Por los años de 150-155, dirigió San Justino su primer apología al emperador Tito Elio Adriano Antonino, a Marco Elio Aurelio Vero, que había de sucederle en el Imperio, y a Lucio Vero, futuro corregente de Marco Aurelio, y, juntamente con ellos, al sagrado Senado y a todo el pueblo romano. Un oscuro samaritano, natural de Flavia Neápolis, la moderna Naplusa y antigua Samaría, hijo de Prisco y nieto de Bacqueo, vestido de manto de filósofo, se atreve a levantar la voz ante los arbitros del orbis terrarum en favor de unos hombres, provenientes de toda raza y de todo clima, injustamente odiados y vejados en todo el Imperio, declarándose su oscuro defensor, a cara descubierta, uno de ellos.
La Apología de San Justino es un maravilloso documento revelador de una época y de sus hombres; revelador sobre todo, del alma misma de su autor: un alma ingenua, en el mejor sentido latino de la palabra, hecha de rectitud y nobleza, enamorada de la verdad y de la la justicia; verdad que debe decirse, justicia que hay que seguir aun con riesgo de la vida. Nadie había hablado jamas a los gobernantes del Imperio en tono tan exento de adulación como les habla aquí este humilde filósofo cristiano:
"Cierto, vosotros oís por dondequiera llamárseos piadosos y filósofos y guardianes de la justicia; mas que en realidad lo seáis, los hechos lo mostrarán."
Este valor tiene su raíz en una profunda convicción: El cristiano no puede sufrir sino un mal, a saber, ser convicto de iniquidad: "Vosotros podréis quitarnos la vida; lo que no podéis es dañarnos." Fieras palabras, tan socráticas como cristianas, pues Sócrates fué, para San Justino, cristiano antes de Cristo, por haber vivido conforme a la razón, es decir, al Logos (Apol. I, 46).
Los cristianos están puestos fuera de la ley. Siendo inicentes e intachables, se los condena a muerte por meros rumores públicos que corren a su cuenta, en que se les imputan las mas abominables infamias. ¿Quié delito se alega contra ellos? Su nombre. Ahora bien, ¿qué deslito es un hombre? El delito no puede proceder sino de hechos. Demuéstrense hechos delictivos contra los cristianos y, en ese caso, no sólo no rehusamos, sino que pedimos el castigo de quienes no viven conforme a la ley que profesan.
Se nos acusa de ateos, por no profesar la fe de los dioses de la ciudad, es decir, del Estado y del Imperio. Ese ateísmo no lo disimulamos; pero no somos en modo alguno ateos respecto al Dios verdaderísimo, a su Hijo Jesucristo, nuestro Maestro, y al Espíritu profético, y hasta a todo un ejército de ángeles buenos que siguen al Hijo y le son semejantes. No hay, pues, derecho a condenar a muerte por ateo a un cristiano. Y no es que temamos morir. Con una simple negación, eludiríamos la muerte; pero no queremos vivir en la mentira, pues, codiciando la vida eterna y pura, pretendemos vivir con Dios, padre y artífice de todas las cosas, y nos apresuramos a confesar nuestra fe, persuadidos por ella que pueden obtener estos bienes quienes con sus obras convenzan a Dios de haberle seguido y haber amado vivir con Él allí donde la iniquidad no puede llegar. Quien pierde es el que inicuamente condena a muerte a un cristiano. Por vosotros, emperadores, hemos dicho lo que hemos dicho. La idolatría y el culto pagano son una estupidez. Un escultor disoluto labra una estatua y hete ahí un dios a quien las gentes adoran... El culto acepto a Dios es la santidad de la vida que nos hace semejantes a Él mismo. ¿Por qué no trabajar para que doctrina tan pura como la cristiana llegara a conocimiento de todos los hombres y exhortarlos a seguirla? Lo que no han conseguido las leyes humanas lo lograría el Logos divino. Y ya lo hubiera logrado si los demonios malvados, tomando por aliada la codicia, mala para todo y varia por naturaleza, ingénita en todos los hombres, no hubieran esparcido contra los cristianos acusaciones, mentirosas e impías, con las que nada tienen que ver. Los cristianos —se dice también—hablan de un reino que esperan. Pero este reino nada tiene que ver con el Imperio terreno que jamás soñaron en disputar a sus poseedores. De tratarse de reino terreno, ¿cómo se explicaría que un cristiano se apresure a confesar su fe, sabiendo que ello ha de costarle la vida? ¿Los cristianos, enemigos del Imperio? Más bien somos vuestros auxiliares y aliados para el mantenimiento de la paz, pues enseñamos que por encima de la ley y del castigo humano que, en definitiva, puede burlarse, está Dios, de quiien nadie puede escapar, y a quien no se le oculta el más recóndito pensamiento. Cualquiera diría que teméis, de hacerse el mundo cristiano, os hayan de faltar malhechores y no tengáis a quién castigar. Mas ello antes fuera temor de verdugos que de príncipes buenos. Se objeta que no debe abandonarse la religión de los padres. Mas ¿quién tiene interés en heredar una tara o un deshonor paterno? En realidad el cristiano no se sorprende de que se le trate así, pues en ello ve el cumplimiento de una palabra de su Maestro Cristo, y en sus propios sufrimientos halla una confirmación de su fe.
Aquí —dice San Justino—pudiéramos terminar nuestra súplica, convencidos de que sólo pedimos cosas conforme a verdad y justicia. Lo que sigue, efectivamente, de la Apología, si bien ordenado todo a confirmar la tesis de la inocencia y lealtad al Imperio de los cristianos, nadaesencial añade a lo que ya está dicho. Los cristianos profesan una moral sublime, enseñada por su Maestro Cristo y contenida en el Evangelio; su fe no tiene nada de irracional, pues halla, en las profecías principalmente un apoyo firmísimo, por tratarse de hechos que estan a la vista de todo el mundo, a la vista particularmente de los dueños del Imperio romano, ejecutores, sin saberlo, de alguna de ellas, como la destrucción de Jerusalén y sumisión del pueblo judío; el culto cristiano, lejos de las abominaciones que la lúbrica fantasía del vulgo le atribuye, es lo más puro y santo que pueda darse; la vida cristiana, en fin, una consagración a Dios y una intima renovación por obra de Jesucristo. Y que esta renovación no sea un sueño místico, ahí están unos hombres de carne y hueso para demostrarlo:
Después de creer al Logos, nos hemos apartado de los demonios, y, por medio de su Hijo, seguimos al solo Dios Ingénito. Los que antes nos complacíamos en actos impúdicos, ahora abrazamos sólo la castidad; los que antes nos valíamos de artes mágicas, ahora nos hemos consagrado al Dios verdadero e Ingénito; los que codiciabamos, sobre todo deseo, el acrecentamiento de bienes y dinero, ahora poseemos en común aun lo nuestro y damos parte de ello a todo el que lo necesita; los que antes nos aborrecíamos y asesinábamos los unos a los otros, y no abríamos jamás las puertas de nuestros hogares a quienes nos fueran extraños por sus costumbres, ahora rogamos hasta por nuestros enemigos. Y a los que injustamente nos aborrecen, tratamos de persuadirles a abrazar nuestra fe, para que viviendo conforme a los bellos consejos de Cristo, tengan también ellos buena esperanza de alcanzar, junto con nosotros, los mismos bienes de mano de Dios, soberano del universo."
Es probable que, conforme San Justino se temía, los demonios, tan asendereados por él en su Apología, engañaran a los altísimos destinatarios de ella y les cegaran los ojos para no leerla, no entender nada, no ya sólo del misterio de la fe cristiana, que lealmente se esfuerza en esclarecer, con luces a veces harto tenues y aun sospechosas, como para ojos paganos, sino de principio tan elemental de justicia como el de no condenar a quien no es culpable de delito alguno. Lo probable es que ni Antonino Pío ni Marco Aurelio (no nombremos al calavera Lucio Vero) leyeron la Apología de San Justino; lo cierto es que nada consiguió con ella. Nada, decimos, en orden al mejoramiento de la situación jurídica de los cristianos; pues, en otros órdenes, toda nuestra admiración y gratitud y simpatía es poca para este glorioso y leal defensor de la fe, que luego la defenderá con la suprema apología del martirio, bajo el mismo César Marco Aurelio, a quien aquí saludó con el superlativo de Verissimus.
El caso es que pocos años después de escrita la primera Apología, el maestro cristiano se ve obligado a tomar nuevamente su estilete o punzón para protestar nuevamente del trato inicuo que se sigue dando a los cristianos.
Es la llamada segunda Apología, apéndice, continuación o refundición de la primera. La segunda Apología, cuya fecha de aparición se coloca hacia el 160, se abre con el relato de un drama doméstico que desemboca en el martirio de tres cristianos: Ptolomeo, Lucio y otro innominado. Un matrimonio pagano vive en plena disolución. Un buen día, la mujer se cansa de su vida rota y trata de persuadir a su marido la imite en su buen acuerdo. Un catequista cristiano, Ptolomeo, había hecho oír a la mujer pagana y alegre las enseñanzas cristianas sobre la castidad y el eterno castigo aparejado a los disolutos. La gracia de Dios hizo lo restante. La mujer se convirtió al cristianismo. De este Ptolomeo no se nos da otra noticia sino la de haber sido para la mujer maestro de las doctrinas de Cristo. Esta instrucción, auténtica catequesis, debió de recibirla en su propia casa. Sin embargo, Ptolomeo no pudo ser un simple esclavo de los dos burgueses romanos a quienes su palabra había puesto en íntima discordia, pues en este caso el amo hubiera dado buena cuenta de él, por lo menos de pertenecer al número de los que describe Séneca: "Si un esclavo tose o estornuda durante la comida, si espanta con negligencia las moscas, si deja caer una llave con ruido, entramos en verdadero furor... Si responde un poco alto, si da muestra por su cara de mal humor, si cuchichea palabras que no llegan hasta nosotros, ¿tenemos motivo para hacerle azotar y cargarle de cadenas? Ahí esta delante de nosotros, atado, expuesto sin defensa a los golpes; con frecuencia le damos demasiado fuerte y le rompemos un miembro" (De ira).
Más tampoco hay razón para suponerle miembro del clero romano. Tal vez fué médico de profesión. Como quiera, Ptolomeo es un ejemplo de aquel apostolado difuso de los primeros tiempos de la Iglesia, por el que el cristianismo penetraba, como una sutil esencia, hasta los reductos más inexpugnables del paganismo. La mujer misma, apenas se hace cristiana, trata también de convertir a su marido. Al no lograrlo, intenta la separación. La disuaden los parientes, con la esperanza de que el tiempo hiciera sus buenos oficios, y ella consiente en diferir la resolución desesperada. Un viaje del marido a Alejandría—la ciudad cuyo dios único dijo Adriano era el dinero y, en definitiva, el placer —con las noticias; que le llegan de la vida de su cónyuge, la deciden irrevocablemente y presenta libelo de repudio. El divorcio, por aquellos días del Imperio, y aun antes, era acontecimiento tan corriente en la sociedad romana, que apenas si escandalizaba a nadie. La mujer cristiana, en este caso pudo apelar a la jurisprudencia, si así cabe llamarla, sentada por el apóstol San Pablo: En bien de la paz, pues en paz nos llamó el Señor, puede el fiel separarse de su cónyuge infiel (1 Cor. 7, 12-16). El marido, despechado, denuncia a su mujer como cristiana.. He aquí otro dato precioso: el cristianismo, puro y simple, sigue siendo un crimen. La mujer, sin embargo, no se intimida y busca en la ley misma la puerta de escape para burlar, por de pronto, la persecución. Presenta al Emperador instancia pidiendo autorización para arreglar los asuntos de hacienda y bienes derivados del divorcio planteado, dispuesta tras ello a dar razón de sí ante los tribunales, y el Emperador accede a tan justa como hábil petición. Nada más sabemos del doble pleito de marido y mujer, pues la rabia de aquél toma ahora otro giro. El culpable de todo era Ptolomeo. Un centurión, con funciones de policía, le prende y mete en la cárcel. Presentado, en fin, ante el prefecto de la urbe, Q. Lolio Urbico, no se le interroga sino sobre ser cristiano. La afirmativa era la sentecnia misma de muerte. Lucio, un espectador de los que rodean el tribunal, protesta del modo inicuo como se condena a muerte a un inocente. Mas también a éste se le hace la fatal pregunta y su afirmativa tiene las mismas consecuencias. Y aun otro, cuyo nombre no estampó San Justino, fué condenado junto con los anteriores. En esta página, como en toda la Apología de San Justino, percibimos bien la trágica situación de los cristianos. Ellos tienen la razón, ellos están en la verdad; pero la ley, apoyada en la tradición y el común sentir, estaba contra ellos. Sus jueces podían condenarlos a muerte sin el más leve remordimiento de conciencia. Para que ésta cambiara, fué justamente necesaria la sangre de los mártires, y éste es, aun en lo meramente humano, su más glorioso triunfo.
Sobre estas actas, tomadas de la Apología de San Justino, huelga toda discusión de autenticidad. Sólo hechos absolutamente ciertos podía el apologista presentar en defensa de su tesis. Posiblemente, viviendo entonces en Roma, fué testigo presencial de ellos.
Martirio de los Samtos Ptolomeo, Lucio y otro.
(San Justino, Apol. II, 2.)
Vivía una mujer con su marido, hombre disoluto, entregada también ella, antes de convertirse, a la vida licenciosa. Mas apenas conoció las enseñanzas de Cristo, no sólo se tornó ella casta, sino que trataba de persuadir igualmente la castidad a su marido, refiriéndole las mismas enseñanzas y anunciándole el castigo del fuego eterno, aparejado para los que no viven castamente y conforme a la recta razón. El hombre, obstinado en las mismas disoluciones, se enajenó con su conducta el ánimo de su mujer, pues teniendo ésta por cosa impía seguir compartiendo el lecho con un hombre que trataba de procurarse placeres contra toda ley de naturaleza y justicia, decidió divorciarse. Los suyos, sin embargo, la disuadían y aconsejaban que tuviera un poco de paciencia pues bien pudiera ser que un día cambiara el hombre. Con esto, violentándose, aguardó. Tuvo el marido que hacer un viaje a Alejandría, y pronto tuvo noticias la mujer de que allí cometía aún mayores excesos. Despues de eso, para no hacerse cómplice de tales iniquidades e impiedades, permaneciendo en el matrimonio y compartiendo lecho y mesa con hombre tal, presentó el que se llama entre vosotros libelo de repudio y se separó. Entonces, aquel excelente marido, que debiera haberse alegrado de que su mujer, dada antes a la vida fácil con esclavos y jornaleros, entre borracheras y demas orgías, había ahora dado de mano a todo eso, y sólo quería que también él, dado a tales francachelas, la imitara en su ejemplo, despechado por haberse divorciado contra su voluntad, la acusa ante los tribunales, diciendo que es cristiana. La mujer, empero, te presentó a ti, Emperador, un memorial o instancia, rogándote se la autorizara a disponer antes de su hacienda, dando palabra de responder ante los tribunales, arreglados los asuntos de sus bienes, de la acusación que se le hacía. Y tú se lo concediste. El antes marido, no pudiendo ya hacer nada contra la mujer, se volvió contra un cierto Ptolomeo, a quien Urbico emplazara en otra ocasión ante su tribunal, y había sido maestro de ella en las enseñanzas de Cristo. Y he aquí la traza de que se valió. Era amigo suyo el centurión que había de meter en la carcel a Ptolomeo, y así le fue fácil persuadirle que la pretendiera, haciéndole esta sola pregunta: "Si era cristiano". Ptolomeo, que era, por carácter, amador de la verdad, incapaz de engañar ni de decir una cosa por otra, confesó que, en efecto, era cristiano, lo que bastó al centurión para cargarle de cadenas y atormentarle largamente en la cárcel. Cuando, finalmente, Ptolomeo fué conducido ante el tribunal de Urbico, la única pregunta que se le hizo fué igualmente de si era cristiano. Y nuevamente, consciente de los bienes que debía a la doctrina de Cristo, confesó la enseñanza de la divina virtud. Y es así que quien niega algo, séase lo que se fuere, o lo niega porque lo condena, o rehuye confesar la cosa por saber que es indigno o ajeno a ella; nada de lo cual dice con el verdadero cristiano. Urbico sentenció que fuera conducido al suplicio; mas un tal Lucio, que era también cristiano, al ver un juicio celebrado tan contra toda razón, increpó a Urbico con estas palabras:
—¿Por qué motivo has mandado castigar de muerte a un hombre a quien no se le ha probado ser ni adúltero, ni fornicador, ni asesino, ni ladrón, ni salteador, ni reo, en fin, de ningún crimen, sino que ha confesado sólo llevar el nombre de cristiano? No juzgas, oh Urbico, de la manera que conviene al emperador Pío ni al hijo del César, el amigo del saber, ni al sacro Senado.
Pero Urbico, sin responder palabra, se dirigió a Lucio, dicíéndole:—Paréceme que tú también eres cristiano.
—A grande honra—respondió Lucio.
Y sin más, dió orden el prefecto que le condujeran al suplicio. Lucio le declaró que le daba las gracias por ello, pues sabía que iba a verse libre de tan perversos déspotas e ir al Padre y Rey de los cielos. Otro tercero, en fin, que sobrevino, fue también condenado a muerte.
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