Encíclica de Gregorio XVI
A los Obispos de Polonia sobre la autoridad de los Príncipes
El día 9 de julio de 1832
1. Preocupación por la situación de sus estados y nueva Encíclica
Cuando llegó a Nuestro oídos el rumor de las terribles calamidades que en el año pasado afligieron gravemente a ese reino tan floreciente, se nos hizo saber, al mismo tiempo, que su verdadero origen estaba en fabricantes de embustes y mentiras, quienes, por capa de religión, en estos lamentables tiempos nuestros, levantando la cabeza contra la legítima potestad de los Príncipes, habían llenado de tristísimo llanto su patria, desligada de todo vinculo de legítima sujeción, Nos, postrados a los pies de Nuestro Señor, al cual representamos en la tierra, aunque sin merecerlo, con abundantes lágrimas lloramos los males penosísimos que afligen a Nuestra solicitud y a Nuestra pequeñez. Y en la humildad de Nuestro corazón, con ardiente afecto procuramos aplacar al Padre de las misericordias con preces, suspiros y gemidos, pidiéndole que Nos fuera dados ver pronto restituidos a la paz y a la obediencia a la autoridad legítima, esas provincias desgarradas por tantas y tan crueles disensiones. Después de esto, Venerables Hermanos, decidimos enviaros enseguida una carta Encíclica para comunicaros que también a Nosotros aflige el peso de vuestros males, a fin de que, consolada y fortalecida así vuestra solicitud pastoral, os ocupéis con celo siempre nuevo y cada vez más ardiente en defender las doctrinas más ortodoxas y en persuadirlas e inculcarlas a vuestro queridísimo clero y pueblo.
Pero habiendo recibido la noticia de que esa carta no llegó a vuestras manos, a causa de las difíciles circunstancias, en el momento actual, pacificadas y tranquilizadas las cosas por la gracia de Dios, de nuevo os abrimos Nuestro corazón, Venerables Hermanos, exhortando con todas Nuestras fuerzas en el Señor vuestro celo y solicitud a apartar de vuestra grey, con toda energía y cuidado, la causa de los males pasados.
2. Un frente de oposición
En esto ciertamente debéis poner viva atención y toda diligencia y vigilar mucho para que hombres dolorosos y propagadores de novedades, no prosigan diseminando entre vuestra grey doctrinas erróneas y dogmas falsos y con el pretexto del bien público, de que suelen valerse, abusen de la credulidad de los otros que son más simples y menos cautos, hasta tenerlos, sin pensarlo ellos, como ciegos ministros y fautores para turbar la paz de la sociedad y trastornar el orden. Para utilidad y enseñanza de los fieles, hay que poner claramente de manifiesto el fraude de estos seudo-doctores y refutar con energía sus falaces conceptos, basándose en la doctrina inconcusa e inapelable de la Sagrada Escritura y en los documentos evidentes de la venerable Tradición eclesiástica. En estas fuentes purísimas (de las cuales el clero católico debe sacar la norma para gobernar su vida y las orientaciones que habrán de dar al pueblo en su predicación), clarísimamente se nos enseña que la obediencia que los hombres deben prestar a las potestades constituidas por Dios es un precepto absoluto al que nadie puede contradecir, a nos ser que manden algo contrario a las leyes de Dios y de la Iglesia. Toda alma (dice el Apóstol) esté sujeta a las supremas potestades. Pues no hay poder sino de Dios; todas las cosas existentes han sido ordenadas por Dios. Por lo tanto quien resiste al poder, resiste a la voluntad de Dios... De consiguiente es necesario que les estéis sujetos no sólo por temor del castigo, sino también por la conciencia[i]. De la misma manera enseña San Pedro[ii] que todos los fieles estén sujetos a toda criatura humana por Dios, sea al rey, como depositario del poder, sea a los gobernadores o a sus delegados, porque dice ésta es la voluntad de Dios que haciendo el bien hagáis enmudecer la ignorancia de los hombres imprudentes. Nos consta que los antiguos cristianos guardando estas amonestaciones, aun durante el furor de las persecuciones, se hicieron acreedores al reconocimiento de los Emperadores y protegieron la incolumnidad del Imperio. Los soldados cristianos, dice San Agustín, sirvieron al Emperador infiel: pero cuando se tocaba la causa de Cristo, no reconocían sino a Aquel que está en los cielos. Distinguían al Señor eterno del señor temporal, y sin embargo se sometieron por el Señor eterno, también al señor temporal[iii].
Bien sabéis, Venerables Hermanos, que esta fue la doctrina constante de los Santos Padres y la que siempre enseñó y enseña la Iglesia Católica. Formados en ella, los primeros cristianos vivieron y se comportaron de tal manera, que las legiones cristianas nunca se deshonraron con la cobardía y la traición que manchó a los ejércitos paganos. A este propósito dice Tertuliano[iv]: Se nos atribuye el crimen de lesa majestad imperial; sin embargo, nunca pudieron encontrarse entre los cristianos, Albianos, Nigrianos o Casianos. Pero los mismos que juraran hasta la víspera por los genios de los emperadores, los mismos que ofrecieron sacrificios por su bienestar y condenaran tantas veces a los cristianos, demostraron luego ser enemigos de los emperadores. El cristiano no es enemigo de nadie, ni siquiera del emperador; sabiendo que es su Dios quien lo ha constituido en el poder, no puede a menos que amarlo, reverenciarlo, honrarlo y desearle todo bien. Os decimos estas cosas, Venerables Hermanos, no porque pensemos que os sean desconocidas o porque temamos que no os ocupéis con celo suficientemente ardoroso en defender y propagar los preceptos de la más sana doctrina sobre la obediencia que los súbditos deben prestar a su legítimo Príncipe, solamente os lo dijimos para manifestaros Nuestro afecto y el deseo de que todos los varones eclesiásticos de ese reino brillen de tal manera en la pureza de la doctrina, en el esplendor de la prudencia y santidad de la vida, que aparezcan irreprensibles a los ojos y al juicio de todos. De esta manera todo sucederá prósperamente, según lo esperamos y anhelamos.
3. Conclusión y exhortación
Vuestro poderoso Emperador se os mostrará benigno y siempre recibirá con ecuanimidad Nuestros buenos oficios, -que ciertamente no dejaremos de interponer-, y Nuestras peticiones para el bien de la Religión Católica profesada por ese reino, y a la cual prometió no negar nunca su patrocinio. Los sabios que verdaderamente son tales, os honrarán con merecidas alabanzas y los enemigos se avergonzarán no teniendo nada malo que decir de nosotros. Mientras tanto, elevando al cielo Nuestras manos, rogamos a Dios por vosotros, para que cada día enriquezca y colme más y más a cada uno con la abundancia de las celestiales virtudes. Y, teniéndoos siempre en el corazón, os exhortamos a colmar Nuestra alegría, pensando todos de la misma manera, unidos por la misma caridad, y sintiendo unánimemente lo mismo; predicad todos lo que es conforme a la sana doctrina; palabras rectas, irreprensibles; custodiad lo que se os ha confiado; permaneced en un sólo espíritu colaborando unánimes con la fe del Evangelio. Rogad, en fin, sin cesar a Dios por Nosotros, que, en prenda de Nuestro paternal amor, os impartimos a vosotros y a toda la grey encomendada a vuestros cuidados la Apostólica Bendición.
Dado en Roma, junto a San Pedro, bajo el anillo del Pescador el día 27 de mayo del año 1832, de Nuestro Pontificado el año segundo.
Gregorio XVI.
[i] Rom. 13, 1-3.
[ii] I Petr. 2, 13.
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