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miércoles, 6 de marzo de 2013

EL SACRIFICIO DE LA MISA (2)

TRATADO I 
VISION GENERAL
 PARTE I 
LA MISA A TRAVES DE LOS SIGLOS
1. La misa en la iglesia primitiva (2) 

El testimonio de San Pablo
     10. La única prueba convincente de que en los primeros tiempos de la Iglesia la Eucaristía iba unida a un banquete, la tenemos en el ejemplo de Corinto, conocido a través de San Pablo. Lo que en este testimonio queda a flote es que los corintios unían la Eucaristía con una simple comida, pero que en ella se dieron abusos que estaban en flagrante contradicción con el espíritu de Cristo. Según lo que sabemos por otras fuentes, estas comidas no se tenían a expensas de una caja común, sino a base de las provisiones que traían los mejor acomodados. Pero, en lugar de poner estas provisiones a disposición de toda la comunidad y en vez de esperar el principio de la cena dominical, los comensales, reunidos en grupos, se entregaban a la comida y bebida hasta la embriaguez. Y en este ambiente las palabras y las ceremonias de la acción sagrada pasaban necesariamente a segundo término, convirtiéndose en una mera formalidad que el presbítero hacía en su mesa sin que nadie le prestase atención. Al escándalo se sumaba la situación penosa de aquellos que no habían traído nada. Contra tal monstruosidad alza su voz San Pablo, y con severa solemnidad recuerda el verdadero contenido y la dignidad de la Institución de Cristo. En su relato llama la atención el que, al indicar el momento concreto de la consagración del cáliz, lo separe de la consagración del pan, dándonos a entender que había en las comunidades primitivas una cena entre ambas consagraciones. El tono no parece ser el de una condenación del banquete como tal; más bien es una indicación de cómo quería San Pablo que se celebrase la cena en Corinto, a saber, entre ambas consagraciones. Así aparecería con más claridad porqué todo el conjunto formaba una unidad y se llamaba la cena del Señor.

Confirmado por San Hipólito
     11. En confirmación de esta hipótesis podemos recoger una costumbre de principios del siglo III, conservada en la ordenación eclesiástica de San Hipólito y que parece ser eco de una cena; consistía en que a los neófitos, además de darles en la misa de Pascua, cuando comulgaban por vez primera, el cuerpo del Señor, se les ofrecía, con toda probabilidad antes del cáliz consagrado, un cáliz con leche y miel y una copa de agua (San Hipólito, Trad. Ap. (Dix, 40-42). La redacción más reciente de este rito bautismal en los cánones de San Hipólito. c. 19 15. Riedel, 213; cambia el orden, o sea la copa con leche y miel sigue el cáliz consagrado, seguramente en atención a la ley del ayuno eucaristico). Recibían, como hijos de Dios recién nacidos, la comida de niños, leche y miel, que había de fortalecerles, a la vez que les recordaba las promesas de Dios, y una copa de agua para que no se olvidasen de la purificación del alma que acababan de experimentar (Elfers, 166-175. El desorden que se observa en las redacciones más recientes de la ordenación eclesiástica prueba que ya no se comprendía el antiguo rito; 1. c., 174. El cáliz con agua se menciona también en San Justino; véase el principio del siguiente capítulo). A pesar de que desde hacía mucho tiempo la doble consagración venia haciéndose con una misma oración, la «acción de gracias», en esta primera comunión dentro de la misa que en la solemne vigilia pascual seguía al bautismo, sobrevivía un vestigio de la cena que antiguamente se tenía entre las dos consagraciones.

Se forma la «acción de gracias»
     La colocación junta de ambas consagraciones trajo como consecuencia natural la fusión de las dos acciones de gracias en una sola, que debió usarse ya en los tiempos apostólicos, cuando a la celebración eucaristíca iba unida la cena. Si, pues, se celebraba la Eucaristía después de la cena, era natural situarla con la acción de gracias de la misma cena, pero ampliándola, solución sugerida por algunas particularidades de la liturgia posterior. También se pudo dar el caso de que la celebración eucarística y su acción de gracias precedieran a la cena; de ello no nos faltan indicios (La Epístola apostolorum, a mediados del siglo II, que se nos ha conservada en una traducción copta y etiópica, refiriéndose a la celebración de la vigilia pascual, menciona en su traducción copta en primer lugar la Eucaristía, y luego, el ágape; en la etiópica, en primer término el ágape, y luego, la Eucaristía (C. Schmidt, Gesprache Jesu: TU 43. "Leipzig 19191 54s).

La curva de su evolución
     12. Teniendo delante estos hechos podemos atrevernos a reconstruir la siguiente curva de evolución probable en la celebración eucarística del primer siglo.
     Los apóstoles cumplían el mandato que el Señor les había dado en la última noche, por regla general dentro de una cena que se atenía ritualmente a las costumbres judías. Estaba constituida por la acción de gracias de la cena y por el «cáliz de bendición». Esta acción de gracias iba precedida de una exhortación, que dirigía a los comensales el que presidía la mesa (
Berachoth, VII, 3: «¿Cómo se exhorta? Cuando hay tres personas, se dice: —Bendigamos a aquel de quien viene lo que hemos comido.» Si hay más comensales, la exhortación toma formas más solemnes (Strack-Billerbeck, IV, 629). Tal exhortación se comprende, sobre todo, cuando no le precede un silencio general, sino se pasa de la conversación a la oración. La especial santidad de la acción siguiente fué seguramente la causa de conservar esta costumbre aun después de haberse suprimido la conversación anterior y la misma comida.). La exhortación debió de concretarse ya en los primeros momentos a las dos invitaciones: Sursum corda y Gratias agamus, que en toda la tradición litúrgica encontramos juntas invariablemente con sus correspondientes respuestas. Pudo y debió fácilmente llenarse de un contenido cristiano esta acción de gracias, con tanta más facilidad cuanto que ya en su modelo precristiano, por encima de los beneficios de la comida y bebida, se refería a los de la dirección misericordiosa del pueblo de Israel. Este nuevo contenido aparece en las oraciones de la Didajé, y ello es tanto más significativo cuanto que éstas se refieren exclusivamente a las oraciones de la mesa. Además se insiste expresamente en que estas oraciones son una creación propia del profeta (10,7). Era natural que, de toda la historia de la salvación del género humano, el cumplimiento en Cristo fuera el objeto de esta conmemoración y acción de gracias. Bien pudo inspirar la formación de estos pensamientos el modelo judio del Haggada, tenido en la Pascua y otras fiestas; pero no era necesario, pues la predicación apostólica contenia abundante materia para ella. Más de un himno de los que en el Apocalipsis de San Juan cantan a la divinidad y al Cordero los bienaventurados, podía resonar dignamente en la boca de la comunidad militante que se une a su cabeza para la celebración eucarística (Ap 4.11; 5.9-14; 11,17a; 15,3s; cf. C. Ruch, La messe d'aprés la S. Escrituro: DThC 10, 858-860). La consagración del cáliz de bendición debió atraer a su órbita la consagración del pan que se tenía al principio, y esto ya en la primera generación, por lo menos como una cosa permitida. Las dos fórmulas de consagración usadas por Jesucristo se unían en un único relato doble, y la correspondiente al pan quedó absorbida por la única acción de gracias que en adelante iniciaría o encerraría el relato con las dos consagraciones en él contenidas. La frase: 'Cuantas veces comáis este pan y bebáis este cáliz, debéis anunciar la muerte del Señor», con la que San Pablo continúa el relato de la institución, así como el sentido mismo del mandato del Señor, parecen haber motivado muy pronto la breve conmemoración de toda la vida y muerte del Señor a continuación de las palabras consecratorias. Esta es, sencillamente, la anámnesis que encontramos en todas las liturgias (Cf. e. o. Gewiess (Die urapostolische Heilsverkündigung 165), que interpreta la palabra (i Cor 11,26) como imperativo, de modo que por ella se pide que la muerte del Señor se anuncie con palabras y no solamente por medio de lá ceremonias). 

Desaparece el carácter de banquete
     13. Como, por una parte, la acción de gracias se fue enriqueciendo y estabilizando, y por otra, al crecer la comunidad, la función religiosa fué rompiendo cada vez más los moldes de una simple cena doméstica, podía y debía desaparecer el carácter de cena en las reuniones cristianas hasta independizarse la celebración eucarística como acto autónomo de culto religioso. Desaparecen del local de la reunión todas las mesas, excepto una, en la que el presidente de la asamblea pronuncia la acción de gracias sobre el pan y el vino; el recinto se convierte en una sala, capaz de dar cabida a toda una comunidad. En siglos posteriores se conserva su conexión con el convite sólo en casos excepcionales (San Agustín (Ep. 54. 7, 9: CSEL 34, 168), refiriéndose al Jueves Santo, da testimonio de la costumbre de tomar la cena antes de la misa vespertina para imitar fielmente la última cena. Ultimos restos de esta costumbre se encuentran todavía en el siglo XIV (Eisenhofer. II, 304). Según Sócrates (Hist. eccl., V, 33 : PG 67. 636), en Egipto se conservaba todavía en el siglo V la costumbre de celebrar los sábados la Eucaristía después de un convite. Además debe suponerse que la celebración doméstica de la Eucaristía que al lado de la celebración en comunidad siguió también en los siglos posteriores (véase más adelante, 272-289), estuvo unida a un convite durante mucho más tiempo, ya que en esta circunstancia especial no se le oponían los inconvenientes de la celebración en comunidad.). El ideal que ahora se propaga con insistencia (San Ignacio de Antioquía, Ad Philad., c. 4: Daniel Ruiz Bueno, Padres apostólicos, 433) es célebrar una sola Eucaristía en cada comunidad.
     Una vez desaparecido el banquete que según las costumbres judías y griegas, se tenía al atardecer, no había ninguna dificultad en elegir otra hora del día para la celebración. Los primeros cristianos, en recuerdo de la resurrección, eligieron muy pronto el domingo como día de la celebración eucarística (
Act 20,7; Did., 14; Ruiz Bueno, 91), acostumbrados como estaban a considerar la redención preferentemente en su término glorioso, y así era natural escogieran la primera hora de la mañana; por la mañana y antes del alba Cristo había resucitado (Lietzmann (Messe und Herrenmahl, 258) opina que la celebración eucarística de la tarde se trasladó a las primeras horas de la mañana por su íntima conexión con la función religiosa de la lectura bíblica y las oraciones, que en la sinagoga se tenia los sábados por la mañana. Claro que entonces tendríamos que suponer que esta función religiosa la consideraban como la parte principal. Lietzmann menciona también (1. c., nota 2) la idea de H. Usener de que este traslado se relaciona con la costumbre griega de sacrificar a los dioses al levantarse el sol, aunque con razón no le concede influjo decisivo). La primera celebración de la Pascua que conocemos, se sujetó ya plenamente a esta concepción, y así se tuvo la función religiosa de noche, pero de tal modo que culminara la liturgia hacia las primeras horas de la madrugada al canto del gallo (O. Casel, Art und Sinn der altesten christlichen Osterfeier: JL, 14 (1938) 1-78, especialmente 5 23s 29). A ella se acomodó también, en cuanto fué factible, la misa dominical. Influyó, además, en esta determinación de la hora, la circunstancia de que pronto se vió en la salida del sol la imagen de Cristo resucitado (Dolger, Sol salutis, 364-379; cf. 123s.), y esto sugirió la idea de saludar a Cristo con el sol naciente. Finalmente, era obvio el que, mientras el cristianismo no fuera reconocido públicamente, las circunstancias de la vida cotidiana obligasen a elegir una hora que no coincidiera con las horas de trabajo.

El ágape se separa de la Eucaristía
     14. Cuando hacia el año 111 a 113 Plinio el Joven, gobernador de Bitinia, detuvo e interrogó a algunos cristianos, se enteró de que solían reunirse un día determinado antes del alba (stato die ante lucem) para cantar un himno alternado en honor de Cristo, su Dios. Además, se comprometían a no cometer ningún crimen, separándose luego para reunirse por la tarde en una cena inofensiva (Plinio, Ep. ad Trajanum, 10, 96. Véase el texto de la carta en Kirch, Enchiridum fontium hist. eccl., 5.a ed. (Friburgo 1941) 22ss; también en Dolger (Sol salutitis, I05s), donde en las pp. 106-136 se comentan los conceptos). Es muy probable que la primera reunión que se menciona, fuera la de la Eucaristía, y el himno alternado, la acción de gracias, que efectivamente empezó con un responsorio y terminó con el Amen del pueblo, y que tal vez ya entonces contenía el Sanctus, recitado en común (El trisagio está tomado, probablemente, del «schem judío, que por cierto debía rezarse antes de levantarse el sol (Berachoth I 2; Dolger, 121). La segunda reunión, que se consideró de menor importancia y se suprimió como consecuencia de las medidas tomadas por el gobernador, fué tal vez la que encontramos más tarde como ágape vespertino (C. Mohlberg (en «La Scuola Cattolica», 64 [19361 211-213) supone también dos reuniones, por la mañana la Eucaristía y por la tarde el ágape; Id., Carmen Christo quasi Deo: «Rivista di Archeologia Cristiana». 14 (1937) 93-123. Dólger (Sol salutis, 127s) piensa en himnos del género que se encuentran en el Apocalipsis, que han servido también de elementos para la oración eücaristica (cf. más arriba. 12s). De otras explicaciones da cuenta A. Kurfess (Plinius und der urchristliche Gottesdieiist; «Zeitschrift f. d. neu-test. Wissenschaft», 35 [19361 295-298). De ser cierto esto, tendríamos en la promesa de no cometer crimen alguno, que se hacia en la celebración matutina, un lejano paralelismo con la confesión dominical de los pecados de la que nos habla la Didajé (Reunidos cada día del Señor, romped el pan y dad gracias después de haber confesado vuestros pecados, a fin de que vuestro sacrificio sea puro), Aunque nos hallamos completamente a obscuras sobre la forma y el desarrollo de esta promesa, sin embargo, su fin era, sin duda, procurar aquella disposición de alma que exige San Pablo para la Eucaristía (1 Cor XI, 28ss), y que unas veces puede tener la forma de una confesión arrepentida y otras la de un propósito o una promesa sagrada. De la misma raíz vemos brotar posteriormente nuevas formas (Como, p. ej., las muchas fórmulas de acusación propia, las llamadas apologías, que sobre todo a partir de la alta Edad Media se mezclan en Occidente y Oriente con las oraciones del sacerdote en la misa. A ellas pertenecen en la misa romana el Confíteor al principio y en el rito de la comunión. A este último corresponde en el rito etíope en cada misa antes de la comunión una oración de penitencia, después de la cual el celebrante se dirige al pueblo añadiendo una oración de absolución (Brightman, 235-237). La misma interpretación tendría Did., 34 i (nota 55); confróntese B. Poschmann (Paenitentia secundc iBonn 19401 88-92), que lo compara con el Conjiteor y lo interpreta de una purificación de pecados veniales, pero rechaza la idea de una penitencia sacramental. En contra está K. Adam (Bussdisziplin; LThK 2 [19311 657), quien, recordando tas testimonios en pro de la eficacia de la oración de la Iglesia para quitar tas pecados, y refiriéndose e. o. a Did., 14. 1, dice: «Esta confesión en la comunidad cristiana;, Sant 5,16). que recibe su eficacia por la oración do la comunidad. es la forma ordinaria de penitencia en tas tiempos apostólicos para todos tas pecados que no son mortales»).
  Por lo demás, en este pasaje hemos de atribuir una función parecida al ósculo de paz (És significativo el que encontremos el ósculo de paz, asi como la oración de penitencia, no sólo al principio de la misa sacrifical, sino también en la preparación para la comunión), con el que pronto nos encontraremos, y que debemos considerar en los primeros tiempos como ceremonia preparatoria de la celebración eucarística (Llama la atención el que las cartas de los apóstoles terminen repetidas veces con la exhortación al ósculo fraternal: Rm XVI,16;1 Cor XVI, 20; 2 Cor XIII,12; 1 Tes V, 26; 1 Pe V,14; a la lectura de la carta seguiría la celebración eücaristica).

El diálogo introductor
     15. Vemos por estas observaciones cómo ya en la primera época se dibujaron a grandes rasgos las líneas de la liturgia posterior. Más aún: podríamos fijarnos en una serie de particularidades de tiempos posteriores y aun actuales en las que perdura para la misa la liturgia apostólica y primitiva, tal como los apóstoles la tomaron de la sinagoga. Entre ellas habia que poner el modo con que generalmente se comienza la oración, a saber, saludando al principio con el Dominus vobiscum u otra fórmula parecida, a la que se responde con el Et cum spiritu tuo, de sabor auténticamente semítico. El final de la oración alude de una u otra manera al imperio perpetuo de Dios, que perdura in saecula saeculorum. La respuesta confirmatoria ha quedado incluso sin traducir: Amen. Todavia más: en la acción de gracias, a pesar de los muchos cambios que ha sufrido su contenido, se ha conservado en gran parte su forma antigua, conforme acabamos de ver en su fórmula final; el mismo diálogo introductorio ha permanecido inalterado desde los primeros tiempos. Es verdad que como fórmula introductoria no se impuso la ordinaria judia, llamada Berachah (El nombre de «Berachah» está tomado de la primera palabra de la bendición de la mesa: «Bendito». La fórmula que así empieza sobrevive en nuestra bendición: Benedictus Deus in donis suis... Las primeras palabras de las oraciones de la Didajé: que probablemente vienen también de una tradición precristiana, las encontraremos como principio de la oración eücaristica de San Hipólito); pero el modo de empezar por el Vere dignum et iustum est debió de tomarlo la Iglesia primitiva de una tradición anterior. En el ulterior desarrollo de la acción de gracias, sobre todo en la transición al trisagio, se infiltran desde los primeros siglos reminiscencias de la función religiosa de la sinagoga, entre las que hay que contar la amplia alabanza tributada a Dios por la creación y misericordiosa dirección de Israel (Baumstark, Liturgie comparce, 54s. Este elemento aparece especialmente en la oración eucaristica de las constituciones apostólicas (véase más adelante, 40), pero también en algunos prefacios del Missale Mixtum (PL 85, 271s, 286 s.). Probablemente proviene de la misma fuente el Sanctus en su primera redacción.

Las lecciones enlazan con la sinagoga
     16. En las lecciones de la antemisa, tal como las encontramos en San Justino, sobreviven múltiples elementos de tradiciones judio-cristianas. Las relaciones que, aparte las reuniones eucarísticas, conservó la cristiandad primitiva para con el templo, consistían, según los Hechos de los Apóstoles (II, 46), en frecuentar los sábados la función religiosa de la sinagoga, que se dedicaba principalmente a la lectura de los Libros Sagrados. Sólo cuando con la persecución del año 44 los cristianos rompieron definitivamente con la sinagoga, hubo que organizar por vez primera, con criterio totalmente cristiano, esta hora dedicada a la lectura de las Sagradas Letras, que poco a poco se fué transformando en la antemisa. La antigua tradición vino ejerciendo un influjo constante durante muchos siglos, a través del esquema ley y profetas, en las diversas distribuciones de las perícopes para el año litúrgico, así como en la disposición de los cantos responsoriales de entre las lecciones.
     En todos estos casos se trata exclusivamente de elementos y moldes antiguos que pasan al nuevo edificio del culto cristiano, naturalmente que informados por un espíritu nuevo. Desde luego, lo que en su evolución y crecimiento nos interesa, mucho más que la antigüedad de sus elementos, es su misma estructura, es decir, por qué la celebración eucarística ha llegado a configurarse de tal forma, por qué el nuevo espíritu ha creado, valiéndose de elementos antiguos y a través de tan varias transformaciones, precisamente este determinado cuerpo. 


El agradecimiento prevalece sobre la idea del convite
     17. La idea fundamental fué siempre conmemorar en un convite sagrado la pasión redentora del Señor. Por eso aparece en primer plano la estructura de un convite. Los fieles está sentados alrededor de una mesa, tomando bajo los velos de una modesta comida el cuerpo y la sangre de Aquel que se entregó por todos nosotros y ha de venir y juntarse a los suyos en su reino. Las palabras que se pronuncian, además de expresar el mandato del Señor, evocan con preferencia sentimientos de recuerdo y a la vez de expectación. Asi como el sentimiento de comunidad se expresa plásticamente por el convite, de la misma manera en el alma de todos impone imperiosamente la idea de unión con el Señor glorificado. Era imposible ya desde el principio que la forma del banquete impusiera por modo exclusivo su sello a la celebración eucarístlca. Aquel banquete no era una comida ordinaria, sino sagrada, santificada y espiritualizada no sólo por el recuerdo del Señor, a quien iba dedicado, aunque siempre bajo velos sacramentales, sino también porque quedaba sublimado hasta el trono mismo de Dios en virtud de las oraciones que se decían. Ahora bien, si ya los judíos añadían a toda comida, entre otras bendiciones, una acción de gracias, mucho más lo había de hacer la Iglesia en este banquete sagrado.
     Aun la comida natural le trae al hombre que no está cegado por la soberbia el recuerdo del Creador. Nunca se hace tan evidente y salta tanto a los ojos que el hombre es un ser que vive de lo que recibe de otros, como cuando toma su alimento para mantener su vida. Por esto la comida en todo tiempo impulsaba al hombre a reconocer su dependencia por medio de la acción de gracias con que la terminaba. En el cristianismo «recibo» el hombre en doble sentido. No solamente se ve adornado de bienes en el orden natural, sino que se siente inundado increíblemente al comunicárselo el mismo Dios. De este modo la acción de gracias se impone como la verdadera respuesta con que el hombre agradecido contesta a las comunicaciones misericordiosas de Dios.
     Es muy natural, por lo tanto, que este agradecimiento para con Dios se convierta en una virtud fundamental del cristiano y que el elemento más poderoso en la oración de la Iglesia primitiva fuera la acción de gracias, y que ésta, por eucaristía, se combinara con el convite sagrado, en el que esencialmente como sacramento se renueva de continuo la suma de todas las comunicaciones amorosas de Dios.
     18. Efectivamente, la santificación de la comida por la acción de gracias pronto se impone, por lo que se refiere a su forma litúrgica, sobre la idea de convite. Tal modo de pensar rima perfectamente con aquella espiritualización de los objetos del culto, tan característica en el cristianismo primitivo frente a la sinagoga. Movimiento de oración hacia Dios, que, si no lo hacía ya desde el principio, influyó pronto y cada vez más decididamente en la actitud de los participantes. La eucaristía llegó a ser la forma fundamental de la liturgia de la misa (
A simple vista, sin embargo, se presentan aun hoy día algunos rasgos de la antigua forma de cena: la mesa, sobre la que en el ofertorio se preparan pan y vino y, en la comunión, el acto de comer los dones consagrados. La acción sacrifical, en cambio, queda aun hoy a lo sumo insinuada por algunas ceremonias de ofrecimiento. Pero aun la elevación de los dones pertenecía al rito de bendición en el convite judío; al principio, el que presidia tomaba el pan que tenía delante en sus manos para recitar sobre él la accion de gracias. Además, se solía asir el cáliz cuando se decía sobre él la bendición del vino. Esto se aplica especialmente a la copa de bendición, que se debía coger con ambas manos y luego con la derecha elevarla una cuarta sobre la mesa mientras se rezaba la bendición (Strack-Billerbeck, IV, 621 628). Se ha aplicado a este rito el versículo 4 (13) del salmo 115: Calicem salutaris accipiam; véase el pasaje del Talmud bab.. Pesach /. 119 b, en Lietzmann, Messe und Herrenmahl, 209. Para la elevación del pan cf. E. v. d. Goltz (Tischgebete: TU 29, 2 b [Leipzig 1905] 7 57ss). Por otra parte, el que impere el ambiente de oración, se manifiesta en que todos están de pie, lo mismo el que preside que los circumstantes. Esta cuestión de la forma fundamental de la misa fué planteada por R. Guardini (Besinnung vor der Feier der heiligen Messe, II [Maguncia 1939] 73ss). Tuve ocasión de tratar con el autor sobre el tema en distintas conversaciones, de las que resultaron las distinciones indicadas. Cf. también G. Sóhngen. Das sakramentale Wesen des Messopfers (Essen 1946) 57-61; J. Pascher, Eucliaristia, Gestalt und Vollzug (Münster 1947); J. A. Jungmann, Um die Grundgestalt der Messfeier: StZ 143 (1948-49, I) 310-312.-) Asi fué cómo la acción de gracias, costumbre que se observaba después de comer en las comunidades judío-cristianas, juntamente con el euyaptotraaq del Señor, se fué haciendo célula de una evolución qué vitalmente encontró su manifestación externa. En el mundo helenista de entonces, tal evolución hallaba un ambiente favorable Ya en la Didajé, al exhortar a los fieles que asistan a la función religiosa del dia del Señor, se añade a la expresión acostumbrada de «partir el pan» la nueva de «dar gracias» (Una corriente fuerte dentro del pensamiento filosófico y filosófico-popular de la época del cristianismo naciente, que llevaba el sello de Platón y del estoicismo, gustaba de insistir en que la divinidad no necesitaba de nuestros dones materiales. El único sacrificio digno de Dios es el silencio o, a lo sumo, una oración de sublimes palabras. Según Pilón, la actividad más propia de Dios es hacer beneficios, y la de las creaturas, agradecerlas, ya que ellas no pueden ofrecer cosa mejor. La hermosura y el orden del cosmos, que con el florecimiento de las ciencias naturales comenzaba entonces a manifestarse, fué el tema preferido de tales meditaciones (O. Casel, Das Gedachtnis des Herm in der altchristlichen Liturgie: «Ecclesia Orans», 2 [Friburgo 1918]).). Para San Ignacio de Antioquía, suyapiotía es sencillamente el nombre de la celebración 67, y para San Justino esta palabra se ha convertido ya en el nombre del sacramento de la «Eucaristía».

P. Jungmann. S.J.
EL SACRIFICIO DE LA MISA

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