Su amor inefable hacia los hombres. El manantial de donde se alimenta y cómo se activa en la bienaventuranza en vez de amortiguarse.
Puesto que María continúa ejerciendo, sobre todo por intercesión, su oficio de Madre de los hombres, a través del espacio y del tiempo, importa estudiar a fondo las cualidades que posee para llenarlo bien. Así, su maternidad espiritual se revelará con todo su esplendor. Ahora bien; cuatro condiciones son necesarias para cumplir perfectamente esta gran función: la primera es un inmenso amor a Dios y a los hombres, sus hijos adoptivos; la segunda, una misericordia sin límites, por la que se compadezca de sus miserias; la tercera, el conocimiento íntimo y entero de sus males, de sus actos y de los suspiros que dirigen hacia Ella, y la cuarta, finalmente, un gran poder sobre el Corazón de su Hijo y de Dios, Padre de bondad. Los adversarios mismos de la maternidad de María han reconocido, como nosotros, que necesita de todo esto para estar a la altura de su misión, y, por lo mismo, se esfuerzan en arrebatarle estos, títulos que posee, para que en Ella pongamos nuestra filial confianza. Ahora bien; fácil nos va a ser demostrar que estas condiciones las reúne en el más alto grado nuestra Madre celestial.
I. Hablemos, ante todo, de su amor. No necesitamos decir con cuán inefable caridad arde el corazón de María para con Dios; qué profundo es el sentimiento que siempre ha tenido de la bondad divina y de sus predilecciones por Ella; hasta dónde alcanzó su celo por la gloria de Dios; cómo no hubo jamás alma viviente, a excepción de la del Salvador, que estuviese, como la suya, apasionada por el establecimiento y la expansión del reino de Dios. Ahora bien; preguntamos, ¿puede un amor semejante desinterarse de la salvación de los hombres y de su santidad? ¿Puede ser cosa indiferente para él que la familia adoptiva de Dios crezca en número, en gracia y en perfección? ¿Será amar a Dios y su honor y su gloria el no desear verle sobre todas las cosas adorado, servido y glorificado? Por tanto, o las palabras carecen de significado, o todo eso conduce a la oración constante, puesto que este es para María el medio más prncipal de probar a Dios, con mayor eficacia, su reconocimiento y su amor.
Pero más aún que el amor de María hacia Dios, su amor a los hombres es capaz de revelarnos el fervor y la perpetuidad de su intercesión. El amor de la Santísima Virgen a los hombres, este amor del que brota la oración como el arroyo de la fuente, es cosa tan evidente, que es imposible dudar de él cuando se ha conocido quién es María. ¿Amaría a Dios con todo su corazón, con toda su alma y con todas sus fuerzas y más que todas las criaturas juntas, si este mismo amor no se extendiera universalmente a todos los hombres, cuando, según el testimonio de los Libros Santos, estos dos amores no forman más que uno solo? Pero, ¡cuántos otros motivos para amarnos unen a este primer motivo!
Recordemos que Jesús, moribundo, le legó a los hombres por hijos en la persona de su discípulo amado y la proclamó Madre de todos nosotros. Ahora bien; ésta no pudo ser de parte de Cristo una proclamación estéril. Recordémoslo. Decirle: "Mujer, he ahí a tu Hijo", era, a la vez, ponerle en el corazon ternura proporcionada con la función maternal que le confiaba. Dios no hace a medias lo que hace por Sí mismo. Pródigo de sus dones hasta lo infinito, para disponer a la Virgen a llevar dignamente su cualidad de Madre de Dios, no podía ser menos liberal en la preparación de esta otra maternidad que hace de todos los hombres hijos de María, según la gracia. Ahora bien; entre las cualidades de una Madre, ¿hay alguna más natural que el amor hacia los hijos que le han sido dados?
Recordemos, además, otra verdad que hemos comprobado con las Sagradas Escrituras en la primera parte de esta obra; es que desde la dichosísima Encarnación, Dios Padre extiende sus complacencias paternales hasta la Humanidad de su Hijo. No acierta a separar en su amor la naturaleza humana de la divina, y el objeto de sus afectos de Padre es el Hombre-Dios todo entero. Por una consecuencia natural, el mismo amor del Padre abraza a los fieles, miembros de Jesucristo, juntamente con su cabeza, y este amor, pasando de la persona física, engloba en sí, por razón de ella, en una misma unidad, a la persona mística. Es el fruto de la oración de Cristo: "Padre mío, dijo, que el amor con que me habéis amado esté en ellos, porque yo mismo estoy con ellos y ellos conmigo" (Joann., XVII, 26, col. 23).
Así, decíamos que el amor de la Santísima Virgen a su Jesús abrazaba en Él, a la vez, a la naturaleza divina y a la humana, al hombre y a Dios, puesto que una buena madre ama todo lo que pertenece a la persona de su hijo. De ahí se deduce también como consecuencia que el amor de María por nosotros es una parte del que profesa a Jesús; mejor dicho, es el mismo amor maternal que se dilata y extiende a medida que Jesucristo mismo recibe con nosotros un aumento en su persona mística. Lo diremos de nuevo: imposible es concebir a la Virgen amando infinitamente a Dios hecho hombre, sin representársela, al mismo tiempo, llena de inmensa ternura hacia nosotros, hermanos, imágenes y miembros de Jesucristo, porque estos dos amores se confunden en uno solo por la fuerza misma de las cosas. A los justos los ama, porque están en Jesucristo; a los pecadores, para que sean incorporados a Jesucristo (S. Thom., Quaest. disput., De Charitate, q. un., a. 4, in corp.). No arguyáis que Ella no puede amar a los que el pecado separa de su Hijo, porque, en tanto que esta separación no es definitiva, Él mismo los ama, no ciertamente, como a miembros vivos de su cuerpo, sino como a miembros cuyo destino sobrenatural es el de participar de esta bienaventurada unión.
Recordemos también que María no puede mirar a ningún hombre sin verle inundado con la sangre de Jesucristo, derramada por Él. Ella, mejor que nadie, sabe con el espíritu con que Jesús la ha derramado, puesto que estaba allí cuando Él se entregó por ellos a la muerte como testigo de sus sufrimientos y, más aún, de las intenciones por las que los aceptó. No amarnos, y con amor que responda a tanto amor, ¿no sería acaso desconocer el precio inmenso con que el Salvador ha pagado nuestro común rescate?
¿Qué más diremos? Cuando el costado de Cristo fué abierto por la lanza del soldado, María fué la primera que con claridad mil veces mayor que Juan y la Magdalena contempló con sus ojos el incendio de amor encendido en el corazón de su Hijo y los beneficios innumerables que tendían a escaparse de aquella herida. Ella misma fué como el auxiliar y la inseparable asociada de Jesús en la ofrenda que hizo de Sí mismo, totalmente, por la salvación de los pecadores; Ella había, a ciencia y conciencia, preparado el sacerdote y el holocausto, y su corazón latía al unísono con el corazón de su Hijo.
Pero más aún que el amor de María hacia Dios, su amor a los hombres es capaz de revelarnos el fervor y la perpetuidad de su intercesión. El amor de la Santísima Virgen a los hombres, este amor del que brota la oración como el arroyo de la fuente, es cosa tan evidente, que es imposible dudar de él cuando se ha conocido quién es María. ¿Amaría a Dios con todo su corazón, con toda su alma y con todas sus fuerzas y más que todas las criaturas juntas, si este mismo amor no se extendiera universalmente a todos los hombres, cuando, según el testimonio de los Libros Santos, estos dos amores no forman más que uno solo? Pero, ¡cuántos otros motivos para amarnos unen a este primer motivo!
Recordemos que Jesús, moribundo, le legó a los hombres por hijos en la persona de su discípulo amado y la proclamó Madre de todos nosotros. Ahora bien; ésta no pudo ser de parte de Cristo una proclamación estéril. Recordémoslo. Decirle: "Mujer, he ahí a tu Hijo", era, a la vez, ponerle en el corazon ternura proporcionada con la función maternal que le confiaba. Dios no hace a medias lo que hace por Sí mismo. Pródigo de sus dones hasta lo infinito, para disponer a la Virgen a llevar dignamente su cualidad de Madre de Dios, no podía ser menos liberal en la preparación de esta otra maternidad que hace de todos los hombres hijos de María, según la gracia. Ahora bien; entre las cualidades de una Madre, ¿hay alguna más natural que el amor hacia los hijos que le han sido dados?
Recordemos, además, otra verdad que hemos comprobado con las Sagradas Escrituras en la primera parte de esta obra; es que desde la dichosísima Encarnación, Dios Padre extiende sus complacencias paternales hasta la Humanidad de su Hijo. No acierta a separar en su amor la naturaleza humana de la divina, y el objeto de sus afectos de Padre es el Hombre-Dios todo entero. Por una consecuencia natural, el mismo amor del Padre abraza a los fieles, miembros de Jesucristo, juntamente con su cabeza, y este amor, pasando de la persona física, engloba en sí, por razón de ella, en una misma unidad, a la persona mística. Es el fruto de la oración de Cristo: "Padre mío, dijo, que el amor con que me habéis amado esté en ellos, porque yo mismo estoy con ellos y ellos conmigo" (Joann., XVII, 26, col. 23).
Así, decíamos que el amor de la Santísima Virgen a su Jesús abrazaba en Él, a la vez, a la naturaleza divina y a la humana, al hombre y a Dios, puesto que una buena madre ama todo lo que pertenece a la persona de su hijo. De ahí se deduce también como consecuencia que el amor de María por nosotros es una parte del que profesa a Jesús; mejor dicho, es el mismo amor maternal que se dilata y extiende a medida que Jesucristo mismo recibe con nosotros un aumento en su persona mística. Lo diremos de nuevo: imposible es concebir a la Virgen amando infinitamente a Dios hecho hombre, sin representársela, al mismo tiempo, llena de inmensa ternura hacia nosotros, hermanos, imágenes y miembros de Jesucristo, porque estos dos amores se confunden en uno solo por la fuerza misma de las cosas. A los justos los ama, porque están en Jesucristo; a los pecadores, para que sean incorporados a Jesucristo (S. Thom., Quaest. disput., De Charitate, q. un., a. 4, in corp.). No arguyáis que Ella no puede amar a los que el pecado separa de su Hijo, porque, en tanto que esta separación no es definitiva, Él mismo los ama, no ciertamente, como a miembros vivos de su cuerpo, sino como a miembros cuyo destino sobrenatural es el de participar de esta bienaventurada unión.
Recordemos también que María no puede mirar a ningún hombre sin verle inundado con la sangre de Jesucristo, derramada por Él. Ella, mejor que nadie, sabe con el espíritu con que Jesús la ha derramado, puesto que estaba allí cuando Él se entregó por ellos a la muerte como testigo de sus sufrimientos y, más aún, de las intenciones por las que los aceptó. No amarnos, y con amor que responda a tanto amor, ¿no sería acaso desconocer el precio inmenso con que el Salvador ha pagado nuestro común rescate?
¿Qué más diremos? Cuando el costado de Cristo fué abierto por la lanza del soldado, María fué la primera que con claridad mil veces mayor que Juan y la Magdalena contempló con sus ojos el incendio de amor encendido en el corazón de su Hijo y los beneficios innumerables que tendían a escaparse de aquella herida. Ella misma fué como el auxiliar y la inseparable asociada de Jesús en la ofrenda que hizo de Sí mismo, totalmente, por la salvación de los pecadores; Ella había, a ciencia y conciencia, preparado el sacerdote y el holocausto, y su corazón latía al unísono con el corazón de su Hijo.
II. ¿Es creíble que este amor de María se haya enfriado, porque haya entrado en el cielo, horno eternamente encendido de caridad, y que, una vez asentada en el trono de su gloria, haya olvidado a los que su Hijo amó tanto, a los que le fueron tan prodigiosamente caros, en los días de su vida mortal, que Ella ofreció por ellos, no solamente sus lágrimas, sino también hasta la última gota de la Sangre Redentora? Sería como una locura sacrilega el pensarlo, porque la caridad, lejos de enfriarse en el cielo, toma allí nuevo incremento al contacto y con la contemplación del amor eterno. No, el cielo no es la tierra del olvido. "No quiera Dios, ¡oh, alma santa! —decía San Agustín a su amigo Nebridio-, no quiera Dios que vuestra oración haya perdido su eficacia, ahora que podéis interceder en presencia de la Majestad divina, y que, no estando ya en el camino, reináis en la plenitud de la luz. No podré persuadirme de que el exceso de su bienandanza me haya borrado de su memoria, cuando vos, Señor, de quien él se embriaga, tenéis recuerdo de nosotros" (S. August., Confesse.. 1 IX, c. 3, n. 6, P. L., XXXII, 766). "Lejos de nosotros —dice igualmente San Bernardo, en su carta acerca de la muerte del Santo Obispo de Irlanda Malaquías—, lejos de nosotros el pensamiento de que esta caridad tan activa en la tierra sea aminorada o reducida a la nada en el cielo, ahora que, descansando en la propia fuente de caridad eterna, aspiráis a boca llena el torrente, cuyas gotas mismas eran aquí abajo tan deliciosas para vuestra sed. La muerte no ha podido vencer en vos la caridad, porque esta caridad es fuerte, más que la muerte misma" (S. Bernard., ep. 374, ad fratres de Hybernia de obitu S. Malachiae, P. L., CLXXXII, 679). Es preciso oír también al mismo Santo desarrollar iguales pensamientos, en la conmovedora oración fúnebre que hizo de su hermano Gerardo, monje de Claraval como él, su consejero en sus dudas, consolador suyo en sus pruebas: "Quizá, aunque nos hayas conocido según la carne, ya no nos conoces a esta hora, y porque has entrado en los dominios del Señor, no tienes ya a la vista más que su justicia, olvidándote de nosotros. Lo sé: el que se une al Señor se hace un espíritu con Él (I Cor., VI, 17) y se transforma todo entero en el divino amor, no pudiendo sentir ni gustar sino a Dios, y lo que Dios siente y gusta, lleno como está de Dios solo. Mas Dios es caridad y, por consiguiente, cuanto más cerca se está de Él más lleno se está de caridad. Ciertamente, Dios no puede padecer, mas puede compadecer: impassibilis est Deus, sed non incompassibilis; Él, de quien es propio comparecerse siempre y perdonar. Es, pues, de necesidad que tú también seas misericordioso; tú vives en Dios, aunque ya no seas miserable, y si no padeces, tú te compadecerás. Así, tu amor por nosotros no ha disminuido, sino que se ha transformado, y porque te hayas revestido de Dios no te has despojado por eso de toda solicitud hacia nosotros, porque Él cuida de nosotros (I Petr., V. 7). La flaqueza la has dejado, pero no la piedad. La caridad no pasa jamás (I Cor., XIII, 8); jamás, por tanto, perderás mi recuerdo" (San Bernard., Sermo in obitu fratrís sui Gerardi, n. 5, P. L., CLXXXIII, 906 y sigs.). Ahora bien; notemos que los motivos que hemos desarrollado son universales; se extienden generalmente a todos los hombres sin excepción. He aquí por qué el piadoso y sabio Idiota interpreta de María lo que el Salmista ha dicho del sol: "Nadie se escapa al calor sus rayos" (Psalm., XVIII. 79), es decir, "a la dilección de la Madre del amor hermoso" (Contempl. De B.M.V. in prolog.). Pero así como en acercándose más al sol más se experimenta su benéfica influencia, así el amor de María se muestra más bienhechor para con aquellos que la aman y la sirven con una devoción más respetuosa y amorosa, y esto es lo que también quiere significarse cuando se ponen en sus labios las palabras de la Sabiduría: "Amo a los que me aman" (Prov., VIII, 17, col. Cap., VI, 13. Léase San Alfonso Ligorio, Glorias de Maria, primera parte, c. I. & 3).
III. ¿Dónde están ahora las objeciones que señalamos al final del capítulo precedente? María, toda absorta como se halla en el Amor divino, ya no se acuerda de nosotros. Ya veis cómo este mismo exceso de amor le induce con mayor eficacia a amarnos. Mejor dicho: el éxtasis de su amor a Dios es, necesariamente, un éxtasis de amor a los hombres, porque en el cielo no es el amor del Criador una cosa y otra el amor de la criatura. No son, en realidad, sino un solo e idéntico amor, de igual manera que la visión de Dios y la visión de las criaturas son una sola e idéntica visión. Y por lo mismo que María, viéndonos en Dios, nos ve con una claridad tanto mayor cuanto que con mayor perfección disfruta de la contemplación de Dios, por lo mismo también, como nos ama en Dios, su amor a nosotros aumenta en la medida del crecimiento que a su entrada en la gloria tuvo su amor a Dios.
Temíais que el gozo inefable del soberano bien extinguiese en su corazón toda compasión amorosa por nosotros y por nuestras miserias, porque eso sería, según pensabais, mezclar la tristeza a las alegrías, con ella incompatibles. San Bernardo ha disputado estos vanos temores. ¿Tendría, pues, Dios, nuestro Padre, y Jesucristo, nuestro hermano, que dejar de amarnos, porque su beatitud excluye cuanto no es de ella misma? Mejor diríamos que la felicidad misma de nuestra Divina Madre, al embriagarla en sus delicias, la llena también del deseo de comunicarlas. Si la bondad de Dios tiende de tan impetuosa manera a comunicarse y derramarse fuera de sí misma, esto lo debe a su plenitud. Así, pues, lejos de ser un obstáculo a la maternal benevolencia de María hacia los hombres, su amor triunfante y gozoso es como un acicate y un estímulo.
Temíais que el gozo inefable del soberano bien extinguiese en su corazón toda compasión amorosa por nosotros y por nuestras miserias, porque eso sería, según pensabais, mezclar la tristeza a las alegrías, con ella incompatibles. San Bernardo ha disputado estos vanos temores. ¿Tendría, pues, Dios, nuestro Padre, y Jesucristo, nuestro hermano, que dejar de amarnos, porque su beatitud excluye cuanto no es de ella misma? Mejor diríamos que la felicidad misma de nuestra Divina Madre, al embriagarla en sus delicias, la llena también del deseo de comunicarlas. Si la bondad de Dios tiende de tan impetuosa manera a comunicarse y derramarse fuera de sí misma, esto lo debe a su plenitud. Así, pues, lejos de ser un obstáculo a la maternal benevolencia de María hacia los hombres, su amor triunfante y gozoso es como un acicate y un estímulo.
J.B. Terrien, S.J.
LA MADRE DE DIOS Y MADRE DE LOS HOMBRES.
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