Es muy fácil que un hombre entregado a negocios y ocupaciones terrenas se materialice, y en medio del vértigo de la vida moderna, en que los asuntos se suceden unos a otros precipitadamente, sin dar tiempo al descanso, se llegue a olvidar de su alma y de los valores religiosos.
Son tantas las preocupaciones que pesan sobre él, hay que correr tanto, que le falta tiempo y acude a lo más urgente de momento, a lo que le sale a las manos: el sustento familiar, las comodidades, las riquezas que las proporcionan y los negocios o la profesión de donde se obtienen estas riquezas; y como lo espiritual no se ve ni se palpa con los sentidos, se va dejando un poco atrás para cuando se pueda; se posterga, se olvida...
Por eso abundan los padres un poco distraídos en materia religiosa. No son malos, ni mucho menos. Son muy buenos, aunque distraídos.
Es preciso llamarles la atención para que salgan de su distracción, siempre peligrosa. ¿Como? Poniéndoles delante algo que les hable constantemente de Dios y de su alma.
¿Una imagen? ¿Un cuadro devoto?
Es poco; los ojos se habitúan a tales objetos y con el tiempo los convierten en simples ornamentaciones artísticas.
El mejor despertador de la atención paterna hacia lo religioso es una persona ejemplar que conviva con él y sea en todos los momentos como un reflejo de Dios, que le pone en presencia de las realidades sobrenaturales.
¿Mamá? Desde luego; toda madre buena realiza esta misión de manera estupenda; pero como tiene muchos quehaceres y ha de atender a muchas personas, en este como en otros casos, precisa la ayuda de la hija.
Esta tiene que ser el ángel bueno del hogar. El ángel no se limita a proteger, sino que además lleva a Dios.
La hija, en contacto íntimo con su padre, debe aparecer siempre ante él modelo de espiritualidad, sin ñoñerías ni artificiosidades, sin hipocresías ni exageraciones. Una piedad transparente y clara, un proceder espiritual fluyendo espontánea y naturalmente de un alma fundamentada en el conocimiento de las sublimes realidades de su religión, templada en el amor de su Dios y fortalecida con la gracia sobrenatural que tan abundantemente proporcionan los sacramentos.
Su padre la ve madrugando para ir a misa, sacrificándose para que nada le impida la comunión, interesándose por las obras de apostolado, luchando con redoblado esfuerzo por el cumplimiento del deber, y allí, en el interior de su conciencia, suena el despertador que le saca de la distracción y le recuerda que no todo es materia, sino que también hay espíritu; que sobre los negocios productores de bienestar terreno hay otro negocio capital para obtener una felicidad eterna; que además del dinero hay otros valores superiores que no se cotizan ante los hombres, pero que son los únicos cotizables ante Dios.
Al ejemplo debe unirse las palabras. Está tan ocupado papá que no saca tiempo para acudir a sermones o para leer libros religiosos. Nadie le habla de las cosas de Dios. Sus amigos, compañeros de profesión o de oficina, le hablan de política, de negocios, de asuntos profesionales, de los últimos inventos o de los últimos acontecimientos.
¡Qué bien le viene que en casa, mientras las comidas, en los ratos de charla junto a la camilla, en los momentos de expansión familiar, su hija diluya en las conversaciones un poquito de esencia religiosa!
Nada de meterse a predicadora, que sería olvidarse de su puesto y salirse de su papel. No es la hija quien ha de predicar a su padre, sino éste el que ha de predicar y «leer la cartilla» a aquélla. Por eso tu papá te predica más de una vez, y tú tienes que escucharle.
No debes olvidar jamás que tu padre es mucho mejor que tú y que tan sólo se distrae arrastrado por el barullo de la vida moderna, en la que tanto se afana precisamente por ti.
El papel de la hija para con su padre en esta materia ha de reducirse al de un recordatorio viviente y eficaz, que ponga delante de su consideración las inquietudes religiosas de la hora presente, las manifestaciones de espiritualidad de las que ni los periódicos ni los mundanos se acuerdan; los problemas del alma y sus soluciones, tal como ella los ha visto a través de un libro, de un sermón, de un círculo de estudio, de su propia conciencia...
Es Cuaresma; el padre, abrumado de trabajo, no se da cuenta de que es la época más a propósito para hacer ejercicios espirituales. En la fábrica o en el taller se amontonan cálculos, proyectos, cuestiones de jornales, de leyes sociales, de mejoras, procedimientos ventajosos, probabilidades de mayores ganancias... Llega a casa con la imaginación llena de tales preocupaciones; en la comida se charla y se habla de todo...; la hija pone el tono de la alegría; ríe, bromea..., su papá se alegra, se olvida de sus inquietudes y sus amarguras.
En la conversación, la chica ha contado sus impresiones del día, ha hablado de los ejercicios espirituales que se preparan en tal iglesia, de los que se están practicando en absoluto retiro en tal otra casa religiosa... «En las tandas de hombres acuden muchos... Es estupendo el resurgir que se observa...» El padre lo escucha, participa en la conversación, se da cuenta de la época litúrgica en que vive, sale de su «distracción» y piensa que él también debe hacer los ejercicios.
¡Claro que lo piensa! Como que es muy bueno, y si él no ha iniciado el primero tal conversación ha sido porque estaba distraído con sus negocios...
Ahora, consciente de su deber, practica los ejercicios. Su hija le ha servido de ocasión, actuando en él como el timbre del despertador que sacude el letargo del dormido.
¿Quién cometerá la injusticia de suponer al despertador mejor o más inteligente que el adormilado a quien despierta? Y, sin embargo, le hace falta el despertador. Tú, muchacha, haces falta a tu padre, para ayudarle en su espiritualidad, aun cuando él sea mil veces más espiritual que tú.
Otro caso práctico: Como tu papá se dirige siempre de prisa a sus negocios, no suele ocurrírsele visitar a su paso la iglesia. Un día sale contigo, no lleváis prisa, y, al pasar junto al templo, le invitas a saludar a Jesús en el Sagrario. No se le había ocurrido; pero al decírselo tú, acepta y hace contigo la visita.
Los ejemplos se podrían multiplicar indefinidamente, abarcando toda la gama de actos de la vida religiosa. No hace falta; eres inteligente y sabrás acertar con tu puesto de ángel de tu casa y acomodar tu actuación a tu propio ambiente.
Tal vez lees esto impaciente, pensando que no he sabido atinar con tu caso. No quiero cerrar este capítulo sin salir al paso a tus pensamientos.
Tu papá es muy bueno, de espiritualidad elevada y piedad intensa, a la que sabe permanecer fiel, por encima de la atmósfera materialista de los negocios y no obstante el barullo y las prisas de la vida actual.
Gracias a Dios, en los momentos presentes, como consecuencia de la formación que en el día de hoy se da a los hombres, tan obligados a la religión como la mujer, los papas piadosos y manifiestamente espirituales abundan.
Es un gran favor que las hijas habéis de agradecer a Dios, pues vosotras sois las primeras beneficiadas.
Pero esto no os dispensa de la obligación que tenéis de darles espiritualidad, además del respeto, amor, obediencia, alegría y ayuda.
La espiritualidad de la hija ayuda a la del padre, que en aquélla encuentra un estimulante para ser mejor. Ve la bondad filial como obra suya y cuanto más elevada la contempla, experimenta él mayor necesidad de volar más alto.
¡Qué bello es ver a un padre caminar apoyado en el brazo de su hija!, Más bello aún es verle caminar por el sendero de la virtud con la frente muy alta, pero el brazo apoyado en la bondad de aquélla. En esta postura, la virtud de ambos adquiere un valor superior.
Es Santa Teresa de Jesús, la gran mujer española, quien escribe esta página:
«Como quería tanto a mi padre, deseábale el bien que yo me parecía tenía con tener oración, que me parecía que en esta vida no podía ser mayor que tener oración; y así por rodeos, como pude, comencé a procurar con él la tuviese. Dile libros para este propósito. Como era tan virtuoso, como he dicho, asentóse tan bien en él este ejercicio, que, en cinco o seis años, me parece sería, estaba tan adelante, que yo alababa mucho al Señor y dábame grandísimo consuelo. Eran grandísimos los trabajos que tuvo de muchas maneras; todos los pasaba con grandísima conformidad. Iba muchas veces a verme, que se consolaba en tratar cosas de Dios» (Obras de Santa Teresa de Jesús, edición segunda del P. Silverio de Santa Teresa; Vida, cap. VII, 10).
Muy bueno era don Alonso de Cepeda y, sin embargo, Santa Teresa le prestó una ayuda eficacísima para su santificación, que a ella le llenaba de «grandísimo consuelo».
Sin volar tan alto como la Santa de Avila, muchas chicas podéis experimentar alegría y satisfacción, alentando con vuestra espiritualidad la de vuestro padre y poniendo vuestra conducta ejemplar como pedestal sobre el que se yerga magnífica, señera, la virtud de quien hasta en la santidad es vuestro padre.
Son tantas las preocupaciones que pesan sobre él, hay que correr tanto, que le falta tiempo y acude a lo más urgente de momento, a lo que le sale a las manos: el sustento familiar, las comodidades, las riquezas que las proporcionan y los negocios o la profesión de donde se obtienen estas riquezas; y como lo espiritual no se ve ni se palpa con los sentidos, se va dejando un poco atrás para cuando se pueda; se posterga, se olvida...
Por eso abundan los padres un poco distraídos en materia religiosa. No son malos, ni mucho menos. Son muy buenos, aunque distraídos.
Es preciso llamarles la atención para que salgan de su distracción, siempre peligrosa. ¿Como? Poniéndoles delante algo que les hable constantemente de Dios y de su alma.
¿Una imagen? ¿Un cuadro devoto?
Es poco; los ojos se habitúan a tales objetos y con el tiempo los convierten en simples ornamentaciones artísticas.
El mejor despertador de la atención paterna hacia lo religioso es una persona ejemplar que conviva con él y sea en todos los momentos como un reflejo de Dios, que le pone en presencia de las realidades sobrenaturales.
¿Mamá? Desde luego; toda madre buena realiza esta misión de manera estupenda; pero como tiene muchos quehaceres y ha de atender a muchas personas, en este como en otros casos, precisa la ayuda de la hija.
Esta tiene que ser el ángel bueno del hogar. El ángel no se limita a proteger, sino que además lleva a Dios.
La hija, en contacto íntimo con su padre, debe aparecer siempre ante él modelo de espiritualidad, sin ñoñerías ni artificiosidades, sin hipocresías ni exageraciones. Una piedad transparente y clara, un proceder espiritual fluyendo espontánea y naturalmente de un alma fundamentada en el conocimiento de las sublimes realidades de su religión, templada en el amor de su Dios y fortalecida con la gracia sobrenatural que tan abundantemente proporcionan los sacramentos.
Su padre la ve madrugando para ir a misa, sacrificándose para que nada le impida la comunión, interesándose por las obras de apostolado, luchando con redoblado esfuerzo por el cumplimiento del deber, y allí, en el interior de su conciencia, suena el despertador que le saca de la distracción y le recuerda que no todo es materia, sino que también hay espíritu; que sobre los negocios productores de bienestar terreno hay otro negocio capital para obtener una felicidad eterna; que además del dinero hay otros valores superiores que no se cotizan ante los hombres, pero que son los únicos cotizables ante Dios.
Al ejemplo debe unirse las palabras. Está tan ocupado papá que no saca tiempo para acudir a sermones o para leer libros religiosos. Nadie le habla de las cosas de Dios. Sus amigos, compañeros de profesión o de oficina, le hablan de política, de negocios, de asuntos profesionales, de los últimos inventos o de los últimos acontecimientos.
¡Qué bien le viene que en casa, mientras las comidas, en los ratos de charla junto a la camilla, en los momentos de expansión familiar, su hija diluya en las conversaciones un poquito de esencia religiosa!
Nada de meterse a predicadora, que sería olvidarse de su puesto y salirse de su papel. No es la hija quien ha de predicar a su padre, sino éste el que ha de predicar y «leer la cartilla» a aquélla. Por eso tu papá te predica más de una vez, y tú tienes que escucharle.
No debes olvidar jamás que tu padre es mucho mejor que tú y que tan sólo se distrae arrastrado por el barullo de la vida moderna, en la que tanto se afana precisamente por ti.
El papel de la hija para con su padre en esta materia ha de reducirse al de un recordatorio viviente y eficaz, que ponga delante de su consideración las inquietudes religiosas de la hora presente, las manifestaciones de espiritualidad de las que ni los periódicos ni los mundanos se acuerdan; los problemas del alma y sus soluciones, tal como ella los ha visto a través de un libro, de un sermón, de un círculo de estudio, de su propia conciencia...
Es Cuaresma; el padre, abrumado de trabajo, no se da cuenta de que es la época más a propósito para hacer ejercicios espirituales. En la fábrica o en el taller se amontonan cálculos, proyectos, cuestiones de jornales, de leyes sociales, de mejoras, procedimientos ventajosos, probabilidades de mayores ganancias... Llega a casa con la imaginación llena de tales preocupaciones; en la comida se charla y se habla de todo...; la hija pone el tono de la alegría; ríe, bromea..., su papá se alegra, se olvida de sus inquietudes y sus amarguras.
En la conversación, la chica ha contado sus impresiones del día, ha hablado de los ejercicios espirituales que se preparan en tal iglesia, de los que se están practicando en absoluto retiro en tal otra casa religiosa... «En las tandas de hombres acuden muchos... Es estupendo el resurgir que se observa...» El padre lo escucha, participa en la conversación, se da cuenta de la época litúrgica en que vive, sale de su «distracción» y piensa que él también debe hacer los ejercicios.
¡Claro que lo piensa! Como que es muy bueno, y si él no ha iniciado el primero tal conversación ha sido porque estaba distraído con sus negocios...
Ahora, consciente de su deber, practica los ejercicios. Su hija le ha servido de ocasión, actuando en él como el timbre del despertador que sacude el letargo del dormido.
¿Quién cometerá la injusticia de suponer al despertador mejor o más inteligente que el adormilado a quien despierta? Y, sin embargo, le hace falta el despertador. Tú, muchacha, haces falta a tu padre, para ayudarle en su espiritualidad, aun cuando él sea mil veces más espiritual que tú.
Otro caso práctico: Como tu papá se dirige siempre de prisa a sus negocios, no suele ocurrírsele visitar a su paso la iglesia. Un día sale contigo, no lleváis prisa, y, al pasar junto al templo, le invitas a saludar a Jesús en el Sagrario. No se le había ocurrido; pero al decírselo tú, acepta y hace contigo la visita.
Los ejemplos se podrían multiplicar indefinidamente, abarcando toda la gama de actos de la vida religiosa. No hace falta; eres inteligente y sabrás acertar con tu puesto de ángel de tu casa y acomodar tu actuación a tu propio ambiente.
Tal vez lees esto impaciente, pensando que no he sabido atinar con tu caso. No quiero cerrar este capítulo sin salir al paso a tus pensamientos.
Tu papá es muy bueno, de espiritualidad elevada y piedad intensa, a la que sabe permanecer fiel, por encima de la atmósfera materialista de los negocios y no obstante el barullo y las prisas de la vida actual.
Gracias a Dios, en los momentos presentes, como consecuencia de la formación que en el día de hoy se da a los hombres, tan obligados a la religión como la mujer, los papas piadosos y manifiestamente espirituales abundan.
Es un gran favor que las hijas habéis de agradecer a Dios, pues vosotras sois las primeras beneficiadas.
Pero esto no os dispensa de la obligación que tenéis de darles espiritualidad, además del respeto, amor, obediencia, alegría y ayuda.
La espiritualidad de la hija ayuda a la del padre, que en aquélla encuentra un estimulante para ser mejor. Ve la bondad filial como obra suya y cuanto más elevada la contempla, experimenta él mayor necesidad de volar más alto.
¡Qué bello es ver a un padre caminar apoyado en el brazo de su hija!, Más bello aún es verle caminar por el sendero de la virtud con la frente muy alta, pero el brazo apoyado en la bondad de aquélla. En esta postura, la virtud de ambos adquiere un valor superior.
Es Santa Teresa de Jesús, la gran mujer española, quien escribe esta página:
«Como quería tanto a mi padre, deseábale el bien que yo me parecía tenía con tener oración, que me parecía que en esta vida no podía ser mayor que tener oración; y así por rodeos, como pude, comencé a procurar con él la tuviese. Dile libros para este propósito. Como era tan virtuoso, como he dicho, asentóse tan bien en él este ejercicio, que, en cinco o seis años, me parece sería, estaba tan adelante, que yo alababa mucho al Señor y dábame grandísimo consuelo. Eran grandísimos los trabajos que tuvo de muchas maneras; todos los pasaba con grandísima conformidad. Iba muchas veces a verme, que se consolaba en tratar cosas de Dios» (Obras de Santa Teresa de Jesús, edición segunda del P. Silverio de Santa Teresa; Vida, cap. VII, 10).
Muy bueno era don Alonso de Cepeda y, sin embargo, Santa Teresa le prestó una ayuda eficacísima para su santificación, que a ella le llenaba de «grandísimo consuelo».
Sin volar tan alto como la Santa de Avila, muchas chicas podéis experimentar alegría y satisfacción, alentando con vuestra espiritualidad la de vuestro padre y poniendo vuestra conducta ejemplar como pedestal sobre el que se yerga magnífica, señera, la virtud de quien hasta en la santidad es vuestro padre.
Emilio Enciso Viana
LA MUCHACHA EN EL HOGAR
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