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jueves, 13 de enero de 2011

La Iglesia católica es una. Ni los cismáticos ni los protestantes tienen unidad.

¿Qué entienden los católicos por unidad? ¿Cómo pueden estar de acuerdo en un sistema de doctrinas millones de entendimientos?
Los católicos, siguiendo a la letra las enseñanzas de Cristo y sus apóstoles, creemos que nuestra Iglesia es la única que goza de unidad de gobierno, unidad de fe y unidad de culto. Jesucristo nunca habló de «sus iglesias», sino de «su Iglesia». «Y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (Mat 16, 18). En el Nuevo Testamento, la Iglesia es comparada a un rebaño pastoreado por Pedro, representante de Cristo, el Buen Pastor. En esta Iglesia o reino de Dios, todos tienen que pertenecer al mismo rebaño gobernado por un solo pastor (Juan 10, 16). Todos tenemos que creer lo que Cristo y sus apóstoles nos han enseñado (Mat 18, 20); tenemos que obedecer a los apóstoles como al mismo Jesucristo (Juan 20, 21; Mat 18, 18) y tenemos que santificarnos con aquellos sacramentos que Cristo instituyó y cuya administración confió a sus apóstoles (Luc 22, 19-20; Mat 28, 19). Tenemos, pues, un régimen de gobierno al que nos debemos someter; un magisterio cuya doctrina tenemos que aceptar en su totalidad, y un ministerio con los mismos ritos y los mismos sacramentos para todos.
No se le ocultó a Jesucristo que habían de venir tiempos calamitosos en los que la interpretación privada de la Biblia, por un lado, y por otro el nacionalismo más exagerado, tenderían a desunir la sociedad o Iglesia que acababa de fundar; por eso se adelantó a prevenirnos que no temiésemos, que las puertas del infierno no prevalecerían contra ella, pues El había de estar con nosotros hasta el fin de los siglos y nos había de enviar el Espíritu Santo para ayudarnos en la lucha contra el poder de las tinieblas. Y tenía esta unidad tan en el corazón, que en la última cena hizo oración a su Padre pidiéndole «que todos sean una misma cosa; y que como Tú, Padre, estás en Mí y Yo en Ti, así sean ellos una misma cosa en nosotros, para que crea el mundo que Tú me has enviado» (Juan 17, 21). En los Hechos de los Apóstoles leemos que éstos perseveraban en oración «animados de un mismo espíritu»; que reunieron un Concilio en Jerusalén para poner coto a los cismas que ya entonces empezaban; que ordenaron diáconos para evitar rivalidades entre los griegos y los hebreos; que San Pedro admitió en esa unidad a los gentiles en la persona de Cornelio y que la loctrina de Jesucristo había sustituido a la de Moisés. San Pablo, en sus epístolas, es el mejor panegirista de a unidad de la Iglesia. El nos da la doctrina del cuerpo místico de Jesucristo, del cual nosotros somos los miembros. A los efesios les dice: «Un solo cuerpo y un solo espíritu, como fuisteis llamados a una misma esperanza de vuestra vocación. Uno es el Señor, una la Fe, uno el bautismo, uno el Dios y Padre de todos» (4, 3-6). A los Corintios: «Porque así como el cuerpo humano es uno, y tiene muchos miembros, y todos los miembros, con ser muchos, son un solo cuerpo, así ambién el cuerpo místico de Cristo. A este fin, todos nosotros somos bautizados en un mismo Espíritu para componer un solo cuerpo... Vosotros, pues, sois el cuerpo místico de Cristo, y miembros unidos a otros miembros» (1 Cor 12-27). Por donde se ve que yerran los que, animados del espíritu moderno de independencia, creen que pueden interpretar a su capricho o negar algunos puntos contenidos «en el sagrado depósito de la sana doctrina». No, más bien hay que «evitar las novedades profanas de las expresiones y las contradicciones de la ciencia que falsamente se llama tal», y «evitar y atajar los vanos discursos de los seductores, porque contribuyen mucho a la impiedad, y la plática de éstos cunde como la gangrena» (1 Tim 6, 20; 2 Tim 2, 16-18). San Ireneo refuta así a los enemigos de la unidad de la Iglesia: «Habiendo la Iglesia recibido de los apóstoles la fe y la doctrina, aunque está diseminada por doquiera y abraza a todas las naciones, guarda incólume esa fe como si viviera en sola una casa; siempre predica las mismas verdades, como si no tuviese más que un corazón y una boca, y las transmite de generación a generación. Los cismáticos rompen y dividen el cuerpo glorioso de Cristo y, en cuanto está en su parte, lo destruyen; pues, aunque con la boca predican paz, de hecho han declarado contra El guerra sin cuartel.» Una de las notas de la Iglesia católica es la unidad. Preguntad a un obispo o a un sacerdote que os expliquen un punto cualquiera de la doctrina católica, y veréis cómo, con diferentes palabras, os dicen sustancialmente la misma cosa.
Por aquí se verá la falsedad de la teoría llamada «de las ramas», según la cual hay una Iglesia con tres ramas, es decir, un tronco, que es la Iglesia invisible, con tres ramas que son los católicos, los anglicanos y los orientales cismáticos. No hay tal Iglesia invisible, ni los anglicanos creen lo que creemos los católicos, ni los cismáticos están unidos, sino separados; y tan separados, que aparte de las dieciséis ramas que le han crecido al árbol oriental, hay otras ramas desgajadas, también orientales, que no tienen la misma doctrina, como son los nestorianos, los coptos, los jacobitas y los armenios. La Iglesia católica no se contenta con términos medios. O sumisión al Romano Pontífice, o nada.

¿Qué diferencia hay entre la Iglesia oriental ortodoxa y la Iglesia católica?
La Iglesia oriental cuenta con noventa y cuatro millones de adeptos, y está dividida en dieciséis Iglesias independientes, sobre las que ejerce jurisdicción de honor el Patriarca de Constanti-nopla. Antes del cisma no había más que cinco patriarcados: Constantinopla, Alejandría, Antioquía, Jerusalén y la Iglesia de Chipre. Después del cisma, se han venido estableciendo tantas Iglesias como naciones independientes. Los obispos son célibes, pero los sacerdotes pueden casarse antes de ordenarse. El Patriarca ecuménico es cabeza de la jerarquía ortodoxa. Sus dogmas están contenidos en credos, en los decretos de los siete primeros Concilios y en ciertas confesiones de fe. Creen que su Iglesia es la verdadera, rechazan la supremacía e infalibilidad del Papa y sostienen que el Espíritu Santo procede del Padre solamente. Creen en la Eucaristía como nosotros, pero defienden que el cambio no tiene lugar inmediatamente después de pronunciada la fórmula de consagración, sino luego de la epiklesis u oración que elevan al Espíritu Santo. Ruegan por los difuntos; pero niegan el purgatorio como fuego purificador. Niegan el dogma de la Inmaculada, especialmente desde que el Papa lo definió. Bautizan por inmersión, confirman a continuación del bautismo, comulgan al pueblo bajo las dos especies, y sólo cuatro veces al año: Navidad, Pascua de Resurrección, Pentecostés y la Asunción. Confiesan muy rara vez, permiten el divorcio en caso de adulterio, ordenan imponiendo las manos, etc. La Iglesia oriental ortodoxa es la que más se aproxima a la católica, ya que creen en una Iglesia visible con autoridad para declarar lo que se ha de creer; admiten todos los libros del Antiguo y Nuevo Testamento: creen en la misa; tienen siete sacramentos y honran y se encomiendan a los santos y a la Santísima Virgen.
Hay, además, otras Iglesias orientales de menos importancia, como la cóptica, la jacobita, la armenia y la nestoriana, fruto todas de las dos grandes herejías del siglo v: el nestorianismo, condenado por el Concilio de Efeso.en 431, y el monofisitismo, condenado por el Concilio de Calcedonia en 451. La Historia eclesiástica nos dice que en distintas épocas algunos miembros de estas tres Iglesias (ortodoxa, nestoriana y monofisita) se han arrepentido de la separación y han vuelto a la unidad con Roma, formando las Iglesias unidas. Estos miembros se llaman: griegos, italogriegos, georgianos, melquitas, rutenos, servios, búlgaros y rumanos, y son alrededor de seis millones de almas.

¿Cuál fue el origen del cisma entre la Iglesia oriental ortodoxa y la de Roma?
—A la muerte de Metodio, patriarca de Constantinopla, en 842, todas las Iglesias orientales ortodoxas estaban unidas con la de Roma. Le sucedió Ignacio, hijo del emperador Miguel I, que fue depuesto, y su elección fue confirmada por el Papa Gregorio IV (827-844). La emperatriz Teodora abdicó en 856, y su hermano Bardas gobernó en calidad de regente sobre el Imperio bizantino durante la minoría de su sobrino Miguel el Borracho (842-867), de vida crapulosa. Estos depusieron a Ignacio, porque se negó a dar la comunión a Bardas, que vivía públicamente en incesto con su nuera, y porque no había permitido a Teodora que se retirase a un convento, como ella quería. Contra los cánones de la Iglesia, se ordenó precipitadamente en seis días al letrado y poco escrupuloso Focio, secretario de Estado, que fue al instante consagrado patriarca por Gregorio, arzobispo excomulgado de Siracusa. Ignacio y Focio apelaron al Papa. Este envió delegados a Constantinopla, que confirmaron la deposición de Ignacio; pero el Papa Nicolás descubrió más tarde que sus legados habían sido sobornados por Focio, y después de haberlos depuesto, excomulgó a Focio, que se vengó rebelándose contra el Papa y acusando a los latinos de defender que el Espíritu Santo procedía también del Hijo. Ese mismo año, 867, llegó a ser emperador un oficial de la corte llamado Basilio, que, después de matar a Bardas y a Miguel, depuso a Focio, por estar emparentado con la extinguida familia imperial, y puso de nuevo a Ignacio en su sede. Dos años más tarde se reunió en Constantinopla el VIII Concilio ecuménico, que confirmó la elección de Ignacio y excomulgó a Focio. Este logró ganarse las simpatías del emperador por un escrito adulador que compuso, en el que pretendía probar que Basilio era de sangre real, descendiente del rey Tiridates, de la dinastía de los Arsacidas. Muerto, pues, Ignacio, le sucedió Focio, y su elección fue confirmada por el Papa Juan VIII; pero en 879 se rebeló de nuevo contra la Iglesia de Roma, y el Papa Juan VIII le excomulgó. El año 866, León VI, que había sucedido a su padre, Basilio, depuso a Focio por traidor y le desterró de Constantinopla. Focio murió en el destierro el año 891. Con su muerte cesaron las enemistades entre Roma y Constantinopla, sin que se oyese hablar de cismas hasta el año 1053, en que ocurrió la separación definitiva.
El patriarca de entonces, Miguel Cerulario, se rebeló abiertamente contra la Iglesia de Roma, acusando a los latinos de consagrar con pan sin fermentar, de ayunar los sábados, de oponerse al matrimonio de los clérigos, etc., y cerró las iglesias y monasterios latinos de Constantinopla. El Papa León IX le reprendió por ello, y Miguel negó públicamente la obediencia a Roma. Los legados pontificios le excomulgaron en una bula que dejaron a la vista del público en el altar de Santa Sofía. Era el 16 de julio de 1054. Desde entonces se han reunido tres veces los obispos orientales y latinos para discutir los diferentes puntos de disensión. La primera vez se reunieron en Bari, bajo el pontificado de Urbano II (1098), cuando San Anselmo de Cantorbery defendió valientemente la procesión del Espíritu Santo del Hijo. La segunda vez se reunieron en el II Concilio ecuménico de Lyon, bajo el pontificado de Gregorio X (1274) y la tercera, en el Concilio de Florencia, bajo el Papa Eugenio III (1439). En estos Concilios, los orientales aceptaron, aparentemente, las doctrinas de Roma, sin excepción; pero, en realidad, se movieron a ello por motivos puramente políticos, a saber, la esperanza de que el Occidente les prestase tropas para rechazar a los turcos. Cuando no les daban éstas, se reían de los Concilios. La primera unión duró ocho años, hasta que la rechazó Miguel Paleólogo, emperador. La segunda sólo duró cuatro, hasta 1443, en que repudiaron los decretos conciliares tres patriarcas: el de Alejandría, el de Antioquía y el de Jerusalén. ¿Hay al presente esperanza alguna de unión? Cuando León XIII los invitó de nuevo a la unión, recibió una respuesta insolente de Antimos VII de Constantinopla. Tal vez ahora la revolución soviética rusa y la caridad desplegada por el Papa en favor de los orientales les abran los ojos para que vean claramente la supremacía de la Sede de Pedro.
Benedicto XV fundó el Instituto Oriental, muy floreciente, por cierto, con miras a la unión, y Pío XI les ha rogado que depongan los prejuicios y se esfuercen por atinar con la verdadera Iglesia. A nosotros nos ruega que pidamos a Dios en nuestras oraciones por esa unión, para que no haya más que un rebaño bajo el cayado de un solo pastor.

BIBLIOGRAFÍA
Bilbao. Apologética escolar. Casanovas, Apologética
Casanovas. Apologetica balmesiana.
Gentilini. Manual de Apologética.
Negueruela. lecciones de apologética.
Papiol. El protestantismo ante la Biblia.
Pi. Conferencias en defensa de la Iglesia.
Schmidt, Manual de historia comparada de las religiones.
SCHOUPPE, Curso abreviado de Religión.

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