado del Señor (I Joan., II. 2), así el Apóstol San Pablo (Gal., I, 11 y 12; Act., XXVI, 13 y sigs.; I Cor., XV, 6. etc.), como puede comprobarse por sus epístolas. Jesucristo mismo recomendó estos dos órdenes de testimonios, cuando decía a sus Apóstoles: "Cuando el Paráclito haya venido... él dará testimonio de Mí, y vosotros también daréis testimonio, porque estáis conmigo desde el principio" (Joan., XV, 26 y 27).
He aquí por qué una de las condiciones que indispensablemente se requerían para elegir al Apóstol que había de reemplazar a Judas entre los doce, era que hubiera seguido a Jesucristo, desde el bautismo de Juan hasta el día de la Ascensión (Act., I, 21, 22). Tal es la economía divina que presidió a la primera predicación, ya oral, ya escrita, del Evangelio. Era necesario que se apoyara en cierta medida sobre la autoridad del testimonio humano.
¿No veis ya cuál es el cargo necesario reservado a la Madre de Jesús? La vida pública, "a partir del bautismo de Juan hasta la Ascensión del Señor", tiene sus testigos autorizados en el colegio apostólico y en una multitud de discípulos; mas, ¿quién atestiguará sobre los años anteriores? ¿A qué fuente la primitiva Iglesia irá a buscar su conocimiento cierto, entero y vivo? Isabel, Zacarías, José, los Pastores, los Magos, Simeón, Ana la Profetisa, han tenido el honor de contemplar cada uno su parte en los misterios de la divina infancia. Mas, ¿quién de entre ellos los ha conocido todos, los más secretos así como los más visibles? ¿Estaban presentes al coloquio de Gabriel con María? ¿Han oído el mensaje del Angel y las respuestas de la Virgen? No, ni aun el mismo José. Y, además, ¿dónde están cuando llega el momento de rendir testimonio ante los Apóstoles y ante la Iglesia? Solamente María lo ha visto todo, lo ha oído todo, lo ha sabido todo; de Ella sola se dice varias veces, y no sin razón: "Y su madre guardaba todas estas cosas, confiriéndolas en su corazón" (Luc., II, 19, 51). He aquí, pues, la fuente que buscamos, llena de gracia y de verdad; el corazón maternal y virginal de María. De Ella aprenderá San Lucas, pará enseñárnoslo a su vez, todo lo que sabemos del misterio de la concepción, del nacimiento y de la vida oculta de Jesús. Ella es el testigo por excelencia, testigo único, testigo tanto más seguro cuanto Ella es más humilde y ha estado más tiempo reducida al silencio (Gerson, Tract. II super Mangnificat, opusc., t. IV, p. 255). No vayamos a creer que María no hizo estas revelaciones más que a San Lucas. ¡Cuántas veces, sin duda, no sería interrogada por los Apóstoles, por los primeros discípulos y por aquellos fieles que venían en masa a nutrir el rebaño de Jesucristo! Para todos era una Madre, su Madre y la Madre del Dios humanado. Juzgamos por nosotros mismos. Si hubiéramos tenido la dicha de vivir cerca de Ella, ¡con qué curiosidad tan filial y llena de confianza no la hubiéramos interrogado sobre Jesús, sobre su amor, sobre su vida! ¡Con qué alegría tan santa no hubiéramos sabido de su boca maternal todo lo que había contemplado y recordaba acerca de nuestro amado Salvador y Maestro! Hubiéramos sido el hermanito humilde y pequeñuelo que no se cansa de pedir a la madre, a la mejor de las madres, el relato de las virtudes, de las grandezas, de los sufrimientos y de las glorias del primogénito.
No nos atrevemos a precisar hasta dónde alcanzaba este misterio oculto de María. Todo cuanto sabemos es que debió de ser fecundo y duradero, y que casi el sobrevivir la divina Virgen a la Ascensión de su Hijo no hubiese tenido otra utilidad más que la señalada, se explicaría el por qué Nuestro Señor no la había llevado consigo en su triunfo. La necesitaba para educadora de su Iglesia naciente.
Y esto no somos nosotros quien lo dice. Al testimonio de un grande y sabio obispo, que ya hemos citado, sería fácil añadir otros más, que nos ofrecerían a porfía los teólogos y los Santos. Así es como el autor del hermoso libro de la Excelencia de la Virgen nos asegura "que, según su opinión, la presencia de la bienaventurada Virgen en medio de los Apóstoles, después de la Ascensión de su Hijo, era útil, necesaria aun a nuestra fe. Sin duda, nota él también que ellos habían recibido toda verdad del Espíritu Santo; mas la divina Madre había adquirido, por la gracia del mismo Espíritu, un conocimiento incomparablemente más profundo y más claro de esta misma verdad, y Dios por Ella les enseñó sobre los misterios de Cristo muchas cosas que Ella sabía y que Ella sola podía saber, no solamente por ciencia especulativa, sino prácticamente, por los efectos, por experiencia, ipso effectu, ipso experimento" (Eadmer., L. de Excellent. B. V. M.. c. 7, P. L., t. CLIX, c. 571).
Hacia la misma época, el piadoso y sabio abad Ruperto no temía llamar a María "Maestra de les maestros, es decir, de los Apóstoles" (Rupert. in Cant.. 1. I. P. L., t. CLXVIII, c. 850). No quisiéramos decir con él que esta bendita Virgen tuviera parte principal en sus deliberaciones y en sus decisiones dogmáticas o prácticas. Hay en eso exageración; mas estas exageraciones mismas prueban qué sentimiento fué el que se tuvo siempre acerca del insigne concurso que aportó la Virgen a la educación de la Iglesia. Por lo cual vemos que se le dieron también los títulos de Maestra de las naciones, Maestra de los Evangelistas, Maestra de los Apóstoles y de todas las Iglesias, por una porción de personajes notables y en los escritos de los Santos (Véase, por ejemplo. S. Ildeph.. Serm. 5. de Assumpt. (dudoso); S. Antonin, de Florencia, Sum.. II p., tit. 15, c. 14; S. Thomas a Villan., Conc. de Assumpt., 3, n. 7: el piadoso Idiota, Contemplat., p. III, contempl. 8; Dionisio el Cartujano, in I Sent., D. 16, 9, 2, en el que se refiere a su tratado De laudibus B. Matris Dei, para el más amplio desarrollo de la materia, etc.).
La Sagrada Liturgia confirma este conjunto de testimonios: "Consciente y depositaría de los misterios divinos, la Virgen Madre, después de haber consolado a los Apóstoles en sus pruebas, revelaba a los fieles los misteriosos secretos de su Hijo. De sus labios brotaban las palabras más dulces que la miel, cooperando el Señor por la afluencia de su gracia a las santas confidencias de su Madre" (Ex Missali mixto quod dicitur Mozárabes, in missa B. M. V., p. l.,23).
Así María incoaba sensiblemente el oficio que había de continuar cumpliendo invisiblemente, durante el transcurso de los siglos, y encontraremos muy natural el oírla llamar por los Padres propagadora y baluarte de la fe, exterminadora de las herejías, luz de los cristianos, inspiradora de los Doctores, boca siempre elocuente de los Apóstoles (Cf. León XIII. Encycl, Adiutricem populi. 5 sept. 1895).
Lo que Ella hizo después de Pentecostés y durante su vida mortal, presagiaba y prometía todo eso.
Así María incoaba sensiblemente el oficio que había de continuar cumpliendo invisiblemente, durante el transcurso de los siglos, y encontraremos muy natural el oírla llamar por los Padres propagadora y baluarte de la fe, exterminadora de las herejías, luz de los cristianos, inspiradora de los Doctores, boca siempre elocuente de los Apóstoles (Cf. León XIII. Encycl, Adiutricem populi. 5 sept. 1895).
Lo que Ella hizo después de Pentecostés y durante su vida mortal, presagiaba y prometía todo eso.
III. A estas funciones de maestra y educadora, María unía desde entonces las de Abogada cerca de su Hijo. Aquí es donde conviene pesar y meditar las últimas palabras explícitamente escritas en nuestros libros santos acerca de María, la Madre de todos nosotros. Y los Apóstoles, dicen los Actos, "perseveraban unánimemente en la oración con María, la Madre de Jesús" (Act., I, 14). Se habla después y se relata lo que hicieron los Apóstoles; en cuanto a María, ya no se habla más de Ella. La última mención histórica que de Ella tenemos nos la pinta en el acto de la oración, de la oración por la Iglesia y en favor de sus hijos. Nada nos dice que haya interrumpido este acto de invocación; todo, por el contrario, nos induce a pensar que lo ha prolongado hasta la muerte. ¿Qué decimos? La muerte misma no podrá interrumpirlo, y todos los santos que refieren su tránsito nos la muestran en esta hora suprema en un acto de oración, así como en un acto de amor. Por lo cual, cuando la Iglesia primitiva quizo trazar, por el pincel de sus artistas, a la Virgen María en la gloria, en la que entró por su bienaventurada muerte, la representó bajo la figura de una Orante, es decir, de una mujer de pie, con los brazos extendidos, en actitud de orar. Ahora bien; este oficio debía de ejercerlo María visiblemente en medio de la naciente Iglesia. Porque la Iglesia también debe orar siempre, y por esto mismo los artistas, en las Catacumbas, le daban igualmente la misma actitud y la misma expresión de Orante. ¿No era ésta una razón por la cual María debía permanecer junto a la cuna de la Iglesia, formándola con sus exhortaciones maternales y su ejemplo en la oración perpetua?
Además, la oración cristiana, aunque vaya directamente a Dios por su Hijo, debe pasar por la Mediadora, si ha de ser más seguramente escuchada. Por tanto, también con este título la supervivencia de la bienaventurada Virgen entraba en el orden providencial; la Iglesia y sus hijos, testigos del poder y de la continuidad de su oración, se acostumbraron desde entonces a implorar su apoyo y su asistencia cerca del Mediador.
Y, ciertamente, esto era lo que se veía en aquellos primeros tiempos de la Iglesia. San Pablo no cesa de encomendarse por medio de sus cartas a las oraciones de los fieles; y, ¿puedo yo creer que los cristianos de entonces no solicitaran de María que intercediera por ellos cerca del Señor? Tanto valdría decir que ellos no conocían ni su bondad misericordiosa ni los derechos que tenía para ser escuchada. No tenemos la pretensión de compararnos a aquellos fieles de los primeros tiempos, y, sin embargo, sentimos que los hubiéramos sobrepujado en confianza si se hubieran mostrado remisos en entregarse a la protección de la Madre de Dios. ¡Con qué ansia, cuando hubiéramos tenido la dicha de acercarnos a Ella, le hubiéramos confiado todo lo que sentíamos, necesidades espirituales y aun temporales, tentaciones, desalientos, tristezas, con el fin de alcanzar por su intercesión todopoderosa el socorro de que hubiera necesitado nuestra miseria!
Añadamos la última razón por la cual se explica la prolongada estancia de María en nuestro valle de lágrimas. A este Cristo místico, a esta Iglesia niña, apenas entrada en su carrera, hacíale falta un modelo sensible de todos los sacrificios, de todas las abnegaciones y de todas las virtudes. Ciertamente Jesús continuaba siendo el ejemplar por excelencia. Y después, tantos justos entre los discípulos del Señor, los Apóstoles sobre todo, formados a su imagen y perfeccionados por el divino Espíritu, el Espíritu Santo y Santificador eran, después de Jesús, hermosos modelos, y no era una vana ostentación la que les hacía decir con San Pablo, escribiendo a los fieles de Corinto: "Sed imitadores míos, como yo lo soy de Jesucristo" (I Cor., IV, 16; col. Philipp. III, 17: I Thess., I, 6).
Y, sin embargo, para tener ante la vista un modelo acabado bajo todos los aspectos, convenía que la Iglesia conservara, viviendo en medio de Ella, a la Madre del Señor. En Ella sola estaba recapitulado, en la medida más colmada que puede concebirse, todo lo que constituye la Santidad; Ella sola poseía el doble e incomunicable atractivo que provoca con mayor seguridad a la imitación: el de Madre amada del Señor y Madre muy amante de los hombres.
¿Diréis que estas funciones de su maternidad, funciones de consoladora, de iluminadora y educadora, de Orante y de modelo ejemplar, María podía cumplirlas en el cielo y que, de consiguiente, ellas no exigían que permaneciese entre los hombres, después de la partida de su Hijo? Concedamos que podía hacerlo.¿ No las cumple ahora acaso, y hasta la consumación de los siglos? Mas, importaba soberanamente que Ella comenzara de antemano a ejercitarlas entre nosotros visiblemente. ¿Por qué? Lo repetimos una vez más: a fin de que, desde su primera infancia, la Iglesia sintiera, por medio de una experiencia palpable, que el cargo de la maternidad espiritual no está todo entero en el parto del Verbo hecho carne y en la unión de la Compasión de la Madre con la Pasión del Hijo, sino que se prolonga a través de las edades, hasta la plena consumación de los elegidos.
Además, la oración cristiana, aunque vaya directamente a Dios por su Hijo, debe pasar por la Mediadora, si ha de ser más seguramente escuchada. Por tanto, también con este título la supervivencia de la bienaventurada Virgen entraba en el orden providencial; la Iglesia y sus hijos, testigos del poder y de la continuidad de su oración, se acostumbraron desde entonces a implorar su apoyo y su asistencia cerca del Mediador.
Y, ciertamente, esto era lo que se veía en aquellos primeros tiempos de la Iglesia. San Pablo no cesa de encomendarse por medio de sus cartas a las oraciones de los fieles; y, ¿puedo yo creer que los cristianos de entonces no solicitaran de María que intercediera por ellos cerca del Señor? Tanto valdría decir que ellos no conocían ni su bondad misericordiosa ni los derechos que tenía para ser escuchada. No tenemos la pretensión de compararnos a aquellos fieles de los primeros tiempos, y, sin embargo, sentimos que los hubiéramos sobrepujado en confianza si se hubieran mostrado remisos en entregarse a la protección de la Madre de Dios. ¡Con qué ansia, cuando hubiéramos tenido la dicha de acercarnos a Ella, le hubiéramos confiado todo lo que sentíamos, necesidades espirituales y aun temporales, tentaciones, desalientos, tristezas, con el fin de alcanzar por su intercesión todopoderosa el socorro de que hubiera necesitado nuestra miseria!
Añadamos la última razón por la cual se explica la prolongada estancia de María en nuestro valle de lágrimas. A este Cristo místico, a esta Iglesia niña, apenas entrada en su carrera, hacíale falta un modelo sensible de todos los sacrificios, de todas las abnegaciones y de todas las virtudes. Ciertamente Jesús continuaba siendo el ejemplar por excelencia. Y después, tantos justos entre los discípulos del Señor, los Apóstoles sobre todo, formados a su imagen y perfeccionados por el divino Espíritu, el Espíritu Santo y Santificador eran, después de Jesús, hermosos modelos, y no era una vana ostentación la que les hacía decir con San Pablo, escribiendo a los fieles de Corinto: "Sed imitadores míos, como yo lo soy de Jesucristo" (I Cor., IV, 16; col. Philipp. III, 17: I Thess., I, 6).
Y, sin embargo, para tener ante la vista un modelo acabado bajo todos los aspectos, convenía que la Iglesia conservara, viviendo en medio de Ella, a la Madre del Señor. En Ella sola estaba recapitulado, en la medida más colmada que puede concebirse, todo lo que constituye la Santidad; Ella sola poseía el doble e incomunicable atractivo que provoca con mayor seguridad a la imitación: el de Madre amada del Señor y Madre muy amante de los hombres.
¿Diréis que estas funciones de su maternidad, funciones de consoladora, de iluminadora y educadora, de Orante y de modelo ejemplar, María podía cumplirlas en el cielo y que, de consiguiente, ellas no exigían que permaneciese entre los hombres, después de la partida de su Hijo? Concedamos que podía hacerlo.¿ No las cumple ahora acaso, y hasta la consumación de los siglos? Mas, importaba soberanamente que Ella comenzara de antemano a ejercitarlas entre nosotros visiblemente. ¿Por qué? Lo repetimos una vez más: a fin de que, desde su primera infancia, la Iglesia sintiera, por medio de una experiencia palpable, que el cargo de la maternidad espiritual no está todo entero en el parto del Verbo hecho carne y en la unión de la Compasión de la Madre con la Pasión del Hijo, sino que se prolonga a través de las edades, hasta la plena consumación de los elegidos.
J.B. Terrien S.J.
MARIA MADRE DE DIOS Y MADRE DE LOS HOMBRES
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