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sábado, 4 de julio de 2015

In desertum locum

A UN LUGAR SOLITARIO
     ¿Dónde está hoy, Señor, ese lugar solitario a donde pueda yo recogerme contigo y escapar de este ruido que por todas partes me rodea, me cansa, me asedia, como una pesadilla?
     Me veo obligado, Señor, a vivir en medio de la ciudad.
     El silencio ha desaparecido para mí;
     de día y de noche tengo que sufrir ese rumor confuso y ese ruido desapacible, que es el martirio de las grandes ciudades, de las que ha huido la paz.
     Y en medio de este ruido tengo que atender a mi trabajo, a mi estudio, a los que se acercan a hablar conmigo.
     Y en medio de ese rumor desordenado me veo obligado a recogerme para hacer mi meditación o para examinar mi consciencia.
     Y en medio de ese trafago ensordecedor y descompasado es necesario procurar el descanso nocturno para que los nervios fatigados no me traicionen...
     ¡Pobre de mí, Señor!
     Yo quisiera irme contigo a un lugar solitario y tranquilo, en donde poder hablarte a solas, sin que estos ruidos distrajeran mi atención y me obligaran a volver una y otra vez sobre mis palabras para saber siquiera lo que te estaba diciendo.
     Enséñame a hacer este lugar secreto y solitario en el fondo de mi corazón;
     que no me importe nada el rumor sordo, que atormente ni ese ruido estridente que excita los nervios, ni el grito descompasado que lastima dolorosamente los oídos;
     que sepa prescindir de todo ello, y me encierre contigo en ese centro sagrado en el que Tú te haces oír, aun cuando prosiga el mundo en su tumultuosa barahúnda.
     Solos allí los dos, podré decirte todo lo que me alegra y todo lo que me entristece;
     todo lo que me inquieta y todo lo que me perturba;
     todas mis esperanzas y todas mis desilusiones;
     te contaré mis caídas, que me humillan y me avergüenzan,
     y mis deseos, que me atormentan, porque no llegan a convertirse en realidades,
     y mis pequeños triunfos, obtenidos por tu gracia misericordiosa.
     Tengo tantas cosas que decirte, Señor...
     Y tengo tanta necesidad de que Tú me hables:
     me digas si estás contento de mí;
     si hay algo que me pides y no te quiero dar; si..., tantas cosas, Señor.
     Que podamos recogernos solos en ese rincón apacible y silencioso,
     en el que sólo se oiga el sonido suave y dulcisimo de tu voz,
     en donde yo -pobre fatigado con el ruido multiforme que me rodea- pueda inclinarme contra tu pecho amigo, contra tu Corazón de Padre.
     Y donde sea concedido -perdona tanto atrevimiento en mis peticiones- escuchar una a una tus palabras, que son bálsamo único capaz de aliviar mi cansancio y de curar las heridas que he ido recibiendo en mi camino...
     Llévame, Señor, a esa soledad, dulce y serena, en donde podamos conversar los dos, como conversabas con tus Apóstoles cuando los llevaste in desertum locum para hacerlos descansar de las fatigas de sus excursiones misioneras.
Alberto Moreno S.J.
ENTRE EL Y YO

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