Detengámonos un instante para abarcar con una mirada las maravillosas armonías que acabamos de meditar. Con la maternidad divina, que es lo mismo que decir con Dios hecho hombre e hijo del hombre, como nosotros, el género humano tiene en sí mismo, y por sí mismo rinde a Dios, el tributo de satisfacción sobreabundante que reclamaba su Majestad ofendida; tiene en su propio seno el principio vivificador, que basta a librarlo de la muerte y de la corrupción; su liberación se obra en la forma más gloriosa para él, porque es él mismo quien triunfa de su vencedor; y, en fin, para que nada falte a la perfección de esta economía de reparación sobrenatural, el hombre y la mujer, igualmente elevados, igualmente glorificados y deificados, pueden entrar como conviene, tras del Hijo de Dios que les fué dado por hermano, en la familia y en la herencia de Dios.
Son éstas, ciertamente, hermosísimas armonías, y sería conocer muy poco la delicadeza infinita de Dios no ver en ellas los motivos por los que Dios prefirió este orden de providencia a muchos otros igualmente posibles; tanto más que la maternidad divina lleva consigo aún otras ventajas no menos preciosas.
Para entenderlas bien, recordemos una verdad que la fe nos enseña; conviene a saber: no basta para nuestra salvación que Jesucristo, nuestro hermano, haya satisfecho por nosotros; que nos haya merecido la gracia y la gloria; que haya ofrecido de nuestra carne y de nuestra sangre el gran sacrificio "que consuma para siempre a los santificados" (1). Todos estos medios de salud, aunque de eficacia soberana, no producirán en nosotros el efecto intentado por Dios si les falta nuestra cooperación. Ahora bien, una de las formas, la principal, en que debemos prestar esta cooperación, es el ejercicio de las virtudes: de las virtudes de la fe, de la esperanza y de la caridad; de las virtudes de la paciencia, de la obediencia, de la justicia, de la castidad; en una palabra, de todas los virtudes sin las cuales no hay vida cristiana ni santidad.
Pues bien; a la Madre de Dios toca el oficio y la gloria de sostener eficazmente en el mundo la práctica de estas virtudes. No nos referimos todavía al auxilio que nos proporcionan su intercesión omnipotente y el ejemplo de su vida: de esto trataremos en la última parte de esta obra. Aquí nuestro intento es considerarla exclusivamente como la Madre del Verbo encarnado.
I. — Decimos primeramente que la maternidad divina es sostén de nuestra fe. Visto quedó ya cómo el título de Madre de Dios da una respuesta victoriosa a las impugnaciones dirigidas contra los principales misterios. La base de la fe cristiana es la realidad de la Encarnación: "Et Verbum caro factum est et habitavit in nobis (2): El Verbo se hizo hombre y habitó entre nosotros, hombre como nosotros y uno de nosotros. Se puede decir de este hecho histórico que sostiene con su realidad sensible todo el orden espiritual de la Religión. Por una antítesis admirable, así como el Verbo increado sostiene el mundo visible con su virtud espiritual (3), de la misma manera el Verbo encarnado con su realidad corporal sostiene el mundo invisible de la gracia. A nosotros, nacidos en medio del Cristianismo y familiarizados desde la primera edad con estas altísimas verdades, nos parece fácil de creer la unión del Verbo eterno con nuestra carne. Mas si miramos en derredor nuestro, ¡cuántos hombres veremos aún que rechazan este misterio porque lo juzgan imposible y aun indecoroso para la divina majestad! Mas, dejando aparte la hora presente, la historia del dogma católico nos enseña cuánta resistencia halló, en cuanto a este capítulo, la predicación evangélica en los primeros tiempos de la Iglesia. El orgullo humano se levantaba contra el anonadamiento del Hijo de Dios.
Un eco lejano de estas rebeliones nos queda en las obras de los Santos Padres. Tertuliano escribió en defensa de la Carne de Cristo sus páginas más elocuentes y más enérgicas (4). San Ireneo, por espacio de mucho tiempo, combatió por la misma causa (5). Antes del uno y del otro, San Ignacio de Antioquía, el glorioso mártir de Cristo, puso en guardia a los cristianos contra semejantes errores (6). Nacidos casi al mismo tiempo que la Iglesia, pues el Apóstol amado del Salvador los denuncia en sus Epístolas (7), se perpetuaron bajo diversas formas. Cosa singular: una de las razones aducidas en primer término por los Nestorianos del siglo V, para negar la unión consubstancial de la naturaleza humana con el Verbo, era que es indigno de Dios hacer suyos nuestra carne y los padecimientos de nuestra carne. Compruébase esto por los discursos de un ilustre doctor, Teodoto de Ancyra, el cual, en presencia de los mismos Padres de Efeso, creyóse obligado a refutar estas objeciones, tomadas de los antiguos Marcionistas (8); como si, decía él, pudiese ser injurioso para Dios cualquier cosa que sea saludable para el hombre. Con pesar omitimos los argumentos que ante auditorio tan esclarecido desarrolló, pues es imposible vindicar con mayor elocuencia la carne, los padecimientos y las humillaciones de Dios hecho hombre (9).
El odio del demonio contra la carne de Cristo y los esfuerzos de la impiedad prueban de cuánta importancia es para nuestra fe el asentar esta doctrina sobre firmes bases. Ahora bien, ninguna hay ni puede haber tan sólida como la maternidad de María. Suponed que el Hijo de Dios hubiese aparecido de repente sobre la tierra, revestido de un cuerpo humano, pero sin haber sido hecho de una mujer, y que fuese realmente lo que Melquisedec sólo fué en figura, "sin padre, sin madre, sin genealogía" (10); ¡qué tentación para nuestra debilidad y qué argumento para aquellos que niegan la verdad de su naturaleza humana! Podrían objetarnos de esta suerte: Es, decís, el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo; mostradnos la oveja, su madre. He aquí, insistíis, el hombre providencial a quien debemos la salvación; indicadnos el lugar de su origen y conducidnos a su cuna.
La maternidad divina de María responde satisfactoriamente a estas objeciones y basta por sí sola para desvanecer todas las dudas. Ved por qué, a nuestro parecer, el relato evangélico derramó tanta claridad y tantos esplendores sobre los principios de una vida cuyos primeros treinta años iba a dejar en obscuridad casi completa; ved por qué el Evangelio se extiende con tanta complacencia en la narración de los misterios en que Jesús se presenta como niño, entre los brazos de su madre o en el seno de la Bienaventurada Virgen: Anunciación, Visitación, Nacimiento, Purificación, Huida a Egipto. A Tomás, que dudaba de la resurrección, Nuestro Señor le dijo, mostrándole sus llagas: "Mete aquí tu dedo y mira mis manos: acerca tu mano y métela en mi costado y no seas incrédulo, sino fiel" (11). Por un procedimiento semejante quiso certificarnos de la verdad de su carne. Así como "Marción, queriendo negar la carne de Jesucristo, negó su nacimiento, dice Tertuliano (12), así también el Espíritu Santo hizo que este nacimiento humano fuese de tal manera indubitable que el pueblo decía, hablando de él: ¿No es éste el carpintero, el hijo de María?" (13).
No se nos hace, pues, extraño que Jesucristo, para confirmarnos más y más en la fe de la realidad de su naturaleza humana, tomase el título de "Hijo de] Hombre". El Hijo de Dios; es también hijo del hombre. Que tenga a Dios por Padre, que sea Hijo de Dios, muchas veces nos enseñó. ¡Cuántas veces llama a Dios su Padre!. En dos circunstancias memorables recibió sensiblemente este título de Hijo de los sabios mismos de su Padre. Llamó bienaventurado a Pedro, hijo de Jonás, porque le confesó y proclamó Hijo de Dios. Y como el Príncipe de los Sacerdotes le conjurase en nombre de Dios vivo que dijese si él realmente era el Hijo de Dios, respondió sin vacilar, con seguridad absoluta: Ego sum, lo soy; pero a continuación añadió: "Algún día veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra de la Majestad de Dios, y venir sobre las nubes del cielo" (14); como si este segundo título a sus ojos corriese parejas con el primero. Y aún parece como que prefiere usar este título de Hijo del hombre. Más de treinta veces lo emplea en sólo el Evangelio de San Mateo (15), atribuyendo al Hijo del hombre el poder de perdonar los pecados, el imperio sobre el sábado, la siembra del buen grano, el afianzamiento del reino de Dios en el mundo, el advenimiento glorioso sobre las nubes del cielo para separar las ovejas de los cabritos, confundir a los rebeldes y coronar a los santos, y, por último, al Hijo del hombre se atribuye el sentarse eternamente a la diestra del Padre (16).
II. — La maternidad es base, no menos necesaria ni menos sólida, de nuestra esperanza. Hemos de repetirlo una vez más, para que no se nos reprenda de restringir la amplitud del oficio encomendado a la Virgen María: lo que ahora consideramos en ella no es la influencia total que le corresponde en virtud de su unión con el Salvador del mundo, sino solamente la función que le incumbe como Madre de Dios hecho hombre.
Alguien podría preguntar: pero ¿es verdad que yo puedo aspirar al honor de la adopción divina siendo esclavo de nacimiento, enemigo de Dios por razón de mis culpas? ¿No es una osadía impía y ridicula aspirar a una dignidad tan alta que yo pueda decir a Dios: Padre mío; y que Dios me responda: Hijo mío? ¿Cómo olvidar la distancia infinita que separa a la criatura del Creador, al hombre de Dios?
Pues ved lo que me prueba que esta tan alta ambición no es una quimera: entre los brazos de una mujer de nuestro linaje veo un niño, y este niño nacido de mujer es el Hijo eterno de Dios. Oigamos sobre este punto a uno de los príncipes de la elocuencia cristiana, a San Juan Crisóstomo: "¿No es cosa que debe sumirnos en el estupor ver que Dios, inefable, inenarrable, imcomprensible, en todo igual a su Padre, nace del seno de una Virgen y cuenta entre sus antepasados a David y Abraham? Ante este misterio levanta el vuelo de tu inteligencia; no imagines nada rastrero; por lo contrario, déjate penetrar de una admiración sin límites, cuando veas al propio y verdadero Hijo de Dios que tiene la dignación de llamarse hijo de David para hacerte hijo de Dios, de reconocer por hermano a un siervo, a un esclavo, para que tú, esclavo y siervo, puedas en verdad llamar a Dios tu padre... ¿Te mueve a duda este inefable honor? Pues bien, enséñate los mismos anonadamientos de Dios a creer en tu elevación. A los ojos de la inteligencia humana más dificultoso es hacer de un Dios un hombre que de un hombre un hijo de Dios. Así, pues, cuando oigas decir que el Hijo de Dios es hijo de David y de Abraham, no dudes de que tú, hijo de Adán, puedes llegar a ser hijo de Dios. Porque si Dios se abajó hasta el exceso, no fué en balde, sino para elevarnos a las alturas más sublimes. Nació según la carne, para que tú renazcas según el espíritu; nació de una mujer, para que tú no seas en adelante hijo de la mujer" (17).
En efecto, "aunque todos los dones otorgados por el Creador a la criatura broten como de su fuente de la misma bondad divina, todavía es menor motivo de admiración ver al hombre ascender a las perfecciones divinas que ver a Dios descender hasta la bajeza humana" (18).
Al mismo tiempo que la maternidad divina fortifica nuestra esperanza en la adopción que nos ha sido prometida, nos da seguridad respecto de la herencia que esperan los hijos de adopción. ¿Cuál es esta herencia? Infinitamente superior a lo que pide la naturaleza, pues es el bien propio de Dios; la fruición inmutable de la belleza eterna por medio de un conocimiento claro, intuitivo y por medio del amor. Poseer este bien propio de Dios es estar en el seno del Padre, unidos íntimamente con la divina esencia, totalmente penetrados y resplandecientes de luz. Dicha y riqueza tan grande, ¿podemos esperarlas? Aunque no dudásemos que el amor de Dios hacia su criatura quisiera llegar hasta la concesión de esta merced, que es el mismo Dios, ¿estaríamos cierto de que Dios pudiera realizarlo? ¡Oh Virgen, Madre y nodriza de Dios, tú eres la solución viviente de nuestra duda!
"Por el caso mismo de haberse Dios hecho hombre puede el hombre abrigar la esperanza de participar de esta bienaventuranza, cuya posesión naturalmente a sólo Dios pertenece. A buen seguro que el hombre, sabedor de su flaqueza, a duras penas creería que puede llegar a una felicidad tan grande que de ella los mismos ángeles apenas son capaces, aunque le haya sido solemnemente prometida, si no viese por otra parte que la dignidad de su naturaleza está en tanta estima delante de Dios que el mismo Dios ha querido hacerse hombre para salvarla. La unión de la naturaleza divina a la suya en unidad de persona es para el hombre prenda de esa otra unión que se consumará en la clara visión de Dios y en el gozo eterno de los cielos" (19). Así razona el Ángel de las Escuelas, y con gran lógica saca esa consecuencia. En efecto, ¿hemos de considerar cosa imposible el que estemos destinados a sumergirnos en el seno de Dios para allí beber copiosamente del vino que embriaga al mismo Dios, cuando vemos a este mismo Dios hecho niño pequeñuelo, pegado al seno virginal de una mujer, como nosotros lo estuvimos también, y abrevarse en las fuentes maternales que también nutrieron a nosotros?
Y la misma seguridad hallamos en la maternidad que nos dio a Dios por hermano, respecto de las demás esperanzas. Si debemos aspirar a la resurrección final de la carne, prenda es de nuestra vuelta a la vida el cuerpo del Hijo del hombre, formado como el nuestro en las entrañas de una mujer mortal y que salió del sepulcro, inmortal y glorioso.
"Todos nosotros, dice a este propósito San Máximo de Turín, hemos ya resucitado y estamos vivos en Cristo; porque en él, pues pertenece a la familia humana, hay una porción de nuestra carne y de nuestra sangre. Donde reina una parte de mi substancia sé que reino yo con ella; donde mi carne es gloriosa, allí me tengo yo por glorificado..., porque mi Salvador me debe un afecto singularísimo. Él es Dios, lo confieso; pero por sus venas corre mi sangre. No será él tan inhumano que no ame su carne, sus miembros, sus entrañas... Por consiguiente, hermanos míos, no desesperemos ni de nuestra resurrección ni de nuestra salvación. No temamos que Dios nos odie. El privilegio de la sangre clama en nuestro favor y nuestra carne nos ama en Cristo" (20). "Confianza, pues, oh carne, oh sangre; habéis tomado posesión del cielo y del reino de Dios en Cristo"; porque "aunque su carne y su sangre aventajen en pureza a las nuestras, son de la misma naturaleza que las nuestras" (21), pues han salido como las nuestras de la substancia de una mujer semejante por su origen a nuestras madres.
Conforme testifica el Apóstol, el designio de Dios fué que Jesucristo pasase por todas las condiciones y por todas las pruebas de nuestra humanidad "para que se hiciese misericordioso, ut misericors; fieret" (22). Ahora bien; ¿qué puede haber tan a propósito para inspirar a Jesucristo estos sentimientos de misericordia y de compasión, que son fundamento y sostén de nuestra esperanza, como la identidad de su origen y del mío? Que un extraño sea insensible a nuestras desgracias es cosa explicable. Lo que nos entristecería y escandalizaría sería que un miembro de nuestra familia, poderoso y rico, nos desamparase en el infortunio. El Hijo de Dios hecho hombre no puede obrar contra la naturaleza. Así pues, sin más que por ser Jesucristo de la familia humana, de nuestra familia; sin más que por pertenecer por su nacimiento al gran cuerpo cuyos miembros somos y del cual él es, por su mérito y por su incomparable dignidad, el miembro principal, la cabeza, no podemos ya dudar de su asistencia, ni creer que será insensible a nuestras miserias e infortunios ni descuidado de sacarnos de ellos.
Esta doctrina fué también predicada por Teodoro de Ancyra: "No os escandalicéis al ver que el Verbo de Dios nace del seno de una Virgen... Su madre, al darlo a luz, le dio, no el ser Dios, sino el que pudiese ser visto manifiestamente entre los hombres. Siendo Dios desde toda la eternidad, quiso hacerse hombre, movido de clemencia hacia nosotros; para que nosotros pudiéramos abrazar al Creador mismo como aliado nuestro, como pariente nuestro, y así por él volver a la confianza, cuando estábamos aplastados bajo el peso de nuestras obras. ¿No es verdad que un culpable que va a comparecer delante de un tribunal de justicia, despojado de todo merito personal, se anima y cobra aliento cuando puede apoyarse en los méritos de algún pariente poderoso y bueno?" (23). Y dice: "Tomó él lo que es nuestro, porque nosotros habíamos rechazado lo que es suyo... Habíamos huido de un señor compasivo, abandonando la gracia que nos ofreciera .. . ¿Qué hace el Señor en su misericordia? Corre en pos del fugitivo, pues el fugitivo puede volver a él. Miradlo, se acerca. No está revestido de majestad; no ha mandado delante a sus guardias, que son los ángeles; no lanza sus rayos y no sacude las bases de la tierra: esto fuera espantar el culpable para que apresurase su huida. ¿Qué hará, pues, conforme a su designio de dar alcance al fugitivo y ganárselo de nuevo? Toma en las entrañas de la Virgen una apariencia humilde y ordinaria; en una palabra, viene a ser, de su propia voluntad, siervo como nosotros, para que nosotros lleguemos a ser señores como él" (24). Estas son las admirables estratagemas de Dios para reanimar en el hombre la confianza; pero que no serían posibles ni se explicarían sin una Madre de Dios, porque sin ella Jesucristo no sería ni pariente nuestro ni nuestro semejante, que nos da seguridades y levanta nuestra confianza caída.
III. — Estas sencillas reflexiones prueban suficientemente cómo la divina maternidad sea fundamento de la esperanza cristiana, sin que sea necesario alargarnos más en ellas; tratemos, pues, de la caridad, de la que principalmente es la maternidad divina auxiliar incomparable. Y para empezar, dejemos que Santo Tomás de Aquino nos describa en pocas líneas, llenas de substancia doctrinal, cómo el nacimiento del Salvador nos estimula a la práctica de la caridad divina: "No puede concebirse prueba más evidente del amor de Dios hacia nosotros que ver al Creador de todas las cosas hacerse criatura; hacerse hermano nuestro el que es nuestro Señor y Maestro; el Hijo de Dios nacer como hijo del hombre; amar Dios al mundo hasta el extremo y exceso de darle su Unigénito (25). Y ved aquí lo que, bien considerado, puede producir en nosotros un incendio de amor hacia Dios... Hay además otra cosa que nos debe inflamar en el deseo de unirnos a Jesucristo. Imaginad un hombre que tiene un hermano que es el mejor y más glorioso de los reyes, pero del que vive alejado.
¿No deseará ardientemente acercársele, vivir y morar con él? Así también nosotros debemos aspirar a unirnos, cuan estrechamente podamos, con Cristo, Rey eterno, cuyos hermanos somos. Porque allí donde estuviere el cuerpo se congregarán las águilas (26). Por esto el Apóstol deseaba de todo corazón la disolución de su cuerpo mortal para estar con Cristo; y esta necesidad del amor nada la alimenta ni la desarrolla tanto como la Encarnación" (27).
Y en otro lugar insiste en las mismas ideas; "Dios, queriendo incitarnos a su amor, entre todos los medios utilizó el más eficaz cuando su Verbo, por el que hizo todas las cosas, se desposó con nuestra naturaleza para repararla; de tal manera que juntamente fué Dios como su Padre y hombre como nosotros. Es evidente la eficacia de este medio. Porque, lo primero, en esta alianza de parentesco que Dios pacta con el hombre, hay una clarísima demostración de su amor al hombre; ahora bien, nada incita tanto al amor como la persuasión de ser uno amado. Además es cosa harto cierta que el hombre tiene su inteligencia y su corazón, sus pensamientos y sus afectos inclinados hacia las cosas corporales, y que, por tanto, no puede fácilmente elevarse a las cosas que están por cima de él. Si a cualquier hombre es fácil conocer y amar a otro hombre, el contemplar las alturas de Dios y elevarse hasta ellas con todo el ímpetu del amor, eso es prerrogativa de los que, fortalecidos por Dios, se alzan, a costa de grandes esfuerzos, de las cosas de la materia a las cosas del espíritu. A fin, pues, de abrir para todos un camino fácil para llegar a Dios, quiso Él hacerse hombre; de esta suerte hasta los niños pequeñuelos pueden conocerlo y amarlo como a su semejante, y de grado en grado trepar, apoyándose en aquello que está más a su alcance, hasta llegar a la perfección del amor" (28).
Otra excelentísima consideración es la que elocuentemente expone San Agustín, y que hallamos entre los consejos que da acerca del modo que ha de observarse para catequizar a los ignorantes y sencillos. "¿Cuál es, pregunta, la causa principal de la venida de Nuestro Señor? ¿No es, por ventura, el manifestar a todos el amor de Dios para con nosotros? .... El fin del precepto y la plenitud de la ley es la caridad (29). Por consiguiente, puesto que Dios nos amó tanto, que no perdonó a su Unigénito y lo entregó por nosotros (30), si vaciláremos en amarle, por lo menos no vacilemos en devolverle amor por amor: si amare pigebat, redamare non pigeat; porque entre todas las invitaciones al amor, la más eficaz es adelantarse y ser el primero en amar. Ciertamente, muy duro ha de ser un corazón que, no habiendo querido otorgar el amor como un regalo, rehuye también el entregarlo como pago de una deuda. Nímis durus est animus qui dilectionem si nolebat impendere nolit rependere. ¿No vemos a los mismos que alimentan amores culpables cómo se esfuerzan por todos los medios en convencer de su pasión a aquellos de quienes desean ardientemente ser amados? Así buscan, so color de no sé qué justicia, una reciprocidad de sentimientos que ayuda a la seducción; y arden ellos mismos con fuego cada vez más voraz, conforme van observando que los corazones que tienen sitiados vanse abrasando en el mismo fuego. Pues si el corazón adormecido sale de su sopor al contacto de otro amor; si el corazón ya ardiente se enardece en la misma proporción con que advierte que es amado, cosa manifiesta es que el estímulo más eficaz para despertar el amor o para acrecentarlo es, para aquel que todavía no ama, saber que es amado, y para aquel que ya ama, la esperanza de ser l "i i espondido, o la certeza de que ya se responde a su amor con un amor recíproco. Ahora bien, si esta es ley de los amores, aun criminales, ¿cómo no ha de serlo del amor de verdadera amistad? ¿Qué cosa hay, en punto de amistad, que se observe con más solícita diligencia que el no dar a entender al amigo o que no se le ama o por lo menos, que no se le tiene amor igual al suyo? Porque si llegare a pensar que no es correspondido, la confianza con que se entregó al amor del amigo de cierto perderá calor y fuego; y aun dado que el tal amigo no sea tan puntilloso que el disgusto de no verse correspondido le lleve a retirar su cariño, todavía, aunque subsista éste benévolo y generoso, será, de seguro, menos efusivo que antes. Hay que notar aquí que en materia de amor es muy distinta la condición de los superiores y la de los inferiores. Aunque los superiores desean ser amados de su subordinados y re gozan en los testimonios de su respetuosa deferencia, y más los aman cuanto se ven más amados de ellos; pero el inferior es quien principalmente quiere con toda su alma al superior cuando está cierto de su cariño. Allí el amor es efectivamente más agradable donde no tiene por compañera la indigencia con las manos vacías, sino la abundancia que a manos llenas derrama favores. Porque el primer amor viene de la miseria y el segundo de la misericordia. Suponed ahora un inferior que no tenga esperanza alguna de ser amado de su superior; ¿qué amor no gustará si inesperadamente se ve rodeado de vivísimo y generoso amor? Pues, volviendo a nuestro asunto, decidme: ¿qué hay más alto que Dios, el justo juez, y qué más desesperanzado que el hombro pecador? El hombre, digo, que se sometió tanto más al yugo de las potestades soberbias, incapaces de dar la bienaventuranza, cuanto menos fió en la solicitud paternal de este otro poder que no quiere ser grande por la malicia, sino sublime por la bondad. Ved. pues, para qué principalmente vino Cristo: para que el hombre aprenda hasta qué punto es amado por Dios, y, una vez aprendido esto, se abrase en amor de aquel por quien es amado desde toda la eternidad" (31).
Larga ha sido la cita; pero nos da a conocer tan perfectamente el corazón amorosísimo del santo obispo de Hipona, que no nos hemos atrevido a abreviarla. Es verdad que el santo no habla explícitamente de la Madre de Dios; pero no está la Virgen Santísima ausente de sus palabras: porque el mayor, el más sensible testimonio del amor de Dios, aquel que entre todos tiene más fuerza para arrebatar los corazones, es que el Padre nos diese a su Hijo y que el Hijo se incorporase por la comunión de la sangre y de las miserias a la desgraciada descendencia de Eva para salvarla. Ahora bien, aquí, como en todo, en la base de esta economía de amor aparece no solamente el Hombre-Dios, sino también la Madre de Dios.
Además, por la divina maternidad son removidos los dos grandes obstáculos que se oponen al amor del hombre hacia Dios: de un lado, el temor y un como terror de Dios; de otro, la esclavitud de la inteligencia y de la voluntad humanas a las cosas sensibles. Intentemos esclarecer estos dos conceptos. He dicho, el terror de Dios. Sea cual fuere la explicación que se le dé, es un hecho constante atestiguado por la historia de las supersticiones y por la historia del verdadero culto que donde quiera que no brilla la luz del Evangelio el hombre tiene miedo a la divinidad. Buscad los arranques de amor filial hacia Dios; no los hallaréis. Cuando más hallaréis algunos acentos, raros, en el pueblo especialmente elegido y singularmente colmado de favores divinos; y aun para que estos acentos de amor filial se escapen de los corazones es menester que fulgure una visión profética de los misterios del porvenir. Vemos muchas manos extendidas hacia el cielo; pero ¿por qué se levantan? ¿Para ofrecer un homenaje filial al mejor de los padres? No, sino para apartar la cólera y desviar el rayo. De aquí tantos sacrificios, frecuentemente inhumanos y casi siempre sangrientos. Dijérase que el género humano, el gran culpable, ve siempre delante de sus ojos llamear la espada que le cerró la entrada del Paraíso; y que la voz amenazadora de Dios, tan gravemente ofendido por el primer hombre, resuena sin cesar en sus oídos. En la misma religión mosaica se siente esta impresión de espanto. Es indudable que Dios se mostró algunas veces a los hebreos como padre; pero entre los más señalados testimonios de su bondad subsistía ese no sé qué de terrorífico que hacía decir al pueblo de Israel, dirigiéndose a Moisés: "Hablanos tú y te escucharemos; pero que no nos hable el Señor porque no muramos" (32).
Conocidas son las páginas magníficas dedicadas por Bossuet a pintar y explicar este temor universal (33). Un Padre de la Iglesia latina, San Pedro Crisólogo, mucho antes que Bossuet, trató este asunto en uno de sus más hermosos sermones (34).
A este obstáculo del miedo al verdadero Dios añadid todavía otro impedimento que hay para que reine el amor divino: la esclavitud de la inteligencia y del corazón del hombre bajo el imperio de las cosas sensibles. Es ley de nuestra naturaleza que necesitemos de los objetos materiales para ascender hasta Dios por medio del conocimiento y el amor. Negar esto sería olvidar que somos hombres (35). Hubo un tiempo, tiempo dichoso, en que esta ascensión de las cosas sensibles y visibles a las cosas invisibles e insensibles se hacía sin dificultades y sin extravíos: tan dóciles siervas eran nuestras facultades inferiores de nuestras facultades más altas. El elemento sensible de nuestro ser no sólo no detenía o retardaba el movimiento de nuestro espíritu hacia las regiones superiores, sino que era su natural sostén. Pero desde el día en que el hombre, rebelándose contra Dios, su Creador, rompió el concierto armonioso de sus facultades, la carne tiende a alzarse con la soberanía del espíritu; y desde entonces este mundo, en el que las cosas invisibles penetran en nuestro entendimiento mediante su representación visible, en vez de llevarnos a nuestro Autor, paraliza el vuelo del alma y nos vela infinitas bellezas que la criatura tenía la misión de revelarnos. De aquí el olvido del verddaero Dios; de aquí las adoraciones rendidas a las criaturas; la obra en el lugar del Supremo Hacedor; "la gloria de la majestad incorruptible cambiada por los hombres en la imagen de los seres corruptibles, y las pasiones de ignominia, consecuencia natural y castigo de tan culpables errores" (36).
¿Qué hará el Creador y Padre misericordiosísimo del hombre para remover estos dos obstáculos? Obrará según la regla de Providencia que se trazó a sí mismo y consignó en las Escrituras Divinas: con fortaleza y con suavidad, de que tantas pruebas nos tiene dadas. Las cosas visibles nos han desviado de las cosas invisibles; pues es necesario que de nuevo nos encaminen a ellas. "El hombre estaba sumergido en las cosas sensibles; y en ello estribaba su mal; Dios, para darse a conocer y amar del hombre, se mezcla entre las cosas sensibles; se reviste de carne, para que el hombre, que se había convertido en carne, vuelva a hallar a Dios debajo de apariencias corporales, y así, Jesucristo hombre lo conduzca otra vez a Jesucristo Dios" (37). Nada tan hermoso como los textos en que los Santos Padres han descrito estas maravillosas invenciones de la divina sabiduría. Habría que citar a San Atanasio, San Agustín, San Hilario, Orígenes, San Bernardo y muchos otros (38).
Quizá se nos arguya que, si bien es verdad que la Encarnación nos ha manifestado visiblemente la benignidad y la caridad de Dios, Nuestro Salvador (39), y que apartándonos, mediante esta manifestación sensible de sí mismo, de las seducciones de las criaturas, ha reconquistado nuestras inteligencias y nuestros corazones; sin embargo de eso, bastaba para obrar esta maravilla que fuese hombre, y que lo que nosotros tenemos que demostrar es no sólo la soberana conveniencia de la Encarnación del Verbo, sino la de la divina maternidad. Pero pronta está la respuesta. ¿De quién, en efecto, tomó su vestidura de carne Dios Salvador del mundo, sino de una mujer, Madre de Dios? Y si insistís diciendo que pudo hacerlo por sí mismo y por sí solo la naturaleza corporal en la que hemos conocido sus amabilidades infinitas, replicaremos: esto quizá hubiese bastado para disipar nuestras tinieblas; mas para ahogar en el corazón del hombre el temor servil, substituyéndolo con un amor más confiado, era menester que el Salvador naciese del seno de una madre. Osaremos decirlo: un hombre extraño a nuestra raza, un hombre a quien no hubiéramos visto con los rasgos propios de la infancia, sería incompatiblemente menos apto para obtener semejante triunfo.
Meditemos esta doctrina, pues nos mostrará cada vez más cómo Dios sabe adaptar sus misterios de salud a nuestra flaqueza. Los profetas anunciaron en nombre de Dios al futuro Redentor. Nos revelaron sus nombres: se le llamará "el Admirable, el Consejero, Dios fuerte, Padre del siglo venidero, Príncipe de la paz, cuyo imperio se extenderá sin límites y cuyo reino no tendrá fin" (40). Mas no tembléis delante de tanto poder y de tanta gloria. Ese que se os presenta con títulos tan imponentes y tan magníficos, ése que lleva el principado sobre sus hombros es "el Niño pequeñito que nos ha nacido, el Hijo que nos ha sido dado" (41). Tal es nuestro Rey; su poder consiste en su debilidad, y su imperio, en sus atractivos. Bajo el mando del Mesías prometido podrá verse este extraño espectáculo: "El lobo habitará con el cordero; el leopardo y el cabrito se acostarán juntos; el león, el toro y la ovejuela vivirán en compañía; pero quien obrará este prodigio será un niño pequeñuelo (aquel cuya venida anuncio el profeta)" (42). Ved lo que hace la divina infancia del Salvador, y ved, por consiguiente, el fruto de la divina maternidad.
La profecía no fué desmentida por los hechos. Cuando apareció en el mundo el Deseado de las naciones, oid cómo fué anunciado: "No temáis, dijo a los pastores el mensajero celestial: os anuncio una alegría grande; hoy os ha nacido el Salvador que es Cristo, el Señor. Y esta es la señal con que le conoceréis; hallaréis un pequeño Infante envuelto en pañales y acostado en un pesebre. Y en el mismo instante se unió al ángel la multitud de la milicia celeste alabando a Dios y diciendo: Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad" (43). La alegría y la paz con y por el Niño Dios. Y así, los pastores, llamados antes que todos los demás a rendir su homenaje al Verbo hecho hombre, corren apresurados adonde el ángel les ha convocado y hallan a María la madre, y al Infante recostado en un pesebre, y el primer sentimiento con que laten sus corazones no es de terror religioso, sino de amor. Ante aquella gracia sencilla, ante tanta inocencia, ante embeleso tan divino, ¿cómo no amar?
Y de igual manera, algún tiempo después, los Magos, que también representaban al linaje humano, se prosternaron en un ímpetu de amor delante del Rey recién nacido, que se les mostraba como en su trono sobre las rodillas de la Virgen su madre. Por tanto, el amor, el amor tierno, el amor confiado, es lo primero que Dios hecho hombre imprime en el corazón del hombre, y esto que obra se debe a su infancia, es decir, a su madre.
Cierto que el misterio de Dios Niño produce, además, otras impresiones: respeto, alabanza, adoración; impresiones tanto más vivas y profundas cuanto la fe muestra más claramente la divinidad velada por las apariencias de la debilidad; pero el amor, en virtud de su primacía, las penetra y vivifica todas, y el espíritu de la nueva Ley será siempre espíritu de amor. La naturaleza humana, desde este primer encuentro con su Dios, jamás podrá olvidar la manera con que Dios hizo su primera manifestación en carne humana. Que Jesucristo crezca; que suscite admiración con sus milagros; que resplandezca lleno de majestad y de gloria; que haga también temblar con sus amenazas; la naturaleza humana recordará siempre que en el fondo es el infante pequeñito al que vio en Belén en los brazos de su madre, como sobre el trono de su gracia (44), y jamás ni el amor ni la confianza perderán el derecho de posesión adquirido junto al pesebre divino (45). Esto mismo es lo que nos anunciaron los antiguos oráculos si los entendemos a derechas.
Oigamos una vez más a San Bernardo. Nadie ha hablado tan divinamente como él de estas condescendencias tan apropiadas para ganarse el corazón de los hombres. Después de haber demostrado cuánta locura sería que un gusanillo de la tierra se ensorbebeciese, cuando la Majestad soberana se humilla hasta el anonadamiento, discurre así acerca de la aparición de la gracia y de la benignidad del Salvador en el misterio de su Nacimiento, "¿Por qué, pues, oh hombre, tener miedo? ¿Por qué temblar al acercarte al Señor? No viene para juzgar a la tierra, sino para salvarla. En otra ocasión, tú, siguiendo los consejos de un servidor infiel, robaste la diadema real para coronar tu cabeza. Cogido en flagrante delito de robo, razón era que huyeses lejos de Dios. Quizá lo veías ya blandiendo sobre tu cabeza la espada de fuego. Ahora desterrado, comes tu pan con el sudor de tu frente; y he aquí que una voz resuena en nuestra tierra: El Señor ha llegado. ¿Cómo te alejarás de su presencia? ¿Dónde te esconderás? No huyas, no temas. No viene en son de guerra; no busca a quien castigar, sino a quien salvar. Y para que tú no puedas decir como en otra ocasión: "Oí tu voz y me escondí" (46), mira cómo se ha hecho niño y sin voz: porque los vagidos de la infancia no inspiran terror, sino compasión; y si es terrible, no lo es para ti, sino para otros. Se hace niño pequeñito; su madre, la Virgen, envuelve en pañales sus miembros delicados. ¿Todavía temes? Esto sólo es suficiente para enseñarte que no ha venido para perderte, sino para salvarte; para darte la libertad y no para cargarte de cadenas" (47). Concluyamos, pues, que si el Hijo de Dios quiso hacerse hombre para ser amado y amado con la mayor facilidad, era por extremo conveniente que se hiciese niño y que lo fuese en el seno y en los brazos de una madre, "la madre del amor hermoso".
¿Será necesario añadir que si Nuestro Señor no hubiese tenido esta condescendencia, la parte más débil y la más embelesadora del género humano, la infancia, la niñez, hubiera quedado más privada que las otras del atractivo que arrebata los corazones hacia el amor divino? ¿Cómo la bondad de Dios se hubiese puesto al alcance de estos tiernos corazones si les quitáis al Niño Jesús y a su Madre?
Por último, para no omitir cosa alguna en materia tan gloriosa para la Madre de Dios, ¿no es verdad que la bondad del Salvador nos haría menos impresión si él nos fuese extraño por su origen; sí, aunque semejante a nosotros por naturaleza, no fuese de nuestra misma familia? Es que entonces nuestro corazón no hallaría en él un corazón de hermano y la voz de la sangre no pediría tan imperiosamente la reciprocidad del amor.
IV. — Por esta misma razón la maternidad virginal de María, además de ser sólida base de nuestra fe, de nuestras esperanzas y de nuestro amor, favorece en nosotros poderosamente el brote de las otras virtudes. Una sencilla reflexión bastará para darlo a entender. Amar a Jesús, el Verbo encarnado, es amar a Dios; porque no se le ama con perfección si no se le ama todo entero. El amor que se profesa a este hombre tiene esto de propio y peculiar: que lleva directamente a Dios. Ahora bien; la divina "caridad es la plenitud de la ley, el vínculo de la perfección" (48). "Aquel que guarda mis mandamientos, ése es el que me ama" (49). Así, pues, todo lo que provoca el amor del Verbo encarnado, todo lo que facilita este amor, conduce por necesaria consecuencia a la observancia de las leyes divinas, que es como decir a la práctica de todas las virtudes.
Ahondemos en esta materia. Dios quiere que nos asemejemos a su Hijo, y la medida del amor que nos tiene es la de la semejanza nuestra con el ejemplar de toda belleza, moral y de toda perfección. Todos los bienes que nos concede, todas las gracias que nos dispensa, se ordenan a perfeccionar en nuestras almas la imagen del Unigénito (50). Pero este arquetipo, ¡cuan por cima está de nuestra debilidad, y cuan sin proporción es con nuestra nada!
¿Qué hizo la maternidad divina? Fué, por decirlo así, a buscarlo en el seno profundísimo del Padre, para después bajarlo y ponerlo a nuestro nivel y adaptarlo a nuestros usos. Debajo de los rasgos que de ella recibió, ya es imitable para nosotros; porque todas las virtudes que debemos practicar para observar el regio mandamiento del amor nos las muestra en su persona, en sus obras y en su vida. Tanto más imitable cuanto que podemos contemplarlo con los ojos de la carne. "Al hombre que podía ser visto, no convenía seguirlo; Dios, a quien era necesario seguir, no podía ser visto; pues bien, para mostrarnos aquel que podía ser visto del hombre y a quien el hombre debía seguir, Dios se hizo hombre" (51).
Si quitáis al Salvador su madre, su nacimiento, su crecimiento en medio del hogar de la familia, por el caso mismo disminuís aquello que da a sus ejemplos el embeleso con que dulcemente mueven y aquello por lo que su vida es modelo universal de toda vida cristiana. Disminuyese el embeleso, porque, lo repetimos, un Cristo que se nos presentase ya formado sin haber pasado, como nosotros, por los caminos ordinarios del linaje humano para llegar a la plenitud de su desenvolvimiento, sería menos simpático a nuestro corazón. Ya no podría decir con la misma verdad lo que el profeta Oseas ponía en sus labios: "Los atraeré con las ligaduras de Adán y con las cadenas del amor" (52). Tampoco sería dechado universal. El niño y el adolescente no verían en él aquellas virtudes que son ornamento de la niñez y de la juventud. Hubiéramos quedado privados de tantas lecciones como se contiene en los misterios de la Concepción, del nacimiento y del crecimiento de nuestro Maestro; y de los ejemplos que a cada paso se nos ofrecen en Belén, en Nazaret, en el camino de Egipto, en el Templo. El nuevo Elíseo no se extendería sobre todas las edades y sobre todas las condiciones de nuestra naturaleza para vivificarlas y santificarlas.
V. — En materia tan grave conviene no omitir nada de cuanto pueda declarar la altísima conveniencia de la divina maternidad de María. Y así, los teólogos plantean esta cuestión: ¿Hubo razones especiales para que se encarnase, con preferencia a las otras dos divinas personas, el Hijo de Dios, aunque el misterio pudo obrarse también en el padre o en el Espíritu Santo? Cuatro razones de éstas aduce Santo Tomás de Aquino en diversos pasajes de sus obras; cada una de ellas se funda en una propiedad del Hijo. Así, pues, escribe el Doctor Angélico, era de soberana conveniencia que se encarnase el Hijo de Dios.
Esta consecuencia fluye, primeramente, de la consideración de la unión misma, porque la unión se ha de hacer entre semejantes, pues la semejanza es principio de unión. Ahora bien, entre la persona del Hijo y la naturaleza humana hallamos dos relaciones de conveniencia. En primer lugar hay una coveniencia general del Hijo con todas las criaturas. El verbo del artista, su idea, es imagen ejemplar de las obras del artista. Así, el Verbo de Dios, su concepto eterno y consubstancial, es el arquetipo viviente de toda la creación. Por tanto, así como los seres creados fueron hechos, cada uno según su especie, por la participación de aquel modelo divino, así también convenía que fuesen conducidos a la inmutable perfección de la eternidad por una unión personal de la criatura con el Verbo mismo. En efecto, cuando la obra del artista se deteriora, ¿no la restaura éste conforme al ejemplar y dechado primero según el cual la produjo? Pero, además de esta conveniencia general, se da otra singularísima entre el Verbo y la humanidad. Y es que, siendo el Verbo el concepto de la eterna Sabiduría, de la que emana toda sabiduría para el hombre, el hombre progresa en sabiduría, es decir, en la perfección propia del ser racional, en la medida que participa del Verbo de Dios. Así, leemos en el libro del Eclesiástico: "La fuente de la sabiduría es el Verbo de Dios en lo más alto de los cielos" (53). De donde se deriva esta consecuencia: convenía que, para consumar la perfección del hombre, el Verbo de Dios se uniese personalmente a nuestra naturaleza.
Y no es menos patente esta consecuencia si consideramos, en segundo lugar, el fin de la unión. La Encarnación se encaminaba nada menos que a hacer de los hombres, que eran esclavos por naturaleza, hijos adoptivos de Dios . Por tanto, también desde este punto de vista, era por extremo conveniente que el Hijo de Dios por naturaleza fuese quien por sus méritos nos hiciese partícipes de su filiación divina.
Y esto mismo, en tercer lugar, se deduce de la consideración del pecado de nuestro primer padre, al que la Encarnación había de poner remedio. Aquel pecado fué un apetito desordenado de ciencia, como lo atestiguan las palabras del tentador a la mujer:
"Seréis como dioses, concedores del bien y del mal" (54). ¿No vemos también aquí cómo era una cosa muy puesta en razón que el hombre, a quien separó de Dios un afán desordenado de saber, fuese de nuevo conducido a Dios por el Verbo de la verdadera Sabiduría?
Una postrera conveniencia se saca del orden que, conforme la fe nos revela, hay entre las divinas personas. Como quiera que el Hijo ocupa, digámoslo así, un lugar intermedio entre el Padre y el Espíritu Santo, pues procede del uno y es principio del otro, a él más que a las otras personas corresponde el ministerio de la conciliación, el oficio de mediador, la función principal de Dios hecho hombre (55).
Sentadas estas premisas, la maternidad divina preséntase como elemento obligado de la Encarnación. ¿Por qué? Porque en Dios hecho hombre las propiedades del hombre deben responder puntualmente a las propiedades de Dios; en otras palabras, el origen temporal ha de estar en armonía con el origen eterno. Si Cristo salvador es concebido temporalmente en el seno de una mujer, como es eternamente concebido en el seno del Padre; si recibe por vía de generación la naturaleza divina; en una palabra, si es en el tiempo hijo del hombre, como es desde toda la eternidad Hijo de Dios, todo en él queda ordenado con perfecta consonancia. Y así, las armonías de la maternidad, tan sorprendentes cuando se las contempla en lo que tocan al hombre, no lo son menos cuando se las examina en lo que tocan a Dios.
Hagamos ya punto en estas consideraciones enderezadas a mostrarnos en la Madre de Dios el complemento providencial de la Encarnación del Verbo y de su obra de Redención. Y no porque hayamos agotado la materia, pues apenas hemos estudiado la mayor parte de las coveniencias de esta bienaventurada maternidad. Pero lo que nos queda por decir tendrá lugar adecuado en la segunda parte, en la que estudiaremos a la Madre de Dios como Madre de los hombres.
J.B. Terrien, S.J.
LA MADRE DE DIOS...
LA MADRE DE DIOS...
NOTAS:
(1) Hebr., X, 14.
(2) Joan., I, 14.
(3) Hebr., I, 3; Col., I, 17.
(4) Tertull., L. de Carne Christi: r. Marcion. P. L. II.
(5) S. Iren., C. Haeres, L. IV, y L. v. P. G. VII.
(6) S. Ignat., Ep. ad Smvrn.. n. 2, sq. P. G. IV, 708, sq.
(7) I. Joan., IV, 2, 7.
(11) Joan.. XX, .7.
(12) Tertull.. De carne Christi, c. I. P. L. II, n. 754.
(13) Marc, VI, 18.
(14) Mure, XIV, G2: Matth.. XXVI, 64.
(15) Matth., IX, 6 ; XII, 8; XIII, 37; XVI, 27; XVIII, 11; XIX, 28; XXIV, 30, 37, 39 ; XXV, 31, etc.
(l6) A primera vista podría parecer que todas estas consideraciones sobre el enlace de la maternidad divina con nuestra fe no difieren nada o muy poco de las materias tratadas en el capítulo tercero de este libro. Sin embarco, la diferencia es prande. Allí explicamos las verdades dogmáticas encerradas en la maternidad divina; aquí mostramos cómo la maternidad nos ayuda a creer aún aquellas verdades que no están comprendidas en su concepto.
(17) S. Joan. Chisost., tn Matth., hom. 2, n. 2. P. G. LVII, 26.
(18) S. Leo M., Serm, 24 in Nativ. Dom.. 4, c. 2, P. L. LIV, 204. Cf. S. August., ep. ad Honorat. 140 c. 4, n. 10, 11 P. L. XXXIII, 541, 642.
(19) S. Thom., Declaratio quorumd. Artic. adv. Grecos, etc., c. 5.
(20) San Maxim. Taurin., Serm. 20 M /w/infr. 1 P. T„ I.VII, EN, 594.
(21) Tertull. De Resurrect. carnis, c. Bl, P. L. II, 869.
(22) Hebr., II. 17.
(23) Teodot. Ancyr, hom. 2, in Nativ. Dom., n. 2 ct 3. P. G. LXXVII, 1372, sq.
(24) Id., hom. 4, in S. Deip. et Simeón, n. 2 et 3. LXXVII. 1388.
(25) Joan., III, 16.
(26) Matth., XXIV, 28.
(27) S. Thom., Expositio Apostol, Ínter Opusc, c. 5.
(28) S. Thom., Declar, quorumd. artic, c. Grecos, etc. c. 5.
(29) I. Tim., I. 5: Rom., XIII, 10.
(30) Rom., VIII, 32.
(31) S. August., De Catechiz. rudibus, c. 4. nn. 7, 8. P. L. XL, 214, sq.
(32) Exod., xx, m.
(33) Bossuet, Sermón sobre el nacimiento de Nuestro Señor.
(36) Rom., I, 23, 24.
(37) S. August., m Joan., Tract. XIII, n. 4, P. L. XXXV, 1494.
(38) Cf. Thomas., De Incarn., L. I, c. 5, 6.
(39) Tit., III, 4.
(40) Is., IX, 6, 7.
(41) Is., ibid.
(42) Is. XI, 6.
(43) Luc, II, 10-14.
(44) Hebr., IV, 16.
(45) Cf. August Nicolás, La V. María en el plan divino, L. II, c. 3.
(46) Gen., III, 10.
(47) S. Bernard., in Nativ. Dom., serm. I, n. 3. P. L. CLXXXIII, 116.
(48) Rom., XIII. 10; Col., III. 14.
(49) Joan., XIV, 21.
(50) Rom., VIII, 29.
(51) S. August., serm. 371, n. 2. P. L. XXXIX, 1660.
(52) Os., XI, 4.
(53) Eccli.. I, 5.
(54) Gen.. III. B.
(55) S. Thom., 3 p., q. 3, art. 8; III, D. I, q. 2, a 2; C. Gent., L. IV, •. i2.
(2) Joan., I, 14.
(3) Hebr., I, 3; Col., I, 17.
(4) Tertull., L. de Carne Christi: r. Marcion. P. L. II.
(5) S. Iren., C. Haeres, L. IV, y L. v. P. G. VII.
(6) S. Ignat., Ep. ad Smvrn.. n. 2, sq. P. G. IV, 708, sq.
(7) I. Joan., IV, 2, 7.
(8) Theodot. Ancyr., hom. I in Nativ Dom., n. 3-5 y 11; hom. 2, r. y et 3. P. L. LXXVII, 1K63. sq-. 1372, sq.
(9) Alguien podría extrañarse de hallar esta glorificación de las flaquezas de Cristo en una refutación de la herejía neetoriana. Pero la extrañeza cesa al considerar la finalidad de Nestorio. Quería él desdoblar la persona del Salvador y hacer de la Virgen María la madre de un puro hombre. Para que su error fuese aceptable, pretendía que ni la muerte ni la pasión podian convenir a una persona divina. De aquí deducía la {}existencia de una persona puramente humana, en la que Dios había establecido su morada en la forma más íntima. Y esto es lo que motiva las vehementes invectivas del obispo Teodoto. "¿Por qué —exclama— reprochaba en Cristo Dios la humildad de Belén? ¿Por qué hablar de su pobreza y no hablar de las riquezas que ha procurado al mundo? ¿Por qué presentar como indigna de Dios una pasión que es fuente de tan grandes bienes? ¿Por qué despojar al Hijo único de Dios de las llagas de donde ha manado nuestra salud? ¿Por qué convertir en vergüenza para Dios una muerte con la que ha dado muerte a la muerte? ¿Por qué negarle una cruz con la que ha triunfado de la malicia del diablo...? No desprecies los clavos de que Cristo se ha servido para enclavar al universo a la misma fe y al mismo culto de la piedad." Theodot., h. I, in Nativ. Dom., n. 11.
(10) Hebr.. VII, 3.(11) Joan.. XX, .7.
(12) Tertull.. De carne Christi, c. I. P. L. II, n. 754.
(13) Marc, VI, 18.
(14) Mure, XIV, G2: Matth.. XXVI, 64.
(15) Matth., IX, 6 ; XII, 8; XIII, 37; XVI, 27; XVIII, 11; XIX, 28; XXIV, 30, 37, 39 ; XXV, 31, etc.
(l6) A primera vista podría parecer que todas estas consideraciones sobre el enlace de la maternidad divina con nuestra fe no difieren nada o muy poco de las materias tratadas en el capítulo tercero de este libro. Sin embarco, la diferencia es prande. Allí explicamos las verdades dogmáticas encerradas en la maternidad divina; aquí mostramos cómo la maternidad nos ayuda a creer aún aquellas verdades que no están comprendidas en su concepto.
(17) S. Joan. Chisost., tn Matth., hom. 2, n. 2. P. G. LVII, 26.
(18) S. Leo M., Serm, 24 in Nativ. Dom.. 4, c. 2, P. L. LIV, 204. Cf. S. August., ep. ad Honorat. 140 c. 4, n. 10, 11 P. L. XXXIII, 541, 642.
(19) S. Thom., Declaratio quorumd. Artic. adv. Grecos, etc., c. 5.
(20) San Maxim. Taurin., Serm. 20 M /w/infr. 1 P. T„ I.VII, EN, 594.
(21) Tertull. De Resurrect. carnis, c. Bl, P. L. II, 869.
(22) Hebr., II. 17.
(23) Teodot. Ancyr, hom. 2, in Nativ. Dom., n. 2 ct 3. P. G. LXXVII, 1372, sq.
(24) Id., hom. 4, in S. Deip. et Simeón, n. 2 et 3. LXXVII. 1388.
(25) Joan., III, 16.
(26) Matth., XXIV, 28.
(27) S. Thom., Expositio Apostol, Ínter Opusc, c. 5.
(28) S. Thom., Declar, quorumd. artic, c. Grecos, etc. c. 5.
(29) I. Tim., I. 5: Rom., XIII, 10.
(30) Rom., VIII, 32.
(31) S. August., De Catechiz. rudibus, c. 4. nn. 7, 8. P. L. XL, 214, sq.
(32) Exod., xx, m.
(33) Bossuet, Sermón sobre el nacimiento de Nuestro Señor.
(34) S. Petr. Chryso., Sem. 147, De Incarn. sacram. P. G. LUÍ, 594, sq., José do Maistre hizo acerca de este miedo a Dios observaciones muy atinadas. Ved cómo habla a proposito de la oración: "Los hebreos, por ejemplo, dieron algunas veces a Dios el nombre de Padre; los mismos paganos emplearon algunas veces este título, pero cuando llega el momento de orar, la cosa varía: no hallaréis en toda la antigüedad profana, ni aun en el Antiguo Testamento, un solo caso en que el hombre haya dado a Dios el título de Padre hablando con él en la oración... Siempre ha podido el hombre llamar a Dios Padre, lo que no expresa (por lo menos en el sentido lato de la palabra) más que una relación de creación y de poder; pero ningún hombre pudo con sus solas fuerzas decir: Padre mío, porque estas palabras expresan una relación de amor, extraña al monte Sinaí, y que solo pertenece al Calvario". Después, entre los elogios más espléndidos que puedan tributarse a los salmos de David, algunas veces tan ardientes en amor, de Maistre intercala esta reflexión : "El amor divino que lo abrasa toma en él un carácter profetico; se adelanta a los siglos y pertenece a la ley de gracia". Además, ni el rey profeta se libra de la regla a que está sujeta toda la antigüedad. "El terror se mezcla en él constantemente con la confianza: y hasta en los arrebatos de amor, en los éxtasis de la admiración en las más tiernas efusiones de un agradecimiento sin limites, la punta acerada del remordimiento se deja sentir como la espina a través de la espesura roja del rosal." J. de Maistre, Soireés de Saint-Peterabourg., 7v entretien, II. páginas 39-41, 47, 51. (Lyon, 1886.)
El primer texto citado requiere, para ser rectamente entendido, una explicación. Antes de Jesucristo se daba el amor sobrenatural, pues los tesoros de la gracia ya estaban abiertos. Pero este amor no tenía ni la misma ternura ni la misma efusión que después. Por otra parte, como la gracia, tenía su fuente en el Calvario, en los méritos del Hijo del hombre
(35) S. Thom., c. Gent., L. III, c. 119.(36) Rom., I, 23, 24.
(37) S. August., m Joan., Tract. XIII, n. 4, P. L. XXXV, 1494.
(38) Cf. Thomas., De Incarn., L. I, c. 5, 6.
(39) Tit., III, 4.
(40) Is., IX, 6, 7.
(41) Is., ibid.
(42) Is. XI, 6.
(43) Luc, II, 10-14.
(44) Hebr., IV, 16.
(45) Cf. August Nicolás, La V. María en el plan divino, L. II, c. 3.
(46) Gen., III, 10.
(47) S. Bernard., in Nativ. Dom., serm. I, n. 3. P. L. CLXXXIII, 116.
(48) Rom., XIII. 10; Col., III. 14.
(49) Joan., XIV, 21.
(50) Rom., VIII, 29.
(51) S. August., serm. 371, n. 2. P. L. XXXIX, 1660.
(52) Os., XI, 4.
(53) Eccli.. I, 5.
(54) Gen.. III. B.
(55) S. Thom., 3 p., q. 3, art. 8; III, D. I, q. 2, a 2; C. Gent., L. IV, •. i2.
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