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viernes, 21 de septiembre de 2012

Sexto Mandamiento. Eugenesia. Control de la natalidad. Esterilización de criminales y endebles. Higiene sexual en las escuelas.

¿Por qué se opone tanto la Iglesia católica a la eugenesia moderna? El fin de la eugenesia es mejorar y robustecer la raza. ¿No es acaso conveniente y aun necesario que el Estado prohiba casarse a los que padezcan enfermedades mentales? ¿Por ventura tiene alguno derecho a engendrar hijos que han de vivir raquíticos toda la vida y se han de convertir en una carga para la sociedad?
     No ha habido ni habrá jamás corporación alguna que se pueda comparar con la Iglesia en su celo por el mejoramiento de la raza. Con ese fin, la Iglesia propaga una doctrina moral y espiritual que tiende, como por su propio peso, a robustecer el individuo y la sociedad. Los corifeos de la eugenesia moderna, con miras materialistas, minan la sociedad, pues someten al hombre a experimentos que hacen añicos la dignidad humana, van contra los principios fundamentales de la Etica, fomentan la inmoralidad sexual dentro y fuera del matrimonio y no tienen más que una mueca de desprecio para los miembros débiles de la sociedad. 
     Por eso la Iglesia condena absolutamente el control de la natalidad, la esterilización en masa de los endebles, la muerte dulce de los incurables y otras pestes y fuentes de inmoralidad, harto frecuentes, por desgracia, en nuestros días. El fin no justifica los medios, ni es lícito a nadie hacer el mal para conseguir el bien (Rom III, 8). 
     Pero no se crea que la Iglesia es irracional. En esto, como en todo, sabe muy bien separar el trigo de la paja. La verdadera eugenesia es la que propone la Teología católica, y la Teología no es más que la pregonera de las enseñanzas de la Iglesia. Esta, fundada por Jesucristo para llevar al Cielo a todos los hombres, no ha descuidado jamás el desarrollo físico de los mismos. Predica sin cesar la templanza y la castidad, y con esto pone óbice a la embriaguez y a las enfermedades venéreas. A los solteros de uno y otro sexo les exige continencia absoluta, que redunda en beneficio de la raza, pues hace que los esposos vayan puros al tálamo conyugal. Y, en cuanto a los casados, insiste en la castidad conyugal, previniendo así a la familia contra sus dos enemigos más repugnantes, que son el adulterio y el divorcio. 
     Además, ¿cuándo ha dicho la Iglesia que todos en absoluto tienen derecho a casarse? No tiene derecho al matrimonio el que no ha de poder en modo alguno mantener a la prole. Las obligaciones del matrimonio son graves, y sólo aquellos que son capaces de cumplirlas tienen derecho a encontrarlo. Cuando un individuo se halla en tales condiciones que no puede desempeñar por sí las obligaciones anejas al matrimonio, la caridad y la razón piden que se abstenga. Piden, pero no obligan. Hay que mirar a la prole; y si un individuo no puede engendrar más que prole raquítica y enfermiza, debe abstenerse del matrimonio. La razón de que la Teología moral no prohiba en absoluto a los tales que se casen es porque la continencia absoluta es una carga más pesada para la mayoría, y no hay que exigir actos heroicos al promedio de la humanidad. Ciertamente, no parece injusto prohibir que se casen los locos rematados, ya que ignoran por completo los deberes del matrimonio; pero, en casos en que la enfermedad mental no está tan avanzada, si el enfermo es debidamente atendido en sanatorios o en instituciones docentes apropiadas, puede mejorar notablemente, y en tal caso queda hábil para engendrar hijos. Desde luego, legislar en esta materia es por demás imprudente y peligroso, tanto más que los que legislan son oficiales públicos, ateos muchas veces, falsos casi siempre de religión y de sentido común. Tales leyes no tendrían fuerza alguna; vendrían los sobornos y, al cabo de cierto tiempo, serían materia de risa y venero riquísimo para los caricaturistas.

     ¿Por qué se opone la Iglesia tan tenazmente al control de la natalidad? ¿Por qué obliga a los casados a tener familias numerosas, y, por cierto, bajo pena de pecado mortal? Más pecaminoso es engendrar hijos que uno no puede mantener. Además, la limitación de la familia es necesaria, porque la población mundial crece en proporciones superiores a la producción de subsistencias. En materia de hijos, mejor es la calidad que la cantidad; y éste es el lema del progreso moderno: "Menos hijos y mejores". ¿Qué Concilio ha condenado jamás el control de la natalidad?
     La Iglesia católica prohibe el control de la natalidad por ser éste un vicio inmoral, un pecado contra la naturaleza, condenado por los Mandamientos quinto y sexto. Aunque ningún Concilio ecuménico ha legislado nada sobre este punto, sin embargo, la tradición divina de la Iglesia desde los días de las catacumbas hasta las últimas decisiones de las Congregaciones romanas no ha podido ser más inequívoca. 
     Un decreto del Santo Oficio de 21 de marzo de 1851 declaró que esta doctrina malsana está prohibida por la ley natural, y otro decreto similar, expedido dos años más tarde (10 de abril de 1853). la declaró mala intrínsecamente. Ni la ética católica ni la teología moral han tolerado jamás semejante práctica. El débito conyugal es un derecho legal, sano y estricto, que obliga igualmente a las dos partes hasta la muerte y que sólo se puede negar por justas y graves razones, como en caso de embriaguez, locura, grave peligro de la salud o de la vida, etc. 
     Sin embargo, si los esposos convienen en ello, pueden ceder de su derecho y abstenerse, o por toda la vida, o por un espacio de tiempo determinado (1 Cor VII, 5). Muchos que no son católicos no acaban de entender la posición de la Iglesia en este particular. Creen que los matrimonios católicos están obligados a tener todos los hijos de que son capaces. No hay tal. Los esposos son libres para abstenerse y guardar continencia si no quieren tener hijos. Lo que la Iglesia católica prohibe y prohibirá siempre es la limitación de la familia por medios artificiales, ya sean éstos quimicos, mecánicos o como sean. Esta limitación de la natalidad es contra la naturaleza, pues tiende a frustrar el orden de la creación. Además, impide el fin de un acto natural humano; va contra los Instintos naturales de la humanidad y conduce a excesos en el uso de una función que requiere más que otra ninguna dominio y moderación. 
El fin primario e inmediato del matrimonio es la generación de la prole. Cuando el acto conyugal tiene lugar de manera que este fin primario es frustrado deliberadamente, entonces va contra la ética y contra la naturaleza. Los placeres del matrimonio son legítimos e inocentes mirados desde el punto de vista de la prole. Por tanto, si lo único que se busca es el placer, procurando al mismo tiempo echar de sí los sacrificios anejos y la responsabilidad de la paternidad, el acto conyugal se convierte en un pecado horrible y degradante. Y, ciertamente, los que practican este control nefando no pueden sustraerse a los remordimientos de conciencia que trae consigo este pecado; que parece que Dios ha escrito en los corazones de todos los hombres aversión y repugnancia innatas a este crimen, por desgracia tan esparcido en el día de hoy. 
     Los incrédulos se ríen de tales remordimientos, que ellos califican de supersticiones religiosas anticuadas. Pero los católicos lo miran de manera muy distinta. Para ellos, el matrimonio es un sacramento instituido por Jesucristo. Este sacramento da gracia a los casados para que críen hijos para el Cielo. Las obligaciones del matrimonio son graves, pero fiel es Dios que dará gracia en proporción a las necesidades de cada uno cuando se procede a las derechas.
     La excusa del exceso de población no tiene fundamento ninguno. Al contrario, hoy día es un problema para las naciones dar salida a los productos, tanto agrícolas como industriales. Se produce inmensamente más que se consume, y no hay mercados en el mundo para tanta producción. Leroy-Beaulieu cree que aunque el mundo triplicase la población actual, no habría el más mínimo peligro de escasez de subsistencias. Lo que se necesita es una repartición más por igual, y ésta no tiene que ver nada con la reducción de la natalidad. Oígase lo mismo de la excusa de la pobreza. Vemos que que tienen familias más numerosas son los pobres, los ciudadanos de la clase media. No es, pues el dinero ni las expensas que trae consigo la educación de los hijos lo que mueve a los padres a practicar el control de la natalidad, sino el vicio, el deseo inmoderado de placeres carnales y un indiferentismo absoluto en materia de religión. Ni vale tampoco la excusa de que las madres que tienen muchos hijos acortan la vida y se exponen a perderla en cualquier parto. A veces así pasa, pero no es lo ordinario. Por el contrario, tenemos estadísticas que prueban con toda evidencia que la longevidad de las señoras no está en razón inversa del número de hijos. No son los hijos, sino la pobreza, la ignorancia y la falta de tratamientos médicos adecuados los que ocasionan en la mayoría de los casos la enfermedad y la muerte. 
     La Naturaleza tiene cuidado de salir por sus fueros. Por eso, cuando se va contra ella, se venga y paga en la misma moneda o peor. Nadie crea que la práctica del control de natalidad contribuye al robustecimiento de la raza. Esta práctica trae consigo esterilidad y enfermedades nerviosas de varios géneros. La doctora Mary Sharlied escribió en la British Medical Review: "Al cabo de más de cuarenta años de experiencias, me he convencido de que la limitación artificial de la natalidad daña al sistema nervioso de la mujer... La mujer que la practica, no sólo es estéril, sino que padece enfermedades nerviosas y, en general, tiene mala salud."
     No hay duda de que el control de la natalidad destruye con frecuencia la paz, felicidad y estabilidad del vínculo conyugal. Una familia de unos cuantos hijos robustece el amor de los padres, que se ven obligados a cooperar en su mantenimiento y educación. Cuando no hay hijos, hay menos obstáculos para el divorcio, y, de hecho se divorcian más los que no los tienen. Además, los bienes de una familia numerosa son inestimables. En ella, los hijos no se crían mimosos y melindrosos, acostumbrados a salir siempre con la suya, sino que se ven forzados a practicar virtudes muy preciosas, como la caridad, la disciplina, la paciencia y un continuo dominio propio. El hijo único de nuestros días se cría muelle y regalón, y más tarde es un hombre egoísta, inútil para la sociedad.
     En cuanto al principio "Menos hijos, pero mejores", no hay que decir sino que flaquea por su base. No son las familias cortas las que dan mejores hijos a la sociedad, sino las familias normales. 
     El laboratorio eugenésico de la Universidad de Londres posee estadísticas que prueban que los mejorados en la herencia paterna son los hijos tercero, cuarto y los que sigan; mientras que los dos primeros son los más propensos a heredar los defectos físicos y mentales de los padres. Lo ridículo es que hablan de mejorar la raza los que hacen todo lo que está en su mano para destruirla. Siempre se ha considerado como una maldición la esterilidad; y la peor de todas las esterilidades es la procurada artificialmente. 
     La civilización pide que el hombre y la mujer sean padres de guapos y robustos hijos para que la raza se multiplique en vez de disminuir.

     ¿Es cierto que la Iglesia condena la esterilización de los endebles, de los criminales y de los que padecen enfermedades mentales?
     Llamamos esterilización aquella operación quirúrgica que inhabilita al hombre y a la mujer para tener hijos. La Iglesia católica mantiene y defiende que sólo Dios tiene dominio supremo sobre la vida, por ser Creador y Señor del hombre. Este poder absoluto no lo tiene ni el individuo ni el Estado. El individuo no tiene derecho a suicidarse, ni puede el Estado disponer arbitrariamente de las vidas de los ciudadanos. Más aún: el individuo está obligado a conservar la integridad del cuerpo, y sólo por justas y graves causas puede mutilar uno o más miembros. 
     La ovariotomía o extirpación de uno o ambos ovarios es lícita sólo en caso de enfermedad de esos órganos, aunque a la extirpación suceda la esterilización. Los meros deseos del paciente no justifican esta operación. La vasectomía o esterilización del hombre sólo es lícita cuando corre peligro la vida o hay peligro de idiotez.
     Hay quienes opinan que el Estado puede castigar al criminal haciéndole estéril; pero la mayoría de los teólogos creen que este castigo es ilícito, por no ser ni eficaz ni necesario, ni ejemplar, ni reformador, ni reparador, es decir, que carece de todas las cualidades y requisitos que justifican la imposición de un castigo. No es, ciertamente, castigo para esa clase de gente a quien se aplica. Es, nótese bien esto, una privación innecesaria de un derecho esencial a todo hombre, un ataque desordenado a un derecho humano primario, y un acto de violencia contra la Naturaleza y su Autor, sin razón que los justifique. 
     Los que lean la prensa están enterados de la rapidez con que cunde este movimiento. En algunas naciones se han votado leyes legalizando la esterilización, con lo cual pretende cortar la transmisión de defectos por vía de degeneración. Con este fin privan de la facultad de engendrar a los locos, a los criminales, a los raquíticos, etc., etc. Los moralistas católicos se preguntan con qué derecho vota el Estado semejantes leyes. Porque, en primer lugar, ¿quiénes son esos inhábiles? No está todo en tener una musculatura hercúlea. A eso aspiran los materialistas. Los católicos distinguen muy bien entre el cuerpo y el espíritu. Un cuerpo débil contiene a veces un espíritu gigante que contribuye con su ingenio al mejoramiento de la raza más que un hombre de estatura gigantesca donde no se encuentran dos adarmes de sentido común. No han sido los débiles, sino los fuertes, los que han inferido puñaladas mortales a la civilización con tanta guerra y tantas revoluciones. 
     El Evangelio es mucho más razonable. Aunque no alaba la enfermedad, ni el pauperismo, ni la locura, sin embargo, considera a los pobres y a los enfermos como hijos de Dios, con alma inmortal como los fuertes, criados igualmente para el cielo y con derecho al respeto y reverencia que se deben a la personalidad humana.
     Dice Pío XI en su encíclica sobre el matrimonio cristiano: "Reprobamos este uso pernicioso, que próximamente se relaciona con el derecho natural del hombre a contraer matrimonio, pero que también pertenece en cierto sentido verdadero al bien de los hijos. Hay algunos... que anteponen el fin eugénico a todo otro fin, aun de orden más elevado, y quisieran se prohibiese por la autoridad pública contraer matrimonio a todos los que según las normas y conjeturas de su ciencia, juzgan que habían de engendrar hijos defectuosos por razón de la transmisión hereditaria, aun cuando sean de suyo aptos para contraer matrimonio. Más aún: quieren privarlos por la ley, hasta contra su voluntad, de esa facultad natural que poseen, mediante intervención médica; y esto no para solicitar de la pública autoridad una pena por un delito cometido o para precaver futuros crímenes de reos, sino contra todo derecho y licitud, atribuyendo a los gobernantes civiles una facultad que nunca tuvieron ni pueden legítimamente tener. Los gobernantes no tienen potestad alguna directa en los miembros de sus súbditos. Así, pues, jamás pueden dañar ni aun tocar directamente la integridad corporal donde no medie culpa alguna o causa de culpa cruenta, y esto ni por causas eugénicas ni por otras causas cualesquiera... Por lo demás, la doctrina cristiana y la luz natural de la razón nos dicen a una que los mismos hombres privados no tienen otro dominio sobre los miembros de su cuerpo que el que pertenece a sus fines naturales, y que, por tanto, no pueden destruirlos, mutilarlos o, por cualquier otro medio, inutilizarlos para dichas funciones naturales, a no ser cuando no se pueda proveer de otra manera al bien de todo el cuerpo."
     Además, aun cuando es un hecho que las enfermedades de los padres las heredan los hijos, sin embargo, las leyes de esta herencia están envueltas aún en el misterio. La mera conjetura de un médico del Estado de que tal pareja va a engendrar una prole enfermiza, no es garantía bastante para que se proceda sin más a una operación tan seria como ésta. Si no condenamos a los criminales hasta que se les ha demostrado en pleno juicio que son realmente reos del crimen de que se los acusa, ¿por qué se va a tratar con menos consideración a los débiles y enfermos? Nadie se llame a engaño; en las leyes que legalizan la esterilización se esconde evidentemente la posibilidad del abuso, con tan desastrosas consecuencias, que basta esa posibilidad remota para que se proceda a borrar de los libros leyes tan monstruosas. Esa clasificación amplísima de los inhábiles y la plenitud de poderes que han dado algunos Estados a los oficiales eugenistas hacen posible una inquisición del Estado arbitraria, mucho más tiránica que la célebre Inquisición de los siglos medios. Muchos médicos de fama no vacilan en afirmar que la existencia de un crecido número de individuos esterilizados sería una fuente perenne de corrupción e inmoralidad en toda la nación, con las enfermedades venéreas consiguientes. Finalmente, el Estado no conseguiría lo que pretende al esterilizar a los inhábiles. Las deficiencias mentales no sólo vienen por herencia, sino por otros muchos cauces. El problema, pues, queda sin resolver. Esta eugenesia es negativa, es decir, no es eugenesia. Los enfermos que se lograría aislar con esta práctica constituirían una fracción despreciable. En cambio, hay otros medios más eficaces y más humanos para preservar a la nación; por ejemplo, la segregación en hospitales y sanatorios bien montados.

     ¿Cuál es la actitud de la Iglesia respecto a la enseñama de la higiene sexual en las escuelas? ¿No dijo San Pablo: "Para el puro todas las cosas son puras"? (Tito I, 15).
     La Iglesia católica se opone tenazmente a la enseñanza de la higiese sexual en las escuelas. No hay nada tan peligroso para la pureza del niño como hablarle de materias sexuales con todos los detalles y pormenores. Semejante instrucción encendería la llama de la sensualidad, que se pretende apagar. No ganará nada la virtud del niño con oír de labios de un profesor (generalmente, inmoral) las consecuencias de los pecados de la carne. A lo sumo, aprendería a precaverse contra las enfermedades venéreas, lo cual contribuiría a que entrase más libremente por los prados de la lujuria. 
     San Pablo, escribiendo a los efesios, les dice que las palabras "fornicación, inmundicia..., ni se nombren siquiera" (V, 3). En cuanto al texto: "para el puro todas las cosas son puras", decimos que el apóstol habla allí de la ley judaica, ya en desuso, respecto de los animales impuros. 
     Y ¿quién no ve que la discusión de materias obscenas da al traste con la modestia y la vergüenza, que son como el muro y antemuro de la castidad? El lugar más apropiado para semejantes instrucciones es el hogar, el sentido común y la vigilancia de los padres. Además, los jóvenes de uno y otro sexo oyen con frecuencia en el pulpito y en el confesonario que la pureza se conserva guardando la ley de Dios, obedeciendo a los dictados de la conciencia bien formada, y si esto no basta, que acudan al confesonario por detalles, que se los dará gustoso el confesor, verdadero médico de las almas.

BIBLIOGRAFIA.
"Razón y Fe",
El matrimonio cristiano.  La educación de la juventud. 
Franco, La educación de los hijos.
Gaterer, Pensamientos cristianos sobre la vida sexual.
Guchteneere, La limitación de la natalidad. 
Juarez, Maternidad consciente.
Medina, Herencia y eugenesia. 
Pujiula, ¿Es lícito el aborto? 
Id., Controversia sobre el aborto terapéutico. 
Merenciano, Sexo y cultura. 
Vallejo, La asexualización de los psicópatas.

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