Aunque nosotros no comulgamos con los linea media, el siguiente artículo se nos hace importante, para poder conocer la personalidad de "Francisco".
Tomado del sitio CUM EX APOSTOLATUS OFFICIO
Sandro de Pontes
Luego de haber escuchado todas las loas políticamente correctas que los
medios de comunicación masivos han dirigido hacia el nuevo Papa
Francisco, tanto de los medios enemigos como de los medios católicos
oficialistas, publicamos un artículo aparecido en el Blog de Revista
Cabildo del Dr. Antonio Caponnetto, quién ha conocido y seguido la
trayectoria del Cardenal argentino.
Nosoros podemos decir que es
“enemigo jurado de la misa tradicional,
no ha permitido sino parodias en manos de enemigos declarados de la
liturgia antigua. Ha perseguido a todo sacerdote que se empeñó en usar
sotana, predicar con solidez o que se haya interesado en la Summorum
Pontificum.
Famoso por la inconsistencia (a
veces ininteligibilidad de sus alocuciones y homilías), dado al uso de
expresiones vulgares, demagógicas y ambiguas, su magisterio no puede
decirse que sea heterodoxo sino inexistente por lo confuso.
Su entorno en la Curia de Buenos
Aires, salvo algunos clérigos, no se ha caracterizado por la virtud de
sus acciones. Muchos están gravemente sospechados de inconducta moral.
No ha perdido ocasión de realizar actos en los que cedió
la catedral a judíos, protestantes, islámicos, e incluso a elementos
sectarios en nombre de un diálogo interreligioso imposible e
innecesario. Son famosas sus reuniones con los protestantes en el
estado de espectáculos Luna Park, donde reiteradamente, junto con el
predicador de la Casa Pontificia Cantalamessa, ha sido “bendecido” por
pastores protestantes, en un acto de culto común donde en la práctica
dio por válidos ciertos poderes sacramentales de los telepastores.
Esta elección es incomprensible: no
es políglota, no tiene experiencia curial, no brilla por su santidad, es
flojo en doctrina y liturgia, no ha combatido ni el aborto ni el matrimonio homosexual,
no tiene modales para honrar el Solio Pontificio. Nunca se ha jugado
por nada más allá de permanecer en posiciones de poder” (Marcelo
González en PCI 14-03-2013).
Pero no debemos perder la calma, y
no sabemos lo que Dios tiene en sus misteriosos e inescrutables
designios. Como versa el dicho popular “Dios escribe derecho en
renglones torcidos”.
A continuación, el artículo.
Por Antonio Caponnetto
El Jesuita
Finalmente, ha salido a la luz el
anunciado libro cuyo propósito es trazar una semblanza oficiosa y una
biografía autorizada del Cardenal Jorge Mario Bergoglio.
Se trata de un largo reportaje,
pautado y ejecutado prolijamente entre los autores y el personaje; y
con la plena anuencia del entrevistado quien, además, promueve
formalmente la obra desde la Agencia Informativa Católica Argentina. De
modo que cuanto allí se dice debe darse por expresamente avalado y
refrendado entre las partes. No hay lugar para el proverbial recurso a
la descontextualización mal intencionada.
Los reporteros elegidos para tan singular retrato, retratan a la par las preferencias dialoguistas e intimistas del prelado: Sergio Rubín, el circunciso encargado de “los temas religiosos” en Clarín, y Francesca Ambrogetti de Parreño, la psicóloga social de la Agencia Ansa.
Párrafo aparte para el prologuista escogitado por Su Eminencia, el Rabino Abraham Skorka,
ferviente justificador de las coyundas homosexuales, pues aunque “la
opinión de la Biblia dice que la homosexualidad está prohibida, en una
sociedad democrática hay que apelar a informes antropológicos y
sociológicos […] Estamos viviendo en una realidad democrática y sabemos
perfectamente bien que existen personas que tienen una sexualidad
definida en otro sentido respecto de la concepción bíblica” (Cfr.
Agencia Judía de Noticias, 30-6-2008,
La democracia por encima de la Ley de Dios. ¡Presentador acorde a sus criterios políticamente correctísimos se buscó el Pastor!
Son simples los datos bibliográficos
de la obra, para quien quiera ubicarla: Sergio Rubín, Francesca
Ambrogetti, El Jesuita. Conversaciones con el Cardenal Jorge Bergoglio,
S.J, Buenos Aires, Vergara, 2010, 192 ps.
Castellani contaba que el torpón de Franceschi lo
reprendió por aquella humorada de “Las Canciones de Militis”, pues
–según él- tal título evocaba “Les chansons de Bilithis” de Pierre Louis,
un libro presuntamente inmoral. Bergoglio tuvo más suerte, o no, según
se mire. Porque El Jesuita es el mismo título de una obra decididamente
anticristiana de Rubén Darío, pero nadie le sugirió que lo
modificara. La verdad es que al acabar este inicuo libelo bergogliano,
la voz otrora impía del nicaragüense parece hallar, al menos en este
caso, su justificación más plena:
“Bien: ahora hablaré yo.
Juzga después, lector, tú:
el jesuita es Belcebú
que del Averno salió”.
Jorge Mario Bergoglio. El Jesuita. De él tratan las páginas que a continuación reseñamos.
Antes era fanfarrón, ahora soy perfecto
Varias obsesiones recorren estas cartillas. Y nada se ha improvisado para darles cauce.
Bergoglio necesita probar que él es
un hombre humilde, modesto, austero. Un pibe de barrio que puede hablar
de fútbol y de tango –como de hecho lo hace y con abundancia- lo más
alejado posible de la imagen tradicional de un Príncipe Cristiano.
Acorde con los tiempos y los gustos, y con la línea vulgarizante
impuesta por alguno de sus antecesores, lo estimable ya no será el
señorío jerárquico sino el muchachismo populista. No la estricta
ortodoxia sino la mirada plural, contemporizadora, con calculados
barnices de herejía. Tampoco y mucho menos la actitud magistral de quien
por ministerio debe ser tenido como Maestro de la Verdad. Por el
contrario, lo estimable será la duda, la vacilación, el enjuague, el
espacioso mundo donde las ideas se pueden negociar, como quería John Dewey. “Alguien puede pensar que un creyente que llega a Cardenal tiene las cosas muy claras”, le plantea la dupla interrogadora. “No es cierto”, le asegura enfáticamente el interrogado (p. 53). Y en él, tan mísero aserto es verdad pura, patética y funesta.
El modelo a seguir, claro, ya no es el de los eminentes Varones de Cristo, como los Cardenales Pie o Billot, sino el de aquel monsignori tránsfuga que describiera Hugo Wast,
en cuya corona se había incrustado una cuarta diadema en señal de
adoración hacia la democracia. No prediquemos entonces el deber de
batirse por la Verdad Única, Crucificada e Indivisa, sino “la aceptación de la diversidad que nos enriquece a todos” (p.
169). No la Verdad Revelada sino las verdades múltiples y consensuadas
“con diálogo y amor” son “la celebración” preferida por el obispo (p.
169).
Concorde con este clima intelectual y
moral se presenta “prefiriendo el simple traje oscuro a la sotana
cardenalicia” (p. 18), hincha de San Lorenzo, buen cocinero, antiguo
bailarín de milonga (p.120) y ex laburante en un laboratorio (capítulo
dos). Y por eso, verbigracia, interrogado acerca del ocio, no recurre
para definirlo a los seguros autores clásicos que de él se ocuparon, ni a
los modernos como Pieper o Guardini, que dice haber estudiado, sino a Tita Merello cantando:
“che fiaca, salí de la catrera” (P. 37). Dar pruebas de “normalidad”
para Bergoglio, no es apelar a lo normativo y eximio sino a lo que
abunda, a lo populachero y sensibloide. Ser hijo del Siglo, diría Ernest Hello.
Nadie podrá escribir de él lo que se
anotó del Quijote, para su gloria: “parecíales otro hombre de los que
se usaban”. No; él es un hombre bien ad usum: vulgar, ordinario,
arrabalero, pluralista y prosaico. Moderno. Y en esto, según su errática
perspectiva, está la prueba de su obsesiva humildad y de su progreso
espiritual en el arte de aprender a superar los defectos.
El Rabino Skorka lo pondera desde el
comienzo, no sólo como alguien con quien trabó “la verdadera amistad”
que “define el Midrash”, sino como un modelo de humildad, ya que “todos
coincidirán en la ponderación del plafón (sic) de humildad y comprensión
con que encara cada uno de los temas” (ps.10-11).
Bergoglio deja correr insensatamente
el juego del “bajo perfil”, sin querer advertir la paradoja –y aún el
pecado- de esta autocomplacencia infatuada en ser descripto como un
sencillo y componedor bonachón. La egolatría de mostrarse cual l’uomo
qualunque sigue siendo manifestación de la soberbia, no por la
naturaleza de lo que se ostenta sino por vicio de la ostentación. Pero
esta es, como decimos, una de las obsesiones psicológicas del
biografiado: que se lo perciba como un hombre del montón; alguien que
continúa “viajando en colectivo o en subterráneo y dejando de lado un auto con chofer” (p. 17).
No son pocas las veces en que los
periodistas interrogadores –salvajemente indoctos en materia religiosa-
le regalan este tipo de ponderaciones. Y Bergoglio las acepta, con esa
fanfarronería del humilde profesional que decía Jorge Mastroianni.
Desechando el consejo ignaciano de contemplar la rebelión de los
ángeles caídos, para evitar que nos suceda como a ellos, que “veniendo
en superbia, fueron convertidos de gracia en malicia”. (E.E, 50).
Porque ¿quién que tenga realmente esa “corona y guardiana de todas las virtudes”, como llamó San Doroteo de Gaza a
la humildad, daría su anuencia para que se publiquen páginas y páginas
ensalzando la posesión de este don? ¿Quién, que a fuer de genuinamente
humilde, practicara ese “laudable rebajamiento de sí mismo” que pedía Santo Tomás,
erigiría en vida su propio monumento a la humilitas? ¿Quién veramente
abocado a la nadidad evangélica -en preciosa expresión de San Buenaventura-
podrá contratar a un puñado de escribas para que le canten la palinodia
de su arrollador recato? ¿Quién que no tuviera ese “brote metafísico de
la soberbia intelectual que es el principio de la inmanencia”, según
clarividente análisis de García Vieyra, prohijaría que se dijera de sí mismo que “su austeridad y frugalidad, junto con su intensa dimensión espiritual, son datos que lo elevan cada vez más a su condición de papable”? (p. 15) ¿Creerá de veras Bergoglio que a la tierra del subte y del colectivo se refería San Isidoro cuando
definió al humilde en sus Etimologías como el quasi humo acclinis, o
inclinado a la tierra? ¿Creerá de veras que alguien más que Jesucristo puede decir de sí mismo: “aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mt. 11, 29)?
A Bergoglio le sucede lo que al
protagonista del chascarrillo aquel que desenmascara la petulancia
invencible del porteño. A la hora de aclarar lo mucho que ha mejorado su
vida moral, le dice a su imaginario interpelador: “antes era fanfa,
ahora soy perfecto”.
Dejate “sinagoguear” por el mundo
Amigo de neologismos y de
chabacanerías, el Cardenal supo acuñar entre otras zarandajas, aquello
de “dejate misericordear por Cristo”. Pero él –un exponente más del
judeocatolicismo oficial, hoy dominante- ha preferido en principio, dar y
recibir las ternezas de los deicidas.
Se cuentan por decenas los gestos
judaizantes del Primado, de los que pueden dar clara y ominosa cifra su
pública amistad con los rabinos Sergio Bergman y Alejandro Avruj,
al primero de los cuales prologó su libelo “Argentina Ciudadana”, y al
segundo entregó el Convento de Santa Catalina en noviembre de 2009 para
que festejara la impostura de “La noche de los cristales rotos”. Y ambos hebreos, al igual que el prologuista Skorka, explícitos justificadores de la sodomía. El fantasma contranatura de Marshall Meyer los protege a todos, y a todos reúne bajo el humo desolador de Gomorra.
Mas aquí estamos ante la segunda
obsesión del Cardenal. Se ha impuesto probar su afinidad y su afecto con
el mundo israelita; y no conforme con las definiciones eclesiales
públicas dadas en tal sentido, abunda ahora en El Jesuita, en
testimonios menores, intencionalmente escogidos para agradar al
Sanedrín.
Los reporteros –a cuya tribal
insipiencia teológica ya hemos aludido- le plantean como una objeción
para la aceptación de la Fe Católica, el hecho de que “el principal emblema del catolicismo es un Cristo crucificado que chorrea sangre” (p. 41). “Usted
no puede negar” –le reprochan cortésmente- “que la Iglesia destacó en
sus dos milenios al martirio como camino hacia la santidad” (p. 42).
Cabían varias y bien sazonadas
respuestas católicas, todas ellas partiendo del enfático rechazo de la
infame petición de principios de los periodistas, según la cual, la
sangre y el martirio son piantavotos, y eso explicaría el alejamiento
popular de la Iglesia. Cabía una lección magnífica sobre “la sangre por
amor a la Sangre” de Santa Catalina de Siena, y el valor
inabolible del martirio con efusión sanguínea para conquistar el cielo
por asalto, como rezan los Evangelios. Cabía, en suma, decirles a los
escribas con sus propias palabras: ”No, por supuesto, yo no puedo ni
debo negar que la Iglesia destacó en sus dos milenios al martirio como
camino hacia la santidad. Y no puedo ni debo negarlo porque es la pura y
gloriosa verdad que la Iglesia siempre ha enseñado y siempre enseñará”.
Pero no; Su Eminencia no elige ninguna respuesta católica. Sostiene sin rubores que “asociar con lo cruento” al martirio, ligarlo con la idea de “dar la vida por la Fe”, es la consecuencia de que “el término [martirio] fue achicado”
(p. 42). El peculiar “achicamiento” consistiría, nada más y nada menos,
que en llevar hasta el extremo previsto y deseable las enseñanzas de
Jesucristo: “Todo el que pierda su vida por mí la ganará” (Mt. 10, 39).
Lo que para la Iglesia fue su corona; esto es, que el discípulo se
asemeje a su Maestro aceptando libremente la donación de la propia vida,
para Bergoglio es su empequeñecimiento, su reducción, su “achique”.
En consecuencia, él se inclina por “La Crucifixión Blanca, de Chagall, que era un creyente judío; no es cruel, es esperanzadora. A mi juicio es una de las cosas más bellas que se pintó” (p. 41). Esta “cosa más bella”, según declaró el mismo artista en 1938, es un Cristo rodeado de ornamentos, personajes, objetos y simbolismos judaicos en homenaje a las víctimas de los nazis,
quienes expresamente aparecen como los verdugos del Señor, por ser
judío. En la línea de otros dogmáticos de la Shoa, el cuadro de Chagall
desplaza el centro del holocausto, de Jesucristo a las presuntas
víctimas de Hitler. Se trata, pues, de una profanación hebrea del Santo
Sacrificio de la Cruz. Pero para Bergoglio es “la” pintura (p. 120).
En la misma línea ideológica, y para
seguir avivando el fuego semita, Su Eminencia sale del ámbito
espiritual y artístico para recalar en el terreno moral.
Con un simplismo impropio de un hombre de estudio, y con un relativismo aún más impropio en un hombre de Fe, sostiene que “antes
se sostenía que la Iglesia Católica estaba a favor [de la pena de
muerte] o, por lo menos, que no la condenaba”. Pero ahora en cambio,
merced al progreso de la conciencia, se sabe que “la vida es algo tan
sagrado que ni un crimen tremendo justifica la pena de muerte” (p. 87).
Entendamos el argumento
evolucionista de Bergoglio para valorar adecuadamente lo que dirá
después. La aceptación de la licitud de la pena de muerte -que aparece
taxativamente exigida como tal, tanto en las páginas vetero y
neotestamentarias como en un sinfín de doctrineros católicos y de textos
pontificios- debe percibirse como un déficit, un tramo oscuro en el
devenir de la conciencia que busca la luz. Lo mismo se diga de las
sociedades. En la medida en que “la conciencia moral de las culturas va
progresando, también la persona, en la medida en que quiere vivir más
rectamente, va afinando su conciencia y ese es un hecho no sólo
religioso sino humano” (p. 88).
Para el Cardenal, está claro, no por
un análisis per se del hecho, que lo valore inherentemente, sino por la
evolución de la conciencia, tanto la Iglesia como la Humanidad saben
hoy que la pena de muerte debe ser rechazada. Clarísimo caso de aquella
ruinosa cronolatría que protestara Maritain en Le Paysan de la
Garonne. Pero entonces, ¡cómo no deplorar, en consecuencia, aquellos
momentos aún involutivos en los que se juzgó erróneamente que algo
podría justificar la pena de muerte, incluso “un crimen tremendo”! ¡Cómo
no maldecir los tiempos eclesiales y sociales en los que la conciencia
aún juzgaba que bajo determinadas condiciones, circunstancias y
requisitos era legítima la aplicación del castigo capital!
Este era el sequitur lógico del
razonamiento bergogliano. Pero un tema irrumpe en el diálogo y la
ineluctable evolución de la conciencia se puede permitir una excepción.
¿Y cuál será ese tema? Dejémoselo explicar al interesado: “Uno no puede
decir: ‘te perdono y aquí no pasó nada’. ¿Qué hubiera pasado en el
juicio de Nüremberg si se hubiera adoptado esa actitud con los jerarcas
nazis? La reparación fue la horca para muchos de ellos; para otros la
cárcel. Entendámonos: no estoy a favor de la pena de muerte, pero era la
ley de ese momento y fue la reparación que la sociedad exigió siguiendo
la jurisprudencia vigente” (p. 137).
El pequeño detalle –advertido
precisamente por los kelsenianos de estricta observancia- de que “la ley
de ese momento”, vigente positivamente en Alemania, no volvía
criminales a los jerarcas nazis, se le olvida al Cardenal. El otro
detalle más “pequeño” aún, de que en Nüremberg no se dejó tropelía legal
por cometer, ni aberración jurídica por aplicar, ni derechos humanos de
los acusados por conculcar, ni tortura aborrecible por aplicar, ni
mentira por aducir, tampoco cuenta. Ese otro detallecito de que la horca
y el tormento atroz para los germanos no fue “la reparación que la
sociedad exigió” sino la venganza monstruosa de la judeomasonería, tras
los triunfantes genocidios de los Aliados, en Hiroshima y Nagasaki,
ninguna importancia tiene. El Cardenal está en contra de la pena de
muerte, pero si van a matar nazis seamos comprensivos y hagamos una
excepción hermenéutica. ”Era la ley de ese momento”, caramba. La
evolución de la conciencia podía esperar un ratito más.
El Cardenal, además, como feligrés y
miembro dirigente del judeocristanismo, ya tiene dónde tranquilizar sus
escrúpulos, supuesto que le acometieran. “Hace poco” –les confía a sus
socios biográficos- “estuve en una sinagoga participando de una
ceremonia. Recé mucho y, mientras lo hacía, escuché una frase de los
textos sapienciales que nos recordaba: ’Señor, que en la burla sepa
mantener el silencio’. La frase me dio mucha paz y mucha alegría” (p.
151).
Lo que no sabemos es si Su Eminencia
se refiere a la burla propia o a la que él le propina a Jesucristo al
visitar obsecuentemente la morada de los negadores de su divinidad y
artífices de su asesinato. Porque el prete podrá hacer silencio ante la
merecida chacota que lo tenga por objeto, pero Dios no se deja burlar
(Gál. 6, 7). Y el día en que regrese en pos de Su Justicia irrefragable y
definitiva, los que se pasaron la vida sinagogueando, a fuer de
felones, sabrán qué quería decir Marechal cuando mentaba en el Altísimo “la vara de hiel de su rigor”.
Marxistas buenos y católicos malos
En plena concordancia con lo hasta
aquí exhibido –reiterémoslo: una pseudohumildad grotesca y un
criptojudaísmo vergonzoso- Bergoglio saca a relucir su tercera obsesión.
Consiste la misma en mostrarse ponderativo y encomiástico con los
enemigos de la Iglesia, omitiendo todo el vejamen y todo el daño inmenso
que los mismos le han infligido y le siguen infligiendo a la Esposa de
Cristo. En el trazo maniqueo de su criterio –que él pretende encubrir
bajo las apariencias de lo ecuánime- a este polo de positividad sólo
puede oponérsele uno de simétrica negatividad; y el mismo, curiosamente,
está encarnado en los católicos. No en todos, claro, sino en los
“fundamentalistas”. Hablemos claro: en los católicos ortodoxos.
Un primer ejemplo de bondad enemiga lo constituye Esther Balestrino de Careaga.
Para quienes no lo sepan, esta mujer
–junto con todo su grupo familiar- era una activa militante del
terrorismo marxista, procedente del Paraguay. Bajo el sosías de “Teresa”
integró las primeras células que constituyeron la Agrupación Madres de
Plaza de Mayo, recibiendo hasta hoy los homenajes laudatorios incesantes
de la desaforada Hebe de Bonafini.
No creemos que en la Argentina del
presente haya un solo ciudadano que necesite que se le explique
–cualquiera sea su posición ideológica- cuál es la verdadera misión que
han cumplido y cumplen las llamadas “Madres de Plaza de Mayo”. Su
adscripción a la guerrilla marxista internacional, y no sólo argentina,
es explícita, frontal, sostenida, virulenta y particularmente belicosa.
Pero para Bergoglio, esta
“simpatizante del comunismo” (sic) se trató de “una mujer
extraordinaria”, a quien “quería mucho […] Me enseñaba la seriedad del
trabajo. Realmente le debo mucho a esta mujer […] Fue raptada junto con
las desparecidas monjas francesas. Actualmente está enterrada en la
Iglesia de Santa Cruz” (p. 34). “Tanto me enseñó de política” (p.
147-148).
Iniquidades de los tiempos de los
que Su Eminencia deberá rendir cuentas. No hay templos que alberguen los
cuerpos acribillados de los civiles o militares católicos a quienes
abatió el odio criminal del Comunismo. Pero una iglesia puede ser
entregada a las bandas erpianas y montoneras, para que la conviertan en
su bastión y en su cementerio. Y el responsable de tamaña profanación lo
vive como un logro y una fiesta.
La segunda bondad
encarnada es, para Bergoglio, la mismísima Bonafini. Los periodistas se
la mencionan dándole pie para alguna observación crítica, para algún
llamado tenue de atención, para algún módico tirón de orejas, habida
cuenta de la aversión patológica que esta infame mujer viene desplegando
desde hace décadas, cada vez con más desenfreno e insolencia.
“Hay también quienes ven actitudes
de revanchismo”, le espetan los escribas. “Por caso, la presidenta de
las Madres de Plaza de Mayo, Hebe de Bonafini”. Lo que le están
queriendo preguntar es, en suma, si actitudes rencorosas y vengativas
como la de este monumento al odio “ayudan a la búsqueda de la
reconciliación” (p. 139). Y se lo están inquiriendo, no un par de
macartistas, sino dos mascarones de proa de la izquierda nativa, de los
tantos que hoy se sienten perturbados ante esta abisal frankestein que
han creado y ya no pueden controlar.
El Cardenal no admite las premisas
implícitas y explícitas contenidas en el interrogante de los reporteros.
Quien ya ha hecho el elogio de los desaparecidos, como si la condición
de tal probara su inocencia y la justicia de su causa, justificará ahora
plenamente a Bonafini: “Hay que ponerse en el lugar de una madre a la
que le secuestraron sus hijos y nunca más supo de ellos, que eran carne
de su carne; ni supo cuánto tiempo estuvieron encarcelados, ni cuántas
picaneadas, cuántos latigazos con frío soportaron hasta que los mataron,
ni cómo los mataron. Me imagino a esas mujeres, que buscaban
desesperadamente a sus hijos, y se topaban con el cinismo de autoridades
que las basureaban y las tenían de aquí para allá. ¿Cómo no comprender
lo que sienten?” (p. 139).
Hubo otras muchas mujeres –esposas,
madres, hijas, novias, hermanas- a quienes los múltiples retoños de
Bonafini asesinaron a mansalva. Mujeres cuyo dolor no subsidió el
Estado, cuyo luto no financió la Internacional Socialista, cuyo llanto
no rentaron los terrorismos estatales soviético o cubano, cuya venganza
monstruosa no prohijó el oficialismo, cuyo rencor satánico no respaldó
la jurisprudencia del Poder Mundial. Para estas mujeres heridas,
anónimas y silentes, a quienes las actuales autoridades “basurean”, Su
Eminencia no tiene una palabra de comprensión ni de consuelo. Tampoco
para los cientos de soldados arbitrariamente detenidos por la tiranía
kirchnerista, detrás de cada uno de los cuales existen otras muchas
centenas de mujeres –católicas prácticas en gran número- a quienes se
les ha cercenado la jefatura del hogar.
Hay más “buenos” previsibles nombrados al pasar. Angelelli, Mugica, los palotinos, las monjas francesas, los curas tercermundistas con el Padre Pepe Di Paola a la cabeza (p. 106), los grandes heresiarcas “Hesayne, Novak y De Nevares”
(p. 140), los “teólogos de la liberación” que “se comprometieron como
lo quiere la Iglesia y constituyen el honor de nuestra obra” (p.82), los
redactores de “Nuestra Palabra y Propósitos”, publicaciones ambas del
Partido Comunista (p. 48), y hasta el mismísimo Casaroli, a quien
insensatamente pone de ejemplo (p. 78), omitiendo que fue el artífice
de aquella siniestra y ruinosa felonía denominada Ostpolitik. Para el
glorioso Cardenal Mindszenty (cada llaga recibida en las cárceles
comunistas lo nimbó de gloria) Casaroli era la imagen negra y enlodada
de la “Iglesia de los Sordos”, negociadora ruin de la sangre mártir.
Para Bergoglio, Casaroli es un modelo de la “Iglesia Misionera” (p. 78).
“Helada y laboriosa nadería, fue para este jesuita” la Barca de Pedro, diría Borges de Su Eminencia, perdonando por contraste y post mortem a Gracián.
Porque en rigor, tanto sorprende la gélida conducta con la que encomia a
los peores lobos, como la nadidad a la que reduce a quienes debería
tener por arquetipos, si fuera un verdadero creyente. Los óptimos, para
el obispo, están cruzando la raya de la Iglesia y confrontando con Ella.
Al fin, y como anticipábamos, si los
buenos de la cinematografía bergogliana son todos rojos, aquellos
pasibles de reproches y de acrimonias son ciertos católicos claramente
identificables como tradicionalistas, o simplemente católicos,
apostólicos y romanos. Por ejemplo, los que esperaban que Benedicto XVI criticara “al gobierno de Rodríguez Zapatero por
sus diferencias con la Iglesia en varios temas”, como el “del
matrimonio entre homosexuales”, sin darse cuenta de que “primero hay que
subrayar lo positivo, lo que nos une” (p. 80). Qué puede unir a un
católico con un gobierno manifiesta y exacerbadamente anticatólico, no
se aclara. Pero la intención es evidente: Zapatero tiene cosas
“positivas” que nos permitirían “el caminar juntos” (p. 80). Los
desviados son los fundamentalistas que anhelan que el Vicario de Cristo
condene a un rufián y a un régimen político en el que Satán se enseñorea
a su antojo.
Otros católicos impresentables son
los preocupados por “si hacemos o no una marcha contra un proyecto de
ley que permite el uso del preservativo” (p. 89). “Con ocasión de la
llamada Ley de Salud Reproductiva, algunos grupos de élites ilustradas
de cierta tendencia querían ir a los colegios para convocar a los
alumnos a una manifestación contra la norma porque consideraban, ante
todo, que iba contra el amor […] Pero el Arzobispado de Buenos Aires se
opuso a que los chicos participaran por entender que no están para eso.
Para mí es más sagrado un chico que una coyuntura legislativa […] De
todas maneras, aparecieron algunos colectivos con alumnos de colegios
del Gran Buenos Aires. ¿Por qué esta obsesión? Esos chicos se
encontraron con lo que nunca habían visto: travestis en una actitud
agresiva, feministas cantando cosas fuertes. En otras palabras, los
mayores trajeron a los chicos a ver cosas muy desagradables” (p. 90).
Es curioso el razonamiento de Su
Eminencia. Por lo pronto, minimizando los alcances y los fundamentos de
la Ley de Salud Reproductiva, claramente encuadrable en lo que Roma
condena como “cultura de la muerte”. El vocero de esta medida, Ginés González García, Ministro de Salud de Néstor Kirchner,
no dejó un solo instante de manifestarse agresivamente contrario al
Magisterio de la Iglesia, ni de exteriorizar socarronamente su contento
porque con tal disposición legal se coronaba la embestida contra la
moral cristiana. La sociedad entera lo recuerda aún con estupor –a él y a
su mandante- difamando, calumniando y persiguiendo a Monseñor Baseotto, por haber osado recordarle las prescripciones evangélicas pertinentes.
Sin embargo, tamaña embestida legal
contra el Orden Natural, tamaño intento orgánico y oficial por alterar
la Ley de Dios, tamaño proyecto gramsciano opuesto al Decálogo, tamaña
revolución cultural de inequívoco signo marxista, sería apenas para
Bergoglio “una coyuntura legislativa” contra la que no vale la pena
movilizar a la juventud tras las clásicas banderas del catolicismo
militante.
¿No advierte el Cardenal que ese
“chico” que le resulta “sagrado” es el primer damnificado de esta
“coyuntura legislativa” contra la cual no desea que se combata? ¿No
advierte asimismo que si la ley inicua no se detiene, ese “chico
sagrado” empezará por no poder nacer, por ser abortado, o por no poder
ser criado en un hogar con padre y madre? ¿No advierte, al fin, que la
susodicha Ley de Salud Reproductiva, forma parte de un proyecto mayor,
que lejos de ser una mera coyuntura legislativa que “va contra el amor”,
instala coactivamente una cosmovisión radicalmente opuesta y contraria a
la moral cristiana?
Los “malos”, los merecedores del
repudio y de la condena, no son para Bergoglio los gobernantes y sus
aliados que promulgan este tipo de normas inicuas, sino los “grupos de
élite ilustrada”, los católicos pro vida, que quieren movilizarse con
sus familias para hacerle frente a tamaña iniquidad. Y en el colmo del
desbarre conceptual, el Cardenal, en vez de encomiar el celo de esos
hogares misioneros y de instar a los jóvenes al heroísmo y al testimonio
gallardo, juzga la actitud católica como una “obsesión” y aún como una
imprudencia. ¡Los “chicos” fueron llevados “a ver cosas muy
desagradables”! ¿Es que hay algo más desagradable que pudiera ver un
joven, que la ruina de su patria y del lugar santo, sin intentar
siquiera una reacción vigorosa y entusiasta? ¿Es que la culpa de la
desagradable visión no la tienen los degenerados que arman el
espectáculo indecente de su impudicia, sino los que instamos a concurrir
a todos en defensa del Bien?
Su Eminencia nunca podría haber escrito ese maravilloso elogio que hizo Eugenio D’Ors al gesto impar de Ananías, Azarías y Misael,
pidiendo para sus propios hijos que “en el horno ardiente de la España
roja” fueran capaces de ofrendar sus vidas por la Realeza de Cristo.
Maldito el profeta Daniel que no comprendió que estos tres muchachos son más sagrados que la “coyuntura legislativa” de Nabucodonosor. Así razona el Primado.
Malos son también los católicos
“restauracionistas, para los cuales la Patria es aquello que recibí y
que tengo que conservar tal como la recibí”, cuando “todo patrimonio
debe ser utópico”, porque “las utopías hacen crecer” (p. 112-113).
Alérgico al uso de la palabra
“nacionalista” –“de una persona que ama el lugar donde vive no se dice
que es […] un nacionalista (p. 164)- , el Cardenal rechaza de plano al
Nacionalismo Católico cuando alude al restauracionismo, y brega
neciamente por el utopismo, esa herejía perenne que con sobrados
fundamentos desenmascarara Thomas Molnar.
Véase si no esta innecesaria referencia. Cuando se repatriaron los restos de Rosas “los
nacionalistas se apropiaron de este hecho y lo transformaron en un acto
sectario […] Hasta el cura que rezó el responso se colocó [el
característico poncho rojo]; se lo colocó arriba de la sotana, algo aún
más desacertado, porque el sacerdote debe ser universal” (p. 110).
Bergoglio debería saber que el restauracionismo que rechaza tiene su fundamento en San Pío X,
y que a él han remitido siempre sus desdeñados nacionalistas para
proponerse la empresa de restaurar en Cristo una patria que en Cristo
nació. Debería saber igualmente que el anhelo de conservar la patria tal
cual la recibimos, es un mandato del Génesis no de Mussolini, y que el Apóstol no predicó “guardad las utopías” sino “conservad las tradiciones”.
Debería saber, además, que la
repatriación de los restos de Rosas no fue un acto del que se apoderaron
los nacionalistas –que tenían todo el derecho del mundo a hacerlo- sino
que manejó discrecionalmente, desde el principio al final, el gobierno
que entonces tomó la decisión política de traer al Restaurador de las
Leyes. Otros fueron los sectarios en aquellas jornadas. Precisamente
quienes adscriptos a vetustas sectas y logias masónicas pretendieron
deslegitimar la repatriación del Héroe. Pero para ellos no llegan las
reprimendas.
Si el Cardenal repasara a San Pablo,
se encontraría con la Carta a los Hebreos (10, 32), diciendo: “Traed a
la memoria los días pasados, en que después de ser iluminados, hubisteis
de soportar un duro y doloroso combate”. Y comprendería por qué los
nacionalistas –que soportamos un duro y doloroso combate por desagraviar
la memoria de Rosas- sentimos como propia la repatriación de sus
restos, a pesar de que el Menemismo no fue nunca otra cosa que una
pluriforme cloaca. Pero sentir y vivir algo como propio, no significa
apropiárselo sectariamente.
Este agravio gratuito al Nacionalismo Católico, halla su canallesco estrambote en el ataque al Padre Alberto Ezcurra, el aludido cura de poncho rojo que le rezó a Don Juan Manuel el responso más apoteósico y vibrante del que tengamos memoria.
Verdaderamente, llama la atención tanta infamia. El “Padre Pepe” –uno
de los confesos ídolos del Cardenal- va vestido con deliberado aspecto
de zaparrastroso. Idéntica facha marginal y rotosa adopta como un
emblema la clerecía progresista de todo pelaje. Del modo más aseglarado y
secularizante va disfrazado el grueso del clero cuya disciplina depende
teóricamente del Arzobispo. Y hasta los altos dignatarios de la
Jerarquía –Su Eminencia incluido- no portan más que un traje de calle,
en las antípodas del hábito talar cuya preferencia y dignidad predicara
obstinadamente, entre otros, Juan Pablo II. Pero al Cardenal Bergoglio lo único que le molesta es el poncho federal del Padre Alberto Ezcurra. Lo único que le parece “un desacierto” es que un destacadísimo sacerdote patriota ande emponchado como supo hacerlo Brochero o Fray Luis Beltrán.
Que ese poncho insigne –con el que fueron al combate los criollos de
ley y sus viriles capellanes, sirviendo de pendón y de mortaja a tanto
paisanaje fiel- le parezca al Cardenal que le “quita universalidad al
sacerdote”, lo único que prueba es la profunda desafección que tiene de
nuestras genuinas raíces nacionales. Y el desconocimiento de aquel
axioma clásico que sintetizara Tolstoi: ”pinta tu aldea y serás universal”.
¿Debe extrañarnos? Quien puede lo
más puede lo menos. Criptojudío, filomarxista, pro tercermundista,
propagador de heterodoxias –de manera formal, externa, pública y
notoria- ¿por qué no habría de menospreciar a un cura gaucho y patricio,
rezándole un responso a Rosas, ataviado con su poncho punzó, cruzando
la vieja, gastada y noble sotana? ¿Por qué la aristocracia de este gesto
sacerdotal habría de sintonizar con el plebeyismo más rancio que él
ostenta cotidianamente?[1]
El Colaboracionista
Hemos dejado para el final la
obsesión central y recurrente de este libro. Posiblemente su causa
eficiente y uno de sus principales motores.
Aunque con toda deliberación no se lo menciona, el fiero y terrible replicado en El Jesuita es Horacio Verbitsky.
Porque fue y es este sicario mendaz quien más lo hostilizó a Bergoglio
inventándole un pasado supuestamente derechista, un presente opositor
antikirchnerista y unos antecedentes o comportamientos que lo
vincularían con el Proceso. En suma, para Verbitsky, el Cardenal sería
culpable del mayor de los males concebibles en todos los tiempos,
períodos, latitudes y esferas: no haber hecho nada a favor de los
desaparecidos, convirtiéndose así en aliado de la represión militar.
A efectos de replicar esta especie
–que para un hombre como Bergoglio es mucho más grave que si lo acusaran
de calvinista, de arriano, de sacrílego o de invertido- lo primero que
hace es comprar el paquete entero de la historia oficial elaborada por
el marxismo dominante. Y demostrar, además, que el paquete comprado le
merece plena confianza.
Por eso los elogios a la terrorista
paraguaya, la amplísima comprensión y ninguna condena a la Bonafini y su
banda comunista, las majaderías hacia el clero tercermundista, la
aquiescencia frente a la Teología de la Liberación, las decenas de
contemporizaciones con el marxismo, los intencionales aplausos a los
“luchadores por los derechos humanos”, y la canonización del clero y del
monjerío partícipes activos de la Guerra Revolucionaria.
Por eso el guiño constante de aprobación para los nombres de Mugica, Angelelli, Argibay oZaffar oni, y el llanto y rechinar de dientes para las Fuerzas Armadas y de Seguridad.
En los disturbios del 20 de diciembre de 2001 -causados, sin duda, por el nefasto gobierno de De la Rua-,
varios policías cayeron salvajemente agredidos por la turbamulta de
piqueteros que invadió la Plaza de Mayo. Uno de ellos fue literalmente
linchado, sin que sus compañeros pudieran rescatarlo a tiempo.
Bergoglio, que observaba los trágicos sucesos, sólo vio lo que quiso.
“Llamó al Ministro del Interior […] para detener la represión […] al ver
desde su ventana en la sede del Arzobispado cómo la policía cargaba
sobre una mujer” (p.18). Es apenas un primer ejemplo, pero el
maniqueísmo ideológico queda retratado; y el servilismo al pensamiento
único también. La policía represora es siempre malvada. Los
manifestantes populares son fatalmente buenos.
“Durante la última dictadura militar
–cuyas violaciones a los derechos humanos, como dijimos los obispos,
tienen una gravedad mucho mayor ya que se perpetran desde el Estado-
hasta se llegó a hacer desaparecer a miles de personas. Si no se
reconoce el mal hecho, ¿no es eso un modo extremo, horripilante, de no
hacerse cargo?” (p. 138).
Es apenas un segundo ejemplo, pero
bien que representativo. El mito basal de las izquierdas es asumido
íntegramente por el discurso oficial del Cardenal. El “Proceso” fue una
“dictadura”; el Estado Argentino fue terrorista (pero no así los Estados
Cubano, Soviético y Chino que sostenían la guerrilla); los
desaparecidos se convierten en incuestionables seres en virtud de la
inmoralidad del procedimiento que los hizo desaparecer; y el metro
patrón para medir la maldad de un gobierno es la violación a los
derechos humanos, concebidos ya sabemos cómo: como se conciben desde la
Revolución Francesa hasta la Revolución Bolchevique.
Esta es, pues, la obsesión
hegemónica de Su Eminencia. Que se lo tenga por un hombre políticamente
correctísimo, depósito y heraldo del pensamiento único, lo que implica,
en primer lugar, haber combatido “la Dictadura” y cooperado con sus
“víctimas”. Gran parte del capítulo trece esta dedicado a probarlo. “A
mi me costó verlo [se refiere al sistema represivo], hasta que me
empezaron a traer gente y tuve que esconder al primero” (p. 141).
Su Eminencia, claro, da por sentado
lo que los reporteros y el imbecilizado público en general acepta a
priori y sin condicionamientos: que el escondido era un joven idealista,
perseguido injustamente por las brutales fuerzas del orden. La
posibilidad de que estos escondidos, al igual que los palotinos y las
monjas francesas –a cada rato llorados por Bergoglio- fueran activistas
guerrilleros, ideólogos o cómplices activos de la Guerra Revolucionaria
que asolaba a la Nación, ni se le pasa por la cabeza. Ni siquiera ante
la abundancia de constataciones que hoy permiten saberlo.
Nada le importan la verdad ni el
juicio ecuánime sobre los hechos pasados. Su conciencia no sufre mella
alguna con mirada tan unilateral y tendenciosa. Los militares eran
artífices de “la paranoia de caza de brujas” (p. 149). Sea anatema su
obrar, sin matices. Sus perseguidos, en cambio, –como los dos “delegados
obreros de militancia comunista” (p.148) por los que procuró interceder
y rescatar- son presentados amorosamente como “los dos chicos” de una
“viuda” que “eran lo único que tenía en su vida” (p.148). Inofensivos
chicos los guerrilleros. Paranoicos cazadores de brujas los militares.
¿Se necesita algo más para insertarse en la burda dialéctica de la
historia oficial?
Huero de toda templanza en los
juicios, y asustado cuanto ansioso por demostrar que estuvo en el bando
de los derechos humanos, lo que le importa a Bergoglio es cohonestar
cuanto antes la versión instalada: la represión castrense fue
repudiable, todo el que la padeció merece ser defendido, protegido y
homenajeado por la Iglesia. Es más, la Iglesia se justifica y se lava en
la medida en que pueda demostrar que, durante aquellos años, estuvo del
lado de los perseguidos por las Fuerzas Armadas, y tuvo sus propios
“mártires” causados por la soldadesca procesista.
Por eso el empeño de Bergoglio en
narrar con detalles cómo “en el Colegio Máximo de la Compañía de Jesús,
en San Miguel, escondí a unos cuantos” (p. 146), resultando ser hasta
“los largos ejercicios espirituales” en el instituto “una pantalla para
esconder gente” (p.147). Cómo “luego de la muerte de Angelelli”
(a cuyo homenaje cuenta haber asistido) “cobijé en el Colegio Máximo a
tres seminaristas de su diócesis” (p.146). Cómo sacó del país “por Foz
de Iguazú, a un joven que era bastante parecido a mí, con mi cédula de
identidad, vestido de sacerdote, con el clergyman y, de esa forma, pudo
salvar su vida” (p.147). Cómo hizo todo lo posible por liberar a “dos
delegados obreros de militancia comunista”, por cuya vida le había
pedido que mediara Esther Balestrino de Careaga (p. 148).
Entusiasmado por dar noticias de sus
proezas a favor del partisanismo marxista, Bergoglio ni siquiera repara
en que está confesando públicamente la comisión de delitos. Hasta que
llega al punto central de su riña con el incalificable Verbitsky, y
entonces jura y rejura, en largas parrafadas, (p. 148-151) que estuvo
siempre del lado de Yorio y Jalics, dos de los tantos jesuitas que fungieron de apoyo –intelectual y físico- a los planes de la Guerra Revolucionaria.
Son páginas sin desperdicio para
medir el fondo del pecado y del temor servil al que ha llegado este
desventurado pastor. Su afán de mostrarse colaboracionista del Marxismo
alcanza aquí a su punto culminante. Porque esta es la tragedia veraz que
no podrán seguir ocultando los artesanos del lavado de cerebro
colectivo.
Durante aquellos años, la patria
argentina fue blanco de una guerra, declarada, conducida y financiada
por el Internacionalismo Marxista, como parte del programa total de la
Guerra Revolucionaria. En esa contienda, Bergoglio estuvo del lado de
los enemigos de Dios y de la Patria.
Con cálculo preciso, y para que la delimitación de posiciones ideológicas ya no admita vacilaciones, se le cede la palabra a Alicia Oliveira.
Por si algún lector desprevenido no registrara a esta vieja militante
izquierdista, los escribas nos la presentan de este modo: “Firmante de
cientos de habeas corpus por detenciones ilegales y desapariciones
durante la última dictadura, se desempeñó como letrada e integró la
primera comisión directiva del Centro de Estudios Legales y Sociales
(CELS), una de las más emblemáticas ONGs dedicada a luchar contra las
violaciones a los derechos humanos […] Con la llegada de Néstor Kirchner a la presidencia [se desempeñó] como Representante Especial para los Derechos Humanos de la Cancillería” (152).
Y Oliveira habla. Declara su “larga
amistad” con el Cardenal “que la terminaría convirtiendo en una testigo
calificada de buena parte de la actuación de Bergoglio durante la
dictadura militar” (p. 152). Cuenta que, dada su ostensible inserción en
los planes de la guerra revolucionaria -que ella llama eufemísticamente
“compromiso con los derechos humanos” (p.153)- el Cardenal “temía por
mi vida” y le ofreció el Colegio Máximo como aguantadero. Cuenta cómo
confió sus cuitas a Carmen Argibay –entonces Secretaria del Juzgado de Oliveira- y cómo “tras la caída del gobierno de Isabel Perón”
sus “reuniones con Bergoglio se hicieron más frecuentes” (p. 153).
También sus coincidencias ideológicas sobre “los militares de aquella
época” (p. 154), y la necesidad de salvarles la vida a quienes ellos
perseguían (ídem).
“Yo iba con frecuencia, los
domingos, a la Casa de Ejercicios de San Ignacio, y tengo presente que
muchas de las comidas que se servían allí, eran para despedir a gente
que el padre Jorge sacaba del país […] Bergoglio también llegó a ocultar
una biblioteca familiar con autores marxistas” (p. 154).
Emocionada con los altos y muchos
servicios que su amigo, el Padre Jorge, prestaba a la causa, Oliveira
recuerda que no sólo puso el Colegio Máximo al servicio del ocultamiento
de los zurdos, sino la misma Universidad del Salvador, pues “muchos nos
fuimos a resguardar allí” (p. 155). Ella, en efecto, dictaba Derecho
Penal con Eugenio Zaffaroni, y “en sus clases hablaba con
libertad”, analogando la “ley de ordalía” –que “los alumnos me decían
que eso era horroroso”- “con lo que estaba pasando en el país” (p. 155).
Una anécdota más le sirve a Oliveira
para su apología de Bergoglio. Como el sodomita Zaffaroni estaba
empeñado en traer al país a Charles Moyer, ex Secretario
de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, al solo objeto de que
fogoneara la eterna acusación contra las Fuerzas Armadas argentinas, y
encontraba obstáculos para lograrlo, “le preguntó a ella qué podían
hacer para que igual viniera, pero con un motivo falso. Oliveira
recuerda: ‘¿Qué hice? Recurrí, claro, a Don Jorge, que me dijo que no me
preocupara. Al poco tiempo cayó con una carta en la que la Universidad
invitaba a Moyer a dar una charla sobre el procedimiento de la Corte
Interamericana de Derechos Humanos […] A su regreso, Moyer le envió a
Bergoglio una carta de agradecimiento’” (p. 156).
El afecto la desborda al evocar
todos estos gestos tan significativos para la causa de los marxistas, y
Oliveira culmina diciendo: “La verdad es que si lo hubieran elegido
Papa, habría experimentado una sensación de abandono, ya que para mí es
casi como un hermano y, además, los argentinos lo necesitamos” (p. 157).
Los “argentinos”, varones y mujeres
tan bien definidos, como Argibay y Zaffaroni, sin ninguna duda. Otrosí
la cáfila de comunistas –laicos o clérigos- a quienes cobijó con
complicidad activa. Los argentinos de verdad y los católicos en serio,
difícilmente sientan necesidad de un lobo disfrazado de cordero.
El Cardenal aún no ha terminado de
proferir su credo para el regocijo del mundo y de su príncipe. “Creo en
el hombre”, declara (p. 160). E interrogado sobre Kirchner, y
específicamente sobre la fama que se le ha hecho de ser un opositor a su
gestión, se ocupa con diligencia de redondear su pulcra corrección
política. “Considerarme a mí un opositor me parece una manifestación de
desinformación […] En 2006 le mandé [a Kirchner] una carta para
invitarlo a la ceremonia de recordación de los cinco sacerdotes y
seminaristas palotinos asesinados durante la dictadura, al cumplirse
treinta años de la masacre perpetrada en la Iglesia de San Patricio […]
Más aún, como no era una misa lo que iba a realizarse, cuando llegó a la
iglesia, le pedí que presidiera la ceremonia, porque siempre lo traté,
durante su mandato, como lo que era: el presidente de la Nación” (p.
114-115).
Está claro. Si hubiera sido por Su
Eminencia, la profanación hubiera sido doble. Rendirle homenaje a
quienes coadyuvaron a los planes de la guerrilla, y hacer presidir dicho
homenaje, en una parroquia, a quien a todas luces repugna de la Fe
Católica y la persigue sin hesitar. Vamos entendiendo algunas de sus
palabras esparcidas en el libro: “Muchos curas no merecemos que la gente
crea en nosotros”, (p.101). “Algunos podrán aseverar: ‘¡qué cura
comunista éste’! (p. 106).
La Iglesia Adúltera
Nosotros, digámoslo claramente, no
creemos que Bergoglio sea comunista, ni peronista, ni nada en
particular. En sus opciones temporales debe aplicársele lo que Don
Quijote utilizó para zaherir la inconducta de Sancho: “en esto se nota
que eres villano, en que eres capaz de gritar ¡viva quien vence!”. Toda
esta exhibición de colaboracionismo marxista no brota tanto de un
convencimiento ideológico serio, sino de una actitud villana. Si mañana
se dieran vuelta las cosas, podríamos escucharlo cantar Giovinezza con
acento piamontés.
Su problema es más
hondo, más grave, más profundo; más difícil de que el buen Dios se lo
perdone. Es el escándalo del Pastor que se vuelve mercenario, cuya
semblanza maldita y reprobación consiguiente ha trazado y sentenciado
Nuestro Señor Jesucristo con palabras de vida eterna (cfr. Jn.10,
11-13). “Oh mercenario! –grita San Agustín en su Comentario al Evangelio de San Juan- , viste venir al lobo y has huido. Has huido porque has callado, y has callado porque has temido”.
No es, por cierto, el suyo, un caso
aislado. Es en este momento, en la Argentina, la cabeza de un conjunto
de pastores que tienen similar conducta, y cuya última explicación
encontramos en el Apocalipsis, cuando se protesta a la Iglesia
ramerizada, fornicando con los poderosos de la tierra y siendo infiel al
Divino Esposo.
Pero dejemos las honduras de los Novísimos y ciñámonos al tema del que veníamos hablando.
La Iglesia ha sido puesta en el
banquillo de los acusados por sus peores enemigos. Liberales y marxistas
insisten en sostener que, durante aquellos difíciles años de la lucha
contra la guerrilla, la Jerarquía calló, cohonestando así, de algún
modo, las conductas ilegítimas que habrían cometido las Fuerzas Armadas.
La respuesta de la acusada Jerarquía –Bergoglio el primero- fue tan
frágil cuanto penosa. Pues consistió, por un lado, en recordar sus
documentos a favor de los derechos humanos, emitidos durante la convulsa
época (p. 141); y por otro, en señalarse como damnificada,
reivindicando un martirologio “católico” compuesto por personajes de
inequívoca filiación o conexión terrorista.
Si al responder con el recuerdo de
textos pro derechohumanistas centraba la cuestión exactamente donde no
debía hacerlo, esto es, en el núcleo de la mitología enemiga,
convalidándola indirectamente; al atribuirse como víctimas propias o
como testigos eclesiales a quienes habían sido cómplices de la escalada
subversiva, pidiendo incluso la beatificación para ellos, sembraba la
confusión y potenciaba el engaño hasta límites dolorosísimos por el
escándalo que comporta.
En efecto, ¿qué clase de Iglesia es
ésta que, para defenderse de las acusaciones de haber estado asociada a
la lucha contra la Revolución Comunista, rehabilita el tener caídos o
ideólogos del bando de la misma, los homenajea efusivamente y los
reclama en los altares y en el santoral? ¿Qué clase de pastores son
éstos que para levantar el cargo de la complicidad con la represión
castrense, aducen haber izado la misma bandera de los derechos humanos
que enarbolaron como divisa nuclear de su ficción ideológica las bandas
subversivas? ¿Qué clase de coherencia, en suma, pueden exhibir los
obispos que hoy no trepidan en contemporizar con los montoneros y
erpianos devenidos en funcionarios públicos, como no vacilaron ayer en
incumplir el deber irrenunciable que tenían de hablarles claro a los
hombres de armas, sea para que no delinquieran ni pecaran, o para que
combatieran con cristianos criterios? ¿Qué confianza pueden inspirarnos
estos funcionarios eclesiales llenos de movimientos dúplices, medrosos,
acomodaticios y heterodoxos?
No; no ha salido airosa del
banquillo esta irreconocible Iglesia. Acusada por los protervos de “ser
la dictadura”, cuando debió serlo si aquella hubiera existido y en aras
del bien común de la Patria, sólo atina a sacarse el incómodo sayo de
encima del peor modo posible: reduciendo su naturaleza salvífica a un
internismo de derechas e izquierdas, en el que los exponentes de las
primeras habrían sido culpables y las segundas constituirían proféticas
voces demandantes de los sacros derechos del hombre.
Por eso ha abandonado a su suerte al Padre Christian von Wernich, ultrajado y preso mediante falsías inauditas. Por eso consintió el escarnio público de Monseñor Baseotto.
Por eso no tiene una palabra ni un gesto de apoyo para los centenares
de militares encarcelados arbitrariamente por la tiranía kirchnerista.
Por eso niega todo reconocimiento de beatitud martirial a Genta y a Sacheri, mas anda pronta en canonizar a Angelelli, Pironio,
los palotinos o las monjas francesas. Por eso no puede contarse con
ella para que en los templos se rinda honores públicos a la memoria de
los caídos en el combate contra los rojos, pero entrega al rabinato y a
la masonería la mismísima Catedral Metropolitana o la Basílica de Luján.
Esta es la iglesia por la que lloró el entonces Cardenal Ratzinger, cuando en el Via Crucis del último Viernes Santo del pontificado de Juan Pablo II,
dijo de ella que la cizaña prevalecía sobre el trigo. Y es la Iglesia
por la que lloramos nosotros, con llanto sostenido. Porque se nos crea o
no –ya nada importa- no nos causa la menor gracia tener que denunciar a
Bergoglio. Sólo Dios sabe el dolor indecible que esto significa. Ya
quisiéramos tener un buen señor al que servir, y no un mercenario al que
desenmascarar. Un Príncipe al que rendirle nuestro vasallaje, y no un
lobo del que tomar prudente distancia.
Envío para necios
Pero el último enunciado merece un
párrafo final aclaratorio. Dirigido a los necios, de quienes la Sacra
Escritura nos advierte en fecundos pasajes, para que estemos prevenidos,
así sea de su ignorancia como de su malicia, de sus calumnias como de
sus enojos.
Estos necios pueden ser tanto laicos
como religiosos, lo mismo da. Y ante estas páginas nuestras podrán
formular diversos cargos, como de hecho ya ha sucedido en anteriores
ocasiones.
Por respeto a los justos, sólo levantaremos preventivamente algunas de las posibles objeciones de la vocinglería necia.
1º.- No es atacar a la Jerarquía
poner en evidencia la existencia de obispos felones, adúlteros, fariseos
o heresiarcas. Es no pecar de omisión ni de encubrimiento ni de
complicidad. Precisamente por amor a la verdadera Jerarquía.
Mientras escribimos estas líneas, en Mayo de 2010, el Papa Benedicto XVI ha
viajado a Portugal y le hemos escuchado decir que “la gran persecución
de la Iglesia no viene de sus enemigos de afuera sino que nace del
pecado dentro de la Iglesia”. El Santo Padre no calla ni simula ni
atempera esos pecados, así sean repugnantes como de hecho consta
públicamente que son en tantos casos. A imitación del Vicario de Cristo,
todo laico fiel debe secundar su prédica, repudiando los pecados
internos, amonestando a sus cultores, previniendo de sus acechanzas a
los desprevenidos, y proponiendo como único antídoto la práctica de la
virtud y la predicación de la Verdad entera.
Ya en la Catequésis del miércoles 10 de mayo de 2006, el mismo Benedicto XVI enseñaba
que “obispo es la palabra que usamos para traducir la palabra griega
‘epíscopos’. Esta palabra indica a una persona que contempla desde lo
alto, que mira con el corazón. Así San Pedro mismo, en su primera carta, llama al Señor Jesús ‘pastor y obispo -guardián- de sus almas’ (1 P. 2, 25)”. Y citando a San Ireneo de Lyon,
agrega: ”Los Apóstoles querían que fuesen totalmente perfectos e
irreprochables aquellos a quienes dejaban como sucesores suyos,
transmitiéndoles su propia misión de enseñanza. Si obraban
correctamente, se seguiría gran utilidad; pero si hubiesen caído, la
mayor calamidad”.
Celebramos, honramos y obedecemos a
“los guardianes”. Pero estamos moralmente obligados a detestar a los
artífices de “la mayor calamidad”, no siendo ciegos que se dejen guiar
por otros ciegos (Mt. 15,14). Sigue siendo válido lo que santamente
escribió el Capitán de Loyola a San Pedro Canisio, el 13
de agosto de 1554: que “los pastores católicos que con su mucha
ignorancia pervierten al pueblo, parece deberían ser muy rigurosamente
castigados, o al menos separados de la cura de almas”, pues “más vale
estar la grey sin pastor, que tener por pastor a un lobo”.
2º.- Existe, efectivamente, esa
obligación moral antes aludida, y se nos aplica a los simples “súbditos
de celo y libertad, para que no teman corregir a los prelados,
especialmente si el crimen es público y corre peligro la mayoría de los
fieles”. Son palabras de Santo Tomás de Aquino (In Gal. 2,11, nº
76-77), pero podríase sobre el particular citar una multitud de textos
escriturísticos, patrísticos, escolásticos, conciliares, canónicos y
pontificios de todos los tiempos, conformando todos ellos un corpus
doctrinal que en buena hora redondeó admirablemente Melchor Cano -teólogo de Carlos V en
Trento- diciendo: ”cuando los pastores duermen, los perros deben
ladrar”. Esta es doctrina católica, y no lo es su negación o intencional
olvido.
Ahora bien, en lugar de considerar
esta doctrina de los deberes de los súbditos en orden a hacer valer los
derechos de Dios; en lugar de tener en cuenta que no pocos santos la
aplicaron, sin mengua de su obediencia a la Iglesia Jerárquica, sino por
fidelidad a la misma; en lugar de discernir que de la enérgica y
necesaria reprobación de los errores de ciertas autoridades
eclesiásticas no se sigue la negación o el cuestionamiento de la Iglesia
Jerárquica, per se, intrínsecamente y en su totalidad; en lugar, en
síntesis, de dirigir la censura a los heresiarcas y rescatar la actitud
de quienes para preservar a la susodicha Iglesia Jerárquica cumplen con
el deber de señalar públicamente los extravíos, los necios nos condenan
diciendo que no se puede “desautorizar públicamente a los superiores
jerárquicos, ni criticar sus enseñanzas”.
Lo peor de todo es que para darle carácter apodíctico a este juicio –que contradice, como vimos, expresas enseñanzas de Santo Tomás y
del Magisterio- invocan a veces los necios “la regla 10ª para sentir
con la Iglesia” (Ejercicios Espirituales nº 362). Pero dicha regla de
San Ignacio se refiere a la obediencia a las autoridades legítimas,
punto que aquí no está en discusión. Y en plena congruencia con la
doctrina antes asentada sobre los deberes de los súbditos, concluye
aclarando: ”de manera que, así como hace daño el hablar mal, en
ausencia, de los mayores a la gente menuda, así puede hacer provecho
hablar de las malas costumbres a las mismas personas que pueden
remediarlas”.
Un autorizado comentarista ignaciano, el célebre escritor ascético, R.P. Mauricio MeschlerS.J,
ha precisado sobre el particular: “lo que el Santo recomienda aquí [en
la Regla nº 10, E.E, nº 362] es un principio conservador de gran valía;
se refiere a la observancia del cuarto Mandamiento de Dios, del orden y
de la paz del pueblo cristiano. Tal espíritu de sumiso respeto a las
autoridades constituidas siempre ha sido una prueba del genuino
sentimiento cristiano católico. Siempre ha salido la Iglesia en defensa
de la obediencia debida a la autoridad. Por esta razón, el que
legítimamente advirtiera o hiciera advertir a los superiores sus yerros,
sería muy benemérito así de la sociedad como de la Iglesia” (Mauricio Meschlery Enrique Pita, Sentir con la Iglesia y Discernimiento de Espíritus según San Ignacio de Loyola, Buenos Aires, Editora Cultural, 1943, p. 40).
Porque, además, así
como aplican indebidamente los necios la Regla nº 10 de San Ignacio,
indebidamente aplican también el versículo 26,31 de San Mateo: “heriré
al Pastor y se dispersarán las ovejas del rebaño”, para hacernos
responsables del “pecado abominable a los ojos de Dios” de “censurar
públicamente a la Jerarquía, incitando a la confrontación y a la
división del Cuerpo Místico”.
Pero dicho pasaje del Evangelio de San Mateo tiene
precisamente otros destinatarios, pues es dolorosa y profética
respuesta de Cristo a la promesa de los Apóstoles de no escandalizarse
de Él, “aunque todos se escandalizaren en Ti”.
El Señor entonces le asegura con
tristeza a Pedro, portavoz de los Apóstoles en la escena, que “esta
noche, antes que cante el gallo, me negarás tres veces”. “La fe de esta
predicción” –comenta Santo Tomás de la mano de San Jerónimo y de San Hilario- “estaba fundada en la autoridad de una antigua profecía; por eso añade: hiere al Pastor y las ovejas se descarriarán” (Santo Tomás,
Catena Aurea, II, 2, Mateo XXVI, v. 30-35). Es a los sucesores de los
Apóstoles, según este oportuno texto, a quienes hay que recordar que no
nieguen a Cristo ni se escandalicen de Él, pues de lo contrario se
dispersarán las ovejas.
En 1970, el notable Carlos Alberto Sacheri,
escribía su libro La Iglesia Clandestina, en el cual, con documentación
fidedigna de toda índole, denunciaba el aparato
marxista-tercermundista, compuesto por sacerdotes y hasta por obispos,
que socavaba los cimientos mismos de la Esposa de Cristo. También –o tal
vez, principalmente– por este libro lo asesinaron. Ahora bien; a Carlos Alberto Sacheri, que dio su sangre por Cristo Rey, quitándoles las máscaras a estos lobos, ¿también se le aplica la Regla nº 10 de San Ignacio, el versículo de San Mateo y
los epítetos vulgares con que los necios quieren acallarnos? Curioso
razonamiento: si un Cardenal de la Santa Madre Iglesia predica
heterodoxias, y obra iniquidades, los necios jerárquicos se llaman a
silencio. Si un laico recuerda la ortodoxia, es pecado abominable.
3º.- Suelen aducir los necios que con estas denuncias les hacemos el caldo gordo a los enemigos de la Iglesia.
Los enemigos de la Iglesia son, ante
todo, los falsos pastores, los fundadores infieles, el clero ganado por
el vicio nefando y por el pecado mayor de traicionar la integridad de
la Fe. No necesitamos informarles a los lectores despabilados que
liberales y marxistas, judíos y masones, ateos y gnósticos –y toda la
gama posible de enemigos de la Iglesia- son los socios habituales de
nuestra Jerarquía. Con ellos se sienten cómodos, no con nosotros.
No necesitamos agregar tampoco hasta
qué punto -en nombre del ecumenismo y desfigurándolo, en nombre del
diálogo interreligioso y corrompiéndolo- se ha dado pasto en abundancia a
las fieras anticatólicas, desde las mismas autoridades eclesiásticas.
El caldo gordo del enemigo lo cocinan muy bien los pastores devenidos en
mercenarios.
Bergoglio se sabe papabile. Toda la primera parte de su libro está dedicada a probar que estuvo muy cerquita de suceder a Juan Pablo II. Hay quienes dicen incluso que “El Jesuita” pretende ser su plataforma electoral para el próximo Cónclave. Al mejor estilo de los purpurados europeos, como Giacomo Biffi con sus más que interesantes y aprovechables “Memorie e digressioni di un italiano cardinale“, Su Eminencia ha querido tener su propio relato biográfico. Este es el peligro que debe movilizarnos: que un enemigo declarado de la Verdad como el Cardenal Bergoglio pueda presentarse impunemente como papabile.
¿Cuál es la parte que no entienden los múltiples necios que dicen que
desenmascarar a un enemigo es hacerles el caldo gordo a los enemigos?
¿Cuál es el principio de identidad y de contradicción del que no llegan a
percatarse?
4º.- Una aclaración postrimera nos
queda en el tintero y hemos de reiterarla. No nos causa alegría andar de
desencuentro en desencuentro con curas y obispos, incluso con algunos
de estos últimos, con quienes habiendo tenido cierta amistad o trato
cordial antes de que fueran investidos, nos niegan ahora como si
estuviéramos leprosos. Tampoco nos causó alegría en su momento el haber
tenido que salir públicamente a discrepar con el Santo Padre por el
tratamiento de la cuestión judía.
Somos nadie para decir estas cosas.
Individualmente considerados, carecemos de todo rango, de todo
encumbramiento y, si se quiere, de todo mérito o autoridad. Pero no es
nuestra valía personal lo que aquí está en juego, ni nos importa
defender prestigios subjetivos. En esto, coincidimos con Federico Mihura Seeber:
“Nuestro móvil no puede ser ya más la fama […] Trabajamos, sin duda, en
la tierra, pero para la Ciudad que baja del Cielo” (De Prophetia,
Buenos Aires, Gladius, 2010, p. 250)
No hemos sido educados
para tener que rebelarnos contra curas y obispos, sino para
arrodillarnos frente a la Jerarquía, orgullosos de la sujeción y del
honor de poder rendir nuestros servicios. Nos lastima hasta la fibra más
honda del alma constatar que, en líneas generales, nuestros pastores y
clérigos son medrosos, ambiguos, heresiarcas y hasta poco o nada
viriles, como diría Santa Catalina de Siena. Tal situación nos provoca una desazón y un tormento que, insistimos, sólo Dios conoce, y sólo El sabrá por qué lo permite.
Pero
no debemos callar. En nombre propio, en el de los tantos y tantos que
padecen similar dolor, en el de nuestros maestros mártires y en el de
nuestros potenciales discípulos. No debemos callar, porque la esperanza
está puesta en el triunfo de la Verdad Crucificada, oportuna e
inoportunamente testimoniada. No debemos callar ni retroceder, porque a
pesar de la jerarquía prevaricadora y de sus obsecuentes necios, alguien
tiene que decir la Verdad.
[1] El
Anexo al libro que reseñamos lo constituye un ensayo de Bergoglio
titulado “Una reflexión a partir del Martín Fierro”, mensaje que dirigió
a las comunidades educativas de Buenos Aires, en el 2002. En el mismo
omite decir lo que el poema expresamente dice; esto es, que en tiempos
de Rosas el gauchaje vivía espléndidamente. En cambio, atribuye
la descripción de esa época rosista próspera, concorde y feliz, a un
mero “recurso literario” consistente en “pintar una realidad idílica”,
una “situación ideal” (p. 172-173). Hernández no habría retratado el
período de la Confederación, como concretamente hizo, sino echado mano
de un recurso literario. Si algo le faltaba a Bergoglio era su
adscripción al antirrosismo. Ahora, ya tiene todas las carencias
necesarias.
Antonio Caponnetto, tomado de Revista Cabildo.
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