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jueves, 20 de enero de 2011

Dificultades contra la unidad de la Iglesia

¿Cómo os atrevéis los católicos a decir que siempre enseñáis la misma doctrina, si en 1854 la Iglesia definió el dogma de la Inmaculada, en 1870 el de la infalibilidad del Papa y en 1950 el de la Asunción de María? ¿Puede la Iglesia católica imponer todos los credos que ella quiera? ¿No está contenida en el Credo de los apóstoles toda la doctrina cristiana? ¿No basta con admitir lo que nos enseñaron los primeros Concilios de la Iglesia?
La Iglesia católica cree y sostiene que la revelación terminó con la muerte de San Juan; pero también cree que esa revelación es capaz de desarrollo para que el pueblo cristiano la entienda con más claridad. Jesucristo envió a sus apóstoles a predicar «todo lo que El les había encargado» (Mat 28, 20), y San Pablo insiste en que ya nadie puede venir con enseñanzas nuevas (Gal 1, 6; 2 Tim 1. 13-14; 2. 2). El Concilio Vaticano dice: «El Espíritu Santo no fue prometido a los sucesores de Pedro para revelarles doctrinas nuevas, sino para ayudarlos a guardar inviolable la revelación que nos fue comunicada por los apóstoles y para exponerla con fidelidad» (sesión IV, cap. 4). La Sagrada Escritura (2 Cor 12, 27, Col 1, 13; Rom 6, 5) nos dice que la Iglesia católica es el cuerpo místico de Cristo, animado por un principio vital, que es el Espíritu Santo (San Agustín, sermón 267). Ahora bien: decir vida es decir crecimiento y desarrollo. No es, pues, extraño que también la Iglesia crezca y se desarrolle. Los Evangelios no son tesis razonadas y acabadas como las que nos da la Teología, sino simples narraciones y discursos. Tampoco hay que creer que todo está contenido en la Biblia, como ya lo dijo San Pablo (2 Tesal 2, 14).
Ya en los albores del cristianismo surgieron herejes que creían poder apoyar sus visiones con textos bíblicos, dando con ello origen a interpretaciones erróneas sobre diversos misterios y dogmas, como la Trinidad, la Encarnación, el pecado original, etc. La Iglesia, que es la única maestra de la revelación, condenó las falsas interpretaciones y declaró el verdadero sentido de esos textos. Cada herejía daba origen a una nueva y explícita declaración de la Iglesia, que definía el verdadero significado de la doctrina en cuestión. Y a esto es a lo que llamamos desarrollo doctrinal. Contra Arrio, que decía que el Hijo de Dios era una mera criatura, definió en Nicea (327) la divinidad del Verbo hecho carne. Contra Nestorio, que decía que en Jesucristo había dos personas, definió en Efeso (431) que en Jesucristo no hay más que una persona, la divina. Contra Eutique, que decía que Jesucristo solamente tenía naturaleza divina, definió en Calcedonia (451) que Jesucristo tiene dos naturalezas, una divina y otra humana, «que ni se confunden ni se cambian, ni están divididas o separadas». Cuando en el siglo XVI Lutero y sus secuaces nos vinieron con conceptos peregrinos sobre la misa, los sacramentos, la Biblia, la tradición, etc., la Iglesia, como guardiana de la revelación, les salió al paso condenando sus opiniones falsas y definiendo lo que sobre esos puntos discutidos se había de creer. No hay doctrina católica que no haya sido atacada directa o indirectamente por los herejes. Más aún: antes que esas doctrinas fuesen definidas, no faltaron Padres que las entendiesen falsamente o que hablasen de ellas en términos no muy claros. Para ser herejes hay que obstinarse en seguir negándolas aun después de definidas por la Iglesia. Por eso es frecuente ver al comienzo de algunos libros católicos estas o parecidas expresiones: "En todo lo que se dice, el autor se somete humildemente al fallo infalible de la Iglesia.» Supongamos que hoy día se discute la existencia de un nuevo planeta. Si yo tengo un telescopio potentísimo y logro dar con él, yo no creo el planeta; simplemente descubro su existencia. Cuando la Iglesia define una doctrina, no la crea; simplemente declara con infalibilidad que esa doctrina está contenida en la revelación que nos comunicaron Jesucristo y sus apóstoles. A este desarrollo aludió, sin duda, Jesucristo cuando comparó su Iglesia al grano de mostaza (Mat 13, 31), y cuando nos habló de la ayuda que nos prestaría el Espíritu Santo (Juan 14, 26; 16, 33). Asimismo, San Pablo, en su Epístola a los Efesios (4, 11-16), compara la Iglesia a un cuerpo vivo que crece y se desarrolla atacado continuamente por la herejía, pero siempre prosperando «en el conocimiento del Hijo de Dios». Esta doctrina del desarrollo la defendió en el siglo V San Vicente de Lerín, con la misma precisión con que en el siglo pasado la defendió el cardenal Newman. Nos dice aquél que no se trata de cambio, sino de desarrollo; es un progreso en la inteligencia y conocimiento de la doctrina revelada, pero sin cambiarla, disminuirla o desfigurarla. Esta doctrina es susceptible de más luz, más evidencia y más precisión; pero retiene siempre toda su plenitud, su integridad y su significado específico.
El Credo es una fórmula precisa de doctrina que debe ser creída por todos para asegurar unidad de doctrina y uniformidad de expresión. Los principales credos son el de los apóstoles, el atanasiano y el de Nicea. Estos credos no contienen toda la doctrina católica. A medida que surgían herejías, se modificaban los credos, no para añadir doctrinas nuevas, sino para expresar la fe tradicional en términos claros que nadie pudiese tergiversar.
Limitar la doctrina de la Iglesia a las enseñanzas de los primeros Concilios es, además, de ilógico, pecaminoso. La Iglesia es testigo divino e infalible de la revelación hasta el fin de los siglos, y está siempre lista para responder a cualquier dificultad en esta materia. No es una Iglesia como quiera; es una Iglesia viva.

¿No prohibió el Papa Bonifacio VIII la disección? ¿Y no es esto una prueba evidente de que la Iglesia se opone al progreso de la ciencia médica?
Bonifacio VIII (1294-1303), en la Bula que expidió el año 1302 sobre los sepelios, no hizo más que legislar contra la bárbara costumbre que habían adoptado los cruzados nobles, que muertos en tierra extraña, disponían que sus restos fuesen trasladados a su tierra natal. «Acostumbran—nos dice el Papa—desentrañar el cadáver desmembrarlo o cortarlo en pedazos para luego hervirlo y descarnar así los huesos, que son enviados a su patria para ser enterrados.» Así fueron transportados los restos de Luis VI de Francia y Federico Barbarroja, emperador de Alemania; y esta costumbre se había hecho ya general a fines del siglo XIII. El Papa se opuso a esta costumbre «abominable» y la condenó bajo pena de excomunión (Extravagantes 3, cap. 1). No se opuso, pues, el Papa a la disección médica, sino al deseo desmedido de querer ser enterrado en la tierra natal procurándolo con la práctica de un tratamiento bárbaro e inhumano. Nótese que por aquellos días se practicaba con los cadáveres la disección en las Facultades médicas de las Universidades de Venecia, Pisa, Napóles, Bolonia, Florencia, Roma, Montpellier y París, sin que el Papa se lo prohibiese.

¿No escribió Calixto III en 1456 una Bula contra el cometa Halley, que tanto terror causó durante la batalla de Belgrado?
No hay memoria de Bula semejante. Es una leyenda que inventó Laplace, que por cierto, se arrepintió de ello más tarde. Sin, embargo, ha sido repetida en diversas formas por Arago, Smyth, Grant, Draper, White y otros. Pintan al Papa excomulgando, exorcizando, anatematizando, maldiciendo y conjurando al cometa. Según Draper, el Papa trató de espantar al cometa volteando las campanas. En la Bula que expidió el Papa el 29 de julio de 1456 ni siquiera se menciona al cometa; toda ella tiene por fin mover al pueblo a rogar por el triunfo de las armas cristianas contra los turcos. Las campanas se tocaron para recordar al pueblo los tres Padrenuestros y tres Avemarias que debían rezar por el triunfo de Hunyadi y San Juan Capistrano, ni más ni menos que lo que se hace en muchas partes con el toque del Ángelus.

¿No estamos de acuerdo todos los cristianos en lo esencial? Yo creo que sería mejor aceptar las enseñanzas fundamentales de Cristo y dejar a un lado detalles dogmáticos sin importancia.
Esta distinción entre doctrinas fundamentales y no fundamentales fue inventada por Jurieu para ver de remediar esta falta de unidad de gobierno, doctrina y culto que caracteriza a las sectas protestantes. Semejante invención no tiene garantías ni en la Escritura ni en la tradición. Más aún: los que así opinan ni siquiera se han podido poner de acuerdo cuando tratan ya a las inmediatas de declarar qué doctrinas deben ser admitidas como fundamentales. San Agustín, en el siglo V, respondió maravillosamente a esta dificultad cuando escribió así a los donatistas del norte de África: «Ambos tenemos un bautismo; en esto estamos unidos. Tenemos el mismo Evangelio; en esto estamos unidos. Celebramos igualmente las festividades de los mártires; también en esto estamos unidos. Pero no estamos de acuerdo en todo. No estáis unidos con nosotros en vuestro cisma ni en vuestra herejía. Y porque en unas pocas cosas no estáis unidos con nosotros, las muchas en que estamos unidos no os sirven de nada.»

¿No basta el "vínculo de la caridad" de que nos habla San Juan (13, 34-35) para unirnos a todos en el seguimiento de Cristo, sin que nos tengamos que preocupar de dogmas y credos?
No basta, pues San Pablo nos dice que «sin fe es imposible agradar a Dios» (Hebr 11, 6), y basa siempre el amor en la unidad de fe. «Sed solícitos—escribe a los efesios—en conservar la unidad del espíritu en el vínculo de la paz, siendo un solo cuerpo y un solo espíritu, así como fuisteis llamados a una misma esperanza de nuestra vocación. Uno es el Señor, una la fe, uno el bautismo" (4, 3-6). Y a los filipenses les escribe: «Sentid todos una misma cosa, teniendo una misma caridad, un mismo espíritu y unos mismos sentimientos» (2, 2).
Nuestro Señor Jesucristo, que nos manda amarnos mutuamente para demostrar que somos sus discípulos, también dijo que «los que no creyeren, se condenarán» (Mar 16, 16).

¿Qué se hizo de la unidad de la Iglesia durante el cisma de Occidente?
Durante el cisma de Occidente continuó la unidad, pues ya nadie duda de que la elección de Urbano VI fue perfectamente válida conforme a los cánones. Por consiguiente, válida fue la sucesión de Bonifacio IX (1389-1404), Inocencio VII (1404-1406) y Gregorio XII (1406-1415). La lista oficial de los Papas en la Gerarchia Cattolica de 1904 ni siquiera menciona los Papas de Aviñón y Pisa (Clemente VII, Benedicto XIII y Alejandro V), y en los siglos XVI y XVII hubo dos Papas que tomaron los nombres de los de Aviñón, Clemente VII (1523-1534) y Benedicto XIII (1724-1730).
Según Santo Tomás (2, 2, q. 39, a. 1), «aquellos solos son cismáticos que, a ciencia y conciencia, se apartan de la unidad de la Iglesia», como lo hizo Cerulario en Constantinopla el año 1053 y Enrique VIII de Inglaterra en 1534. Es probable que Clemente VII y aquellos cardenales franceses un tanto mundanos que le eligieron fuesen cismáticos en el verdadero sentido de la palabra; pero dudo mucho que durante todo el período del cisma pasasen de cien las personas real y verdaderamente cismáticas. Es cierto que Urbano VI, una vez elegido, dio motivo a quejas (y motivo justo) por sus arbitrariedades y carácter violento; pero de ahí a separarse de él, como lo hicieron los cardenales citados, hay un abismo. No tenían autoridad ninguna para declarar inválida su elección. Ya le habían reconocido varios meses antes como Papa legítimo asistiendo a su entronización en San Juan de Letrán y a su coronación en la basílica de San Pedro. Asimismo, ya le habían pedido muchos favores y habían notificado oficialmente su elección a seis cardenales que se hallaban ausentes en Aviñón, a varios obispos españoles, al emperador, al rey de Francia, Carlos V; al elector palatino y al conde de Flandes. La elección de Urbano VI tuvo lugar en circunstancias tan peculiares, que, una vez que sus electores le negaron la obediencia, el pueblo cristiano no pudo juzgar por sí la veracidad de los hechos. Se metió de por medio la política, y mientras Inglaterra y Flandes reconocieron al Papa italiano, Escocia, Francia y España reconocieron al francés. Como dice muy bien Pastor: "Aquello no fue más que un conflicto entre dos naciones que se disputaban la posesión del Papado; Italia quería recobrarlo y Francia se esforzaba por que no se lo arrancasen.» En ambos lados florecieron teólogos, canonistas y santos. Santa Catalina de Sena reconocía a Urbano VI, y San Vicente Ferrer, a Clemente VII. El cisma, pues, de Occidente no fue un cisma en el verdadero sentido de la palabra, pues jamás se negó ni la unidad de la fe ni la supremacía del Papa. No se trataba más que de resolver el problema de quién era el verdadero Papa. Una vez que el problema quedó resuelto, la cristiandad toda se sometió humildemente y reconoció al verdadero Papa. Durante todo el período que duró el cisma hubo un Papa verdadero, fuente genuina de autoridad y de unidad en todo el orbe cristiano. El que una verdad esté envuelta en duda durante algún tiempo, no hace que sea menos verdad. Los católicos admitimos que este contratiempo sacudió no poco los cimientos del Papado, menguándole respeto y autoridad; pero al mismo tiempo nos confortamos con el pensamiento de que ello contribuyó a mostrar una vez más el carácter divino que le asiste. ¿Qué institución humana—pregunta De Maistre—hubiera sobrevivido a esta prueba?» Tenemos, pues, un argumento más de que el Papado es indestructible y su unidad imposible de romper.

¿Cuál es la causa de que las naciones católicas no son tan ricas y poderosas como las protestantes? ¿Cómo es que los países dominados por la religión católica están más atrasados en todo que los demás países?
En primer lugar, Jesucristo no hizo la riqueza marca distintiva de su Iglesia ni dijo jamás que los bienes de este mundo eran señal del favor divino. Al contrario, dijo tales cosas contra las riquezas y los que las ambicionaban, que no han faltado socialistas poco avisados que, en sus doctrinas subversivas, declaran tener por caudillo a Jesucristo. Jesucristo dijo claramente que es imposible servir a Dios y a las riquezas (Mat 6, 24), y aseguró que éstas son de suyo un obstáculo para entrar en el reino de los cielos: «¡Ay de vosotros los ricos, que tenéis acá vuestro placer!» (Luc 6, 24). «Más fácil es que un camello entre por el ojo de una aguja que el que un rico entre en el reino de los cielos» (Mat 19, 24). Insiste en que su reino no es de este mundo, y añade: «¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma?» (Mat 16, 26). No fue el pobre Lázaro el que fue al infierno, sino el rico Epulón (Luc 16, 19-31). San Pablo se contentaba con tener lo suficiente para cubrir la desnudez (1 Tim 6, 8), y San Pedro se gloriaba de haber «dejado todas las cosas» para seguir a Cristo (Marc 10, 28). Si la prosperidad material fuese garantía del favor divino, Dios sería tan mudable como lo somos sus criaturas, y, además, nos llevaría a la consecuencia absurda de que Dios remuneró la idolatría de Egipto, Asiría, Babilonia, Grecia y Roma, pueblos todos paganos, dándoles riquezas y poder material. Dios no declaró falsa la religión de los judíos cuando éstos eran esclavos de Faraón, ni despreció el cristianismo cuando los primitivos cristianos se vieron constreñidos a vivir escondidos en las catacumbas. Y es que, como dicen los filósofos, el argumento prueba demasiado. Dios amó a los católicos españoles que, en tiempo de Felipe II, eran los dueños del orbe, lo mismo que ama en la actualidad a los católicos de la España sin colonias y predominio militar. Es absurdo pensar que Dios estaba con Holanda cuando, en el siglo XVII, estaba entre las primeras potencias marítimas, al par de Inglaterra, y que ahora la ha abandonado porque ya no es primera potencia. Ahí están las naciones escandinavas, protestantes, y ahí está el Japón, pagano. ¿Quién es el más poderoso? Y, sin embargo, nadie concluirá que Dios tiene más simpatías por los paganos que por los protestantes. En resumen: el poder material y las riquezas no son señal del favor de Dios. Si una nación tiene vegas fértiles, minas ricas de toda clase de carbones y metales, saltos de agua aprovechables para producir electricidad, puertos estratégicos para la exportación de sus productos, gente hábil e industriosa, etc., esa nación será rica y poderosa, llámese Francia, Alemania o Japón. Además, que hoy día las cosas han cambiado mucho. Ya no hay naciones propiamente católicas o protestantes. Francia pasa por católica, y, sin embargo, es voz común que treinta millones de franceses no cumplen con Pascua. Los Estados Unidos aparecen a la faz del mundo como nación protestante, y, sin embargo, la mitad de los que tienen religión son católicos, y el resto no tiene religión alguna. Donde cabe la comparación es en el poder civilizador de los católicos, en contraposición al de los protestantes. Léase a Balmes en su Civilización europea. El cardenal Newman resuelve bien esta dificultad. «El mundo—dice— considera sus fines como el mayor de los bienes, y quiere que la sociedad se gobierne según sus normas. Considera buen lance ganar un islote en el océano o un pie más de tierra en la frontera a costa de cien vidas y cien almas. La Iglesia católica, por el contrario, siguiendo el ejemplo de su divino Fundador, estima en mucho al alma y trabaja únicamente para su bienestar. Por el bienestar de cada alma; todo su cuidado es atender a las almas, por la que murió Jesucristo. Al que me pregunte por qué la Iglesia no inventa máquinas ni se ocupa de tarifas, le responderé después que él me haya respondido por qué no hace el Estado santos.»

BIBLIOGRAFÍA.
Apostolado de la Prensa, La ciencia y la religión.
Id., Libertad de conciencia y las Ordenes religiosas.
Ídem, Las naciones católicas y protestantes.
Fosar, Materialismo y esplritualismo.
Gentilini. Manual de Historia eclesiástica.
Gibier
, Objeciones contemporáneas contra la Iglesia.
Marín Sola, La evolución homogénea del dogma católico.
Young, Países católicos y protestantes.
Newman, Desenvolvimiento del dogma.
Torró, El progreso material y la felicidad del hombre.

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