—¿A qué te dedicas?
—A nada.
—Ya supongo que no tienes ninguna profesión ni vas a ninguna oficina; pero harás algo en casa.
—Nada.
—¿No ayudas en las labores domésticas?
—No; eso lo hace el servicio.
—Desde luego; pero tú colaborarás con tu mamá en la dirección y organizació n de la casa.
—No.
—Entonces, ¿qué haces en todo el día?
—Nada.
Pues muy mal. «El hombre nace para trabajar, como el pájaro para volar», dice Job.
Y Goossens añade a la cita este comentario, que brindo a tu reflexión:
«Hay pájaros que no vuelan: los pavos, los pingüinos, los gansos. Si deseas que te contemos entre ellos, ya sabes el camino» (Alberto Goossens, S.J.: "¿Qué debo hacer hoy?").
Toda persona humana ha traído a la vida la obligación de trabajar, y si no lo hace, no cumple con su deber.
«El que no quiere trabajar, que no coma», escribía San Pablo a los de Salónica.
¿Quieres comer? Pues trabaja, y si no lo haces, no tienes derecho a la comida.
¿Dices que tu padre trabaja por ti?
Ante la sociedad cumplirás con el trabajo de tu padre; ante Dios, no. Eres tú la que tienes que trabajar.
No es necesario que te dediques a esos trabajos con que, por regla general, se ganan la vida otras chicas; pero es menester que trabajes de alguna manera.
Hay un trabajo del cual difícilmente te excusarás, el más femenino y, en una forma u otra, adaptable a todas las condiciones sociales: la organización y arreglo de la casa.
¿Tú crees que una mujer podrá cumplir su misión en un hogar sin dedicarse a estas labores?
¿Tú crees que una mujer que no maneja nunca la escoba y la aguja puede llenar esos deberes, de que se viene hablando en este libro?
¿Calificarías de completa a la chica que no sabe coser, a la que no ha hecho nunca una cama ni se ha acercado alguna vez a la cocina?
Yo creo que no; esa chica ha esterilizado alguna de las aptitudes que Dios le ha dado para hacer feliz a los suyos; le falta algo.
No voy a ser tan pequeño que crea imposible la felicidad sin uno de estos detalles. Lo que sí te aseguro es que el bienestar aquí posible no exige para su logro grandes cosas, sino que, en la práctica, es la resultante de una serie de detalles pequeños bien engranados.
Falta un engranaje y se produce una intermitencia; la repetición de las intermitencias, a lo largo resulta peligrosa y degenera en anormalidad.
La vida está sujeta a multitud de azares; encontramos con frecuencia antiguas señoras pidiendo limosna o devorando a solas su miseria, ocultada con grandes esfuerzos. ¿Cuál será tu mañana? No lo sabes.
Santa Isabel de Hungría nació en un palacio real, hizo una buena boda con el landgrave de Turingia, y de viuda pudo comer y dar de comer a sus hijos, porque sabía hilar y coser.
El caso de Santa Isabel no es único; en la actualidad se repite con demasiada frecuencia. Los sacerdotes estamos muy acostumbrados a intervenir en ellos.
Cuando la señora venida a menos está acostumbrada a trabajar, con facilidad se encuentra una solución decorosa; lo horrible es cuando nos dicen lo que escuché de labios de una desgraciada: «Padre, yo no sé hacer nada. ¿No ve usted que cuando era chica tenía dinero, y nos parecía que con el dinero lo teníamos todo?»
El porvenir es incierto y hay que asegurarlo. Un factor que no falla es el trabajo.
Pero prescindamos de estos extremos y supongamos que mañana conservarás la posición de hoy. ¿No te fallará, en un momento dado, la servidumbre, y te sentirás indefensa, si tú no sabes hacer las cosas?
—A nada.
—Ya supongo que no tienes ninguna profesión ni vas a ninguna oficina; pero harás algo en casa.
—Nada.
—¿No ayudas en las labores domésticas?
—No; eso lo hace el servicio.
—Desde luego; pero tú colaborarás con tu mamá en la dirección y organizació n de la casa.
—No.
—Entonces, ¿qué haces en todo el día?
—Nada.
Pues muy mal. «El hombre nace para trabajar, como el pájaro para volar», dice Job.
Y Goossens añade a la cita este comentario, que brindo a tu reflexión:
«Hay pájaros que no vuelan: los pavos, los pingüinos, los gansos. Si deseas que te contemos entre ellos, ya sabes el camino» (Alberto Goossens, S.J.: "¿Qué debo hacer hoy?").
Toda persona humana ha traído a la vida la obligación de trabajar, y si no lo hace, no cumple con su deber.
«El que no quiere trabajar, que no coma», escribía San Pablo a los de Salónica.
¿Quieres comer? Pues trabaja, y si no lo haces, no tienes derecho a la comida.
¿Dices que tu padre trabaja por ti?
Ante la sociedad cumplirás con el trabajo de tu padre; ante Dios, no. Eres tú la que tienes que trabajar.
No es necesario que te dediques a esos trabajos con que, por regla general, se ganan la vida otras chicas; pero es menester que trabajes de alguna manera.
Hay un trabajo del cual difícilmente te excusarás, el más femenino y, en una forma u otra, adaptable a todas las condiciones sociales: la organización y arreglo de la casa.
¿Tú crees que una mujer podrá cumplir su misión en un hogar sin dedicarse a estas labores?
¿Tú crees que una mujer que no maneja nunca la escoba y la aguja puede llenar esos deberes, de que se viene hablando en este libro?
¿Calificarías de completa a la chica que no sabe coser, a la que no ha hecho nunca una cama ni se ha acercado alguna vez a la cocina?
Yo creo que no; esa chica ha esterilizado alguna de las aptitudes que Dios le ha dado para hacer feliz a los suyos; le falta algo.
No voy a ser tan pequeño que crea imposible la felicidad sin uno de estos detalles. Lo que sí te aseguro es que el bienestar aquí posible no exige para su logro grandes cosas, sino que, en la práctica, es la resultante de una serie de detalles pequeños bien engranados.
Falta un engranaje y se produce una intermitencia; la repetición de las intermitencias, a lo largo resulta peligrosa y degenera en anormalidad.
La vida está sujeta a multitud de azares; encontramos con frecuencia antiguas señoras pidiendo limosna o devorando a solas su miseria, ocultada con grandes esfuerzos. ¿Cuál será tu mañana? No lo sabes.
Santa Isabel de Hungría nació en un palacio real, hizo una buena boda con el landgrave de Turingia, y de viuda pudo comer y dar de comer a sus hijos, porque sabía hilar y coser.
El caso de Santa Isabel no es único; en la actualidad se repite con demasiada frecuencia. Los sacerdotes estamos muy acostumbrados a intervenir en ellos.
Cuando la señora venida a menos está acostumbrada a trabajar, con facilidad se encuentra una solución decorosa; lo horrible es cuando nos dicen lo que escuché de labios de una desgraciada: «Padre, yo no sé hacer nada. ¿No ve usted que cuando era chica tenía dinero, y nos parecía que con el dinero lo teníamos todo?»
El porvenir es incierto y hay que asegurarlo. Un factor que no falla es el trabajo.
Pero prescindamos de estos extremos y supongamos que mañana conservarás la posición de hoy. ¿No te fallará, en un momento dado, la servidumbre, y te sentirás indefensa, si tú no sabes hacer las cosas?
—Teniendo dinero, nunca falta quien sirva.
Así parece; y, sin embargo, la práctica se goza en mostrarnos ocasiones en que, aun con dinero, no se encuentra el servicio adecuado.
—Entonces se acude a un hotel.
Esta solución supone la salida del hogar; por tanto, no resulta aceptable.
Don Leandro Fernández de Moratín escribió, hace siglo y medio, una obra de teatro, llena de sátira, titulada La comedia nueva, que obtuvo un éxito estruendoso en las tablas.
En ella ridiculiza a doña Angustias, muy aficionada a dedicarse, con su marido, a la literatura, «y entre tanto ni se barre el cuarto, ni la ropa se lava, ni las medias se cosen; y, lo que es peor, ni se come ni se cena».
Y alaba a doña Mariquita, muchacha de dieciséis años, en cuyos labios pone estas frases:
«Yo sé escribir y ajustar una cuenta, sé guisar, sé planchar, sé coser, sé zurcir, sé bordar, sé cuidar de una casa; yo cuidaré de la mía y de mi marido y de mis hijos, y yo me los criaré. Pues, señor, ¿no es bastante? ¡Que por fuerza he de ser doctora y marisabidilla, y que he de aprender la gramática y que he de hacer coplas? ¿Para qué? ¿Para perder el juicio?»
No pierde el juicio una mujer por cultivar la literatura y las ciencias; pero, desengañémonos, lo pierden quienes se entregan a estudios y otros trabajos, abandonando sus deberes hogareños.
Me dan pena esas chicas que saben muchas Matemáticas y mucha Historia y no saben hacer una cama, limpiar una habitación o guisar una comida sencilla; saben ordenar un fichero y no saben ordenar un ropero o lo hacen atadas por la falta de costumbre.
¿Cómo podrán corregir a la criada y enseñarle a hacer las cosas a su gusto, si ellas no saben hacerlas?
Cuando se casen, ¿no se resentirá fácilmente la organización y la administración de la casa? ¿No se sentirán demasiado ligadas a su servidumbre?
Así parece; y, sin embargo, la práctica se goza en mostrarnos ocasiones en que, aun con dinero, no se encuentra el servicio adecuado.
—Entonces se acude a un hotel.
Esta solución supone la salida del hogar; por tanto, no resulta aceptable.
Don Leandro Fernández de Moratín escribió, hace siglo y medio, una obra de teatro, llena de sátira, titulada La comedia nueva, que obtuvo un éxito estruendoso en las tablas.
En ella ridiculiza a doña Angustias, muy aficionada a dedicarse, con su marido, a la literatura, «y entre tanto ni se barre el cuarto, ni la ropa se lava, ni las medias se cosen; y, lo que es peor, ni se come ni se cena».
Y alaba a doña Mariquita, muchacha de dieciséis años, en cuyos labios pone estas frases:
«Yo sé escribir y ajustar una cuenta, sé guisar, sé planchar, sé coser, sé zurcir, sé bordar, sé cuidar de una casa; yo cuidaré de la mía y de mi marido y de mis hijos, y yo me los criaré. Pues, señor, ¿no es bastante? ¡Que por fuerza he de ser doctora y marisabidilla, y que he de aprender la gramática y que he de hacer coplas? ¿Para qué? ¿Para perder el juicio?»
No pierde el juicio una mujer por cultivar la literatura y las ciencias; pero, desengañémonos, lo pierden quienes se entregan a estudios y otros trabajos, abandonando sus deberes hogareños.
Me dan pena esas chicas que saben muchas Matemáticas y mucha Historia y no saben hacer una cama, limpiar una habitación o guisar una comida sencilla; saben ordenar un fichero y no saben ordenar un ropero o lo hacen atadas por la falta de costumbre.
¿Cómo podrán corregir a la criada y enseñarle a hacer las cosas a su gusto, si ellas no saben hacerlas?
Cuando se casen, ¿no se resentirá fácilmente la organización y la administración de la casa? ¿No se sentirán demasiado ligadas a su servidumbre?
Más pena me dan todavía las que muestran disgusto por estas labores; no puede dudarse que la mujer, a fuerza de pretender confundirse con el hombre, va perdiendo feminidad.
El instinto enseña a las niñas a jugar a casitas. Disfrutan con los pequeños cacharritos de cocina, regalo de sus papás, y si no los tienen, los inventan con cajitas o botes. El progreso moderno enseña a las jóvenes a despreciar las lecciones del instinto y sentir desgana por lo casero.
En las labores domésticas, lo importante no es lo material; es algo insensible, espiritual, algo que las valoriza de hogareñas; y este tono de bienestar no lo da la criada, lo da únicamente el corazón de una mujer buena, que, al realizar los trabajos, va derramando en ellos algo de su corazón. Esto sólo puede hacerlo la madre, la esposa, la hija.
La casa está estupendamente ordenada, todos los resortes responden a las mil maravillas, los diversos servicios se realizan con precisión; en el puesto de mando está la mujer amada, y sus manos en los momentos oportunos han descendido a ciertos detalles, donde han impreso sus huellas...
¿Huellas dactilares? Huellas de un corazón. Por eso allí hay calor.
Entrénate, muchacha, en las labores domésticas. Haz tu habitación; si entra en ella la criada, que sea tan sólo para el trabajo más grueso. Los detalles deben ser tuyos. Tu sello personal por todos los rincones.
Ese cuartito tuyo es una semilla que un día más o menos cercano crecerá y se convertirá en un piso o en una villa donde vivirá con su marido la señora de ...X.
Para obtener una buena planta hay que sembrar buena semilla. ¿Cómo es tu cuarto? ¿Cómo estará tu casa?
Si en vez de convertirse en casa se transforma en celda, sobre las lisas paredes encaladas y el catre desnudo proyectará luz el cuarto juvenil de la que en su propio trabajo encontró elemento de perfeccionamiento e instrumento de virtud.
El símbolo del trabajo femenino es la aguja. Físicamente es pequeña, moralmente es muy grande. Usada con espíritu cristiano, sirve para santificar.
El instinto enseña a las niñas a jugar a casitas. Disfrutan con los pequeños cacharritos de cocina, regalo de sus papás, y si no los tienen, los inventan con cajitas o botes. El progreso moderno enseña a las jóvenes a despreciar las lecciones del instinto y sentir desgana por lo casero.
En las labores domésticas, lo importante no es lo material; es algo insensible, espiritual, algo que las valoriza de hogareñas; y este tono de bienestar no lo da la criada, lo da únicamente el corazón de una mujer buena, que, al realizar los trabajos, va derramando en ellos algo de su corazón. Esto sólo puede hacerlo la madre, la esposa, la hija.
La casa está estupendamente ordenada, todos los resortes responden a las mil maravillas, los diversos servicios se realizan con precisión; en el puesto de mando está la mujer amada, y sus manos en los momentos oportunos han descendido a ciertos detalles, donde han impreso sus huellas...
¿Huellas dactilares? Huellas de un corazón. Por eso allí hay calor.
Entrénate, muchacha, en las labores domésticas. Haz tu habitación; si entra en ella la criada, que sea tan sólo para el trabajo más grueso. Los detalles deben ser tuyos. Tu sello personal por todos los rincones.
Ese cuartito tuyo es una semilla que un día más o menos cercano crecerá y se convertirá en un piso o en una villa donde vivirá con su marido la señora de ...X.
Para obtener una buena planta hay que sembrar buena semilla. ¿Cómo es tu cuarto? ¿Cómo estará tu casa?
Si en vez de convertirse en casa se transforma en celda, sobre las lisas paredes encaladas y el catre desnudo proyectará luz el cuarto juvenil de la que en su propio trabajo encontró elemento de perfeccionamiento e instrumento de virtud.
El símbolo del trabajo femenino es la aguja. Físicamente es pequeña, moralmente es muy grande. Usada con espíritu cristiano, sirve para santificar.
Horas calladas para coser una prenda, confeccionar un vestido, hacer un bordado, zurcir un remiendo... Afanes, ilusiones, sueños, meditaciones, sonrisas de amor, lágrimas de pena..., todo ello ensartado en el pensamiento al ritmo de los hilvanes de la aguja.
En la iglesia monasterial de la Encarnación de Madrid ocupa el retablo mayor un precioso lienzo que reproduce el instante dichoso en que el arcángel San Gabriel anunció a María su próxima maternidad.
La Virgencita bellísima y recatada aparece arrodillada junto al cestillo de la costura.
La Madre de Dios manejó la aguja; las muchachas, hijas suyas,, deben manejarla muchas veces.
Cuando el Espíritu Santo quiere trazamos en las páginas del libro de los Proverbios el retrato de la mujer fuerte, nos dice:
«Buscó la lana y el lino y lo trabajó con la industria de sus manos... Se aplicó a los quehaceres domésticos, aunque fatigosos, y sus dedos manejaron el huso... Hizo para sí un vestido acolchado, tejió delicados lienzos y los vendió.»
A Isabel de Castilla nos la presentan sus biógrafos cosiendo las camisas de su marido y bordando, en compañía de sus damas, ornamentos religiosos.
Doña Catalina de Austria, reina de Portugal e hija de Doña Juana la Loca, pasaba largas horas hilando, hacía corporales para las iglesias y bordaba el equipo que había de traer a España su hija María para casarse con Felipe II.
No es despreciable la aguja que manejaron manos reales y que no desdeñó la Madre de Dios.
En la iglesia monasterial de la Encarnación de Madrid ocupa el retablo mayor un precioso lienzo que reproduce el instante dichoso en que el arcángel San Gabriel anunció a María su próxima maternidad.
La Virgencita bellísima y recatada aparece arrodillada junto al cestillo de la costura.
La Madre de Dios manejó la aguja; las muchachas, hijas suyas,, deben manejarla muchas veces.
Cuando el Espíritu Santo quiere trazamos en las páginas del libro de los Proverbios el retrato de la mujer fuerte, nos dice:
«Buscó la lana y el lino y lo trabajó con la industria de sus manos... Se aplicó a los quehaceres domésticos, aunque fatigosos, y sus dedos manejaron el huso... Hizo para sí un vestido acolchado, tejió delicados lienzos y los vendió.»
A Isabel de Castilla nos la presentan sus biógrafos cosiendo las camisas de su marido y bordando, en compañía de sus damas, ornamentos religiosos.
Doña Catalina de Austria, reina de Portugal e hija de Doña Juana la Loca, pasaba largas horas hilando, hacía corporales para las iglesias y bordaba el equipo que había de traer a España su hija María para casarse con Felipe II.
No es despreciable la aguja que manejaron manos reales y que no desdeñó la Madre de Dios.
Canonigo Emilio Enciso Viana
LA MUCHACHA EN EL HOGAR
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