LA SITUACIÓN DE LA IGLESIA EN EL GRAN CISMA DE OCCIDENTE.
El cisma, según el Derecho Canónico y la Historia de la Iglesia, consiste en la separación de la Iglesia Católica de alguno o algunos de sus miembros, por el hecho de negar la "debida" obediencia al Romano Pontífice, cabeza visible de la Iglesia y romper, de esta suerte, el vínculo de unión de la misma, que es la sobredicha sujeción al Vicario de Cristo. Dos cosas presupone un verdadero cisma: la primera que el Romano Pontífice sea un verdadero y legítimo Papa, pues es evidente que a un Papa espurio, que no representa la persona y autoridad de Cristo, no se le puede deber la obediencia y sujeción. La segunda es que el mandato de ese Papa legítimo no sea contrario a la doctrina recibida, ni se oponga a la voluntad santísima de Dios, que nos consta ciertamente por otros caminos.
Con toda razón escribe en la Revista "SIEMPRE" mi buen amigo Don Nemesio García Naranjo y Elizondo: "El excomulgado Padre Sáenz no está conforme con su excomunión porque, así como arriba del Presidente de la República está la Constitución, debe entenderse que arriba del Papa está la doctrina eclesiástica promulgada per omnia saecula saeculorum. No hay que confundir al poderdante con el apoderado, y hay que distinguir entre Dios y su Vicario. Dios no es criticable; pero si puede serlo el Papa y, en cualquier caso, debe haber alguna manera de remediar el abuso o la omisión dañina del representante".
Y estas profundas observaciones de Don Nemesio están en perfecta armonía con las palabras de San Pablo: "Pero aun cuando nosotros mismos o un ángel del cielo os predicase un Evangelio distinto del que os hemos anunciado, que sea anatema". (Gálatas 1,8).
Como hace notar el Abbé J.P. Rayssignier, en su carta escrita en Roma el 30 de julio de 1970: "Cuando el Papa, el hombre que ocupa la Silla de Pedro, no toma en cuenta la doctrina invariable de la Iglesia, en sus dichos, acciones y omisiones, nosotros quedamos no sólo dispensados de la obediencia que se nos exige, sino que estamos obligados a no obedecer, según aquellas palabras de San Pedro: "Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres". (Act. Apos. V, 29).
Es evidente que no está el subdito obligado a obedecer, cuando las órdenes de los superiores, cualesquiera que ellos sean, rebasan los límites de su autoridad en sus mandatos; cuando los Superiores abusan de su poder, cuando están animados de una turbia voluntad de poderío. Porque, como enseña Santo Tomás de Aquino, "los subditos no están sujetos a los superiores en todas las cosas, sin límite alguno, sino en un dominio determinado, fuera del cual los superiores no pueden intervenir sin abuso y usurpación del poder". (11-11, q. 104).
¿Qué dirá de toda esta doctrina la ciencia portentosa del exgerente de la Editorial "JUS", el mínimo-teólogo y sumo sacerdote de la tribu de Leví? Aunque él proteste, debemos decir una vez más que no es doctrina católica que el Papa, por el hecho de ser Papa, o los obispos, por el hecho de ser obispos, son personalmente ni impecables, ni infalibles.
Volviendo a nuestro tema, debemos distinguir el "cisma" de la "herejía" —al menos de una manera formal— ; porque, uno y otra importan división en la Iglesia, pero no de la misma manera la dividen, porque, siendo una la Iglesia, no sólo por la unidad del régimen, sino principalmente por la unidad de la doctrina, el "cisma", en cuanto tal, sólo destruye formalmente la primera unidad, mientras que la herejía, por destruir la unidad de la fe, destruye también la unidad del régimen, ya que la autoridad de la Iglesia, su jurisdicción, es, ante todo, doctrinal. Toda herejía importa un cisma y los que la profesan se pueden con toda propiedad llamar cismáticos; pero no todo cisma (al menos antes de las definiciones del Vaticano I sobre las prerrogativas del Papa) importaba una herejía; y así, no por el hecho de ser uno cismático, era herético.
La manera de ser de la unidad de la Iglesia la explica con admira ble precisión León XIII, en su Encíclica "SATIS COGNITUM" del 29 de junio de 1886, en la que leemos: "Cum Ecclesiam Divinus Auctor fide et regimine et communione unam esse decrevisset, Petrum eiusque sucesores delegit, in quibus principium foret ac veluti centrum unitatis" (Como el Autor Divino de la Iglesia quiso que ésta fuese una por la unidad de la fe, del régimen y de la comunión escogió a Pedro y a sus sucesores, para que fuesen el principio y el centro de la unidad. Esto nos enseña San Irineo, San Cipriano, San Jerónimo y casi todos los Padres y Doctores de la Iglesia).
De lo dicho se sigue que será puro cisma, cuando la insubordinación a la cabeza visible de la Iglesia sea tan sólo en materia de disciplina y no de doctrina, y será mixto, cuando a la insubordinación se junte !a negación de algún dogma.
Si el cismático quedase en el estado de simple desobediencia contumaz contra el Romano Pontífice como tal, no sujetándose a él o no queriéndolo reconocer, cuando lo reconoce toda la Iglesia, sin negar el Primado, ni otro dogma de fe, en este caso, disputan los autores católicos, si por lo mismo queda ya fuera de la Iglesia. El P. Francisco Suárez, S.J. (t. IX de Fide, si, n.14) encontró muchos autores que lo negaban, y él mismo prefirió negarlo, pareciéndole que el tal, que conserva la fe y sigue siendo miembro de Cristo, lo será también de la Iglesia. La opinión de Suárez, con ser de un Doctor tan eximio, no es hoy día tan aceptada por los teólogos modernos. Sin embargo, es necesario tener presente que, cuando los autores hablan de cisma, como ya indiqué más arriba, hablan en la hipótesis de que la legitimidad del Papa es incuestionable y que no hay motivos gravísimos, como los que hoy parecen existir, para poner en duda no sólo la doctrina y las acciones del Pontífice, sino su misma legitimidad en el Papado. Bien puede ser que tengamos un Papa de iure, pero no de facto.
Una forma de cisma, varias veces repetida en la Iglesia, es la que nace de una doble o dudosa elección del Romano Pontífice. Entonces será cismático (objetivamente, aunque, tal vez, no subjetivamente) el individuo o la comunidad, que se adhiere al Papa ilegítimo; pero, mientras sean ambos Papas dudosos, disputan los auctores qué se deba hacer; y, en realidad, por pequeña que sea la duda, es muy difícil la situación para todo católico de recta conciencia, como sucedió en el gran cisma de Occidente.
En la práctica, como dice Benedicto XIV (Deservorum Dei beat. et eor. canonizatione), cada uno puede seguir al que tiene por legítimo. La prueba de esto es que la Iglesia Católica ha elevado al honor de los altares a insignes varones, que habían defendido con gran tesón a Papas que no eran legítimos. De aquí parece que podemos deducir que nuestro juicio individual, fundado en la doctrina de la fe y de la sólida teología, puede justificar nuestra actitud de aparente desobediencia o de inconformidad con los que tienen el poder, pero no usan de él, conforme a la doctrina del Señor. Cuando, como en los actuales tiempos, vemos que la tradición apostólica ha sido menospreciada, cuando no abiertamente negada; cuando circulan impunemente los más graves errores y herejías, sin que los obispos, ni el mismo Papa reaccionen, enérgica y definitivamente, contra esos atentados contra la unidad y estabilidad de nuestra fe; cuando estamos palpando los frutos amargos en la "autodemolición" de la Iglesia, en la claudicación de tantos sacerdotes, en la ruina de la vida religiosa, del estado de perfección; cuando en los seminarios se está corrompiendo la fe y la moral de los futuros sacerdotes... tenemos derecho, tenemos el deber de dudar de la legitimidad del Papa Montini, ya que es el principal responsable de este derrumbe.
Pero, veamos ya las lecciones que nos da el gran cisma del Occidente.
Fue Gregorio XI el último Papa que Francia ha dado a la Iglesia; este Pontífice, gracias a los ruegos, advertencias y amenazas de Santa Catalina de Sena, puso término a la permanencia de los Papas en Aviñón, a donde se habían refugiado, en su gigantesca lucha contra los Emperadores, buscando la protección de Francia. El 27 de marzo de 1378 moría en la Ciudad Eterna este Papa; pero su muerte vino a ocasionar el cisma más grande, que ha sufrido hasta ahora la Iglesia de Dios, en Occidente.
A su muerte, 16 cardenales, que se reunieron en cónclave, en medio de una agitada revolución popular, que, con gritos y amenazas, pedía un Papa, no tan sólo italiano, sinto también romano. Cuatro tan sólo eran los purpurados de origen italiano: los romanos Francisco Tebaldeschi y Jacobo Orsini, el milanés Simón de Brossano y el florentino Pedro Corsini. Frente a esta minoría italiana estaba la mayoría de 12 cardenales extranjeros o ultramontanos, de los cuales once eran franceses y uno español.
El cónclave empezó el 7 de abril; y, estando ya encerrados los cardenales, penetró en el palacio una inmensa muchedumbre, que, en tono amenazador, gritaba exigiendo un Papa romano o, cuando menos, italiano. En el desorden y los desmanes, la multitud se apoderó de gran parte de las provisiones de boca, preparadas para el cónclave, y causaron graves daños en el ajuar del palacio, durante las tres horas, que invadieron el recinto vedado, donde debía celebrarse la elección pontificia.
Pero, ya antes de que ésta se efectuase, estaba señalado por la mayoría el nombre de Bartolomé Prignano, napolitano, arzobispo de Bari. El cardenal de Luna escribe: "Luego se fue haciendo más recia la gritería del pueblo, excitado y verdaderamente poseído del demonio, que clamaba: ¡Queremos un romano! Y con estos clamores penetraron hombres armados, con las espadas desnudas, hasta la capilla. En estos momentos fue cuando la libertad y la vida misma de los cardenales se vieron en peligro; sólo que entonces, el Papa estaba ya elegido". Llenos de congoja, los purpurados no se atrevieron a comunicar a los furibundos Intrusos el nombre del elegido; y, para apaciguar a la irritada chusma, designaron como Papa al anciano cardenal Tebaldeschi. "Aun nosotros, escribe uno de los conclavistas, aclamamos al nombrado cardenal como realmente elegido; y, por más que se resistía, le pusimos en el trono, vestido con el manto pontificio; y allí le detuvo casi dos horas el pueblo que había penetrado, Los clamores de! anciano cardenal: 'El Papa no soy yo; es otro' no tuvieron por lo pronto atención; y los cardenales aprovecharon, para huir, la terrible confusión que reinaba en palacio. Algunos se dirigieron al castillo de Sant Angelo, otros a sus habitaciones; cuatro abandonaron Roma para buscar en los alrededores un seguro refugio; pero, en la misma tarde se esparció por la ciudad la noticia de la elección de Prignano".
Este admitió el nombramiento, y el 10 de abril fue entronizado por 12 de los cardenales, que pudieron reunirse, después de la dispersión, tomando el nombre de Urbano VI. Los mismos cardenales notificaron por cartas a los soberanos la elección. Nadie parecía dudar de la legitimidad de ésta, hasta que el carácter duro y violento del Papa se ganó en poco tiempo la antipatía de todos los cardenales, que lo habían elegido. Siempre será un misterio para la historia, la unanimidad con que todos los cardenales, que habían concurrido a la elección, afirmaron después, de una manera unánime, que ésta no había sido válida, pretextando el temor y los peligros, con que la furia popular los había dominado durante las elecciones. ¿Podemos admitir que la elección estaba ya hecha, antes de que el cónclave hubiera empezado, aunque los electores hubiesen manifestado un consentimiento unánime? ¿Podemos creer que hecha la elección, el miedo de los cardenales llegó a tal grado, que, ante el pueblo exigente, nombrasen después y entronizasen al anciano cardenal romano Francisco Tebaldeschi? ¿Podemos admitir que, por muchos que fuesen los defectos y violencias de Prignano, llegasen a afirmar los cardenales, por unanimidad, que su elección había sido nula, por falta de libertad en los electores?
El 20 de julio del mismo año —pocos meses después de la coronación de Urbano VI— los cardenales no italianos reunidos en Anaigni, invitaban a los otros a hacer una nueva elección. Se reunieron 13, y el 9 de agosto declararon nula la elección de Urbano VI. El gran cisma había empezado. El 20 de septiembre, reunidos los 16 cardenales en Fondi procedieron a una nueva elección. El elegido fue Roberto de Ginebra, quien tomo el nombre de Clemente VII, siendo coronado el 31 de octubre.
La división de la Iglesia fue espantosa. Inglaterra, Alemania e Italia estaban por Urbano, mientras que Francia, Castilla y Aragón, con una completa conformidad, dieron su obediencia a Clemente VII. Como era de suponerse, ambos Papas nombraron nuevos cardenales. Al morir Urbano VI, el 15 de octubre de 1389, reunidos en Roma 14 cardenales eligieron legítimamente Papa a Pietro Tomacelli, que se llamó Bonifacio IX; y, así mismo, a la muerte de Clemente VII, ocurrida el 16 de septiembre de 1394, fue elegido el español Pedro De Luna, que, persuadido de su legitimidad, al subir al trono pontificio, tomó el nombre de Benedicto XIII.
Hay dos cartas, escritas a los cardenales, que eligieron primero a Urbano VI y después de negarlo, eligieron a Clemente VII. La primera es de Santa Catalina de Sena a los cardenales italianos, olvidados de sus juramentos, y la segunda del canciller político Colurcio Salutato." ¡Ay de vosotros! —escribía Santa Catalina— ¡a dónde habéis venido a parar, por no haber obrado conforme a las prescripciones de vuestra dignidad! Estabais llamados a alimentaros a los pechos de la Iglesia; a esparcir fragancia como flores de su jardín; a sustentar como firmes columnas al Vicario de Cristo y su navecilla; a servir como antorchas para alumbrar al mundo y para dilatar la fe. ¡Vosotros sabéis bien si habéis cumplido aquello para que habíais sido llamados y a que estabais obligados! ¿En dónde está vuestro agradecimiento para con la Esposa que os ha nutrido? ¡Vosotros estáis persuadidos de la verdad, de que Urbano es el legítimo Papa, el Sumo Pontífice, constituido por una elección legal y, más bien, por divina inspiración, que por vuestra operación humana! Así nos lo anunciasteis, conforme es verdad, pero ahora habéis vuelto la espalda como cobardes y miserables caballeros, que teméis de vuestra propia sombra. ¿Cuál es la causa? El veneno del amor propio, que corrompe al mundo; y vosotros, que erais ángeles en la tierra, os habéis entregado a las obras diabólicas, y además queréis arrastrarnos a nosotros al daño que sobre vosotros obra, conduciéndonos a la obediencia del anticristo. ¡Oh, desdichados, que nos anunciasteis la verdad, y queréis ahora brindarnos con la mentira! Queréis hacernos creer que elegisteis Papa a Urbano por miedo; pero quien tal dice miente. —Podréis decirnos: ¿Por qué no nos creéis, dado que nosotros los electores conocemos la verdad mejor que vosotros? Mas, yo os respondo, que vosotros mismos me habéis mostrado de qué manera os apartáis de la verdad. Si considero vuestra vida, echo de menos en vuestra conducta la virtud y la santidad, que podría, por respeto de vuestra conciencia, apartaros de la mentira. ¿Qué es lo que me prueba la legítima elección del Señor Bartolomé, arzobispo de Bari, que hoy es verdaderamente el Papa Urbano VI? La prueba nos la dan la solemne coronación, el homenaje que le prestasteis, las gracias que solicitasteis de él y en parte recibisteis. Y vosotros sólo podéis oponer mentiras a esta verdad. lOh, insensatos y dignos de mil muertes! , en vuestra ceguedad no conoceis vuestra propia afrenta. Si fuera verdad lo que decís, así como es mentira, ¿no nos hubierais engañado cuando nos disteis a Urbano VI Como Papa legítimo? , ¿no seríais ahora reos de simonía, habiendo solicitado gracias y usado de las que obtuvisteis de aquél, a quien ahora llaméis Papa ilegítimo? ".
Esta carta escrita por una humilde mujer, por una santa, parece que mutatis mutandis, (cambiando nombres y circunstancias), bien podríamos dirigirla a nuestros actuales jerarcas; a tantos cardenales, dominados por un amor propio desmedido, que anteponen su bienestar, su intereses, su "carrera", a los altísimos intereses de la gloria de Dios y de la salvación de las almas. Están viendo el desastre impresionante, satánico de la Iglesia, y, con su silencio, con su aceptación a las consigna!, con su deseo de hacer méritos, de conservar sus puestos, sus prebendas, sus honores, hacen más de lo que les piden las consignas, aunque para hacerlo, tengan que sacrificar la verdad, la justicia, la caridad y la misma fe. "Vosotros, que erais ángeles en la tierra, os habéis entregado a las obras diabólicas". "Y además queréis arrastrarnos a nosotros a la obediencia del Anticristo. ¡Oh desdichados, que nos anunciasteis la verdad, en otros tiempos, y ahora predicáis la mentira! En otros tiempos, cumpliendo con vuestra profesión de fe tridentina y con vuestro juramento antimodernista, anatematizabais en vuestros seminarios, en vuestras cartas pastorales, en vuestros pulpitos, los mismos errores que ahora pregonáis como el "aggiornamento" de la Iglesia al mundo corrompido en el que encontráis el "progreso" y la prosperidad de los pueblos. Estabais llamados a ser la luz del mundo y la sal de la tierra. Vuestra excelsa misión era la de preservar incólume la doctrina evangélica, el Sagrado Depósito de nuestra fe católica; y, en vez de esto, habéis autorizado con vuestra autoridad la difusión de los errores modernistas, compendio monstruoso de todas las herejías. Habéis concedido graciosamente vuestro "imprimatur" a los libros que no sólo atacan los dogmas más sagrados, sino la existencia misma de un Dios trascendente, Creador de todo cuanto existe; habéis justificado los errores infames de Teilhard de Chardin con el nombre y el peso del General de los Jesuitas, que parece haberse convertido en el puente entre la verdad y el error, entre la luz y las tinieblas; y, en cambio, fulmináis las penas supremas de la Iglesia jurisdiccional, contra la que levantasteis vuestra voz en el Vaticano II, para acallar las voces de los que nos obstinamos en defender inmutables esos dogmas sagrados, que expresan la Verdad Revelada. Vuestro deber primario, después de conservar la fe, era la de preservar a las ovejas, que Dios os había confiado, de esa inmoralidad, que se propaga en los mismos colegios católicos, destruyendo y corrompiendo nuestra niñez y nuestra juventud, prostituyendo la santidad de la familia cristiana y justificando las más absurdas aberraciones contra la ley inmutable y universal de la moral cristiana, que es reflejo de la ley eterna del mismo Dios. Os habéis olvidado de que Cristo vino a este mundo, murió por nosotros e instituyó su Iglesia para la salvación y santificación de las almas; no para convertir este mundo en la utopía de un paraíso. Habéis consagrado vuestro poder y todas vuestras actividades en una empresa del todo ajena a vuestro divino ministerio. Veis por todas partes la profanación del Santuario; habéis aceptado el "Novus Ordo Missae", confeccionado por Bugnini y siete ministros protestantes. En vez del altar, nos pusisteis la "mesa anglicana"; en lugar del Santo Sacrificio, real y verdadero, como nos enseña Trento, nos habéis impuesto la "asamblea", con sus innumerables variaciones, que llegan a veces a sacrilegas e intolerables burlas de los misterios más sagrados. Vuestras "homilías" son peroratas, que ridiculamente emulan los discursos demagógicos de los incitadores a la revolución y la violencia. ¡Vosotros sabéis muy bien que, a pesar de vuestras múltiples reuniones, conferencias y viajes, a pesar de los sínodos periódicos, de vuestra mal entendida "colegialídad", la Iglesia se encuentra en una crisis tan terrible que nos dais la impresión de estar empeñados en eliminar en los pueblos la misma religión.
Vuestros seminarios están vacíos; disminuyen pavorosamente las vocaciones sacerdotales y para la vida religiosa. Y, cuando vemos lo que, en esos seminarios, se enseña y se permite a los poquísimos alumnos, preferiríamos verlos cerrados o convertidos en escuelas de artesanías. Aumentan de día en día las deserciones de los ministros del altar, de vuestros sacerdotes, que, al darse cuenta de vuestra traición a la doctrina evangélica, a la tradición apostólica, a la Iglesia de dos mil años, han preferido buscar en el tálamo la fecundidad material, ya que vieron perdida su fecundidad espiritual.
¡El Papa dispensa! ¡El Papa da el permiso! ¡La Congregación de la Doctrina de la Fe ha autorizado ya a los obispos y a las Conferencias Episcopales el facilitar y abreviar los expedientes para reducir los clérigos insatisfechos al estado laical, con las necesarias dispensas, para que esos sacerdotes puedan casarse; y no se dan cuenta que todas esas facilidades son una complicidad con el pecado, un aliciente a la tentación del pobre sacerdote, que nunca debería olvidar que su carácter sacerdotal es indeleble!
No menos dura es la carta de Coluccio Salutato: "¿Quién no ve -escribe a los cardenales— que vosotros no buscabais un verdadero papa, sino tan sólo un francés..." "Fue malo el que por miedo hayáis elegido al Sumo Pontífice; peor el haber confirmado lo que hicisteis; paro pésimo el que después de todo le hayáis prestado la debida reverencia, confirmando así vuestra elección pasada. Fue torpe el presentarlo a los fieles al que no era verdadero Pontífice, como Vicario de Cristo; anunciarlo con cartas, mayor torpeza; pero torpeza suma, ocultar por tanto tiempo la verdad. Fue peligroso hacer sentar en la Sede a aquél que no había entrado por la puerta; más peligroso tolerar por tanto tiempo al intruso, pero el sumo peligro está en oponer ahora un Pontíce otro Pontífice".
También estas palabras de Salutato, mutatis mutandis, (cambiando las circunstancias de asuntos, tiempos, lugares y personas) podrían dirigirse a nuestros jerarcas, que tomaron parte en el Vaticano II y que han seguido aceptando después los cambios continuos de la Iglesia, olvidados de que una cosa es el progreso, in aedificationem Corporis Christi y otra cosa muy distinta el pretender hacer la religión como algo evolutivo, inestable y variable. Si se combina con la idea de la evolución universal se puede llegar a sistemas, más o menos coherentes, tales como el monista materialista de Haeckel o el teológico-lírico de Teilhard de Chardin; pero la doctrina de Cristo, la Verdad Revelada, perdida su estabilidad inconmovible, pasaría a ser una mera elucubración de la mente humana, que huye de Dios y de la verdad.
Fue malo el aceptar, ya desde los comienzos del Concilio, la idea de un Concilio, cuyos resultados se preveían y con temor se esperaban; fue peor el haber rechazado el esquema, debidamente preparado por los teólogos del Santo Oficio; pero fue pésimo el dejar en manos de los llamados "expertos" la dirección equívoca, que desde el principio asumió el Concilio Pastoral. Fue torpe el querer abarcar en tan poco tiempo los ingentes proyectos propuestos por los "expertos"; fue mayor torpeza el asumir, desde los principios, esa actitud de "ecumenismo", de transacción, de componendas; pero, suma torpeza fue el atreverse a tocar lo que era ya intangible, lo que la voz infalible del Magisterio había ya antes definido. Fue peligroso el invitar a los "observadores" de otras religiones, que ciertamente no mostraban estar convencidos de sus errores y herejías; más peligroso colocar a la Iglesia Católica al nivel de las otras sectas que se dicen cristianas; pero el sumo peligro estuvo y está en querer rectificar ahora las condenaciones definitivas de Concilios anteriores, para facilitar así, no la verdadera unión, sino un sincretismo religioso, que necesariamente acabará con destruir todas las creencias.
La esencia de la mentalidad postconciliar —como nos dice el Dr. Julio Garrido— "es la introducción de la noción de cambio, de movimiento y, por lo tanto, de inestabilidad en todos y cada uno de los capítulos de la teología y en todos y cada uno de los aspectos de la vida religiosa". Subrayamos todos y cada uno, porque la teología católica y la vida religiosa están tan bien trabadas y constituyen un edificio tan sólido y coherente, que, así como la alteración de sus partes fundamentales tiene repercusiones desastrosas sobre el conjunto del edificio, también el dajar incólume uno solo de sus elementos básicos permite reconstruir lógicamente el edificio tradicional. Y esto lo saben muy bien los "neo-teólogos" y, por esto todas y cada una de las partes del edificio han sido objeto de sus ataques. Si todas y cada una de las partes del edificio son atacadas, no nos encontramos ante un nuevo edificio, más bonito o más feo, más o menos cierto, sino ante un edificio en descomposición, en el que cada una de sus partes está derrumbándose, y resulta un agnosticismo integral religioso, que guarda cierto recuerdo de su estructura anterior, pero en el que ninguna de sus partes tiene consistencia segura, ya que está sujeta a muy variadas interpretaciones, a gusto de cada uno de los que todavía, por costumbre, se continúan llamando "teólogos".
"El agnosticismo religioso integral —prosigue el Doctor Garrido—, se encuentra en el polo opuesto de la religión católica. No trata de discutir una u otra verdad, o de poner en duda algún dogma determinado, lo que es propio de las herejías (que han sido a veces beneficiosas, pues han permitido precisar el pensamiento ortodoxo). No se trata tampoco de estructurar una nueva religión definida, sino de la negación, disimulada o descarada, de toda verdad religiosa invariable.
"Sea cual fuere la autoridad que nos propusiese tales tesis emparentadas con este agnosticismo religioso integral, sean cuales fuesen las razones aducidas en pro de esta nueva visión, distinta de la tradicional, no podemos menos de decir: ésta no es la religión de la Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica; esto es algo diferente y si la Iglesia se equivocó durante veinte siglos, ¿con qué autoridad nos propondrían ahora un grupo de inconscientes neoteólogos (o de miembros de la Jerarquía doctrinalmente corrompidos) unos cambios y unas variaciones, que atentan contra el edificio estable y definitivo de la doctrina católica?
Hasta aquí el Doctor Julio Garrido, que en su profundo raciocinio nos confirma en la aplicación de la carta de Salutato a los cardenales que iniciaron el cisma de Occidente, que tan grandes daños trajo para la Iglesia. Volvamos a ese cisma. La división de la Iglesia era espantosa. El rey Carlo II de Francia inclinó todo el peso de su poderío en favor de Clemente VII, convencido, a lo que parece, de su legitimidad. Inglaterra, Alemania e Italia, aunque con división y dudas de los ánimos, estaban por Urbano, mientras Francia, Castilla y Aragón, con más compacta conformidad, prestaban su obediencia a Clemente. Al morir Urbano VI, al 15 de octubre de 1389, reunidos en Roma 14 cardenales eligieron legítimamente Papa a Pietro Tomacelli, que se llamó Bonifacio V, así mismo, a la muerte de Clemente VII, ocurrida el 16 de septiembre de 1394, antes que pudiese intervenir Francia para impedir una nueva elección, era elegido, tras juramento de procurar la unión por medio de la renuncia, el español Pedro de Luna, que, al subir al trono pontificio, persuadido de su legitimidad, tomó el nombre de Benedicto XIII.
Benedicto XIII no creía que la renuncia fuese el camino apropiado para terminar el cisma; antes confiaba que en una entrevista convencería a su adversario, a quien llamaba "el intruso". Francia quería, ante todo, la renuncia, y, tras una embajada de los duques de Berry, de Bourgogne y de Orleáns, que con este objeto envió a Aviñón, le quitó la obediencia, en lo que le imitó Castilla, quedando Benedicto XIII, en realidad, preso de los franceses. Bonifacio IX, tan persuadido... en Roma de su derecho, como Benedicto del suyo en Aviñón, no toleleraba la sola idea de renuncia o de concilio.
Con esta actitud de los dos contrincantes al papado, Francia, por decreto del 28 y 30 de mayo de 1403, se vio obligada a devolver su obediencia a Benedicto XIII. Bonifacio IX murió el 1 de octubre de 1404. Su sucesor Inocencio VII reinó sólo cuatro años, y siguióle Gregorio XII, con el mismo compromiso de renunciar, que tenía Benedicto XIII, si así convenía para la paz de la Iglesia.
Desde un principio se había pensado en Francia y en España en un concilio que dirimiese la cuestión. Deseábalo, sobre todo, la Universidad da París, cuyos miembros, en especial el canciller Pedro d'Ailly y tu discípulo Gerson, aunque veían la dificultad que ningún Papa quería convocarlo, pretendían salvarla con la opinión errónea de que el poder del concilio estaba por encima del poder del Papa. Se convocó, pues, un concilio, apoyado por Francia; luego que hubo cardenales de una y otra parte, separados de sus respectivos Papas, nada más fácil que acudir a este medio. En 1409 se reunieron en Pisa, llegándose a juntar allí 24 cardenales, muchos obispos y, sobre todo, muchos doctores. Después de lamentables discursos sobre los crímenes de, los dos papas, se creyeron facultados para deponer a entrambos, los cuales, al mismo tiempo, protestaban y reunían otros sínodos en Aquileya y en Perpiñán. Pero, aunque fuera de Francia, las otras naciones, como tales, no se habían adherido al conciliábulo de Pisa, fue la desdichada idea de elegir un nuevo papa, Pedro Filardo, cardenal arzobispo de Milán que tomó el nombre de Alejandro V, lo que complicó todavía más la situación.
Juan XXIII, que sucedió a Alejandro V, en Roma, convocó un concilio general en Constanza. Se comenzó dando a Juan XXIII los honores del papado, pero, desde que se sentaron a principios de 1415 los embajadores de Clemente XII, ya casi abandonado de todos, se pensó en hacerlo renunciar. Sus mismos cardenales Guillermo de Fulastre y d'Ailly se lo propusieron con la evidente razón de que era imposible que los partidarios de los otros dos se conformasen en abandonarlos sin este sacrificio. La admisión de los doctores a votar, a propuesta de los mismos cardenales, desconcertó los planes de Juan XXIII, que fue depuesto; con igual derecho con que fue elegido su predecesor en Pisa. Mientras tanto Gregorio XII había renunciado; pero, Pedro de Luna, a pesar de ir en Persona Segismundo, rey de Romanos y el Rey de Aragón a suplicarle que renunciase, conforme a sus compromisos, no quiso ceder nada de la dudosa autoridad de que estaba revestido. Pero, abandonado de casi todos, el concilio procedió a una solemne deposición del mismo el 26 de julio de 1417. Para la nueva elección se convino, tras inacabables disputas, en que a los cardenales se les unieran seis delegados de cada nación o grupo, alemanes, españoles, franceses, ingleses e italianos, debiendo juntar el elegido las dos terceras partes de los cardenales y de los electores de cada nación. El 8 de noviembre de 1417 entraron en cónciave 23 cardenales y los otros 30 electores, y en la tarde fue elegido el cardenal Otón Colonna, el cual se llamó Martín V. El cisma había terminado.
Vemos, pues, que esa espantosa crisis de la Iglesia, en la que desfilaron varios papas, y en la que hubo momentos en que tres distintos elegidos reclamasen la sucesión legítima de Pedro, duró del 9 de agosto de 1378 hasta el 8 de noviembre de 1417. Es evidente que durante el cisma la sucesión de Pedro, que legítimamente había recibido en su elección Urbano VI, residió únicamente en los Papas legítimos, sus sucesores, pero la situación era tan caótica, que grandes santos y varones esclarecidos por su ciencia sostuvieron proposiciones que se alejaban de la doctrina revelada en la tradición.
"En el último tercio del siglo XIV, precisamente en la desdichada época del cisma -escribe el historiador Ludovico Pastor- alcanzó esta agitación su período álgido en Alemania; y no sólo en el sur de ella y en las comarcas del Rhin, que habían sido los dos principales focos de la agitación herética de la Edad Media, había caído una gran parte de la población en los errores de los Valdenses, sino también habían penetrado éstos en el norte y hasta el más remoto oriente del imperio... El movimiento revolucionario contra la Iglesia y el clero, en muchos conceptos profundamente relajado, que había invadido las masas populares en diferentes provincias de Alemania, ha sido todavía muy poco investigado; el hecho es que se dejaban oir voces claras concitando a una pública apostasía de la Iglesia, y a una revolución social estrechamente combinada con ella. Una crónica de Maguncia refiere, en 1401, que, lo que andaba hacía ya tiempo en las bocas de todos, había llegado a ser entonces la general consigna: "Que había que zurrar a la clerigalla".
"A qué extravíos condujera la oposición herética, lo muestra la secta panteística del espíritu libre, que ahora apareció de nuevo en diferentes sitios de Alemania. De las actuaciones contra un adepto de aquella secta, verificadas en Eichstatt, en el año 1381... aparece claramente el terrible peligro que por este lado amenazaba a todo orden, así eclesiástico como social; pues aquel hereje afirmaba que por una ardiente devoción y penetración dentro de la divinidad, había alcanzado hacerse uno con Dios, enteramente perfecto e incapaz de pecar. Y de esta imaginaria perfección sacaba el acusado consecuencias, que son muy a propósito para justificar ciertas acusaciones de los escritores medioevales contra los sectarios de entonces, algunas de las cuales se habían tenido hasta ahora por injustas e increíbles. Conforme a la opinión de dicho acusado, no sólo los mandamientos de la Iglesia, sino también las leyes de la moral común, dejan de ser obligatorias para los agraciados con el espíritu de libertad y perfección. Aun los más grandes delitos contra el sexto mandamiento no son para él pecado alguno, mientras sigan sólo el instinto de la naturaleza; y hasta tal punto se cree con derecho de poder hacer 'lo que le dé la gana' que declara que le es permitido matar a quienquiera que se le oponga, aun cuando fueran mil personas.
"De mucha mayor importancia que los demás movimientos heréticos del mismo género, violentamente reprimidos por la Inquisición, fue el sistema de Juan de Wiclef, muerto en Inglaterra en 1384. Todos los errores que habían aparecido entre los apocalípticos, los Valdenses, Marsilio y otros, se juntaron en la secta por él fundada, la cual sirvió de punto de transición de la antigua herejía a la nueva dirección herética universal del protestantismo. Su doctrina fundamental era un exagerado realismo panteísta y un predestinacionismo, que amenazaba toda la moral. Todo es Dios. Todo lo enseñorea una necesidad incondicional, aun las acciones divinas. Hasta lo malo sucede por necesidad, y Dios fuerza a cada una de las criaturas agentes a todos y cada uno de sus actos; así son unos predestinados para la gloria y otros para su condenación; y la oración de estos precitos no tiene valor ninguno, mientras que a los predestinados ningún daño les hacen los pecados, a los cuales Dios los induce con necesidad. Sobre dicha teoría de la predestinación, edifica Wiclef su Iglesia; la cual es, para él, la comunidad de los elegidos. Con esto queda, en principio, suprimida la Iglesia como sociedad, y se convierte en una comunidad puramente interior de los espíritus, sin que nadie pueda saber quién pertenece a ella o no. Sólo es cierto para la fe, que en todo tiempo existe la Iglesia en la tierra, en algún lugar, aunque, por ventura, sólo en unos pocos pobres legos, que moran esparcidos en diversos lugares. El Papa, a quien Wiclef había reconocido, al principio aunque condicionalmente, no le parecía, más adelante, Vicario de Cristo, sino el anticristo; y la veneración que al Papa se tributa —dice— es, por consiguiente, una tanto más aborrecible y blasfema idolatría, cuando por ella se atribuye honores divinos a un miembro de Lucifer, y a un ídolo mucho más abominable que un tarugo pintado, por cuanto encierra en sí tan grande maldad. La iglesia —enseña más adelante Wiclef— no puede tener ningunos bienes temporales y ha de restituirse a la simplicidad de los tiempos apostólicos; hay que arrebatarle toda posesión y señorío. La Biblia es la única fuente de fe; en ninguna manera la tradición. Ningún superior seglar o eclesiástico, tiene autoridad, si permanece endurecido en estado de culpa mortal. Adelante siempre en sus errores, rechazó Wiclef las indulgencias, la confesión, la extremaunción, la confirmación, el orden sacerdotal, y aun llegó a atacar el punto central de todo el culto católico: La Divina Eucaristía".
"Estas doctirnas, que encerraban en sí una revolución, no sólo de las relaciones eclesiásticas, sino también de las políticas y sociales, alcanzaron rápida difusión en Inglaterra; numerosos discípulos, 'Sacerdotes Pobres' que enviaba Wiclef, en oposición a la 'Iglesia rica y entregada al diablo' esparcieron sus errores por todo el país y, en un tiempo relativamente corto, provocaron tal agitación contra los bienes temporales de la Iglesia, contra el Papa y los obispos, que hizo temer los mayores excesos".
Su sucesor fue Juan Hus. Lo mismo que los errores de Wiclef, las doctrinas del maestro de Praga "debían necesariamente conducir a una revolución cuyo fin no podía verse de antemano..." "Sólo los creyentes; esto es, los partidarios de Hus, tenían derecho a poseer en propiedad, y aun esto, sólo por el tiempo en que sus convicciones estuvieran conformes con las que dominaban en el país. No se necesitan muchas explicaciones para entender que tales teorías significaban la supresión de todo derecho de propiedad, y para comprender cuan espantosas consecuencias debía producir la sola tentativa de aplicar estos principios (aparentemente derivados de las doctrinas de la religión cristiana) como criterio, en la constitución de un nuevo orden social. La posterior guerra de los husitas recibió, en gran parte, su carácter extraordinariamente sangriento, precisamente del intento de realizar semejantes teorías. Si, por una parte, declaraba Hus la guerra al orden social, por otra parte, ponía en duda toda autoridad pública, por cuanto defendía la máxima wiclefista que ningún hombre que persevere endurecido en pecados mortales puede ser señor temporal, obispo o señor, "porque entonces su señorío temporal o eclesiástico, su cargo o dignididad, no reciben la aprobación de Dios."
¿No hay acaso una semejanza, un cierto paralelismo entre las doctrinas, que hoy circulan, con la de Wiclef y las de Hus? ¿No se asemeja el panteísmo de estos dos herejes con el panteísmo de Teilhar de Chardin? ¿No se anticipó Wiclef a la "Iglesia de los Pobres" de los tiempos modernos? ¿No se adelantó al protestantismo y al modernismo liberal de nuestra época, al rechazar la tradición como fuente de revelación? ¿No fue uno de los postulados de la reforma del Vaticano II el volver a la simplicidad de los tiempos apostólicos como lo predicaba Wiclef? ¿No estamos viendo ahora, como en esos antiguos tiempos de herejía, el menosprecio de las indulgencias, la eliminación de la confesión sacramental, la solapada negociación del Orden Sacerdotal y la negación práctica de los misterios eucarísticos?
Y, como entonces, estas doctrinas anticatólicas, disolventes, heréticas encierran en sí no sólo una verdadera revolución religiosa dentro de la Iglesia, sino también, eliminados los frenos de la conciencia, de la ley santa de Dios y destruida la base de toda autoridad, esa revolución ideológica y religiosa tiende a convertirse en una revolución de orden político y social, que necesariamente habrá de producir un derramamiento de sangre entre los oponentes. Las guerras religiosas son siempre las guerras más sangrientas y prolongadas. Por eso la guerra de los husitas, en la que estaban involucradas la propiedad y los derechos fundamentales del hombre, fue tan cruel, tan violenta y tan extraordinariamente sangrienta. Y, con el derecho de propiedad, cayó el principio de autoridad, que no subsiste, cuando el hombre pretende suplantar con sus criterios absurdos y egoístas la base de toda autoridad, de toda ley, que sólo existe en el reconocimiento sincero y profundo de nuestra dependencia total y absoluta del mismo Dios, nuestro Creador, nuestro Señor y Dueño.
En verdad que, al leer esa crisis tenebrosa del gran cisma de Occidente, y al comparar la situación actual que en la Iglesia vemos, encontramos, sin duda, muchos puntos parecidos, idénticos; pero, la diferencia enorme está en que entonces las autoridades eclesiásticas, por indignas y pecadoras que fuesen, combatieron enérgicamente esas herejías; jamás hicieron pactos con la iniquidad. Mientras que ahora, — ¡dolor causa decirlo! — el mal está dentro; la infiltración es manifiesta y la tolerancia con los errores y herejías es considerada como un progreso en las ciencias sagradas.
Por más que queramos disimular esta verdad amarga; por mucho que tratemos de encubrir la situación, que hoy destruye la Iglesia, tenemos que llegar a las alturas; tenemos que reconocer que si anda mal el clero, si los seminarios se han convertido en focos de irreligiosidad y corrupción, se debe no tan sólo a los superiores de esos planteles, sino al descuido, a la condescendencia, a la manifiesta tolerancia de los Obispos, ya que uno de sus más sagrados deberes pastorales está en preparar, con la mayor prudencia, vigilancia y solidez posible a los futuros sacerdotes, que han de ser sus colaboradores jerárquicos, en su misión sublime de la gloria de Dios y la salvación de las almas. Y este descuido, este silencio, esta condescendencia, esta tolerancia, con que los prelados ven un punto tan importante y trascendente; esta pasividad ante los errores que se predican y se enseñan; este silencio inexplicable de no hablar cuando deben hacerlo; ese impedir la defensa de la verdad; ese empeñarse en creer que su dignididad de obispos los hace "casi" infalibles e impecables, aunque sus injusticias, sus debilidades, sus secretas miserias les deberían provocar grandísimos remordimientos de conciencia, pensando en la cuenta que tienen que dar a Dios, según aquellas terribles palabras de la Escritura: "Pues los que ejercen potestad sobre otros serán juzgados con extremo rigor. Porque con los pequeños se usará de compasión; mas los grandes sufrirán grandes tormentos. Que no exceptuará Dios persona alguna, ni respetará la grandeza de nadie... si bien a los más grandes amenaza mayor suplicio" (Sap. VI, 6-8); toda esa autosuficiencia con que, por ser obispos, se sienten incapaces de equivocarse, de caer en falta alguna contra la justicia y contra la caridad, contra la ley de Dios y la misma ley de los hombres, debería ser la preocupación constante de un gobierno eclesiástico que teme al Señor.
He aquí la gran responsabilidad del Papa Montini, suponiendo su gran talento, su habilidad política, su buena y sincera voluntad, al no reprimir el mal cuando puede y debe hacerlo, cuando sabe muy bien y tiene de ello plena conciencia que cuando Dios elige a un hombre para ser Papa, para ser el fundamento de la Iglesia, el sucesor de Pedro, el Vicario de Cristo en la tierra, él debe, con sumo cuidado, con completa dedicación, dedicarse totalmente al cumplimiento de sus altísimos deberes, de cuyo cumplimiento depende, en lo humano, la gloria de Dios y la salvación de las almas. La aparente timidez de Paulo VI, que muchos llegan como una excusa de su gobierno desastroso, no es una excusa, es un agravante.
No es contra la verdad católica, no es injuriar al Papa —suponiendo que sea un verdadero Papa— no es presunción ni soberbia al estudiar los cambios que nos han impuesto y que nos quieren imponer, contra la doctrina de la fe, contra la tradición apostólica, contra los dictámenes de nuestra propia conciencia. Como nos dice en su amable crítica de mi libro "LA NUEVA IGLESIA MONTINIANA", mi buen amigo don Nemesio García Naranjo y Elizondo, señalando el punto crucial de la presente controversia: "El P. Sáenz critica otros muchos aspectos de la conducta de la Iglesia en los últimos tiempos. Le choca la actitud ambigua de Paulo VI en problemas como el control de la natalidad y del celibato del clero. El resultado de esa ambigüedad ha sido que cada quien interpreta las normas como le viene en gana. Los creyentes carecen ahora del freno que antes tenían para regir su conducta, a la vez que frailes y monjas fácilmente brincan las trancas del claustro para dedicarse —como dice con encantadora ingenuidad don Joaquín— 'a disfrutar de los deleites del tálamo' ... "Y poco más arriba escribe en el mismo artículo don Nemesio: "NO HAY QUE CONFUNDIR AL PODERDANTE CON EL APODERADO, Y HAY QUE DISTINGUIR ENTRE DIOS Y SU VICARIO. DIOS NO ES CRITICABLE, PERO SI PUEDE SERLO EL PAPA". "Y, EN CUALQUIER CASO, DEBE HABER ALGUNA MANERA DE REMEDIAR EL ABUSO O LA OMISIÓN DAÑINA DEL REPRESENTANTE".
Sí la hay; sí existen en la Iglesia, como lo demuestra su antiquísima jurisprudencia y la ciencia de teólogos eminentes, varias maneras para remediar el mal, cuando la cabeza visible de la Iglesia, sujeta a las humanas debilidades, o a los compromisos adquiridos anteriormente, o a las presiones de fuerzas extrañas y nocivas, descuida, soslaya o se niega a cumplir sus más altos deberes papales. El cisma de Occidente, humanamente hablando, no hubiera tenido, al parecer, solución, si no hubiera sido por la elección espuria de Baltasar Cossa, el antipapa Juan XXIII, y por la intervención enérgica de Segismundo rey de romanos. Dios escribe derecho, como diría Santa Teresa, con renglones torcidos.
A pesar de que el conciliábulo de Pisa había sido un fracaso, por no haber sido convocado por un Papa legítimo, la opinión general, ante lo desesperado de la situación, seguía pensando en que sólo un Concilio Universal podía acabar con la perturbación de las cosas eclesiásticas. Hay un escrito, atribuido falsamente por algunos a Gerson, cuyo probable autor es Dietrich de Niehein y cuyo título: "De la manera de unir y reformar la Iglesia en un Concilio Universal", el cual, pese a las buenas intenciones, que tal vez tengan sus promotores, nos está demostrando la confusión ideológica, que el cisma había provocado en las conciencias de los católicos. Dietrich, a la manera de los wiclefistas, distingue dos Iglesias: la particular y privada Iglesia Apostólica, y la Universal, que, como comunidad de todos los fieles, ha recibido de Dios inmediata mente el poder de las llaves. "Esta Iglesia Universal está representada por el Concilio Universal que está por encima del mismo Papa, el cual tiene obligación de obedecerle, pudiendo el Concilio limitar su poder, despojarle de sus derechos y ordenar su deposición. Si la existencia de la Iglesia vuelve a ponerse en peligro, prosigue Dietrich, la necesidad dispensa aun de los preceptos morales. El fin de la unidad santifica todos los medios: la astucia, el fraude, la violencia, el soborno,el encarcelamiento, la muerte; pues todo el orden ha sido establecido para el bien de la comunidad y cualquier particular ha de ceder ante el bien común". Y prosigue: "Mientras no haya un emperador o un rey de romanos justo y severo, a quien todos deben obedecer, no sólo durará el cisma, sino hemos de temer que cada día se haga más espantoso".
Todo lo dicho hasta aquí nos está demostrando, en varios puntos de suma importancia, la similitud que tiene ese cisma con la actual situación, mucho más terrible y dolorosa, por la que está pasando la Iglesia de nuestros días. Notemos algunos de ellos:
1) En la Iglesia, a pesar de las promesas y asistencia de Cristo, a pesar también de la acción del Espíritu Santo, los hombres, que entonces la regían, como los hombres que la rigen ahora, los que representaban y representan a Cristo pueden por sus pasiones, por sus equivocaciones, por las presiones extrañas, conducir a la Iglesia a un estado caótico, en el que un pontificado tricípite, desgarre la unidad, no tan sólo de la disciplina, sino de los mismos dogmas.
2) Humanamente hablando, la crisis del cisma no parecía tener remedio; y esta incertidumbre, este caos pernicioso hacía que varones, como Gerson, de cuya ortodoxia y virtud no podemos negar, incurriesen en errores muy graves en la misma búsqueda de una urgente y decisiva solución.
3) Todos o casi todos pensaban en un Concilio, como la única solución viable para terminar aquel prolongado cisma, pensando que estando, como estaba el mal en la cabeza, la Iglesia Universal, la obra de Cristo para salud de los hombres, que evidentemente está por encima de la jerarquía y de las prerrogativas que El quiso darle, que el mismo Divino Fundador instituyó, para preservar y llevar adelante su obra salvífica, debe haber un camino, un medio seguro dentro de la ortodoxia, en el que puedan compaginarse y salvarse tanto la inerrancia y estabilidad de la Iglesia, como las prerrogativas con que Cristo enriqueció a Pedro y a sus sucesores para bien de la Iglesia Universal, como de los poderes que también concedió, dependientes de Pedro, el Divino Fundador a los obispos, sucesores de los Apóstoles en el gobierno de las Iglesias locales.
En el caso del cisma, del que venimos hablando, si los tres pontífices se hubieran obstinado en mantener los que ellos creían sus legítimos derechos; si, sobre los altísimos intereses de la gloria de Dios, de la salvación de las almas y de la misma existencia de la Iglesia, hubieran todos y cada uno defendido su suprema jerarquía, ¿qué remedio hubiera podido excogitarse en lo humano para restablecer la unidad de la Iglesia, la paz en las conciencias? No faltaron quienes pensasen en admitir la pacífica coexistencia de los diversos papas, según las exigencias y humanas conveniencias; pero tal solución hubiera indiscutiblemente destruido la misma institución de Cristo, con nuevas "estructuras", que necesariamente tendrían que hacer una completa transformación en la Iglesia de Dios.
La idea del Concilio, en tan difíciles y peligrosísimas condiciones, no parecía, pues, del todo descabellada, ya que, sobre los hombres que ocupan los puestos de mando, está, sin duda alguna, la institución y permanencia divina que suponen esos puestos, según la intención del Salvador, no en beneficio de los hombres, que habrían de ocupar esos puestos de mando, sino para la conservación y acrecentamiento del Reino de Dios sobre la tierra.
Evidentemente, en circunstancias normales, la plenitud de la Jurisdicción y del Magisterio, instituidos por Cristo, lo mismo que la plenitud del Sacerdocio Jerárquico reside en el Papa, legítimamente elegido. Pero, cuando, como en el gran cisma de Occidente, había tres personas, que se disputaban a un mismo tiempo los derechos de una elección legítima, ¿qué remedio quedaba, humanamente hablando, para salvar el Primado de Jurisdicción y la supremacía del Magisterio, que confió Cristo a Pedro y a sus legítimos sucesores, los Romanos Pontífices? En tales circunstancias no parecía fuera de la ortodoxia el congregar un Concilio, por quienes en la Iglesia tienen o han tenido la episcopal dignidad, como legítimos sucesores de los Apóstoles, para resolver este problema fundamental, sin que, por eso, la misión de ese Concilio extraordinario pudiera tener otra actividad extra, por así decirlo, antes de que hubiere declarado quién era el legítimo Papa, o hubiere hecho la elección del legítimo Papa ; y sólo entonces, restituida la unidad de la Iglesia, bajo un solo pastor, éste determinase si el Concilio debía continuar, para resolver otros problemas o si debía suprimirse.
5) "Segismundo supo utilizar hábilmente la disposición de los ánimos, que había hallado su general expresión en el escrito de Niehein; supo vencer también las grandes dificultades que se oponían al Concilio; y a su infatigable y grandiosa actividad hay que agradecer principalmente la reunión de aquella asamblea y el que ésta se viera tan frecuentada... Fue Juan XXIII, quien en Lodi firmó la bula de invitación para un Concilio Universal prometiendo él mismo asistir a él. Segismundo ganó para el Concilio a Inglaterra, a los Estados orientales de Europa y a la mayoría de los Estados Italianos. En Francia, la Universidad de París y los más de los prelados simpatizaban con el plan del Concilio; pero el Gobierno tomó respecto de él una actitud muy poco complaciente; España y Escocia, que antes y después se mostraron favorables a Benedicto XIII, y los partidarios de Gregorio XII en Italia se declararon por entonces enemigos del Concilio.
6) Convocado el Concilio de Constanza, por Baltasar Cossa —el antipapa Juan XXIII, elegido y coronado en Pisa a la muerte de Alejandro V, y por Segismundo, rey de romanos— es manifiesto que, a lo menos, en su convocatoria y en sus principios no fue un verdadero Concilio. Juan XXIII, Papa ilegítimo, convocó este nuevo Concilio, consciente de su situación insegura, esperando adquirir, por ser él el convocador del Concilio y por el auxilio de muchos prelados italianos, sus amigos, un cierto derecho a la dirección del mismo. Para asegurarse de toda contingencia de sus numerosos y potentes enemigos, nombró el 15 de octubre de 1404, al valiente y ambicioso duque Federico del Tirol, capitán general de las tropas de la Iglesia, con un sueldo anual de 6.000 ducados de oro. Medida inútil, ya que el ambiente de Constanza estuvo, desde un principio, del todo adverso a la legitimidad de su elección y a su misma persona, a la que se imputaban enormes delitos. El porvenir del Papa Juan se presentaba cada vez más sombrío, especialmente por un memorial entregado a algunos padres del Concilio, que contenían las más graves acusaciones contra el Papa de Pisa. Por miedo a un proceso judicial, formado contra él por el Concilio, prometió solemnemente restituir la paz de la Iglesia con una incondicional renuncia al papado, si sus oponentes, Gregorio XII y Benedicto XIII también lo hacían.
7) Entretanto, el lenguaje del partido reformista era cada vez más resuelto, y Juan, a quien sus espías tenían perfectamente entelado de lodo, no se sintió ya personalmente seguro. Temiendo medidas violentas de parte de Segismundo, y creyendo finalmente ya que sólo podía salvarle una resolución rápida y atrevida, huyó, en la noche del 20 al 21 de marzo de 1415, hacia Schffhausen, disfrazado de mozo de cuadra y montado en pequeño caballo.
8) La huida de Juan XXIII produjo una gran conmoción en la asamblea de Constanza. En ese tiempo de universal excitación, obtuvo la supremacía aquel partido que sólo creía factibles la terminación del cisma y la reforma de la Iglesia por medio de una limitación de los derechos papales. El Concilio Universal debía imponer esta limitación, y, por consiguiente, el Papa había de someterse entonces al juicio del Concilio y, según el juicio de muchos quedar definitivamente sujeto a él.
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