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jueves, 6 de enero de 2011

Armonías de la maternidad divina con los fines de la Encarnación


I.— La Sagrada Escritura nos enseña que Dios sabe en la prosecución de sus fines unir siempre estas dos cosas: la suavidad y la fuerza: Fortiter et suaviter (Sap., VIII. I); suavemente y fuertemente, esta es su norma habitual y como su divisa en el gobierno del mundo de la naturaleza y del mundo de la gracia. Sin choques, sin precipitaciones, sin violencias. ¡Qué poder el que produce y conserva el movimiento de los astros, y, a la vez, qué suavidad! Perfección del arte humano es imitar este doble carácter de la acción divina en la dirección de los hombres y en el uso que hace de las energías de la naturaleza. Entrad en los talleres donde se forjan y pulen, con el auxilio de máquinas potentísimas, los productos admirables de las grandes industrias. ¿No diriáis, al ver el movimiento regulado de las máquinas, que todo se hace sin esfuerzo?
Esta nota característica de las obras de Dios resplandece también en su obra por excelencia, en la reparación del hombre caído. Grande fuerza era menester para esta obra. Cierto, es necesario poder grande para levantar al mundo, o, usando el lenguaje de los Libros Santos, para sacudir la tierra por sus extremidades y arrojar de ella a los impíos (Job., XXXVIII, 13.2). ¿Pero era menor el poder que se necesitaba para derrocar el imperio de Satán y elevar al género humano desde las profundidaes del abismo a las cumbres más elevadas de la perfección moral y de la santidad? Mas esperemos también de Dios la suavidad y la condescendencia en el uso de los medios, "porque, oh Poderoso Dominador, Tú juzgas con calma y dispones de nosotros con respeto" (Sap.. XII, 18.).
A esta primera observación sobre los caminos de la Providencia se ha de añadir otra de no menor utilidad. Y es que la conveniencia de los medios puestos por obra para la reparación de la humanidad caída no se ha de estimar según la naturaleza y condición de Dios, sino según nuestra condición y naturaleza. No olvidemos que la Encarnación se obró por causa de nosotros y para nuestra salvación, propter nos et propter nostram salutem. Por consiguiente, de todos los modos de redención, será más conveniente aquel que mejor se hermane con aquel fin.
Este pensamiento desenvolvió Tertuliano en la impugnación que hizo de los herejes de su tiempo y especialmente de Marción. Rechazaban ellos la unión del Verbo con nuestra carne y se amparaban en el especioso pretexto de que la carne y sus flaquezas son indignas de Dios. "De acuerdo con vosotros —les decía el gran apologista—; este estado de abatimiento es indigno de Dios; pero convenid conmigo en que es necesario al hombre, y, por tanto, es soberanamente digno de Dios, porque nada es tan digno de Dios como la salvación del hombre" (Tertul., C. Marcion., L. II. c. 27., P. L. II, 316.). Y algunas líneas después: "Todo aquello que os parece digno de Dios, todo lo tenéis en el Padre invisible, inaccesible... Por el contrario, todo lo que os parece indigno, ha de atribuirse al Hijo, a quien los hombres vieron, oyeron, tocaron; al Hijo, mediador entre el Padre y nosotros, hombre y Dios todo junto: Dios, por el poder; hombre, en la bajeza y en las enfermedades ... De manera que lo que vosotros consideráis vergonzoso para Dios, eso mismo es el sacramento de la salvación humana. Dios conversó con el hombre para que el hombre aprendiese a vivir con Dios. Dios trató de igual a igual con el hombre, para que el hombre pudiese acercarse a Dios. Dios se empequeñeció, para que con este empequeñecimiento el hombre se engrandeciese. He aquí el Dios que tú desprecias. ¡Desgraciado!, ¿cómo podrás creer el misterio de su cruz?" (Tertul., ibíd.).
Así es la adorable economía de la Redención; éstos los caminos por los que Dios descendió hasta nosotros, para levantarnos hasta Él. Cuanto más se ahonda en estas consideraciones, más se admira cómo Dios conoce las necesidades de nuestra naturaleza, cómo adapta a ella sus consejos y sabe proporcionar el remedio así a la naturaleza del enfermo como al género de la enfermedad que padece.
Antes de pasar adelante haremos una advertencia preliminar; conviene, a saber, que estos dos conceptos de una Madre de Dios y de un Dios hecho hombre y hombre como nosotros, están mezclados, de hecho y de derecho, el uno con el otro. De la misma manera que no es posible concebir una Madre de Dios sin un hijo que sea Dios, no es posible concebir un Dios sin que se ha hecho uno de nosotros, uno de nuestra familia, sin una Madre de Dios que le haya dado entrada en la familia humana. Por consiguiente, por esta parte, unas mismas son las conveniencias del proceder divino que nos ha dado el Verbo hecho carne, y las conveniencias de la maternidad divina, dado que entre el Hijo del Hombre y la Madre de Dios hay correlación esencial.
Y esto presupuesto, vengamos ya a considerar la maternidad divina, y podremos apreciar, y gustar, y saborear cuan maravillosamente sabia y tierna fue aquella estratagema de amor que puso la maternidad divina por base de la gran obra de la Reparación.

II.— Los teólogos, al principio de sus estudios acerca de la Encarnación del Hijo Eterno de Dios, proponen comúnmente esta cuestión: ¿Era necesario que Dios se encarnase para la entera y perfecta reparación del género humano? Sí, responden, con tal que esta palabra "necesario" se entienda, no de una necesidad absoluta, cual si Dios no tuviera dentro de su poder y de su bondad otros medios para salvar al hombre, sino de una necesidad "relativa", es decir, de la necesidad de aquello que es más oportuno y conveniente para alcanzar el fin que se pretende. En este sentido decimos de un medio de locomoción que es necesario para hacer un largo viaje, aunque este viaje pueda hacerse también a pie. Pues bien, lo que la Teología nos enseña de la necesidad de la Encarnación para la salvación del hombre, lo afirma con idéntica certeza de la maternidad divina (En otras palabras: la suprema conveniencia que pedía la Encarnación pedia también que Dios, para ser hombre, fuese concebido en las entrañas de una madre y que apareciese entre nosotros con ella y por ella). ¡Tanta es la adaptación singular de esta maternidad a las necesidades de la naturaleza caída; tanta es su eficacia para remediarlas!
Resumamos en pocas palabras las principales razones por las que, según el sentir de los Santos Padres y Doctores de la Iglesia, la encarnación del Verbo de Dios es la invención más hermosa de la sabiduría y de la bondad divina, en lo que toca a la armonía de los medios con el fin que Dios quería conseguir; es, a saber, con la elevación del linaje humano degradado y la salvación del mundo oprimido debajo de la maldición divina y del yugo de Satanás, príncipe de las tinieblas.
Ante todo, para que esta liberación del hombre y su vuelta a la dignidad primera pudiesen obrarse en las condiciones más favorables, tanto para la gloria de Dios como para la nuestra, era necesario que la justicia divina, cuyos derechos habían sido lesionados, recibiese una reparación de honor equivalente al ultraje, y que la recibiese de la familia humana misma, pues de la familia humana había recibido la ofensa. Era, además, menester que los privilegios de gracia que habían de restituir al género humano su antigua gloria y levantar a tan alto grado nuestras esperanzas, fuesen comprados a precio altísimo por aquellos mismos a quienes la divina misericordia se dignaba restituirlos.
Cosa llana y evidente es esta doble conveniencia. Y no lo es menos que el Salvador, viniendo del seno del Padre para ser universal y celeste médico de nuestra naturaleza, debía traer medicina y remedio para todas las edades, para todas las condiciones de la vida humana, para el hombre todo entero. Y asimismo es evidente que el orgullo y la tiranía del demonio, de donde provienen originariamente nuestro abatimiento y nuestras heridas, debían ser singularmente confundidos y quebrantados, al tiempo que nosotros, sus víctimas, fuésemos rescatados y reanimados por la forma misma de la liberación. Ahora bien, la divina maternidad de María era maravillosamente adecuada para procurarnos todas estas ventajas, como nos enseñan los Santos Padres y los más ilustres maestros de la Teología.
La reparación debía ser obra de justicia. Así lo había decidido la bondad soberana, indignamente ultrajada por la rebeldía de la cabeza de nuestra estirpe y por los pecados de sus hijos. Ahora bien, en orden a esto, la maternidad divina era de todo punto conveniente. No es menester demostrar cómo era preciso que el Reparador fuese superior a todas las criaturas, y, por consiguiente, Dios, para que pudiese rendir a la majestad suprema un honor equivalente a los ultrajes que había recibido. Cualquier otro homenaje, por grande que lo supongamos, por sí solo hubiese sido una compensación insuficiente, porque si la ofensa crece en proporción a la dignidad agraviada, el honor, por el contrario, se mide por la dignidad de la persona que lo rinde; de manera que su valor es mayor o menor según sea más alta o más baja la dignidad de la persona que honra. De aquí esta conclusión manifiesta; sólo Dios podía reparar dignamente la injuria a Dios inferida.
Y sólo Dios podía pagar un precio equivalente a los bienes sobrenaturales que quería devolver a la humanidad despojada de la justicia original, pues, ¿cómo pudiera una criatura dar a sus operaciones grandeza tal de merecimiento que igualase, no ya a la suma de gracia necesaria para enriquecerse a sí misma, sino a la muchedumbre, incomparablemente mayor, de dones celestiales que fuesen suficientes para santificar a todo el género humano? Con razón, pues, Santo Tomás de Aquino, de acuerdo con los Santos Padres, concluye: "No hay satisfacción plenamente suficiente fuera de una operación de valor infinito" (S. Thom., 3 p., u. I, a. 2, ad 2), es decir, fuera de una operación que sólo Dios es capaz de ejecutar.
Y Dios, para ejecutarla, tenía que tomar una naturaleza creada, porque, con ser verdad que tiene derecho a los homenajes de sus criaturas, por razón de su naturaleza divina, no puede rendírselos a sí mismo con actos de esta misma naturaleza, como quiera que la divinidad, pertenezca a la persona que perteneciere, se niega a todo abatimiento. ¿Qué naturaleza, pues, tomará Dios si quiere que los derechos de la justicia queden plenamente satisfechos? No, en verdad, la angélica, sino la que Él tomó de las entrañas de la Virgen, la nuestra. Porque, continúa el Ángel de las Escuelas, así como el orden de la justicia pide que la pena responda a la culpa, "parece que pide también que satisfaga por la culpa aquel que la cometió. Ved por qué fue necesario tomar de la naturaleza, corrompida por su culpa, lo que había de ser ofrecido en satisfacción por toda esta naturaleza" (S. Thom., 3 p., q. 4, a. 6).
Hermosa y sólida doctrina que los Santos Padres no se cansan de recordar cuando tratan del misterio de nuestra redención: "Recibió de nosotros lo que había de ofrecer por nosotros, para rescatarnos con lo nuestro y darnos de lo suyo con largueza divina aquello que no era nuestro... Vosotros lo sabéis, es de lo nuestro lo que ofreció en sacrificio. Porque, ¿cuál fué la causa de la Encarnación, sino que la carne que había pecado fuese ella misma el instrumento de su rescate?" (S. Ambros., De Incarn., n. 54, sq. P. L. XVI, 852). De esta manera, es el hombre mismo en Jesucristo quien, por la inmolación de su carne, soporta el peso de la justicia divina y glorifica a la majestad divina tanto y aun más como la había ultrajado. Es el hombre quien paga sobreabundantemente los ríos de gracia que la redención hace correr por el mundo.
Así la justicia queda satisfecha, y gracias a la maternidad de María se obra esta maravilla. En efecto, suponed que el Verbo no hubiese formado para sí una carne semejante a la nuestra ni la hubiese recibido de una madre perteneciente a la familia humana; habría, sin duda, mérito y reparación, y el uno y la otra serían de valor infinito; pero no sería el género humano quien en la persona de uno de sus miembros, como representante de todos, les ofreciera a Dios como justa paga de la deuda contraída por la familia humana. Ni la víctima, ni el supremo sacerdote, cuyo sacrificio aplaca la cólera divina y hace descender el rocío bienhechor de los favores celestiales, nos pertenecerían como propiedad natural del género humano. En una palabra, la justicia quedaría satisfecha, pero faltaría cierta perfección, que sólo puede darle la economía presente de la Encarnación.
Estas verdades, tan consoladoras y tan gloriosas para nuestra naturaleza, predicólas San Pablo desde el principio a los cristianos: "Aquel que santifica (por su inmolación voluntaria) y aquellos que son santificados, vienen todos de uno solo. Por lo cual no se avergonzó de llamarlos hermanos ... Y por cuanto los hijos tienen comunes la carne y la sangre, Él también participó de las mismas cosas, para destruir por su muerte al que tenía el imperio de la muerte, es, a saber, al diablo... Porque no tomó la naturaleza de los ángeles, sino que tomó la sangre de Abraham. Por lo cual debió en todo asemejarse a sus hermanos, a fin de ser un Pontífice misericordioso y fiel para con Dios, en orden a expiar los pecados del pueblo" (Hebr., II, 11, 14, 16-17.). "Si, pues, por causa del pecado de uno solo la muerte ha reinado por uno solo, con mayor razón los que reciben la abundancia de la gracia, del don y de la justicia reinarán por uno solo, que es Jesucristo" (Rom., V. 17.). De manera que, digámoslo otra vez, gracias a la maternidad divina, nosotros, descendencia impotente y culpable, tenemos un Pontífice, escogido de nuestra familia; Pontífice santo, inocente, inmaculado, separado de los pecadores, elevado por cima de los cielos (Hebr., VII, 26.), cuya sangre hace callar a la justicia y consuma para siempre a los santificados (Hebr., IX, X.).

III. — La Sagrada Escritura nos presenta al linaje humano caído, como un enfermo cuyo médico celestial es Jesucristo Nuestro Señor; y la enfermedad que padece tiene este doble carácter de universalidad; afecta a todas las partes que constituyen al hombre y acompaña al hombre en todas las edades. Y también en cuanto a esto, veremos la necesidad providencial de la Madre de Dios en la obra de nuestra salvación.
Recordemos el relato sencillo y conmovedor de la resurrección del hijo de la Sunamitis, aquella que hospedó al profeta Elíseo. El niño muere en el ragazo de su madre; ésta le pone en el lecho del varón de Dios y corre a buscar al profeta. Elíseo, conmovido por el dolor de la madre, la siguió, "entró en la habitación donde el niño yacía extendido sobre la cama, cerró la puerta tras de sí y levantó su voz hacia el Señor. Subióse a la cama y se acostó sobre el niño, y puso su boca sobre la boca del niño, sus ojos sobre los ojos, sus manos sobre las manos, y se encogió sobre él, y la carne del niño se calentó de nuevo. Y Elíseo se bajó de la cama y se paseaba de acá para allá por la casa, y subió otra vez para acostarse otra vez sobre el niño, y éste bostezó siete veces y abrió los ojos. Y el profeta llamó a Giezi y le mandó que llamase a la Sunamitis. Y la Sunamitis vino y el profeta le dijo: Toma tu hijo" (IV Reg., IV, 20. 36). El niño vivía.
He aquí una imagen fidelísima de lo que hizo el Salvador para llamar a la vida de la gracia a este gran enfermo que es la familia humana. Él también, descendiendo del cielo, se extendió sobre ella, órgano sobre órgano, miembro sobre miembro, porque todo estaba enfermo. Y para esto quiso tomar un alma como la nuestra, una carne como nuestra carne, una inteligencia y una voluntad como nuestra inteligencia y nuestra voluntad; en una palabra, quiso hacerse semejante en todo a nosotros, uno de nosotros, para que todo en nosotros pudiese ser sanado por medio de aquello mismo que Jesucristo había recibido de nosotros.
Los Santos Padres, en sus controversias con los herejes, recurrieron a menudo a este punto de doctrina. ¿Quién no conoce el célebre axioma de que se servían para rechazar cualquier ataque contra la integridad de la naturaleza humana en Jesucristo?: "Lo que no fué asumido por el Verbo, no fué sanado: Quod non est assumptum, non est sanatum." Este axioma se halla en las obras de San Atanasio, San Ambrosio, San Gregorio nazianceno, San Gregorio de Nisa, San Fulgencio y otros, principalmente con ocasión de las herejías de Arrio y de Apolinar acerca del alma de Cristo: "Si faltó en Cristo algo de lo que constituye al hombre perfecto, lo que faltó no fué rescatado" (S. Ambros., Epist. 48, n. 5. P. L. XVI, 1153).
"Si Adán cayó solamente a medias, yo concedo que el Verbo tomó solamente la mitad de nuestra naturaleza" (S. Gregor. Naz., Epist. I ad Cledon., P. G. XXXVII, 181, sq.). Porque "el Hijo de Dios no ayuda en el hombre sino a aquello de lo que se revistió por el hombre" (S. Fulgent., Ad Trasim., 1. I, 13, P. L. LXV: 237). Por tanto, fue necesario que el médico celestial de la humanidad imitase al profeta; mas ¿qué digo imitar al profeta? Debió incorporar a sí al enfermo a quien había venido a sanar, para con más perfección infundirle su vida.
"Es necesario considerar que la corrupción nacida del pecado original no era exterior al cuerpo, sino que lo había penetrado hasta la medula. Por consiguiente, era necesario que la vida penetrase hasta las profundidades del mismo cuerpo, a fin de combatir y vencer la corrupción en sus propios dominios. Verdad es que si la muerte hubiese quedado fuera de nuestro cuerpo, también bastara a la vida quedar fuera de nuestra carne. Pero como la muerte había invadido toda la carne, por lo que su imperio estaba más fuertemente arraigado, hubo necesidad de que la vida se estrechase no menos íntimamente a la carne para que el cuerpo, así victoriosamente ocupado por la vida, fuese totalmente libertado de la corrupción. (S. Athan.. Orot. de Incarn. Verbi. n. 44, P. G. XXV, 173-176.) Y en otro pasaje de la misma obra: "La corrupción de la muerte ya no ejerce imperio alguno sobre los hombres, porque el Verbo, con su único cuerpo, habita en medio de ellos. Suponed un emperador que entra en una ciudad y escoge para albergarse con su guardia uno de sus palacios. Sería un honor muy grande para esta ciudad; pero además sería una seguridad muy grande, porque ni los enemigos ni los bandidos osarían entregarse al pillaje en una ciudad tan bien protegida. Pues ved lo que debemos al gran moderador de todas las cosas. Por lo mismo que él hizo su entrada en los dominios de la tierra y escogió por morada un cuerpo entre los nuestros, el enemigo dejo de tendernos emboscadas, y la corrupción de la muerte, antes tan poderosa contra nosotros, se desvaneció como una sombra" (S. Athan., ibíd. n. 9, 112)
Y como quiera que la enfermedad no solamente afectaba a todas las facultades del hombre, sino que corrompía todas las edades de su vida, desde el primer instante de la vida humana hasta el postrero, también fué menester que el Salvador las recorriese sucesivamente para purificarlas y santificarlas, es decir, que convenía que, como nosotros, fuese concebido; que, como nosotros, naciese; que, como nosotros, creciese, y, finalmente, que, como nosotros, también muriese. Y, volviendo a la figura de Elíseo, el Reparador del género humano había de echarse sobre todas las edades: niño, sobre la niñez; adolescente, sobre la adolescencia; joven, sobre la juventud; hombre maduro, sobre la plenitud de la vida, y, al morir, sobre la muerte misma.
Nadie ha desarrollado este pensamiento con tanto vigor como San Ireneo, el gran doctor martirizado en la Galia, en los primeros años del siglo III. "Cristo —dice— vino para salvar a todos los hombres, es decir, a todos aquellos que por Él renacen para Dios: niños, jóvenes y viejos. Y por eso Él recorrió todas las edades..." (S. Iren., C. Haeres., 1. II, c. 22, n. 4, P. G. VII, 784, Cf. 1. III, c. 10, n. 6, ibid., 937). Y aun esta consideración lo lleva demasiado lejos, porque retarda más de los límites ordinarios la muerte de nuestro Salvador, con el fin de que en cierta manera fuese anciano entre los ancianos (El santo prolonga la vida de Nuestro Señor más allá de los cuarenta años (1. c, n 5-6) Quizá parezca que tal edad no es vejez. El mismo santo, para estar de acuerdo consigo mismo, fija en esa edad el principio de la vejez. A nada conduciría trasladar aquí las razones en que el santo apoya opinión tan singular. Pueden verse en el texto indicado. Dom Massuet, en los Prolegómenos a las obras de San Ireneo, demuestra claramente su poca solidez. Dissert, 3, a. 6. n. 72, P. G. VII, páginas 320-321.). Así, dice también el Santo Obispo, el Verbo de Dios hecho carne restauró en sí mismo la obra de sus manos divinas y reconcilió a todo el hombre y a todos los hombres con su Padre (S. Iren., C. Haeres., 1. III, c. 22, n. 1, cum parall. P. G., VII, 956).
Después de lo dicho, apenas es necesario mostrar el lugar que corresponde a la maternidad divina en esta economía de reparación. Tiene lugar tan indispensable, que suprimirla sería trastornar todo el plan de la universal curación de nuestra humanidad. En efecto, suprimida la maternidad divina, Jesucristo ya no tendría nacimiento humano, no sería de nuestra estirpe, de nuestra sangre; su vida no tendría ni infancia ni adolescencia, y, por tanto, no habría salvación para toda nuestra naturaleza ni para todos los que participan de esta naturaleza.

IV.— La Redención ofrece otro carácter, en el que aparece de nuevo la necesidad de una Madre de Dios. El enemigo de la naturaleza humana, al tiempo que locamente atacaba al honor de Dios, jactábase de tener bajo sus pies nuestra naturaleza seducida y vencida. De donde se deduce que era necesario, para que la reparación fuese completa, cambiar los papeles, de manera que, por un glorioso desquite, el vencido triunfase del vencedor. Este pensamiento brota de la pluma de los Santos Padres a cada momento: "Siendo Cristo Dios y hombre perfecto, se ha de afirmar de Él todo lo que corresponde a su Padre y a su Madre por razón de su naturaleza. En efecto, Él se hizo hombre para que lo que había sido vencido fuese a su vez vencedor. Cierto que Dios, como Omnipotente, pudiera, si quisiera, con su virtud todopoderosa arrancar al hombre de la dominación del tirano; pero éste hubiera podido en alguna manera quejarse de que Dios le despojase de su imperio a viva fuerza. Por esto el Creador, llevado de su misericordioso amor hacia los hombres, se hizo hombre, a fin de que el semejante fuese reparado por el semejante" (S. Joan Damasc. De Fide Orthod.. L. III, c. 18. P. G. XCIV, 1072.). Estas reflexiones son de San Juan Damasceno.
Mucho antes escribía San Ireneo: "El Señor, bondadosísimo y misericordiosísimo amigo del género humano, reunió a Dios y al hombre en unidad de persona. Porque si el hombre no hubiese vencido al enemigo del hombre, este enemigo no hubiera sido vencido justamente (Es decir, el hombre habría sido libertado sin rescate suficiente o sin haberlo pagado de lo suyo, o bien en el desagravio no habría intervenido los mismos combatientes y las mismas armas que en la ofensa). Por otra parte, si el mismo Dios no nos hubiese dado la salud, su posesión no sería ni firme ni cierta... Era necesario que Aquel que había de dar muerte en nosotros el pecado y salvar al hombre de la muerte a la que estaba condenado, viniese a ser lo que el mismo hombre era, esto es, hombre e hijo del hombre..., para que el pecado fuese muerto por el hombre y así el hombre escapase de la muerte" (S. Iren., C. Haeres., I-. III, c. 19, n. 6, P. G. VII, 937-938).
Citaremos aún a otro escritor de la Iglesia de Oriente, a Juan, metropolitano de los Euchaitas, que floreció hacia la mitad del siglo XI. Después de haber referido la historia de nuestra caída original, considerando el consejo eterno en que fue preparada la obra de la rehabilitación, exclama: "¡Oh, cuan sobre la naturaleza está el modo empleado para socorrernos y cómo nos debe llenar de santa admiración!... ¡Dios entra en lucha con nuestro adversario, pero combate después de haberse hecho uno de nosotros!... Sin duda, pudo Dios desde lo más alto de los cielos, con una simple mirada, sin peligro ni trabajo, aplastar al enemigo y arrancarle con mano victoriosa el culpable, ingrato y malvado, que retenía en cautiverio. Cosa fácil fuera esto; pero entonces, ¿no hubiera parecido el triunfo antes acto de violencia que obra de amor para con los hombres? Ved por qué nuestro Dios, con su misericordiosa bondad, prefiriendo, en cierta manera, mi gloria a su dignidad, se revistió de mi forma terrestre. Quiso ocultar su poderosa virtud debajo de las apariencias de mi debilidad, y, postrando por tierra Él mismo al fuerte armado, conceder a esta carne, cuya malicia había causado la derrota, una victoria inesperada. Maravillosa estratagema con que Dios convierte esta victoria en triunfo, más que de Él, de la carne humana. Tal es la razón por la que el Verbo se encarnó; tal es el gran misterio de Dios, que se anonada hasta el abismo para rescatarnos y salvarnos" (Joan. Euchait. metrop., In SS. Deiparae dormitione, n. 9, P. G. CXX, 1084-1085).
Y nadie piense que tantas y tan hermosas armonías hayan sido puestas de relieve sólo en las iglesias de Oriente. Las de Occidente nos ofrecen cien testimonios análogos. "En verdad — dice San Agustín—, tocaba tanto a la justicia como a la bondad del Creador, que fuese vencido el diablo por la misma criatura racional a quien se gloriaba él de haber vencido... Aun presupuesto que Dios, para ser mediador entre Dios y los hombres quisiese tomar la naturaleza humana, podía buscarla fuera de la descendencia de Adán prevaricador, cuya culpa había inficionado a su descendencia. ¿No creó Él al primer hombre sin antepasado alguno? Dios podía, si así le hubiese placido, producir otro hombre que triunfase del vencedor del primero; pero tuvo por mejor tomar de la raza vencida la naturaleza en la que Él mismo había de derribar al enemigo del género humano... Así el seductor sería derrotado por la misma raza que él criminalmente había vencido" (S. August., De Trinit., L. XIII, c. 18, n. 23, P. L. XXII, 1032-1033).
El Papa San León no podía olvidar, al hablar del Salvador, esta doctrina, universalmente conocida de los otros Padres (Eusebio, obispo que gobernó la Iglesia de Alejandría a fines del siglo VI, estudiando las causas de la Encarnación, pregúntase si Dios podría, sin tomar nuestra carne, derribar el imperio de Satán. Contesta exponiendo la doctrina de los demás Padres. Si lo hubiese hecho, "el demonio no hubiera dejado de sacar alguna gloria. Mirad, hubiese dicho: yo he vencido al hombre, y ahora Dios solo me ha vencido a mí. ¿Qué maravilla que yo haya sucumbido en el combate...? Por consiguiente, para ahogar esta jactancia en la garganta misma del miserable, y para que no se gloríase de haber sido vencido por Dios solo, Dios, haciéndose hombre, vino a ser el segundo Adán. Combatiendo en su carne, el hombre ha triunfado del diablo vencedor del hombre. Por tanto, oh diablo, tú, Satanás, no podrás ya decir que, después de haber vencido al hombro, sucumbiste, pero que fué s.lo a los golpes de Dios." (Euseb. Alex., Serm. de Encarn. Dom., P. G. LXXXVI, 329.) Las mismas reflexiones se leen en Leoncio de Bizancio a propósito de una forma de herejía que atribuía a Cristo un cuerpo incorruptible. "¿Cómo, pregunta, se hubieran guardado las leyes justas de un combate si la naturaleza de Cristo, luchando por nosotros contra el diablo, no hubiese sido de la misma condición que la del vencedor? Esto no sería vencer, sino aplastar por violencia, sin curarse de las heridas del combate. Pues bien, ley del combate es que el vencedor de hoy sea el vencido de ayer, de manera que la victoria de hoy sea reparación de la derrota de ayer". (Leont. Byzant., L.c. Nestor. et Eutych., P.G. LXXXVI, 1274). He aquí lo que dice en su primer sermón sobre la Natividad de Nuestro Señor: "El Hijo único de Dios, llegada la plenitud de los tiempos que había sido fijada en las alturas inescrutables de los consejos divinos, hizo suya la naturaleza del género humano para reconciliarla con su autor; la hizo suya, digo, para que el diablo, primer autor de la muerte, fuese derrotado por la naturaleza misma que él había derrotado. Y en esta lucha, sostenida en favor nuestro, se ha de admirar un triunfo grande y maravilloso de la justicia y del derecho: porque el Señor omnipotente combatió contra nuestro cruel enemigo, no en su majestad, sino en nuestra bajeza, haciendo frente a sus ataques con una naturaleza partícipe de nuestra mortalidad, pero exenta de todo pecado" (S. Leo., Serm. XXI, In Nativ. Dom., 1, I, c. I. P.L. LIV, 191. cf. Petav., De Incarn., lib. II, c. 16, n. 5).
¿Quién no ve en este proceder de la divina sabiduría una estratagema admirablemente a propósito para humillar el orgullo de Satanás y juntamente levantar la dignidad del hombre, tan miserablemente envilecida, dado que a nosotros corresponde no sólo el fruto de la victoria, sino la victoria misma? Satanás sigue siendo un enemigo terrible, mas no hemos de temblar delante de él,
porque su imperio ha perdido su poder por la fuerza de nuestro brazo. Mas, ¿quién no ve también que ni esta gloria ni este triunfo serían nuestros si la Virgen Madre no hubiese dado a luz al hombre Dios, mantenedor de nuestra causa y representante nato de nuestra raza, en el cual nosotros hemos roto las cadenas y sacudido el yugo hereditario que pesaba sobre los hijos de Adán? Y esto es lo que hace notar expresamente San Ireneo, que es, entre los Santos Padres, el que por ventura ha expuesto con más vigor estas elevadas armonías. No bastaba, dice, que el segundo Adán fuese un hombre formado, como el primero, del barro de la tierra. A este triunfador le era necesaria una madre, hija del antiguo Adán, el padre del género humano, a fin de que la victoria y la salvación fuesen salvación y victoria de la raza vencida (S. Iren., C. Haeres., L. III, c. 21, n. 9-10. P.G. VII, 954, sq.29).
Pues si la maternidad divina era necesaria para la rehabilitación de la familia humana, aun más lo era para la liberación y glorificación perfecta de la mujer. Esta es otra idea que la tradición pone muy de relieve; véase si no este pasaje de San Agustín, en el que habla de los beneficios otorgados por Dios a la mujer. "Pero, diréis, aunque Él no hubiese nacido de la Virgen María, ¿no hubiera llegado a los mismos fines? Quiso Él ser hombre, y lo fuera aunque no hubiese nacido de mujer. Cuando hizo el primer hombre, no lo hizo de mujer. Oíd la respuesta. Preguntáis por qué, queriendo revestirse de nuestra naturaleza, escogió una mujer, y yo respondo: ¿Y por qué no nacer de mujer?... Sabedlo. Si nació de mujer, fué porque con esto quería manifestarnos un misterio grande. Sí, hermanos míos, yo concedo que si Dios hubiera querido hacerse hombre sin nacer de mujer, nada hubiera sido tan fácil a su Majestad. Así como fue formado de una mujer sin el concurso del varón, así pudo entrar en el mundo sin el concurso de la mujer. Mas pretendía darnos a entender claramente que la criatura racional, pertenezca al sexo que perteneciere, no debe desesperar de su salvación... Suponed que al hacerse hombre no hubiese nacido de mujer; las mujeres al recordar el primer pecado, causado por la seducción que ejercieron sobre el nombre, desesperarían de sí mismas y de su redención por Cristo. Así, pues, Cristo vino y tomó para sí el sexo del varón, y para consolar a la mujer nació de una de ellas. Es como si hubiese dicho: "...Es verdad, soy hombre por mi nacimiento; pero este nacimiento lo he recibido de una mujer. Así que no condeno a la criatura que yo crié, sino el pecado que yo no cometí. Vean ambos sexos cómo los honro; confiesen ambos su iniquidad y ambos esperen la salvación. El veneno que ha dañado al hombre por una mujer fue derramado; pues derrame una mujer el remedio que lo cure, y, dando a luz a Cristo, repare la seducción criminalmente ejercida sobre el hombre..." Por tanto, nadie eche en cara calumniosa- mente a Cristo el haber nacido de mujer, ya que este sexo, lejos de manchar al Libertador, había de ser glorificado por el Creador" (
S. August., Serm. 51. c. 2, n. 3. P. L. XXXVIII, 334-335).
Del gran obispo de Hipona pasemos a San Bernardo: "Oh Adán, padre infortunado nuestro, y, sobre todo, tú, oh Eva, desgraciada madre nuestra, saltad de alegría; padres de todos los hombres, fuisteis sus verdugos, y, para colmo de miseria, antes verdugos que padres. Consolaos, repito, los dos en vuestra Hija y en tal Hija; tú principalmente, por quien el mal, al principio, tuvo entrada, y cuyo oprobio se extendió sobre todas las mujeres. Ved que ya viene el tiempo en que este oprobio será borrado y en que el hombre no podrá volverse contra la mujer para culparla, como lo hizo cuando, para excusarse imprudentemente, no se avergonzó de echar con crueldad la culpa sobre ella, diciendo: "La mujer que Tú me diste me ofreció del fruto prohibido, y comí" (
Gen., III, 12). Eva, corre a María; madre, corre a la Hija. Responda la Hija por la madre; líbrela de su vergüenza y satisfaga por ella ante su Padre. Porque si el hombre cayó por la mujer, no se levantará sino por la mujer... Por tanto, Adán, trueca ya tus injustas excusas en acciones de gracias, y di: "Señor, la mujer que me diste me ha presentado el fruto de la vida; he comido de él y ha sido para mi boca más dulce que la miel, porque con él me has vivificado" (S. Bern., Hom. 2 super Missus est, n. 3. P. L. CLXXXIII, C2. Cf. serm. de Aquaid., n. 6. ibid.. 441).
Tal fue el plan de Dios para la rehabilitación de la mujer a los ojos del hombre y a sus propios ojos: la escogió por Madre de Dios Salvador. Cierto que tenía en sus tesoros muchos otros medios para levantar la confianza de la mujer y lavar su oprobio; pero, ¿había otro que fuese a la vez más eficaz y más suave?
Y así el Occidente se une al Oriente para celebrar de consuno con él este admirable designio de Dios. Teodoto, obispo de Ancyra y uno de los Padres que en el Concilio de Efeso condenaron a Nestorio y glorificaron la divina maternidad de María, comenta así estas palabras del apóstol (
Theodot. Ancyr., Hom. in S. Deip. et in Nativ. Dom., n. 9. P. G. LXXVII, 1418.): "Cuando hubo llegado la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo hecho de mujer (Galat. IV, 4). — ¿Qué dices, Pablo? El profeta asegura que ha de nacer de una virgen, y ¿tú predicas que es fruto de una mujer? Sí, responde el Apóstol. Yo predico la común bendición y quiero que se extienda a todas las mujeres, y, por lo mismo, no dije: "Hecho de una virgen", para no restringir la bendición a la sola virginidad. Dije: "Hecho de mujer", para mostrar que esta gracia pertenece al sexo femenino todo entero; más aún: que de él ha de extenderse al hombre. De manera que de aquella misma mujer que fué causa de la prevaricación proviene también la bendición que vale al género humano el reino de los cielos".
La maternidad divina quita al hombre todo pretexto de recriminar a la mujer, de quien se valió el diablo para perderle con toda su descendencia, y, al mismo tiempo, devuelve a la seductora esperanzas de salvación; pero, además, tiene para la mujer otro provecho inapreciable. San Agustín, a quien poco ha citábamos, nos lo va a explicar en pocas palabras. Después de mostrar cómo Cristo, naciendo de mujer, es para todos, y sobre todo para ella, prenda segura de salvación, añade luego: "La gloria del hombre está en la carne de Cristo y el honor de la mujer en la Madre de Cristo. Así, la gracia de Cristo triunfa de la astucia de la antigua serpiente. Honor masculini sexus est in carne Christi; honor feminini est matre Christi. Vicit serpentis astutiam gratia Jesu Christi (
S. August. Serm. 190 in Natali Dom., 7, c. 2, n. 2. P. L. XXXVIII. 1008).
Es gloria incomparable para la familia humana contar a Dios entre sus miembros. ¿Y qué es la distinción, tan ambicionada, de tener en su parentela un personaje célebre, un conquistador, un genio, comparada con esta consanguinidad divina? Por esto no nos sorprende oír cómo la Iglesia, maravillada de tanto honor, canta en un sublime arrebato: "¡Oh feliz culpa, a la que debemos tan grande Redención!" Sin duda Cristo, por pertenecer a la familia humana, es el honor de los dos sexos. "Ya no hay, como dice San Pablo, ni judío, ni gentil, ni esclavo, ni libre, ni varón, ni mujer, sino que todos somos uno en Jesucristo" (
Galat., III, 28). Sin embargo, Jesucristo es un hombre, un varón, y en Él el hombre es Dios, Hijo eterno de Dios. Ved aquí, al parecer, una causa de inferioridad para la mujer. En la nueva economía de la gracia no aparece en el mismo grado la auxiliar semejante al hombre (Gent., II, 18) que Dios puso junto a Adán, después que lo formó con sus manos y lo vivificó con su soplo. Más no temáis; esta desproporción que vosotros suponéis, Dios sabrá suprimirla. Es cierto que la naturaleza humana fue elevada en el varón a alturas infinitas, porque llegó a ser naturaleza de Dios; pero también la persona humana subió en la mujer "hasta los confines de la divinidad" (Cajetan., In 2-2, q. 103, a. 4, ad. 2. Por error se atribuyen generalmente estas últimas expresiones al Doctor Angélico; son del comentarista de la Suma). Así se conserva el equilibrio primitivo.
Este mismo pensamiento se complacía San Agustín en expresar en mil formas: "Para honrar los dos sexos —decía— y para no dar lugar a la creencia de que el uno es de menos valor que el otro, Dios al tomar para sí el uno, quiso tomarlo del otro, virum svscepit, natus ex femina" (S. August., De Vera relig., c. 16. P. L. XXXIV, 135; coll. De Fide et Symb., c. 4, n. 9, XL, 186). Con razón, pues, el mismo Santo Padre dirige a los dos sexos este consejo y este apostrofe: "Vosotros, los hombres, no os menospreciéis a vosotros mismos: el Hijo de Dios se hizo hombre. Y vosotras, las mujeres, no os desestiméis a vosotras mismas: el Hijo de Dios nació de una mujer" (S. August., De Agone Christi, c. II. P. L. XL., 297, sp., col. L. LXXXIII quaest. q. II. Ibíd., 14). Para terminar, citaremos un postrer texto; es de San Máximo de Turín: "La mujer ha dado a luz a la salud del mundo, para que, la que había sido estimulante de la iniquidad, viniese a ser ministro de la justicia, y la que había abierto la puerta para que el pecado entrase en el mundo, fuese también quien franquease a la vida la entrada. Y como quiera que el Creador del género humano quería mostrar que amaba igualmente a los dos sexos y que igualmente deseaba salvarlos, nace hombre y procede de mujer, probando de esta manera que en orden a la salvación no distingue entre los dos sexos..." (S. Maxim. Taurir., hom. 15 De Nativit. Dom. P. L. LVII, 254).
Y aunque es verdad que el privilegio de la maternidad divina es propio de una sola mujer entre todas las mujeres, pero el honor redunda sobre todo el sexo. Lo hemos oído de labios de San Bernardo: "El tiempo se acerca en que el hombre no podrá recriminar a la mujer. ¿Qué digo yo recriminar? En vez de recriminarla, la bendecirá." En este sentimiento se inspiraba un poeta del siglo XIII, cuando con sentido profundamente cristiano decía: "Hase de tomar en cuenta a todas las mujeres el que mujer fué la madre de Dios" (Texto citado por A. Nicolás, La Vierge Marie vivant dans I'Eglise, L. IV, c. I, t. II, página 322 (tercera edición)). Y de este mismo sentimiento procede el hermoso rasgo que se cuenta del Beato Enrique Susón; Un día se encontró con una mujer en la calle más sucia de la población, e inmediatamente echó él por el barrizal, dejándola a ella la única parte seca por donde se podía pasar. La mujer, al advertir este acto de humildad, le dijo: "Pero, Padre, ¿qué hacéis? ¿Cómo, siendo sacerdote y religioso, me cedéis el camino a mí, que soy una pobre mujer, llenándome de confusión?" Fray Enrique le contestó: "Hermana mía, tengo por costumbre honrar y venerar a todas las mujeres, porque todas recuerdan a mi corazón la poderosa Reina de los Cielos, la Madre de mi Dios, a la que tan obligado estoy". La mujer levantó las manos y los ojos al cielo y dijo: "Suplico a tan poderosa Reina, a la que honráis y veneráis en todas las mujeres, que se digne, antes de vuestra muerte, favoreceros con alguna gracia singular" (Aug. Nicolás, ibíd.).
Si, después de lo dicho, aún preguntare alguien si verdaderamente ha conseguido Dios el fin que pretendía de rehabilitar a la mujer, le responderemos, "Leed lo que las historias cuentan de la mujer antigua y lo que los viajeros refieren del estado de degradación en que yace la mujer donde impera la ley de Mahoma y en todos los pueblos sumidos aún en el paganismo; después, venid a los pueblos cristianos y ved: Veni et vide".

V.— No eran los únicos fines de la Encarnación reparar el ultraje inferido a Dios por nuestros pecados, curar al linaje humano de sus llagas y arrancarle de la dominación del tirano de los cuerpos y de las almas. La Encarnación iba mucho más allá: se enderezaba a devolvernos la filiación adoptiva que perdimos con la rebeldía original, a deificar al hombre, a hacerlo heredero del Padre y coheredero con Jesucristo. Nada hay que con tanta frecuencia y tan magníficamente hayan enseñado los Santos Padres. "Si el Verbo se hizo hombre, si el Hijo Eterno de Dios vivo vino a ser hijo del hombre, fue para que el hombre, entrando en sociedad con el Verbo y recibiendo la adopción, viniese a ser hijo de Dios" (S. Iren., C. Haeres, L. III, c. 19, n. 1. P. G. VII, 939). "El Hijo de Dios, su Unigénito según la naturaleza, por una admirable condescendencia, se hizo hijo del hombre, para que nosotros, hijos del hombre por nuestra naturaleza, viniésemos a ser hijos de Dios por su gracia" (S. August., De Civit. Dei, L. XXI, c. 15. P. L. XLI, 729). Dios mismo fue quien, por el conducto de los Apóstoles, transmitió a los Santos Padres esta doctrina. "Dios, en la plenitud de los tiempos, envió a su Hijo, formado de mujer, hecho bajo Ley..., para que nosotros recibamos la adopción de los hijos" (Galat., IV, 4, 5. Cf. Joan., I, 11-13; Ephes., I, 3-6).
No insistiremos más en esta verdad que hemos tratado ampliamente en otra obra (La Grace et la Gloire, L. I, c. I, 1-4). Sí; este es el fin próximo inmediato, de la unión del Hijo Eterno con nuestra naturaleza: hacer del hombre un hijo adoptivo de Dios y un hermano del Primogénito Jesucristo.
Ahora bien, en nada brilla la alta conveniencia de la maternidad divina con tan refulgentes resplandores como en esta obra de la adopción. En efecto, presupuesto que Dios quería elevarnos hasta él, ¿no era conveniente que primero descendiese él hasta nosotros? ¿Y qué medio más apto y más divino para introducirnos en su familia que unirse él mismo con la nuestra? En fin, ¿cómo llamarnos más eficazmente a participar por adopción del honor de la filiación divina que dándonos a su Hijo, eterno objeto de sus complacencias paternales, por hermano mayor, hermano de nuestra carne y de nuestra sangre? Pues bien, para la ejecución de este plan, nada tan conveniente como una Madre de Dios, porque en ella y por ella el Hijo único de Dios es el primogénito de la descendencia humana.

J. B. Terrien S.J.
LA MADRE DE DIOS...

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