Cómo este nombre, conocido desde la más remota antigüedad, se encuentra en toda clase de monumentos, incluso en las Actas de los Santos Padres y en las oraciones litúrgicas. Cuán profunda sea la significación de este nombre, y cuán esencial para la existencia misma de la Santísima Virgen.
I. Si no tuviésemos otras pruebas para afirmar la maternidad de María, por la que somos sus hijos según la gracia, que las resultantes de los anteriores capítulos, sería ya esta maternidad un hecho incontestable. Bien pronto, buscando ex professo las razones fundamentales que tenemos para llamar a la Madre de Dios nuestra Madre, veremos cómo Ella merece, con toda verdad, llevar este nombre. Contentémonos por el momento con demostrar cuán antiguo y general es en la Iglesia el uso del título de Madre, título con el cual honramos a la Virgen Santísima.
Si no se tratase más que de la cosa significada por la palabra, habría que remontarse al origen de los siglos para dar con su primera aparición, puesto que desde entonces fué profetizada la nueva Eva como madre de una posteridad que comprende al Reparador y a sus miembros.
Pero aquí se trata del nombre mismo. Los cristianos de los primeros siglos, ¿le decían a la Virgen Santísima esas palabras, que a nosotros no se nos caen de los labios: ¡Madre mía!, ¡Madre nuestra!? Aun cuando nuestra devoción particular nos inclina a creerlo así, no podemos demostrarlo con textos expresos. Los rarísimos monumentos que nos restan de esa época enmudecen sobre ese punto, como sobre muchos otros que tanto desearíamos saber. Por otra parte, nada podemos deducir de este silencio, y esto por las mismas razones que invocaremos más adelante, cuando tratemos la cuestión del culto de la Virgen Santísima en la primera edad de la Iglesia. El primer motivo es que los libros llegados hasta nosotros, además de muy escasos, tratan de asuntos extraños al modo que hubiera de alabar e invocar a María; el segundo motivo, que las circunstancias de aquel tiempo se oponían a que públicamente diesen a la Santísima Virgen nombres tan tiernos y queridos, por temor de provocar las calumnias de los infieles contra la fe cristiana.
Pero desde el siglo IV, es decir, desde la época en que la literatura cristiana pudo desarrollarse con toda libertad, María comienza a revelarse en los escritos de los Padres bajo el nombre de Madre de los cristianos: "Habiendo llevado en su seno al Viviente por esencia, se ha convertido en la Madre de los vivientes" —dice San Epifanio en la antítesis que estableció, o mejor, que recordó entre la Eva antigua y la nueva Eva.
¿Quién no conoce este párrafo de San Agustín, en su libro de La Santa Virginidad?: "Sólo María entre las mujeres es Madre y Virgen a la vez, no solamente según el espíritu, sino también según la carne. Según el espíritu, no es Madre de nuestra Cabeza, el Salvador Jesús, del cual nació, más bien, Ella misma espiritualmente..., pero es Madre de sus miembros, que somos nosotros, porque cooperó con su caridad al nacimiento de los fieles en la Iglesia, de los fieles miembros de esa Cabeza. Según el cuerpo, es solamente Madre de este Señor" (n. 6, P. L., XL 399).
Si la Carta o el Sermón sobre la Asunción de Nuestra Señora fuera más auténtica, añadiríamos el testimonio de San Jerónimo al de San Agustín, porque allí se da a María el nombre de madre de las naciones, mater gentium (Opp. Mantissa. Ep. 10, n. 3, P. L.. XXX. 144).
Mas, hallamos cosas equivalentes en obras ciertamente salidas de la pluma del santo doctor. He aquí cómo hace hablar a la virgen Blesilla, cuya muerte lloraba amargamente Santa Paula, su madre: "¿Pensáis, acaso, que ahora estoy sola? En vuestro lugar tengo a María, la Madre del Señor: Habeo pro te Mariam, Matrem Domini" (San Hieron. ep. 39. ad Paulam. n. 6, P. L., XXII, 472), es decir: Os he dejado a vos, mi madre mortal; pero he hallado cerca de Dios mi otra Madre, la Madre misma de Dios.
Poco tiempo después, San Pedro Crisólogo, predicando a su pueblo, oponía a Eva María con estas palabras: "Esta, Madre de los que viven según la gracia; aquélla, madre de los que mueren según la naturaleza" (serm. 140, de Annune. B. M. V.. LII, 576).
En otro lugar, jugando más o menos acertadamente con el vocablo María, "María, dice, es llamada Madre, y, ¿cuándo no ha sido madre? Según el testimonio de la Escritura, Dios llamó mares (Mária) a la masa de las aguas reunidas" (Gen., I. 10).
"¿Acaso no es la Virgen Santísima la que concibió en su seno al pueblo que salía de Egipto, para hacerle renacer como criatura nuevas y celestiales, según las palabras del Apóstol: "Nuestros padres estuvieron bajo la nube; todos pasaron a través del mar y todos en Moisés fueron bautizados en la nube y en la mar?" (Idem, serm. 146. Ibid., 593).
La aplicación de esos textos parecerá, en verdad, demasiado sutil; pero no deja de traducir muy bien el pensamiento del piadoso doctor San Efrén, en una de sus largas series de Ave, que con tanta frecuencia hallamos en los orientales, había saludado ya a María como a la Madre universal: Ave, omnium parvus (Serm. de S. S. Dei Genit. V. M. laudibus, opp. (graece et lat.), t. III, pag. 576).
Podríamos también, al tratar de aquellos tiempos antiguos, traer el testimonio de San Ambrosio. En su tratado de la Institución de las vírgenes (de Instit. Virg., c. 14, P. L.. XVI-326, sq.), aplica el santo doctor a María aquellas palabras del Esposo a la Esposa de los Cantares: "Tu vientre, como montoncito de trigo, circundado de lirios" (Cant., VII-2).
Los lirios o azucenas son la virginidad de esta dichosa Madre. El trigo es Cristo, que dijo de sí mismo: "Si el grano que cayere en tierra no muriese, permanecerá solo; pero si no muere, producirá fruto abundante" (Joan, XII-24).
Pero de Vos, ¡oh, María!, nació ese trigo de los elegidos. Murió en la cruz, y nosotros somos sus frutos. Llevándolo en vuestras virginales entrañas, nos llevabais a nosotros con Él, puesto que estábamos ya contenidos en su fecunda virtud. No sois, pues, solamente su Madre, sino también nuestra Madre en Él y por Él.
No se crea, sin embargo, que porque no hemos citado más que uno solo de los Padres griegos, difieren éstos de los latinos en tal materia. Uno de ellos, Pedro de Sicilia, Obispo de Argos, afirma en términos expresos "que la Santísima Virgen, Madre de Dios, es madre de todos nosotros" ("Panagia Deipara, nostrum omnium Mater." Petr. Sicul. Hist. Manich, n. 29, P. G. CIV 1284).
San Juan Damasceno pone en boca de la Virgen Santísima, moribunda, estas conmovedoras y maternales palabras, que dirige a su Hijo, rogando por los Apóstoles, y, en persona de ellos, por todos los fieles: "Hijo mío, en tus manos entrego mi alma... Recibe este alma que te es tan querida, este alma preservada por Ti de toda mancha... Te ruego que consueles a mis queridísimos hijos, a quienes Tú mismo te dignaste llamar hermanos" (San J. Damasc., or. 2° in Dormit. B. M V., n. 10, P. G., XCVI, 736).
Hacerla hablar así, ¿no es darle manifiestamente el título de Madre?
Encontramos este mismo título, aún más expreso, en los escritos del patriarca Germán de Constantinopla. Después de haber celebrado este santo la gloriosa entrada de la Madre de Dios en el reino de su Hijo y la felicidad de los elegidos, que reciben entre ellos a la Madre de la Vida, se acuerda de los fieles de la tierra, a quienes ha dejado para subir al cielo, y he aquí cómo los consuela y él se consuela con ellos: "Es verdad que la divina Madre no está ya corporalmente con nosotros; pero no se han roto todas las relaciones entre Ella y los desterrados en este mundo. ¡Sí!, Virgen Santa, Tú habitas espirtualmente con nosotros, y prueba de esta comunidad de vida es tu incesante y poderosa protección sobre nosotros. Todos oímos tu voz, y las voces nuestras llegan a tus oídos. Tú nos conoces para protegernos, y nosotros te reconocemos a Ti, en los auxilios que de Ti nos vienen. ¡No! La muerte no ha cortado los lazos entre tus siervos y Tú, Virgen Santa. No has abandonado a aquellos de quienes has sido la salvación, porque tu alma vive siempre y tu carne no ha probado la corrupción del sepulcro. Tú velas sobre cada uno de nosotros. ¡Oh, Santa Madre de Dios!, nadie se escapa de tus compasivas miradas. Es verdad que nuestros ojos no pueden verte, ¡oh, Virgen Santísima!; pero no por eso dejas de estar entre nosotros, manifestándote de distintos modos a aquellos a quienes juzgas dignos... Y, sin embargo, tu Hijo te ha llamado, libre de toda corrupción, a su eterno descanso. Ha querido tenerte pegada a sus labios y a su Corazón, si puedo expresarme así; y por eso, cuanto le pides para tus otros desgraciados hijos, te lo concede; todo cuanto deseas de Él lo realiza por su divino poder" (San Germ. Const., de Dormit. Deip. V., serm. I, P. G., XCVIII, 344, 345, 348).
Inútil sería el recorrer la serie de los siglos hasta nuestros días, para buscar en ellos si ese título de Madre de los hombres ha continuado siendo universal y constantemente atribuido a la Virgen Santísima por los Santos Padres, los escritores eclesiásticos, los Santos y los fieles. Todas las edades y todas las comarcas repiten ese nombre bendito. El niño aprende a pronunciarlo en las rodillas de su madre, y el doctor lo invoca y lo celebra como el niño. La única diferencia, si la hay, es que los sencillos gustan a menudo más y mejor la significación de ese nombre, mientras que el teólogo define con más precisión las razones sobre las cuales se apoya. Pero todos, sabios e ignorantes, repiten con el corazón y con la boca las palabras del gran San Anselmo: "¡Oh Soberana mía!, Dios te ha hecho su Madre, a fin de que seas también Madre de todos los que creen en Él... Por tanto, Virgen Santa, reconoce por hijos a los que tu Hijo divino, tan únicamente amado por Ti, no se ha avergonzado de llamar sus hermanos...". (orat. 47 y 49. P. L., CLVIII. 945,
947)
San Pedro Canisio, después de haber enseñado que María merece,
por los dolores sufridos al pie de la cruz, llamarse madre, según el
espíritu, de San Juan Evangelista y de todos los creyentes, añade: "Y
para que nuestros adversarios no le rehusen ese nombre, sepan que el
mismo Lutero se lo concedía, y consideraba como un gran honor y una
gran dicha para el cristiano el tener a María por su verdadera Madre,
así como tiene a Cristo por hermano y a Dios por Padre. Todo esto —dice— es verdad: todo esto es real, si
somos creyentes." (de Maria V. Deip., 1. IV, t. 26).
II. Se ha dicho que el título de Madre de los hombres u otro igualmente explícito no se ha encontrado hasta estos últimos tiempos, ni en los textos litúrgicos ni en los monumentos de la Iglesia Universal. Esto no es una objeción contra la maternidad espiritual de María, porque se reconoce y confiesa que la Santa Iglesia no hubiera tolerado el uso tan frecuente de nombre semejante, si no estuviese conforme con sus creencias. Y, ¿cómo podía desaprobarlo, cuando mil y mil veces atestigua expresamente las verdades, de las cuales es tal nombre sencilla y manifiesta expresión? Pero es que no se puede ya argüir con el silencio de la Iglesia, aun cuando, quizá, se pueda decir que ella ha callado, pues ya consta que los santos y los doctores, que tienen misión de enseñar a los fieles, han llamado tan claramente a María con ese título de Madre de los hombres.
León XIII, en sus Encíclicas sobre el Rosario, se complace en presentarnos a María como "la Madre de Dios y de los hombres, la Madre de la Iglesia, nuestra Madre". Bajo este título exhorta a los pastores y a los fieles que la invoquen todos. Más aún, quiere que por esas palabras, tan conocidas en la Liturgia: "Muestra que eres Madre, monstra te esse matrem", entendamos no solamente "la Madre de Dios, sino la nuestra" ("Eam publice et privatim, laude, prece, votis,
compellere concordes nos destinant et obsecrare Matrem Dei et nostram;
Monstra te esse matrem." Encíclica Laetitiae Sanctae 8 sept. 1893).
Cf. Encíclica Supremi Apostolatus (1° sept. 1883)).
Por lo demás, notémoslo de paso, esa interpretación no es nueva, como creen algunos. Bien pronto la vamos a ver en los cantos sagrados de la Edad Media. También se hallaba en los libros de esa época. Así, el piadoso abad Gerhohe, después de habernos mostrado a la Virgen Santísima dándonos a luz en el Calvario, y a Cristo promulgando su dolorosa maternidad, concluye con estas palabras: "No es, pues, una vana esperanza cuando le decimos: ¡Salve, Estrella del Mar, Augusta Madre Dios!, y con más razón aún la invocamos diciendo: ¡Muestra que eres Madre! ¿No tiene, acaso, doble maternidad?" (Gerholi., Can reg. S. August., De gloria et honore filii hominis, c. 10, n. 2. P. L, CXCIV, 1105).
"Cada día —añade Ernesto, el Santo Obispo de Praga— clamamos a María: ¡Muestra que eres Madre!, y esta bienaventurada Virgen, esta Hija del Rey Supremo... nos trata como hijos adoptivos" (San Ernest., Mariale, c. 122 (apud Velázquez, María advocata, p. 255)).
Antes de León XIII, Pío IX, de santa y gloriosa memoria, se complacía en recordar que la Inmaculada Virgen María es, a la vez, Madre de Dios y nuestra, Mater Dei et nostra; madre amantísima de todos nosotros, omnium nostrum amantissima mater, y esto lo decía en sus Alocuciones y en actas todavía más solemnes, como son las Encíclicas al universo entero (Allocuot. Quibus quantisque malorum (20 abril 1849) ; ítem 20 dic. 1867; Encycl. Quanta cura (8 dic. 1864)).
El mismo título de Madre de los hombres reaparece en Oficios, recientemente aprobados por la Iglesia. Véase primero el de Nuestra Señora del Buen Consejo (26 de abril), en el cual comienza la oración litúrgica con estas palabras: "¡Oh Dios!, que nos has dado por Madre a la Madre misma de tu Hijo muy amado." Véase también el Oficio de la Aparición de la Virgen Inmaculada (o Medalla Milagrosa, 27 noviembre). Dice así el himno de Maitines: "Oh Jesús!, que al morir diste tu Madre a tus servidores, dígnate conceder a los hijos los goces de la gloria, por la intercesión de esa misma Madre"
(Jesu, tuam qui finiens
Matrem dediati servulis,
Precante Matre, filiis
Largire caeli gaudia).
¿Pero será cierto que hasta nuestros días no ha llamado jamás la Iglesia a María Madre de los hombres, ni en sus cantos litúrgicos, ni en los actos más especialmente emanados de ella; esto es, en los actos de sus Pontífices y de sus Concilios? Desmentiría formalmente esta pretensión la Carta dirigida por el Papa Gregorio II al Patriarca San Germán de Constantinopla, leída en el séptimo Concilio Ecuménico, segundo de Nicea (Bp. Gregor. Papae II ad Germ. Const., Conc.. VII, Act., 4).
Allí, en efecto, se vería que "la Santísima Virgen, Madre de Dios, es nuestra madre, porque concurrió de un modo singular a nuestro nacimiento", según el espíritu. Desgraciadamente, si la carta es auténtica no sucede lo mismo con dicho párrafo. Por mucho que se lea y relea el documento pontificio, tales expresiones no se hallan en parte alguna. Es un texto forjado, como tantos otros, uno de esos escritos falsos, deslizados por ignorancia o por descuido en el tesoro de la Virgen, y de los cuales no necesita para nada, por su incomparable riqueza.
A falta de Gregorio II, tenemos al sabio Pontífice Benedicto XIV. En la Bula de Oro, que publicó para confirmar y recomendar la Congregación de Nuestra Señora, llamada Prima Primaria, dice este Papa expresamente "que la Iglesia católica, formada en la Escuela del Espíritu Santo, ha profesado siempre a María una devoción filial, como hacia la amantísima Madre, que le fue legada por Cristo agonizante".
Dejando a otros el cuidado de recorrer los documentos de los Papas para buscar en ellos el dulce título de Madre de los hombres, vengamos a los libros de la Sagrada Liturgia. Un sabio y paciente archivero alemán ha recogido todos los himnos latinos de la Edad Media, y uno de sus volúmenes contiene solamente cantos en todas las rimas, dedicados a la Santísima Virgen (Franc. Jos. Mone., Hymni latini medii Aevi (Frib. Herder, 1854)).
Nada más frecuente en estos cantos que el nombre de Madre de los hombres, invocando a María.
Veíamos hace poco que León III comprendía este nombre en la interpretación de la jaculatoria tan conocida y tan dulce: Monstra te esse Matrem, muestra que eres Madre. Pues bien; la Edad Media se le había adelantado. Leemos en una devota oración, cuyo fondo es el Ave Maris Stella: "Muéstrate la abogada y la madre de los culpables" ("Monstra te causidicam — Matremque reorum." Op. cit., n. 499, t. II, p. 226).
En otro lugar, en una paráfrasis rimada de la Salve, léese también: "A Ti, Madre, clamamos — desterrados hijos de Eva".
Y en otro: "Salve, piadosa Madre nuestra".
Y más allá: "Salve, Madre de los desamparados", "Virgen, Madre de la Iglesia; Virgen clemente. Madre piadosa y benigna", "socorre a tus siervos; son hijos tuyos y Tú eres su Madre." ¡Sí! "Con justicia te llamamos Madre, a Ti cuya asistencia nos hace esperar el perdón", "escucha los dolientes clamores de tus hijos, ¡oh Fuente de Misericordia!", "¡ oh Madre nuestra! ¡Oh Señora nuestra!, toda nuestra esperanza está en tus dones; concédenos por medio de la gracia los bienes de la otra vida, porque lo puedes todo"
He aquí otro ejemplo tomado de un
teólogo de la Edad Media: "Después de haber enseñado que Nuestro Señor
desde la Cruz quiso confiar a su Madre todos los fieles en calidad de
hijos adoptivos", añade: "Por esto la Iglesia Universal le canta:
Muestra Que eres Madre, que reciba por Ti nuestras oraciones Aquel que
naciendo por nosotros ha querido hacerse tuyo." Pelbart. de Themeswar,
ín Stellario Coronae benedictae Virginis Mariae... (Colombiae, 1906).
1. IX, a. 2, ad I quaest).
Esto cantaban nuestros padres, y no conocemos otra cosa más tierna, más sencilla, más rica en recuerdos bíblicos, y, sobre todo, más llena de fe y de confianza y de amor hacia esa dulce Madre de Cristo y de sus fieles, justos y pecadores, que esos himnos de los pasados tiempos. Son el eco de las plegarias dirigidas por los santos a María en el secreto de sus corazones.
Podría aducirse en contra de esto que tales cantos no son estrictamente litúrgicos, como tampoco los de nuestros días pertenecen oficialmente a la Liturgia, aun cuando se canten en las iglesias. Convenimos en ello; pero, por lo menos, se nos concederá que esos himnos representaban la creencia universal de los fieles, tanto mejor cuanto más populares eran. Mas, sea como fuere, las lecciones del Breviario pertenecen ciertamente a la Liturgia. Pues bien; la Iglesia, en el Oficio de la Octava de la Natividad de María, hace recitar a sus sacerdotes el texto de San Epifanio, donde, comparando a Eva con la Virgen Santísima, llama a esta Señora expresamente y más de una vez la Madre de los Vivientes (Lect. 4°, die 13 Sept.).
Dice también a los fieles en el oficio de Nuestra Señora de los Dolores: "No os olvidéis jamás en vuestro corazón de los gemidos de vuestra Madre", alusión manifiesta a las angustias de la Virgen Santísima al darnos a luz en el Calvario. La fiesta de la Compasión nos habla del testamento, en que Cristo, agonizante en la Cruz, nos entregó en la persona de Juan a su Madre por Madre, en la de Nuestra Señora del Buen Consejo se afirma expresamente el mismo don ("Deus qui Genitricem Filii tui matrem nobis dedisti" (Orat. Offic., 26 de abril)).
III. Así como queda expuesto, la fe de los cristianos venera en María dos maternidades, como adora una doble paternidad en la primera persona de la Trinidad Santísima. En primer lugar, la paternidad y la maternidad de naturaleza. Para María, como para el Padre Eterno, Cristo es el Único Hijo, porque Él sólo recibe del uno la naturaleza divina, y de la otra la naturaleza, por la que es hombre substancialmente. Pero también es para ambos Cristo el Primogénito, pues ambos le dan hermanos, engendrando hijos según la gracia, lo que ya no es paternidad ni maternidad según la naturaleza, sino por adopción. Adopción que sobrepuja, no obstante, de un modo infinito a la que se da entre los hombres, pues llega hasta transformar la naturaleza misma de los adoptados, por una participación real de la naturaleza divina (Cf. La Gráce et la Gloire, 1. I, c. 3).
Ciertamente que en esta generación de hijos adoptivos, el oficio de María no puede igualarse al del Padre. Dios es la fuente; Ella sólo el humilde arroyuelo; Dios obra como la causa principal y María como un simple instrumento. Cosa maravillosa, sin embargo, es el que si bien para María, como para el Padre, la generación de los hijos adoptivos depende de la generación del Hijo natural y la supone como su necesario fundamento, puede decirse que la maternidad natural en María se encamina más necesaria y directamente a dar hermanos a Cristo, su Hijo Unico, que la misma paternindad de Dios. Nos explicaremos. Podemos muy bien concebir a Dios Padre engendrando eternamente a su Hijo según la naturaleza, sin que existan hijos adoptivos. Si le hubiese agradado a Dios no dar el ser a la criatura racional o no elevarla a la participación de su naturaleza, no sería ni menos Dios ni menos Padre por eso. Para ser ambas cosas, no le era necesario nada, ni nadie, fuera de Sí mismo; porque en Sí mismo halla su Paternidad esencialmente, así como su Divinidad. Por consiguiente, todos los mundos, todos los espíritus angélicos y todos los hombres no añaden nada a su beatitud, ni a sus riquezas, ni a sus infinitas perfecciones.
Pero tal no es la condición de la Inmaculada Madre de los hombres. Quitadle el honor y la dicha de esta maternidad, y le quitáis de un golpe su maternidad divina y su misma existencia.
En efecto; ya lo hemos visto en la primera parte de esta obra.
La maternidad divina es la razón determinante de la existencia de María. No ha sido mujer sino para ser Madre de Dios. Pero, a su vez, no ha recibido esta gloria de la maternidad divina, sino para ser Madre de los hombres; así como Jesucristo no ha existido en carne sino para ser su Salvador. Esto era lo que aumentaba y elevaba la confianza de los santos en María. "Tenemos la seguridad de que Dios te ha hecho su Madre, a fin de que seas Madre de todos los que creen en Él; es decir de aquellos de quienes Él mismo quiere ser llamado Padre. Y, ¿qué cosa más gloriosa para Ti, Señora, que ser la Madre de los que Cristo se ha dignado ser Padre y Hermano?... ¿Dónde está, pues, mi esperanza, sino en Dios y en Ti?... (San Anselm., Oration., or. 47. P. L., CLVIII, 945).
Es expresar idéntica idea el decir de María, que es Madre de Dios, para ser Madre de misericordia, como lo hizo San Anselmo en la conmovedora y devota oración, de la cual citamos un fragmento en el segundo libro de nuestra primera parte. La misma unción y el mismo pensamiento hallamos en esta otra oración a María, del mismo santo: "¡Oh. Señora nuestra! Así como Dios Padre ha engendrado a Aquel por quien todo tiene vida, así Tú, dulce Flor de la Virginidad, has dado a luz a Aquel por quien los mismos muertos, vuelven a la vida... No hay reconciliación posible fuera del Señor, que Tú has castamente concebido; no hay más justificación que la que Tú, Purísima Señora, has llevado en tus entrañas, ni más salvación sino por Aquel que Tú has dado a luz, sin dejar de ser Virgen. Así, pues, ¡oh Soberana mía!, Tú eres la Madre de la Justificación y de los justificados; la Madre de la Reconciliación y de los reconciliados; la Madre de la Salud y de los salvados. ¡Oh bienaventurada esperanza! ¡Oh Refugio seguro! ¡La Madre de Dios es nuestra Madre! ¡La Madre de Aquel que es único objeto de nuestros temores y de nuestras esperanzas, es nuestra Madre! ¡Sí! La Madre del único Señor, que puede salvarnos; de Aquel que es el único que puede condenarnos; es nuestra Madre (San Anselm., ibíd., or. 52, 956-957).
Citemos, para terminar este capítulo, un fragmento considerable de un discurso, en el cual Elredo, santo Abad del siglo XII, da a María, no solamente el dulce nombre de Madre, sino que explica también las razones que le han valido este título y los deberes que el mismo título impone a sus hijos: "Debemos a María honor, servicio, amor y alabanza. Le debemos honor, porque es Madre de nuestro Dios, y no honrar a la Madre es desdeñar al Hijo. La escritura dice: Honra a tu padre y a tu madre" (Exod., XX, 12).
"¿Qué diré, hermanos míos? ¿No es, acaso, nuestra Madre? Lo es, sin duda alguna. Por Ella hemos nacido, por Ella somos alimentados, por Ella crecemos. Por Ella, digo, hemos nacido, no al mundo, sino a Dios; por Ella somos alimentados, no con leche material, sino con la leche de que habla el Apóstol cuando dice: "Os he alimentado con leche y no con viandas sólidas" (I Cor., III-2).
"De ella recibimos el crecimiento, no en cuanto a las dimensiones corporales, sino en cuanto a la virtud del alma."
"Veamos ahora cuál es este nacimiento, cuál esta lactancia, cuál este crecimiento. Todos, bien lo sabéis, hemos estado en la muerte, en la miseria, en las tinieblas. En la muerte, porque estábamos separados de Dios; en la miseria, porque estábamos condenados a la corrupción; en las tinieblas, porque nos hallábamos privados de las luces de la sabiduría. Así, nuestra perdición era completa. Pero hemos sido regenerados por la bienaventurada Virgen María, más dichosamente que nacidos por Eva, y esto porque Cristo nació de Ella. A la miseria sucede la renovación; a la corrupción, la incorruptibilidad; a las tinieblas, la luz. Ella es nuestra Madre, la Madre de nuestra vida, la Madre de nuestra incorrupción, la Madre de nuestra luz. El Apóstol, hablando de Cristo, dice que Dios por Él nos ha dado sabiduría y justicia, santificación y redención" (I Cor., I, 30).
"Siendo, pues, Madre de Cristo, es la Virgen por eso mismo Madre de nuestra sabiduría, Madre de nuestra justicia. Madre de nuestra santidad, Madre de nuestra redención. Y por eso mismo es también para nosotros más Madre que la que nos engendró en la carne. De Ella tenemos un nacimiento más elevado, porque Ella es nuestra santidad, nuestra justicia, nuestra sabiduría, nuestra santificación, nuestra redención. Celebremos, pues, con alegría la Natividad de Aquella por quien tan excelentemente hemos nacido.
"Veamos ahora la leche con que nos alimenta. El Verbo de Dios, Hijo de Dios, Sabiduría de Dios es un pan sobresubstancial. Por eso pertenecía solamente a las criaturas fuertes y vigorosas; es decir, a los Angeles, el comerlo. Nosotros, pequeñitos, no podíamos tomar un alimento tan sólido; arrastrándonos por la tierra no nos era dado alcanzar a este pan del cielo. ¿Qué sucedió entonces? Bajó este pan mismo al seno de la Virgen, y en él se transformó en leche, en una leche, digo, que pudiéramos nosotros mamar. Mirad ahora al Hijo de Dios sobre las rodillas de la Virgen, o entre sus brazos, o colgado de sus pechos; es todo suavísima leche: chupa y bebe.
"Considerad, en fin, su castidad, su caridad, su humildad y voluntario abajamiento, y, a ejemplo suyo, creced en pureza, creced en amor, creced en humildad, y así seguiréis a vuestra Madre... He aquí cómo es nuestra Madre y por qué debemos honrarla. Esto quiere de nosotros el mandamiento del Señor: "Honra a tu padre y a tu madre."
El autor habla después de los servicios que debemos prestar a María como a nuestra Señora, a nuestra Soberana, a la Reina del cielo y de la tierra. Servirla es glorificar a su Hijo.
J. B. Terrien S. J.
LA MADRE DE DIOS Y ...
TOMO II
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