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jueves, 9 de septiembre de 2010

Agilidad para ser mejores


MEDIOS PARA FORTALECER EL CARACTER

A) AGENTES INTERNOS
(I)


El habito es cauce

El hábito es una cualidad que radicando en ti mismo, hace hábil una potencia inclinándola a producir un acto propio de ella.
Los hábitos son tan numerosos como las aptitudes humanas. Hábitos son la puntería en el tiro, la paciencia en la adversidad, la reacción ante el peligro.
«Se pueden usar a voluntad, y hacen más pronta v deleitable la operación», tanto si se trata de buenas como de malas acciones. Son cualidades que ponen nuestras potencias a punto de acción.
La educación tanto corporal, social o espiritual, no es otra cosa que la adquisición voluntaria de buenos hábitos interiores o exteriores.
La naturaleza tiende a crearlos: canales por donde se desliza la fuerza motriz del alma. Los surcos del campo son como conductos abiertos por el arado que hiere las entrañas de la tierra: por ellos correrá el agua sin desparramarse inútilmente.
Aprender un oficio es adquirir hábitos, encauzar energías, trabajar la madera, moldear la arcilla, tocar el piano, toda acción repetida engendra una costumbre.
La voluntad imperando sobre el cuerpo, le hace ejecutar una serie de actos que, repetidos, dan a las células, especialmente a las nerviosas, una disposición particular que las orienta en un sentido determinado; actos que canalizan en una dirección concreta la vitalidad de esas células que componen nuestros miembros, partes integrantes de nuestro sér.
Tu cuerpo es la suma de esas células. Y tu carácter es la suma de las direcciones impresas en esas células.
Las tendencias, inclinaciones o facilidad para una determinada acción, están entretejidas en ese enrejado de tu carne, tirando con sus hilos invisibles de tu voluntad, torciéndola hacia el bien o hacia el mal.
Si a esta actividad se suma una conciencia reflexiva, la huella será más profunda. Son dos elementos trabajando en una misma dirección: carne y espíritu.
La facilidad o habilidad para el desempeño de un oficio, se debe a un hábito mecánico; la expedición en los actos de virtud, se debe también a un hábito moral. Los hábitos son para los hombres, como los cauces para los ríos: no salen de madre sino en casos extraordinarios.
De no haber habido pecado original, todas nuestras tendencias se orientarían hacia el bien con deleite. Dejarse llevar de la naturaleza, creada por Dios pura y recta, era lo suficiente para ser bueno. Ahora no. Tenemos inclinaciones y potencias aviesas, que hay que enfilar hacia el bien violentando sus apetencias. Para acercarnos al estado de justicia original, nos hacen falta ejercicios que hagan expeditas esas potencias a contrapelo de nuestros apetitos naturales.
¡Qué tormento los primeros meses de piano!, ¡ qué angustia los primeros cigarros! Pero adquirida la expedición, se arrancan agradables melodías al instrumento, y la náusea del primer cigarro, es reemplazada por el deleite.
¿De qué nos admiramos si para ser buenos sentimos el desaliento ante una cuesta de pronunciado declive? El descanso vendrá en la cima: «Sic itur ad astra: Así se llega a la cumbre

El hábito se conquista

El hábito no es automatismo, sino una costumbre adquirida y ejercitada deliberadamente. Son conquistadas, porque no nacemos con ellas, sino que las añadimos a nuestro carácter. Nos ahorran un desgaste de energías facilitando el ejercicio de nuestras potencias.
El emperador Guillermo II, era tal la costumbre que tenía de cabalgar, que para sentarse en su despacho, poseía un dispositivo especie de Clavileño con su silla de montar. Así despachaba y afirmaba, que de esa manera pensaba de una forma más clara y concisa. Su cuerpo, acostumbrado a esta posición, se encontraba más en su centro, e impedía menos el ejercicio de las potencias espirituales.
Somos un conjunto de alma y cuerpo. Entre estos dos elementos reina no solamente una relación amistosa, sino una identidad que llamamos hombre. Ese «yo» que es cada uno.
El hombre en su infancia se diferencia poco del cachorrillo. Por ello se han de imponer desde fuera, los actos que originan las costumbres: obligarles al deber.
En la adolescencia junto con esa imposición forastera, debe correr paralela la cooperación interna. Si no hay coordinación voluntaria de aspiraciones, todo resbalará. Se ha de aceptar el punto de vista del educador y de la ley, entonces el hábito irá calando nuestras formas y costumbres.
El niño viene al mundo con una serie de vacíos que llenar, que en la edad madura se convertirán en una serie de costumbres. Es la masa informe que moldeada día tras día se convierte en una figura concreta. Cada chico lleva dentro de sí su porvenir, porque lleva la posibilidad de llenar un vacío disponible en su cuerpo, con elementos para el bien o para el mal.

Andando se aprende a andar

No hay otro camino para adquirir la facilidad de superar dificultades, que desarrollar las potencias con el ejercicio.
El general Castellnau preguntó al general norteamericano Passing su opinión para ganar batallas. «Enfrentarse con los alemanes», le contestó.
La mejor regla para saber guerrear es meterse en la guerra total.
Si acostumbramos al galgo a los platos y pucheros de la cocina, no esperemos que husmee la liebre. El lebrel se ha de acostumbrar a coger la presa, y acostumbrado precederá a su amo en la caza.
El buey y el caballo enganchado al carro, intenta sacudir el yugo, pero de tal suerte llega a acostumbrarse, que suelto vuelve espontáneamente al tiro.
Ninguna naturaleza aviesa es invencible. No se puede decir «soy así».
Ni eres así ni serás así. Toda naturaleza por viciada que esté es susceptible de reforma. Mientras aliente en ti la vida, no seas el alma monia (sic) de un faraón. Cada día sufres una experiencia que puede modificar tu carácter.
A San Francisco de Sales, de naturaleza violenta, se le llamó el santo de la amabilidad.
«Todos llevamos la posibilidad de ser un santo o un delincuente.»
Es verdad que lo podrido se extiende, y la mala hierba se desarrolla por sí misma, mientras hay que cultivar lo bueno y arrancar lo malo, pero en manos del agricultor está cultivar y arrancar.
Un hábito tanto será más profundo cuanto más sea el tiempo transcurrido en él. En un árbol tanto más hondas serán sus raíces, cuanto más viejo sea.
Arrancar un hábito es como arrancar un clavo, y esto es tanto más difícil cuanto más hundido esté en la madera, y ésta sea más dura.
Pero un hábito se vence con otro hábito, y un clavo se saca con otro clavo.
Una troupe de focas de circo fueron liberadas en un naufragio, y se reunieron en el mar con un rebaño de focas salvajes. Mucho tiempo después, su domador pasaba casualmente por las rocas donde sus focas dormían, y llamó en alta voz a un amigo. De repente cinco focas se separan del rebaño que tomaba el sol, y con sus aletas comienzan a dirigirse torpemente hacia su antiguo domador. Habían reconocido su voz.
Es difícil olvidar lo que se ha vivido formando parte de nuestras operaciones.
Los hábitos son algo así como las enfermedades crónicas: sólo llegan a ser vencidas después de cuidados constantes. Son como las serpientes, que golpeadas y dejadas por muertas, volviendo en sí muerden.
El mal hábito no se desarraiga sólo por la fuerza, sino con ideas que vayan suplantando los sentimientos que dan origen a las malas obras.

Tiempo de aprendizaje

Ninguna otra época ofrece tantas facilidades para aprender las artes de la habilidad y moralidad. Las imágenes motrices se gravan sin resistencia en nuestro cerebro, y en los órganos de nuestro cuerpo que han de realizarlas. En el aprendizaje de las lenguas, las cuerdas bucales se acoplan mejor a los sonidos, y las voces se gravan mejor en la memoria; en las artes plásticas las manos se adaptan más fácilmente a los movimientos para plasmar la imagen dibujada en la fantasía.
De forma semejante en la adolescencia y juventud, las costumbres y hábitos morales se escriben con facilidad sobre la materia blanda y sin fraguar.
Los animales adquieren hábitos por instinto o mecánicamente por educación. Así se les amaestra para el circo y la caza.
Nosotros los adquirimos por razón: sobre nuestros miembros se gravan los movimientos que señala nuestra inteligencia.
Se cruza un prado y apenas se deja rastro sobre la hierba; se vuelve a pasar una y otra vez, y se abre una senda expedita, por donde antes a causa de los zarzales dejábamos pedazos de nuestra piel.
Los actos repetidos sin pretenderlo, se abren paso en las potencias espirituales y volitivas. Por eso somos nuestros propios artífices, porque la fuerza del hábito se impone: el borracho conoce su mal y sufre su propia degradación, pero no puede dominarla, y llega hasta el suicidio para librarse a sí y a los suyos de una vergüenza.
Las malas inclinaciones son el castigo y la venganza de una naturaleza que no se quiso educar; el desgarrón de la propia persona que se ve arrastrada por la parte inferior.
Estas inclinaciones adheridas a la naturaleza por el hábito, se hacen tan influyentes, que al darse determinadas circustancias, se disparan como pendientes de un dispositivo: Haydin se equivocaba cuando no tenía el anillo con el que se había acostumbrado a tocar. Buffón no podía escribir sino en traje de gala.
El hábito llega a imponer exigencias fisiológicas, que al ser cultivadas, llegarán a constituir una necesidad, que sólo se aquieta momentáneamente con el objeto apetecido.
Las células hepáticas, por ejemplo, acostumbradas a comer a una hora determinada, cuando llega ésta, advierten que es ya el tiempo de funcionar. Esto sucede en todas las células del cuerpo especializadas en un oficio: habituadas a ciertas acciones se hacen exigentes, a veces de forma irresistible, y empujan al licor, a la comida o a la sensualidad, según que se las haya acostumbrado.

Preparan los caminos

A medida que se repite un acto pasional o virtuoso, llega a ser más espontáneo y fácil.
Para la adquisición de las buenas costumbres hay que aprovechar las disposiciones propicias y circustanciales: en momentos de optimismo gravar la adversión al vicio, porque entonces los actos quedan más hondamente impresos en el hombre, que los realizados a contrapelo.
Aprovechar los estados favorables del alma, para cercenar pasiones o fomentar virtudes, es tan estratégico y legítimo, como para un general aprovechar las debilidades del enemigo para combatirlo, o la buena moral de los soldados para presentar batalla. La disminución de energías infligidas anteriormente al adversario, se hará sentir en los combates que cara a cara se han de seguir después.
La célula recuerda la marca de las sensaciones, que le hace cada vez más fácil el acto siguiente de vencimiento. El leucocito devora la triaca con tanta mayor rapidez, cuantas más veces se haya producido el ataque. Al dar rienda suelta a las pasiones, las células se hacen tanto más rebeldes para obedecer al imperativo de la voluntad, cuantas más veces se les haya consentido rebelarse. En lo sucesivo se realizarán los actos sin que apenas exista un aliciente externo. Así nuestros miembros siguen o resisten al imperio de la voluntad, según apetezcan o repugnen un objeto, y estas apetencias o repugnancias dependen de la intensidad de los actos repetidos, que imprimen un sello definitivo hacia el bien o hacia el mal, aunque la voluntad quede libre.

Los hábitos se arropan entre sí

Un hábito se aúna con otro hábito, como se asocian los hombres para un objetivo común. El afán de comodidad despierta la sed del dinero, y ésta no repara en el robo cubierto o encubierto que le proporciona los medios para sostener su tren de vida.
Los hábitos se apoyan entre sí, como los elementos de una fuerza nuclear. Si llegamos a desgarrar uno de los elementos que integran el átamo, viene la desintegración total del mismo. Si consigues arrancar un vicio de los que forman tu núcleo, los demás quedarán al aire, y vulnerables para el ataque. Si has desgranado una de las escamas de la piña, al quedar las otras aristas sin defensa, fácilmente se les hará saltar.
En el momento de ejecutar un propósito, supuestas dos fuerzas de voluntad sicológicamente iguales, aquélla lo llevará más fácilmente a efecto, que encuentre en su cuerpo menos resistencias.

Los hábitos nos hacen más eficaces

Los hábitos son cualidades que perfeccionan al hombre, mejorando posibilidades y potencias, que sin ellos quedarían improductivas. Son las que desentierran nuestro poder oculto.
Los dedos son ciegos, y sin embargo siguen escribiendo sin ayuda de los ojos porque los pequeños músculos adquirieron el hábito de un movimiento medido con exactitud para dibujar las letras.
La retina ejercitada en la observación, se asoció al sentido estético del pintor y produjo el artista.
A los pintores que tienen el hábito de observación, no se les escapa el detalle del panorama: todos miramos lo mismo, pero no todos vemos lo mismo. El ejercicio afirma las facultades de los sentidos.
Un sentido del cuerpo ejercitado en una sensación mala, produce al pecador.
Un sentido ejercitado en las privaciones, produce el hombre virtuoso.
Así los buenos y malos hábitos entran a formar parte de nuestro sér.
Si hay hombres de iguales posibilidades, aquél llevará la ventaja que tenga más entrenadas sus facultades.
En un diario del Duque de Gales se lee: «Es divertido ver la diferencia que existe entre una escuela ordinaria y Dartmouth (escuela naval). En la primera los estudiantes hablan de incomodidades, y en sus dormitorios tienen camas, y están todo el día sentados en la sala de estudios. Su vida no es la mitad dura que en Dartmouth, y sin embargo, nosotros estamos contentos. No puede haber nada mejor que una educación naval
Prepararse para luchar con un mar embravecido, es buen entrenamiento para la vida.
Los hombres se diferencian, no por razón de sus dotes naturales, sino por los hábitos que ponen en actividad estas dotes.
Nuestros defectos son falta de expedición para lo bueno.
Nuestras virtudes presencia de expedición para lo bueno.
Cuando estos hábitos pasan a ser cualidades de nuestro carácter, nos hacemos por su bondad o malicia, aceptables o inaceptables a los demás.

Reflexiona sobre el hábito religioso

Existen hábitos religiosos que han de adquirirse de una forma más personal y reflexiva, por tratarse de actos más invisibles que tienen su actividad en lo más recóndito de la conciencia.
De ellos nadie te exigirá cuenta como de los hábitos y maneras sociales.

Un joven educado para la sociedad, con una serie de hábitos adquiridos, posee una gran ventaja para desenvolverse en ella. Si se separa de ellos sufre un retroceso en su carrera social; si los sigue, adquiere posiciones ventajosas. El interés le acucia.
Pero el mundo no se cuida de lo religioso, ni de la moralidad privada, ni le importa que alguien en su interior se dé al diablo.
Es más, de momento Dios mismo se deja ofender o burlar, cosa que no toleran los hombres.
No hay una fuerza externa que cohiba. El hábito moral y religioso te interesa sólo a ti. Las grandes convicciones son las únicas que te retraen del mal. Si éstas faltan, el edificio se vendrá a tierra; mejor dicho, no será posible edificarlo.
En la consecución de estos hábitos, es necesario tomar la iniciativa personal. En un internado no suele haber opción entre ir o no ir a Misa, decir o no decir las oraciones; incluso en las prácticas religiosas voluntarias, como las visitas particulares a la capilla, se impone e influye la opinión de la mayoría.
Aprovecha estas circustancias favorables, pero hazlo con espíritu espontáneo. Si a todo este ambiente, que indiscutiblemente ayuda, no prestas tu colaboración interna, fácilmente abandonarás dichas prácticas, y el hábito no hará en ti surco profundo.
Funda estos actos no en puros sentimientos, sino en la razón, a fin de que tu fe no sea desvanecida por el vendaval.

El hábito contra lo imprevisto

Quien no posee hábitos para las ocasiones peligrosas, es como el soldado que en la batalla tiene las armas atascadas por la herrumbre; o como el que no hace rostro al impulso del viento, cuando éste sople un poco huracanado, no sólo quedará paralizado, sino que caerá en tierra.
Hay que reaccionar con expedición ante lo imprevisto. El ejercitado en las armas las pone a punto de lucha, para un peligro inopinado. Sus nervios entrenados por el ejercicio, posee una espontaneidad casi ciega para la defensa.
Las células nerviosas reaccionan por un estímulo determinado, como un cañón se dispara por la acción del dispositivo. Son como una línea eléctrica que al llegar al final enciende una bombilla. La sensación se ramifica como por una red telefónica, y pone en comunicación todas las oficinas del cuerpo. Ante un pinchazo en la pierna el impulso corre a través de los nervios y ganglios y llega hasta el cerebro produciendo la conciencia de un pinchazo; entonces los músculos se ponen en movimiento y se restrega.
Amaestrados nuestros sentidos por las sensaciones, ponen al servicio de la virtud la misma fisiología, pero controlada por la voluntad. Cuando el sér humano se encuentra ante el peligro, lo corporal convenientemente educado por el hábito se asocia con lo espiritual, para reaccionar en defensa del todo.
Tan hondo puede ser el buen o mal hábito, que aun dormido se reacciona en pro o en contra de la virtud. San Francisco Javier dormido arrojó sangre por el esfuerzo de vencer la tentación.
El avión fue derribado por una tormenta que se formó rápida, pero ¿no tenía medios para preverla?
Se sale de casa con una alma luminosa, y se vuelve a ella sumergida en tinieblas: un encuentro imprevisto encabrita una mala pasión.
Un bello amanecer trae una noche negra.
Pero eso no es lo ordinario: las caídas tienen una preparación paulatina, que insensiblemente va entrando a formar parte de nuestro natural.
Los caminos de la vida, como los caminos de las trincheras están enfilados por armas automáticas. Hay que ir precavidos para reaccionar ante los primeros disparos.
Si un hombre sabe que con un gran estornudo provocaría una gran explosión de dinamita, se contiene hasta reventar. Así un sér racional puede dominar cualquier impulso capaz de provocar una catástrofe mayor, como sería una grave ofensa a Dios, y la ruina de su propia alma.
Es la única manera de vivir en paz, como la forma única de ir tranquilamente caballero sobre un corcel, es dominarlo por completo.
Controla todo aquello que ha de dejar huella en ti, y evita ahora las consecuencias que luego serán irremediables.
Los que se llaman o se creen incorregibles, es porque no ponen en juego todas las reservas de su querer y sus condiciones para la lucha.
Su obrar es el impulso del apetito; el de la célula animal. Si siente un ímpetu animal lo satisface con la misma naturalidad con que bebe agua al sentirse deshidratado.
No tiene un señor que gobierne su casa, y toda ella será una ruina. Dios no podrá habitar en ella.

Somos responsables de todo

Las malas acciones cometidas sin remordimiento, y virtudes ejercitadas sin necesidad de alabanzas, no dejan de ser culpables o meritorias.
En los comienzos se sentía la satisfacción de los primeros actos virtuosos, luego todo se desliza insensiblemente. La virtud se ha hecho nuestra.
En el pecado que se ha hecho vicio, la repugnancia al mal, quizá grande en sus comienzos, es cada vez más débil y hasta nula. Los grandes principios religiosos y morales ya no cuentan. El pecado se ha metido en nuestra carne.
Pero nunca te podrás escudar con la excusa del temperamento: Todo fue voluntario. Si no te puedes contener, es porque no te quisiste prevenir.
El almendro amargo se transforma en dulce y el dulce en amargo. Los buenos se hacen malos y los malos buenos, con el ejercicio de las buenas y malas acciones.
Son muy pocos los que nacen con el temperamento equilibrado: es cuestión de buril y martillo. Dijo Miguel Angel a un admirador suyo: Todas las líneas bellas de la estatua se encuentran en el mármol, pero hay que saber sacarlas.
Los hábitos allanan resistencias. Un músico aprendió a improvisar con el órgano, y llegó a tocar mejor cuando divagaba con la mente, que cuando pensaba en la música; mediante el ejercicio mecánico habituó sus dedos a seguir el sentimiento artístico, e improvisaba sin reflexionar.
Todo aquel que quiere adquirir una cualidad, se ejercita reflexiva y pacientemente en los actos que la imprimen.

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