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lunes, 27 de septiembre de 2010

Misterios. La Trinidad. La Encarnación.


Yo no me hago católico, porque la Iglesia me obligaría a creer misterios que no entiendo. La razón me dice que no debo creer lo que no puedo entender. ¿No se , contradice la fe y la razón? ¿Cómo va a creer uno dogmas como el de la Trinidad, la Encarnación, la Eucaristía y otros tantos?
—Nada tan irracional como rechazar los misterios, sólo porque la razón no los puede entender como son en sí. La razón y la fe ni se contradicen ni se pueden contradecir, porque Dios es el autor de las dos. La oposición entre ellas, de que tanto se (habla hoy, no es más que aparente, y se ha originado de los errores de los científicos, que dan por hechos consumados hipótesis improbables, y de las opiniones falsas sin apartarse por esos espacios de la línea imaginaria que un Geómetra divino le trazara; que el Sol es 350.000 veces más pesado que la Tierra y 1.400.000 veces más voluminoso; que la Luna se mantiene en su órbita por la atracción de la Tierra, siendo así constreñida a seguir el círculo que ella tiende constantemente a dejar; que el rayo de luz de una de las estrellas de las Cabrillas, caminando a la velocidad de 300.000 kilómetros por segundo, tarda setenta y dos años en llegar a la Tierra; que la gravitación en la superficie del Sol es veintiocho veces mayor que la de la Tierra, etc. Pero cuando la ciencia se arriesga a querer explicarnos estos hechos, tartamudea y, a lo sumo, emplea cuatro frases altisonantes, vacías de todo significado. Newton vio esto y confesó sinceramente que él «sabía las leyes de la atracción, pero no sabía qué era atracción». Y es que el hombre sólo entiende lo que él ha hecho. Entiende la maquinaria de un reloj, porque él la hizo; pero su entendimiento limitado jamás comprenderá los misterios que Dios ha encerrado en los mundos de la Naturaleza y de la Gracia. Comprensión total e inteligencia perfecta son patrimonio de solo Dios.
La razón y la fe se ayudan mutuamente. Gracias a la razón, no nos quedamos del todo a oscuras en los misterios y demás verdades reveladas; gracias a la revelación, sabemos cosas que de otra manera jamás hubiéramos sabido. Creer en los misterios es punto capital en materias de religión. Una revelación que nos dijese solamente cosas ya sabidas o que fácilmente se podrían saber, sería inútil. Dios sólo puede revelarnos secretos de su vida íntima, como la Trinidad, la Encarnación, la Eucaristía, etc. Nuestro asentimiento a estos dogmas no es ciego, sino muy razonable, ya que se basa en la autoridad de Dios revelador. El que obra a ciegas es el racionalista, que, sin pesar las razones para ello, rehusa a todo trance aceptar las verdades divinas. Los católicos procedemos de otro modo. Sabemos que la vida es imposible sin religión y que la religión es imposible sin creer; sabemos que la fe requiere autoridad, y que ésta en religión es indispensable. Aceptamos de antemano estos principios, y luego, bien examinados, los juzgamos excelentes y nos congratulamos de poseerlos. Entonces aceptamos lo sobrenatural, porque así Dios lo ordena, y nos rendimos sumisos a la verdad revelada. la cual no puede ser plenamente abarcada por el entendimiento humano.

Yo no puedo creer una absurda contradicción en los términos, como es la Trinidad, ¿Cómo se explica usted que uno sean tres y tres sean uno?
—Para entender la respuesta es menester estar familiarizados con ciertos términos filosóficos de contenido subido, como esencia, naturaleza, persona, sustancia, generación, relación, procesión y otros cuya explicación puede hallarse en cualquier manual de filosofía. Decimos, pues, que aunque es cierto que el dogma de la Santísima Trinidad es un misterio en el que jamás hubiera pensado la razón por sí sola, no es menos cierto que este misterio no envuelve contradicción alguna. En Dios hay tres Personas en una esencia divina: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, realmente distintas, iguales y consustanciales. El Padre no fue engendrado, el Hijo fue engendrado del Padre, y el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo (II Concilio de Lyon, 1274). Todas las cosas en Dios son comunes a las tres Personas, y son todas lo mismo, excepto aquellas en que haya oposición de relación (Decreto de Eugenio IV a los jacobitas). La actividad divina es común a las tres Personas, que son el Principio único de todas las cosas. Como las palabras uno y tres se refieren a dos cosas esencialmente diferentes, naturaleza y persona, sigúese que ni hay ni puede haber contradicción en los términos. Tres personas que poseen naturaleza humana se llaman con razón tres hombres, porque la naturaleza humana en cada uno no es numéricamente la misma; las tres Personas que tienen la Naturaleza divina no son tres dioses, porque la Naturaleza divina es numéricamente la misma en cada una de ellas. Cómo puede ser esto, no lo entendemos, pero lo creemos, porque así nos lo ha revelado Dios mismo.
Este dogma nos lo reveló Jesucristo, Hijo de Dios, el único que nos podía hablar de la vida íntima de Dios (Mat 11, 27). El Nuevo Testamento está lleno de textos a este propósito, y la tradición lo ha conservado fielmente junto con el dogma de la Encarnación; dogmas preciosos que distinguen a la religión cristiana de todas las demás religiones. Se menciona la Trinidad en la relación que de la Encarnación hace San Lucas (1, 32-33), en la descripción del bautismo de Jesucristo hecha por San Mateo (3, 16-17), en el sermón de la última Cena (Juan 14, 11-16) y en el último encargo del Señor a los apóstoles (Mat 28, 19). Los cristianos hacemos expresa mención de la Trinidad cuando bautizamos, en las doxologías (doxe, gloria) o alabanzas a las tres divinas Personas, desde el siglo I de nuestra era, y los Santos Padres en los primeros siglos defendieron este dogma contra toda clase de herejes que lo atacaban.

¿Qué entienden los católicos por Encarnación? ¿Se habla en el Nuevo Testamento de esta sutileza teológica? ¿No es contra la razón que Dios se haga hombre o el hombre se haga Dios? ¿No supone esta doctrina un cambio en la Divinidad inconmutable?
—El misterio de la Encarnación es la unión maravillosa de dos naturalezas, la divina y la humana, en la Persona única del Verbo hecho carne, Jesucristo. Es ésta una unión rara y maravillosa: rara, porque es la única en su género; maravillosa, porque sólo la pudo efectuar el poder y el amor de un Dios infinito.
En la Encarnación, las dos naturalezas están unidas en un todo sustancial, la divina Persona (Jesucristo), como el cuerpo y el alma están unidos en una persona humana sustancial, usando la analogía del Credo atanasiano. Sin embargo, estas dos naturalezas son distintas: la inferior no influye nada en la superior, y ésta influye en la inferior lo que influiría aunque estuviesen separadas. El punto del misterio está en que dos naturalezas constituyan una sola Persona sin estar fundidas en una sola naturaleza. El verbo ocupa el lugar de la personalidad humana y hace tan suya la Humanidad, que esta Humanidad pertenece al Verbo y debe ser adorada con El y en El.
Es cierto que la Biblia no nos habla expresamente de «dos naturalezas en una Persona», pero lo dice con bastante claridad en no pocos pasajes. Jesucristo es a la vez Hijo de Dios e Hijo del hombre, engendrado del Padre desde toda la eternidad, y nacido de la Santísima Virgen en el tiempo. San Juan enseña esta doctrina en el prólogo de su Evangelio con una claridad y hermosura sin igual: «En el principio era ya el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios... Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros.» San Pablo dice repetidas veces que Cristo es al mismo tiempo Dios y hombre. Es «Hijo de Dios que le nació, según la carne, del linaje de David»: «Dios envió a su Hijo revestido de una carne semejante a la del pecado»; «en El (Jesucristo) habita toda la plenitud de la Divinidad corporalmente»; «Jesucristo, teniendo la naturaleza de Dios, no fue por usurpación, sino por esencia, el ser igual a Dios; y, no obstante, se anonadó a Sí mismo tomando la forma—naturaleza—de siervo, hecho semejante a los demás hombres y reducido a la condición de hombre» (Rom 1, 3; 8, 3; Colos 2, 9; Filip 2, 6-7). Aunque la Encarnación es un misterio tan subido que jamás la razón lo hubiera descubierto por sí sola, sin embargo, no es contra la razón. Esta nos dice que Jesucristo reclamó para Sí la dignidad de Dios, y que Dios confirmó con milagros que Jesucristo decía la verdad (Juan 10, 25). Tampoco le faltan a la razón comparaciones y analogías que ilustran no poco este misterio. San Agustín, por ejemplo, habla del concepto intelectual, que se reviste de una forma sensible—la palabra— sin perder por eso nada de su espiritualidad. El Credo atanasiano trae la unión que hay entre el cuerpo y el alma. Además, la Encarnación satisface los deseos que Dios tiene de dársenos, y apaga en alguna manera la sed que el hombre tiene por el Infinito. «No hay incoherencia—dice Monsabré—, ni contradicción ni absurdo alguno en este misterio. La Naturaleza divina se desposó con la humana sin menoscabo de ninguna de las dos; las dos están allí completas, perfectas, distintas, subsistiendo en la misma Persona.» Tampoco hay cambio alguno en Dios. «Al hacerse hombre—dice Hugón—, Dios ni pierde nada, ni recibe nada, ni se hace más pobre mi más rico, sino que completa y perfecciona la naturaleza humana. El cambio está en la humana naturaleza, que es levantada al rango de Divinidad," no en la Persona que la levanta y la diviniza. El Eterno no cambia, como no cambia la cúpula de San Pedro vista por el peregrino que la visita por primera vez. La cúpula permanece la misma; el cambio está en el visitante, ya que comienza a existir lo que antes no existía: el conocimiento que de ella tiene ahora el peregrino.

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