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sábado, 9 de marzo de 2013

DOMINICA CUARTA DE CUARESMA

LA DIVINA PROVIDENCIA
     "Después de esto partió Jesús al otro Jado del mar de Galilea, que es el lago de Tiberíades, y le seguía una gran muchedumbre, porque veían los milagros que obraba en los enfermos. Subió Jesús a un monte y se sentó con sus discípulos. Estaba cercana la Pascua, la fiesta de los judíos. Levantando, pues, los ojos Jesús y contemplando la gran muchedumbre que venía a El, dijo a Felipe :
     "—¿Dónde compraremos panes para dar de comer a éstos?
     "Contestó Felipe :
     "—Doscientos denarios de pan no bastan para que cada uno reciba un pedacito.
     "Díjole uno de sus discípulos, Andrés, el hermano de Simón Pedro:
     "—Hay aquí un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces; pero esto ¿qué es para tantos?
     "Díjole Jesús:
     "—Mandad que se acomoden.
     "Había en aquel sitio mucha hierba verde. Se acomodaron, pues, los hombres, en número de cinco mil. Tomó entonces Jesús los panes y, dando gracias, dio a los que estaban recostados, e igualmente de los peces, cuanto quisieron. Así que se saciaron, dijo a los discípulos:
     "—Recoged los fragmentos que han sobrado para que no se pierdan.
     "Los recogieron y llenaron doce cestos de fragmentos que de los cinco panes de cebada sobraron a los que habían comido. Los hombres, viendo el milagro que había hecho, decían :
     "—Verdaderamente, éste es el Profeta que ha de venir al mundo.
     "Y Jesús, conociendo que iban a venir para arrebatarle y hacerle rey, se retiró otra vez al monte El solo."
(lo., VI, 1-15)

* * * * *

     El milagro de la multiplicación de los panes nos demuestra la omnipotencia de Dios y nos da a entender cuán grande es la divina Providencia. Tal vez penséis poco en ella; pero lo cierto es que vela por todos, siendo deber nuestro reconocerlo así, echarnos en sus brazos y aceptar por entero sus disposiciones.

I.—Existe la Providencia.
     1. La divina Providencia es el poder, la sabiduría y la bondad de Dios, que se manifiesta hacia sus criaturas con el fin de conservarlas y dirigirlas a su fin último.
     Dios nos ha creado, nos conserva, nos viste y alimenta, provee a todas nuestras necesidades y quiere que nos salvemos. Quien niegue la Providencia de Dios es un impío o un loco, porque ello equivale a negar la existencia del mismo Dios.
     Si recapacitáis un poco, mis queridos niños, observaréis al punto que estáis recibiendo de continuo la bienhechora acción de la divina Providencia. Cuando os levantáis por las mañanas ya tenéis preparado y dispuesto el desayuno y la ropa que debéis poneros. Si estáis malos, tenéis quien os cuide y dé las medicinas recetadas por el médico... Alguno dirá que todo eso es obra de la mamá, y que el papá es quien le proporciona el dinero necesario para todas las atenciones de la casa. Así es, ciertamente; pero ¿quién sino Dios es el que pone en manos de vuestros padres los medios de los que han de valerse para proveeros de lo necesario?
     Decidme: ¿Quién hace nacer y desarrollarse el trigo y demás plantas útiles en los campos hasta que nos brindan su fruto? ¿Quién pone el zumo en las uvas, para que exprimido y fermentado se convierta en vino? ¿Quién ha creado los animales, que tanta utilidad proporcionan al hombre? ¡Dios! ¡Unicamente Dios! Es la divina Providencia, es decir, Dios omnipotente e infinitamente bueno y sabio, el que en definitiva provee a todo. ¡ Loor y reconocimiento a Dios!
     2. Podéis admirar la Providencia en la armonía del universo. ¿Quién regula las estaciones? ¿Quién envía la lluvia, el sol y los vientos para provecho del hombre? Todo eso es obra de la Providencia de nuestro Padre que está en los cielos. Todo cuanto sucede es por expresa voluntad de Dios, y no cae un solo cabello de nuestra cabeza sin que lo quiera el Señor, es decir, sin que lo disponga su divina Providencia.
     Hasta los mismos paganos admitían y admiraban la divina Providencia, y así, el filósofo Aristóteles decía: "No merece que se le hable quien niega la divina Providencia y pide prueba de su existencia."
     3. La palabra de Jesús. -Oíd lo que dice nuestro Señor a los que dudan de su Providencia: "No os inquietéis por vuestra vida sobre qué comeréis, ni por vuestro cuerpo sobre qué vestiréis. ¿No es la vida más que el alimento y el cuerpo más que el vestido? Mirad cómo las aves del cielo no siembran, ni siegan, ni encierran en graneros, y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellas?" (Mt., VI, 26). "Mirad los lirios del campo cómo crecen: no se fatigan ni hilan... Pues si a la hierba del campo que hoy es y mañana es arrojada al fuego. Dios así la viste, ¿no hará mucho más con vosotros, hombres de poca fe" (Ib., 28 y 30).
     * ¿Hay o no Providencia?—Un religioso y célebre predicador había pronunciado un sermón sobre la Providencia. En seguida se le presentó un pobre carpintero, que le dijo:
     — ¡Hermoso sermón el suyo, padre! Pero yo no creo en la divina Providencia, y la prueba la tengo en mi misma casa. Vengo sirviendo a Dios lo mejor que puedo y sé desde hace muchos años, y ahora que me veo en un apuro no viene en mi ayuda. Tengo varios vencimientos de letras de cambio y no puedo hacerles frente. Créame: es una cosa desesperante y no sé cómo podré salir del atolladero. Hasta me vienen intenciones de suicidarme.
     El predicador le respondió :
     —Vamos, vamos, no creo que haya para tanto. ¿Qué dinero necesita usted para hacer frente a sus compromisos?
     El carpintero le dijo la suma que precisaba, y el religioso sacóse una cartera que entregó a su interlocutor, diciéndole :
     —Tómela. Me la ha dado una señora condesa con el encargo de que la entregase al primer necesitado con que topara. ¿Cree usted ahora en la divina Providencia?
     El pobre hombre se fue a su casa, dando infinitas gracias al Señor por el señalado favor que le había concedido.

II.—La Providencia vela por los buenos.
     Dijo el santo rey David : "Los ojos de Dios están sobre los justos, y sus oídos están atentos a sus clamores: Oculi Domini super justos, et aures eius in preces eorum'' (Ps. 33, 16).
     Algunas veces ha obrado Dios providencialmente portentosos milagros para proteger a sus fieles servidores que así se lo pedían.
     * Los israelitas.—En tiempos de Moisés los israelitas estaban esclavizados en Egipto, y Dios ordenó al Faraón que los dejara en libertad y les permitiera salir de allí para irse a otro sitio. Los israelitas se pusieron en marcha; pero de pronto se les presentó un obstáculo aparentemente insuperable: el Mar Rojo. Dios dividió las aguas valiéndose de Moisés, y los expedicionarios pudieron pasar el lecho del mar a pie enjuto, quedando, en cambio, ahogados Faraón y todos sus guerreros, que iban en persecución del pueblo de Dios.
     Hallándose los mismos israelitas en el desierto sin tener qué comer, Dios les envió durante cuarenta días el maná del cielo. Al salir del desierto se encontraron en un paraje sin agua para beber, y Dios, accediendo a las súplicas de Moisés, hizo saltar una abundante fuente de agua purísima de una dura roca.
     Estos ejemplos nos dicen que si recurrimos a Dios con confianza en nuestras necesidades, El las remediará ciertamente.
     La divina Providencia vela por los buenos.—Una cueva-guarida de leones.—San Jerónimo narra la siguiente aventura, que se la contó a él su protagonista, un monje de Egipto :
     El citado monje, llamado Malco, salió cierto día del convento para ir a ver a su madre, que se hallaba enferma de gravedad. Por el camino le salieron al encuentro dos beduinos, que lo apresaron y vendieron como esclavo a un árabe. En casa de éste había otro esclavo que era muy bueno. El amo trataba a los dos esclavos con suma crueldad y los empleaba en trabajos muy pesados.
     Hartos de los malos tratos, ambos esclavos lograron un día evadirse, burlando la vigilancia del cruel amo; pero cuando estaban cruzando el desierto vieron que se acercaban a ellos, montando veloces dromedarios, el árabe y un criado de toda su confianza. Los fugitivos se refugiaron en una cueva natural, y hasta su boca acudieron los perseguidores, incitándoles a salir de su escondite so pena de tremendos castigos. Viendo el árabe que no le hacían caso, ordenó a su criado que entrase y le sacase a los esclavos vivos o muertos. El criado le obedeció; pero al entrar en la cueva se abalanzó sobre él una feroz leona, que en unos instantes lo mató y descuartizó.

     Extrañado el árabe de la tardanza de su criado, entró él mismo en la cueva; pero corrió la misma suerte que el infeliz doméstico.
     Los dos esclavos, que presenciaron la horripilante escena, temían que les sucediese lo mismo que a sus perseguidores y se encomendaron a Dios. Mas, con harta extrañeza de su parte, vieron que la leona abandonaba su guarida, llevándose uno a uno los cachorros.
     Salieron los fugitivos de su escondite; montaron en los dromedarios en que habían llegado los perseguidores, y que llevaban buena provisión de alimentos y cosas útiles, y cada cual se dirigió a su casa. dando muchas gracias a Dios.
     Llenos de reconocimiento a la divina Providencia, pudieron exclamar con el salmista: "El Señor ha hecho esto, que es admirable a nuestros ojos: A Domino factum est istud, el est mirabile in oculis nostris" (Ps. CXVII, 22).

     * El barco de San Ignacio.—San Ignacio de Loyola regresaba por mar de Jerusalén, yendo en una barca que rindió viaje en la isla de Chipre. Allí había tres barcos que podían llevarle a Italia: uno turco, en el que no pudo embarcarse porque su capitán no quería llevar a bordo ningún cristiano; otro veneciano, muy cómodo y rápido, en el que tampoco lo admitieron por carecer de dinero con que pagar el viaje, y el tercero, uno pequeño, viejo y en bastantes malas condiciones, que fue en el que únicamente pudo subir para regresar a Roma.
     Salieron los tres rumbo a las costas italianas; pero durante el trayecto se levantó una furiosa tempestad, resultando hundido el barco turco; el veneciano varó en un banco de arena y allí encontró su fin. El único que llegó al puerto de destino fue el barquito viejo y en no muy buenas condiciones en que viajaba San Ignacio.
     La Providencia había velado por su siervo, que siempre confiaba ciegamente en ella.

III.—La Providencia y el infortunio.
     1. Tal vez se os ocurra preguntar: "Si la divina Providencia vela por todos, ¿cómo hay tantos pobres y desgraciados?" A esto os responderé que no debe culparse a Dios del infortunio de los hombres, sino que de una forma u otra cabe achacárselo a ellos, o considerarlo beneficioso para su salvación.
     En el mundo hay, como sabéis, buenos y malos, y tanto unos como otros pueden sufrir calamidades y desgracias.
     a) Los malos.—Hay malos que se ven en la miseria y en la desgracia porque ellos se las buscan con su mala vida, no siendo achacable su infortunio, en modo alguno, a Dios nuestro Señor.
     Ya dice la Sagrada Escritura que es el pecado la causa de la ruina de los pueblos: Miseros facit populos peccatum (Proverbios, XIV, 34). ¿Cabe esperar que Dios proteja y colme de beneficios a quienes le insultan, maldicen y combaten con sus blasfemias, falsedades y depravaciones? Sus pecados les atraen el abandono y castigo de Dios.
     b) Los buenos.—A veces también envía Dios tribulaciones a los buenos, y así vemos a muchos justos que padecen pobreza. ¿Será porque Dios los odia? ¡Todo lo contrario! Les manda esos padecimientos precisamente por lo mucho que los quiere, para purificarlos de sus imperfecciones.
     Tobías era un hombre justo del Antiguo Testamento y que, sin embargo, se veía atribulado, y el arcángel San Gabriel le dijo: "Porque eras grato al Señor fue preciso que te probase la desventura." San Pablo nos advierte que "el Señor, a quien ama, le reprende, y azota a todo el que recibe por hijo" (Hebr., XII, 6).     Pero fijaos en una cosa muy importante: cuando el Señor envía tribulaciones a los buenos les da la fuerza necesaria para soportarlas con paciencia, acrecentando así sus merecimientos para el cielo.
     2. Cuando veáis a gente pecadora que triunfa y no conoce los infortunios ni tribulaciones de ningún género en el mundo, sino que, por el contrario, todo les sale bien, decid para vuestros adentros: "¡Mala señal es ésta!" Porque su prosperidad material indica que Dios quiere recompensarles en esta vida lo poco bueno que hayan hecho. A este propósito decía San Agustín que "no hay desventura mayor que la felicidad de los pecadores".
     * Huyendo de una casa.—San Ambrosio, obispo de Milán (+ 396), durante un viaje a Roma se hospedó en una magnífica villa, perteneciente a un rico y poderoso señor. Habiendo sabido el santo que el dueño de la casa no había sufrido ninguna desgracia y que siempre se había visto distinguido y mimado por la fortuna, dijo a su criado: "Recoge todas nuestras cosas y salgamos de aquí en seguida. No quiero permanecer más tiempo en una mansión donde no existe pena alguna, porque es señal de que en ella no mora Dios."
     Dio las gracias al anfitrión por la hospitalidad que le había prestado, y reanudó la marcha para proseguir su camino.
     Queridos míos, grabad en vuestra mente esta gran verdad: que los padecimientos son una señal de la benevolencia de Dios, y quien no los tiene no figura en el número de sus predilectos.

IV.—Debemos someternos dócilmente a las disposiciones de la divina Providencia.
     Esa es nuestra obligación si queremos pasar por buenos cristianos. Tenemos que creer que todo cuanto Dios nos envía es para nuestro bien. Por otra parte, ¿qué ganaríamos no conformándonos con la voluntad de Dios? Aceptando las disposiciones de la divina Providencia, el Señor nos bendice con especiales gracias y favores.
     Hay que someterse a los designios de la divina Providencia. Las lamentaciones de un enfermo.—Un padre de familia se hallaba enfermo, postrado en la cama, y se quejaba de su suerte, diciendo :
     —Dios descarga sobre mi todos los males. ¡Y aún dirán que es justo!
     Su párroco, que lo asistía paternalmente, le exhortaba a no blasfemar de aquel modo, invitándole, por el contrario, a aceptar con resignación la voluntad de Dios, que sabe mejor que nosotros lo que en verdad nos conviene. Para moverle a esto, el buen hombre habló así al enfermo:
     —Dígame, ¿ha tenido que castigar alguna vez a alguno de sus hijos?
     — ¡Oh, sí!
     —¿Le daba gusto hacerlo?
     —No, por cierto.
     —Pues tampoco le da gusto al Señor castigarnos a nosotros. Pero vamos a ver: ¿le habría parecido a usted bien que al castigar a alguno de sus hijos se le hubiese rebelado?
     El enfermo respondió:
     —¡De ningún modo!
     —Pues mire, lo mismo le pasa al Señor: que se ofende si protestamos y nos airamos contra El cuando nos aflige de alguna manera, y, en tal caso, arrecia sus castigos.
     El hombre reflexionó; quedó persuadido de lo que le decía el señor cura, y se resignó ante la voluntad de Dios.

     * San Francisco de Asís estaba gravemente enfermo y, sin embargo, se mostraba muy alegre, cantaba y daba gracias a Dios de manera tan jubilosa que dejaba admirados a sus frailes.
     * Fray Bernardo, compañero de San Francisco, habiendo sido insultado, escarnecido y vilipendiado por unos facinerosos, se mostró muy contento, pues pensaba que aquellos ultrajes eran señal de una especial predilección del Señor.
     El Señor todo lo hace por nuestro bienLa pierna rota.—Un buen hombre de Normandía acostumbraba a decir cuando le sobrevenía alguna contrariedad e incluso desgracia: "¡Todo sea por Dios! El Señor todo lo hace por nuestro bien."
     Cierto día tenía que embarcarse para Inglaterra; pero se retrasó, y para ganar el tiempo perdido y llegar antes de que saliera el barco, echó a correr; mas dio un tropezón y cayó al suelo, rompiéndose una pierna, cuando ya estaba en las proximidades del puerto.
     Según su costumbre, también repitió el buen normando en esta ocasión: "¡Todo sea por Dios! El Señor todo lo hace por nuestro bien."
     Extrañados los que acudieron a prestarle auxilio de oírle hablar así, le dijeron :
     —¿Puede ser un bien esta desgracia que le ha sucedido?
     Yo no lo sé —respondió el hombre—; pero la divina Providencia sí lo sabe.
     Pasados unos días se supo que el barco en que nuestro hombre pensaba hacer la travesía había naufragado, pereciendo todos los pasajeros.
     He aquí cómo salvó el Señor la vida de aquel buen normando, causándole una pequeña desgracia.

     Conclusión.—¿Tenéis confianza en la divina Providencia, mis queridos hijos? ¿Queréis mucho al Señor, que es tan bueno y vela sin cesar por vosotros? ¿Aceptáis de buen grado sus disposiciones, u os quejáis, por el contrario, de las enfermedades, de la pobreza, de las correcciones y de la fatiga? Debéis recordar en todo tiempo que Dios permite esas y otras cosas semejantes para que os hagáis más fácilmente santos. Rendecid al Señor en lo sucesivo y conformaros con su santa voluntad, tanto en las cosas prósperas como en las adversas, en el trabajo y en el estudio, en la aflicción y en los dolores. Si así lo hacéis ya veréis cómo actúa su Providencia sobre vosotros, a manera de una madre cariñosa que ayuda y consuela a su hijo en todo momento V cualquier circunstancia.
G. Mortarino
MANNA PARVULORUM

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