Maravillarse ha alguno de lo que arriba dijimos, que San Vicente, en el cisma que entonces corría, favoreció a la parte del Clemente VII y de su sucesor Benedicto XIII; los cuales, según la más común opinión, fueron papas cismáticos e intrusos. Y para que se entienda mejor la disculpa del Santo será menester tomar el agua de más lejos, y con la brevedad posible contar el hecho, con lo cual quedará más claro el derecho. Muerto el santo Papa y confesor Benedicto XI, de la orden de Predicadores, el rey de Francia Filipo IV tuvo sus modos, cómo Clemente V sucesor de Benedicto pasase la corte romana a León de Francia, y de allí a Avignon, donde residieron él y sus seis sucesores: es a saber, el papa Juan XXII, (que canonizó a Santo Tomás de Aquino), Benedicto XII, monje bernardo, Clemente VI, fraile de San Benito, Inocencio VI, Urbano V, también monje benito, y, finalmente, Gregorio XI. Pasados ya treinta años y aún más que había sido en Francia el asiento ordinario de los pontífices, Gregorio, movido parte por los ruegos de su maestro Baldo de Perusio y de Santa Catalina de Sena, que entonces resplandecía con grande santidad, doctrina y milagros, y parte por una aguda y libre reprensión de un obispo, se fue a Roma, y dentro de poco tiempo murió con gran daño de toda la cristiandad, que perdió en él un singular y muy acertado Pontífice. Luego los cardenales pusieron en plática de elegir un papa que volviese la corte a Francia, de la cual los más de ellos eran naturales. Recelándose de esto los romanos, fueron al cónclave, y más que rogando les pidieron papa italiano, que residiese en Roma; pues el Papa, aunque es obispo de todo el mundo, más particularmente lo es de Roma, y por tanto es razón que en ella, o no muy lejos de ella resida, si alguna necesidad no le obliga a otra cosa. Importunados grandemente los electores con estos ruegos o fuerzas, dieron sus votos al arzobispo de Bari, que no era cardenal, pero era italiano. Aceptó él su elección y llamóse Urbano VI, en el año 1378. Pero como era riguroso, en pocos días tuvo alterados a los más de los electores; y de dieciséis que eran, los quince se salieron de Roma e hicieron una cosa harto excusada y muy dañosa y perjudicial a toda la Iglesia, que fue elegir otro Pontífice, al cual llamaron Clemente VII. Supieron dorar con tan gentil artificio su hecho estos señores, que a gran parte de la cristiandad hicieron creer que la segunda elección era la verdadera y de corazón; y que la primera había sido como por juego y farsa, y se había hecho así de prestado, mientras se pasaba la furia y motín de los romanos, y ellos tuviesen lugar de escabullirse de entre una gente tan alborotada.
No se espanten los simples de un escándalo como éste; antes sepan que, para mayor bien y gloria de la Iglesia, tiene Dios ordenado que nunca le falten trabajos y persecuciones. Poco después que en la Iglesia cristiana se comenzó a predicar el Evangelio públicamente entre judios y gentiles, se levantaron contra ella los emperadores infieles, como Nerón, Domiciano, Trajano y otros. Salieron también infinitos herejes que la traían más acosada que los emperadores y tiranos. Ejemplo son de esto Arrio y Maniqueo y Macedonio; y en nuestros tiempos lo experimentamos con la fiera bestia de Lutero. Vinieron contra ella enjambres de gentes septentrionales, esto es, vándalos, godos, hérulos y hunos. Y como si todo esto fuera nada, salió tras ellos el dragón infernal Mahoma, que por sí y sus secuaces ha tragado la África con la Siria, Mesopotamia, Persia, Arabia y después Asia la Menor, y gran parte de la Europa. A cabo de rato aparecieron en el mundo algunos emperadores cristianos cuanto a la fe, y en sus obras par de demonios, y persiguieron a los papas de sus tiempos, como se vio en los Federicos Primeros, y en algunos de los Enricos, y en Luis de Baviera, y en otros cuyos nombres se quedarán en el tintero y sus almas en el infierno.
Mas porque todas estas persecuciones son como exteriores, Dios que desea siempre declarar al mundo la constancia y firmeza de su Iglesia y la quiere purificar en la tribulación como en el crisol se purifica el oro, ha permitido que poco menos de treinta veces se haya levantado en ella cismas y divisiones. Y que no pudiendo haber sino un solo Papa vivo en la tierra, se hayan hallado en algún tiempo dos, y aun tres juntos. El uno verdadero vicario y lugarteniente de Jesucristo y verdadero sucesor de San Pedro, y el otro u otros, falsos y fingidos pontífices, a los cuales solemos llamar antipapas.
Todo esto se ha dicho para que los ignorantes no se maravillen que permitiese Dios en aquellos tiempos tan grande tribulación y desconcierto. Que para los doctos y leídos en la Sagrada Escritura no era menester decirlo, pues en ella verán que ha habido verdaderos y falsos profetas, verdaderos y fingidos apóstoles, un Cristo verdadero y muchos anticristos, y un Dios verdadero y algunos hombres desatinados que han pretendido alcanzar la honra de Dios. Luego, si permite Nuestro Señor que haya quien se llame profeta sin serlo, y apóstol sin serlo, y Cristo ni más ni menos, y Dios sin poderlo ser, ¡qué mucho es que permita que se halle quien se tome el nombre y apellido del Papa sin serlo! Antes en esto se muestra la excelencia del pontificado, que hasta en el padecer antipapas, quiere nuestro Redcntor le parezcan los papas. Si patrem familias (dice Jesucristo) Beelcebub vocaverunt, quanto magis domésticos eius; Que es como si dijera; siervos mios Pontifices, estad apercibidos, que si para mí que soy Cristo no faltarán anticristos que me hurten para sí el nombre y me llamen Beelcebu y anticristo, a vosotros que seréis papas no os faltarán anti-papas que se usurpen el nombre de papas quitándolo a vosotros.
Pero es mucho de notar que de los antipapas, unos han sido tan clara y manifiestamente tales, que nadie les obedecia si no era muy desalmado. Como a Pedro de Corbara, que se llamó en su apostasía Nicolao V, en competencia del Papa Juan XXII. Ninguno le aderó sino ciertos malos hombres y algunos herejes fraticelos, que por complacer al perverso emperador Luis de Baviera no se les daba un clavo de vivir excomulgados. Otros antipapas ha habido, cuya erección tuvo su apariencia y probabilidad. Los que obedecieron a éstos, no por eso pecaban mortalmente ni se condenaban, sino que lo iban a pagar al purgatorio, como distintamente lo escribe un San Gregorio en el IV libro de los Diálogos, tratando de un Santo diácono, llamado Pascasio, el cual hasta la muerte favoreció por ignorancia a un antipapa, no tan manifiesto como al que antes nombramos, y después de su muerte hizo milagros, aunque estuvo no pocos dias en purgatorio. A veces también los que a buena fe y sin mal engaño hubieran seguido el bando de algún antipapa, dándose a entender que la elección habia sido canonica, puede ser que no hayan pecado nada en ello, con tal que primero hayan puesto la diligencia posible en saber la verdad del negocio.
Tal es, a mi juicio, esta cisma de Urbano VI y Clemente VII. Porque tiene su haz y su envés, y no saldremos al cabo, por más que procuremos de averiguar la justicia. A lo menos hoy es el día que la Santa Madre Iglesia no tiene aún determinado como cosa del todo punto cierta, cuál de las dos iba engañada. Y el Concilio de Constanza que puso fin a esta cisma, no condenó ninguna de ellas, en lo que hasta aquel punto había pasado, sino que, dando por vacante la Silla Apostólica, eligió un verdadero y cierto pontífice, como adelante diremos.
Demás de esto, para que se vea que San Vicente no pecó en tomar la voz de Clemente, se ha de presuponer que así como Urbano VI tuvo en su parte gente principal y docta, la tuvo también Clemente, porque, dejando aparte los cardenales antiguos que habían elegido a Urbano (los cuales excepto uno todos defendieron a Clemente), él hizo en trece veces más de treinta cardenales, personas de ciencia y consciencia. Entre ellos hubo dos padres dominicos, un francisco y un otro monje. Y de ellos fue también don Jaime de Aragón, valenciano. Ni más ni menos, Benedicto sucesor de Clemente, antes del Concilio Constanciense, hizo en cuatro veces ocho cardenales, hombres famosos y dos de ellos eran valencianos. Es a saber, don Pedro Serra, obispo de Catania, cardenal de Santángel y don Jofre Boil, cardenal de Santa María in Aquiro, varón muy santo; aunque Onofrio Panvinio, como extranjero, no da verdadera relación de la patria de estos dos cardenales ni de su muerte tampoco. Pues habiendo tanta gente encumbrada de una parte y de otra, no era difícil cosa engañarse. San Antonino, que alcanzó hartos años de este cisma, dice que los que seguían cualquiera de las obediencias, se excusaban delante de Dios. Y Silvestro de Prierio (que demás de ser grande teólogo entre los tomistas, fue doctísimo en leyes y cánones) dice que por entrambas partes hubo vehementes razones, y lo mismo afirman el ingeniosísimo cardenal Tomás de Vio Cayetano y el doctísimo obispo de Canarias, fray Melchor Cano. Basta para prueba de que había ocasión de engaño saber que Santa Catalina de Sena (la cual es alabada de muy docta por el papa Pío II) defendía la parte de Urbano VI y San Vicente Ferrer la de Clemente. Así que no pecó nada nuestro Santo en seguir a Clemente. Especialmente, que, como veremos luego, él procuró después con todas sus fuerzas de dejar arraigar el cisma. Verdad es que de las dos partes, la que mejor color tuvo fue la de Urbano.
Fray Justiniano Antist
VIDA DE SAN VICENTE FERRER
B.A.C.
VIDA DE SAN VICENTE FERRER
B.A.C.
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